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5 poemas de José Asunción Silva

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Fue una de las figuras más importantes del modernismo. A continuación, puedes leer una selección de versos de este poeta colombiano, 5 poemas de José Asunción Silva.

Madrigal

Tu tez rosada y pura, tu formas gráciles
De estatuas de Tanagra, tu olor de lilas,
El carmín de tu boca, de labios tersos;
Las miradas ardientes de tus pupilas,
El ritmo de tu paso, tu voz velada,
Tus cabellos que suelen, si los despeina
Tu mano blanca y fina toda hoyuelada,
Cubrirte como fino manto de reina;
Tu voz, tus ademanes, tú no te asombres;
Todo eso está ya a gritos pidiendo un hombre.

Realidad

Para M

En el dulce reposo de la tarde
Cuando al ponerse el sol en occidente
Su luz dorada, de la vida fuente,
Como una hoguera en los espacios arde,
O de la noche en el silencio umbrío
Cuando la luna con fulgor de plata
Alumbra a trechos el sonante río
Y en sus límpidas ondas se retrata,
Entre las sombras de la vida hay horas
En que la realidad que nos circuye
A detener el ímpetu no alcanza
De nuestra alma que a lo lejos huye
Y a la región de lo ideal se lanza…

Y entonces cuando pienso en tus amores
Nuestras dos vidas deslizarse veo
No cual la realidad que aja sus flores
Sino cual la ilusión de tu deseo.
No por las conveniencias separados,
Soñando tú conmigo, yo en tus sueños,
Sino juntos los dos en los collados
De la Arcadia risueños;
Asidos por las manos a lo lejos
Buscando el fin de la campiña amena
A los pálidos rayos de la luna.
O del ardiente sol a los reflejos,
Dejando transcurrir una por una
Las no contadas horas venturosas
Que no mancha la sombra de una pena
Libando amor y deshojando rosas
Del verdor y del musgo en lo sombrío
Ocultos en lo ignoto del boscaje
Radiante aún de gotas de rocío
De virgen fuerza y de vigor salvaje;
Sentados a la orilla del torrente
Tú escuchando los ecos del follaje
Yo acariciando -trémula la mano-
Tus rizos al caer sobre tu frente…

Otras veces trayendo a la memoria
Los fantasmas de un tiempo ya pasado
Junto con ellos cual sencilla historia
Los ideales de tu amor soñado.
Y es entonces un gótico castillo
De altivas torres de musgosas piedras
En cuyo muro gris crecen las hiedras
Teatro de nuestro amor santificado.

Y en reducida y perfumada estancia
Cuyos tapices abrillanta y dora
El fuego de la antigua chimenea,
Juntos los dos oímos a distancia
Diciéndonos protestas de ternura
La voz del agua que al perderse llora
Y el viento que en los árboles cimbrea
Entre el silencio de la noche oscura.

O en frágil barca en plácida mañana
De lago azul flotando en los cristales
Con la mirada errantes contemplamos
El cielo, la ribera, los juncales,
Y las nieblas que inciertas, vaporosas,
Van a perderse en la región lejana
Como se pierde la esperanza humana
O el postrimer aroma de las rosas.

Mas cuando el alma en sus ensueños flota,
La realidad asoma de improviso
No más resuena la encanta nota
Brotan espinas do la rosa brota,
Y en crüel se torna el paraíso.

Vuelvo a mirar… y pienso que nacimos
Para vivir por siempre separados,
Que no es una la senda que seguimos
Y que la lumbre que cercana vimos
Fue visión de tu amor y tus cuidados.

Y al comparar la realidad penosa
Con los paisajes de ideal que miro
En el fondo del alma lastimosa
Para tu dulce amor -niña piadosa-
Para tu dulce amor surge un suspiro.

¿Recuerdas?

¿Recuerdas? Tú no recuerdas
Aquellas tardes tranquilas
En que en la vereda angosta
Que conduce a tu casita
Plegaban a tu contacto
Sus hojas las sensitivas
Como al poder misterioso
Del amor tu alma de niña
En la oscuridad pasaban
Las luciérnagas cual chispas
Que bajo la yerba espesa
Nuestros dedos perseguían
¡Así también en las horas
De mis años de desdicha
Cruzaban por entre sombras
Mis esperanzas perdidas!…

¿Recuerdas?… Tú no recuerdas
La cruz de mayo que hicimos
Con violetas silvestres
Y con sonrosados lirios
Bajo el frondoso ramaje
De tu árbol favorito.
Como una lluvia de perlas
Sobre blanco raso níveo
Brillaba por los […]
En las hojas del rocío!
Y los pájaros cantores
Hicieron cerca sus nidos…
Después pasé una mañana
Y vi tu ramo marchito
Como mi pasión ardiente
Por tu infamia y tus desvíos.

¿Recuerdas?… Tú no recuerdas
Más de esa noche amorosa,
La lumbre de tus pupilas,
El aliento de tu boca
Entreabierta y perfumada
Como un botón de magnolia,
Los murmullos argentinos
Del agua bajo las frondas,
El brillo de las estrellas
Y las esencias ignotas
Que derramaron los genios
En las brisas cariñosas,
Quedaron como una huella
Que el tiempo aleve no borra
¡Ay! para toda la vida
¡Escritas en la memoria!

¿Recuerdas?… Tú no recuerdas
Pero yo, cuando levanta
El crepúsculo sombrío
Del fondo de las cañadas
Y las tristezas inmensas
De lo profundo del alma
Al pasado fugitivo
Tiendo la vista cansada
Y nuestra historia de amores
Hacia mí tiende las alas.
¡Cuando en las horas nocturnas
Cabe el esposo que te ama
Tu agitado pensamiento
Tenga segundos de calma
De aquella pasión extinta
¡Jamás te acuerdes, ingrata!

¿Recuerdas?… Tú no recuerdas
La tarde aquella en que juntos
Bajamos de la colina,
Tus grandes ojos oscuros
Se anegaban en los rayos
Sonrosados del crepúsculo
Y tu voz trémula y triste
Como un lejano murmullo
Me hablaba de los temores
De tu cuerpo moribundo!
Si hubieras entonces muerto
Cómo amara tu sepulcro
Ahora, cuando te veo
Feliz gozar de tus triunfos
Tan sólo asoma a mis labios
Una sonrisa de orgullo!

Mariposas

En tu aposento tienes,
En urna frágil,
Clavadas mariposas,
Que, si brillante
Rayo de sol las toca,
Parecen nácares
O pedazos de cielo,
Cielos de tarde,
O brillos opalinos
De alas suaves;
Y allí están las azules
Hijas del aire,
Fijas ya para siempre
Las alas ágiles,
Las alas, peregrinas
De ignotos valles,
Que como los deseos
De tu alma amante
A la aurora parecen
Resucitarse,
Cuando de tus ventanas
Las hojas abres
Y da el sol en tus ojos
Y en los cristales!

Suspiro

a A. de W.

Si en tus recuerdos ves algún día
Entre la niebla de lo pasado
Surgir la triste memoria mía
Medio borrada ya por los años,
Piensa que fuiste siempre mi anhelo
Y si el recuerdo de amor tan santo
Mueve tu pecho, nubla tu cielo,
Llena de lágrimas tus ojos garzos;
¡Ah, no me busques aquí en la tierra
Donde he vivido, donde he luchado,
Sino en el reino de los sepulcros
Donde se encuentran paz y descanso!

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Yihadistas en Calahorra

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Entre la España vacía de Sergio del Molino y esa otra en la que es posible Un andar solitario entre la gente como el de Antonio Muñoz Molina existe un mundo intermedio que ha dejado de ser una de ellas sin haber llegado a ser del todo la otra. Lugares en los que nunca pasa nada hasta que un día sucede algo. Sitios en los que uno se cree oculto de los demás hasta que descubre que solo ha logrado esconderse de sí mismo. Territorios híbridos como Calahorra, el epicentro geográfico de esta novela, que Francisco Bescós convierte en vórtice ejemplar de todas esas tensiones a través de una trama compleja desplegada de manera paciente pero con la inexorabilidad de un cronograma.

"Los vínculos que les unen son débiles, en gran medida casuales, de manera que no podemos decir que estemos ante un noir rural canónico"

Con el telón de fondo de la vendimia en la Rioja Baja, un mundo industrioso y ordenado levantado sobre el caos de la inmigración balcánica, la teniente de la Guardia Civil Lucía Utrera deberá investigar la muerte de uno de los temporeros. Sus pesquisas, que pasarán de los ajustes de cuentas propios de la delincuencia común al terrorismo yihadista pasando por los ecos de la devastación etarra, nos irán acercando a una serie de personajes atrapados entre el ser y el deber ser: un agente asfixiado por un entorno que solo vive para drogarse, un cura violento que se aloja en un prostíbulo, un patriota sin patria.

"La intriga se expande hacia universos cada vez más inquietantes, espeluznantes por sus terribles consecuencias"

Los vínculos que les unen son débiles, en gran medida casuales, de manera que no podemos decir que estemos ante un noir rural canónico, aquel que cimenta su horror en la maraña irrompible de las relaciones personales. Frase a frase asistimos al despojamiento interior de cada uno de ellos, de manera individual y apenas conectada con otra dimensión que no sea su pasado, mientras la intriga se expande hacia universos cada vez más inquietantes, espeluznantes por sus terribles consecuencias, pero, sobre todo, por cómo corroen la apariencia idílica y previsible de un lugar que ya no volverá a ser el mismo, y cuya descarnada irrupción nos deja con la sensación de que ninguna Ítaca es posible.

De hecho, ese es el gran acierto de esta novela: ambientar en un entorno rural una trama de hechura eminentemente urbana, pero que no hubiera tenido la misma dimensión hipnótica de haber sido urdida en un barrio de una gran ciudad. Antes al contrario, ubicada en un espacio como este, tapizado de una belleza natural que no anuncia ni mucho menos las contradicciones que alberga, actúa como un perturbador imán para la curiosidad del horrorizado lector.

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Autor: Francisco Bescós. Título: El porqué del color rojo. Editorial: Salto de página. Venta: Amazon

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Parece una tontería, de Raymond Carver

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Fue uno de lo grandes escritores de cuentos de la literatura norteamericana y universal. A continuación, puedes leer uno de los más representativos, Parece una tontería, de Raymond Carver.

El sábado por la tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de pasteles pegadas en las páginas de una especie de álbum, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. El que escogió estaba adornado con una nave espacial y su plataforma de lanzamiento bajo una rociada de blancas estrellas, y con un planeta escarchado de color rojo en el otro extremo. El nombre del niño, SCOTTY, iría escrito en letras verdes bajo el planeta. El pastelero, que era un hombre mayor con cuello de toro, escuchó sin rechistar mientras ella le decía que el niño cumpliría ocho años el lunes siguiente. El pastelero llevaba un delantal blanco que parecía un guardapolvo. Los cordones le pasaban por debajo de los brazos, se cruzaban en la espalda y luego volvían otra vez delante, donde los había atado bajo su amplio vientre. Se secaba las manos en el delantal mientras la escuchaba. Seguía con la vista fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a pasar toda la noche junto al horno, de modo que no tenía una gran prisa.
Ella le dio su nombre, Ann Weiss, y su número de teléfono. El pastel estaría hecho para el lunes por la mañana, recién sacado del horno, y con tiempo suficiente para la fiesta del niño, que era por la tarde. El pastelero no parecía animado. No hubo cortesía entre ellos, sólo las palabras justas, los datos indispensables. La hizo sentirse incómoda, y eso no le gustó. Mientras estaba inclinado sobre el mostrador con el lapicero en la mano, ella observó sus rasgos vulgares y se preguntó si habría hecho algo en la vida aparte de ser pastelero. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le parecía que todo el mundo, sobre todo un hombre de la edad del pastelero, lo bastante mayor para ser su padre, debería haber tenido niños y conocer ese momento tan especial de las tartas y las fiestas de cumpleaños. Deberían de tener eso en común, pensó ella. Pero la trataba de una manera brusca; no grosera, simplemente brusca. Renunció a hacerse amiga suya. Miró hacia el fondo de la pastelería y vio una mesa de madera, grande y sólida, con moldes pasteleros de aluminio amontonados en un extremo; y, junto a la mesa, un recipiente de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio tocaba música country-western.
El pastelero terminó de anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de fotografías. La miró y dijo: —El lunes por la mañana.
Ella le dio las gracias y se volvió a su casa.

El lunes por la mañana, el niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un compañero. Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados, pero movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El coche recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó.
El niño del cumpleaños no lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche. Se fue andando a casa y su amigo continuó hacia el colegio. Pero, después de entrar y contárselo a su madre —que estaba sentada a su lado en el sofá diciendo: «Scotty, cariño, ¿estás seguro de que te encuentras bien?», y pensando en llamar al médico de todos modos—, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ella, al ver que no podía despertarle, corrió al teléfono y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que conservara la calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital.
Desde luego, la fiesta de cumpleaños fue cancelada. El niño estaba en el hospital, conmocionado. Había vomitado y sus pulmones habían absorbido un líquido que sería necesario extraerle por la tarde. En aquellos momentos parecía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en coma, según recalcó el doctor Francis cuando vio la expresión inquieta de los padres. A las once de la noche, cuando el niño parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y radiografías y no había nada más que hacer que esperar a que se despertara y volviera en sí, Howard salió del hospital. Ann y él no se habían movido del lado del niño desde la tarde, y se dirigía a casa a darse un baño y cambiarse de ropa.
—Volveré dentro de una hora —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—Muy bien —repuso—. Aquí estaré.

"Un coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital, pero él tenía la seguridad de que se pondría bien"

Howard la besó en la frente y se cogieron las manos. Ella se sentó en la silla, junto a la cama, y miró al niño. Esperaría a que se despertara, recuperado. Luego podría descansar.
Howard volvió a casa. Condujo muy deprisa por las calles mojadas; luego se dominó y aminoró la velocidad. Hasta entonces la vida le había ido bien y a su entera satisfacción: universidad, matrimonio, otro año de facultad para lograr una titulación superior en administración de empresas, miembro de una sociedad inversora. Padre. Era feliz y, hasta el momento, afortunado; era consciente de ello. Sus padres aún vivían, sus hermanos y su hermana estaban establecidos, sus amigos de universidad se habían dispersado para ocupar su puesto en la sociedad. Hasta el momento se había librado de la desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente. Se metió por el camino de entrada y paró. Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un momento y trató de encarar la situación de manera racional. Un coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital, pero él tenía la seguridad de que se pondría bien. Howard cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. Bajó del coche y se dirigió a la puerta principal. El perro ladraba dentro de la casa. El teléfono sonaba con insistencia mientras él abría y buscaba a tientas el interruptor de la luz. No tenía que haber salido del hospital. No debía haberse marchado.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Descolgó el teléfono.
—¡Acabo de entrar por la puerta!
—Tenemos un pastel que no han recogido —dijo la voz al otro lado de la línea.
—¿Cómo dice? —preguntó Howard.
—Un pastel —repitió la voz—. Un pastel de dieciséis dólares.
Howard apretó el aparato contra la oreja, tratando de entender.
—No sé nada de un pastel —dijo—. ¿De qué me habla, por Dios?
—No me venga con ésas —dijo la voz.
Howard colgó. Fue a la cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño seguía en el mismo estado; dormía y no había habido cambio alguno. Mientras la bañera se llenaba, Howard se enjabonó la cara y se afeitó. Acababa de meterse en la bañera y de cerrar los ojos cuando volvió a sonar el teléfono. Salió de la bañera con dificultad, cogió una toalla y fue corriendo al teléfono diciéndose: «Idiota, idiota», por haberse marchado del hospital.
—¡Diga! —gritó al descolgar.
No se oyó nada al otro extremo de la línea. Entonces colgaron.

Llegó al hospital poco después de media noche. Ann seguía sentada en la silla, junto a la cama. Levantó la cabeza hacia Howard y luego miró de nuevo al niño. Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza vendada. La respiración era tranquila y regular. De un aparato que se alzaba cerca de la cama pendía una botella de glucosa con un tubo que iba de la botella al brazo del niño.
—¿Qué tal está? ¿Qué es todo eso? —preguntó Howard, señalando la glucosa y el tubo.
—Prescripción del doctor Francis —contestó ella—. Necesita alimento. Tiene que conservar las fuerzas. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está bien, no entiendo por qué.
Howard apoyó la mano en la nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos.
—Se pondrá bien. Se despertará dentro de poco. El doctor Francis sabe lo que hace.
Al cabo del rato, añadió:
—Quizá deberías ir a casa y descansar un poco. Yo me quedaré aquí. Pero no hagas caso del chalado ese que no deja de llamar. Cuelga inmediatamente.
—¿Quién llama?
—No lo sé. Alguien que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente. Vete ahora.
Ella meneó la cabeza.
—No —dijo—, estoy bien.
—Sí, pero ve a casa un rato y vienes a despertarme por la mañana. Todo irá bien. ¿Qué ha dicho el doctor Francis? Que Scotty se pondrá bien. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, eso es todo.
Una enfermera abrió la puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el brazo del niño de debajo de las sábanas, le cogió con los dedos la muñeca, le encontró el pulso y consultó el reloj. Al cabo de un momento volvió a meter el brazo bajo las sábanas y se acercó a los pies de la cama donde anotó algo en una tablilla.
—¿Qué tal está? —preguntó Ann.
La mano de Howard le pesaba en el hombro. Sentía la presión de sus dedos.
—Estado estacionario —dijo la enfermera—. El doctor volverá a pasar pronto. Acaba de llegar. Ahora está haciendo la ronda.
—Estaba diciéndole a mi mujer que podría ir a casa a descansar un poco —dijo Howard—. Después de que venga el doctor.
—Claro que sí —repuso la enfermera—. Creo que los dos podrían hacerlo perfectamente, si lo desean.
La enfermera era una escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento.
—Ya veremos lo que dice el doctor —dijo Ann—. Quiero hablar con él. No creo que deba seguir durmiendo así. Me parece que no es buena señal.
Se llevó la mano a los ojos e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro, luego se desplazó hacia su nuca y le dio un masaje en los músculos tensos.
—El doctor Francis vendrá dentro de unos minutos —dijo la enfermera, saliendo de la habitación.
Howard miró a su hijo durante unos momentos, el breve pecho que subía y bajaba con movimientos regulares bajo las sábanas. Por primera vez desde los terribles momentos que sucedieron a la llamada de Ann a su oficina, sintió que el miedo se apoderaba verdaderamente de él. Empezó a menear la cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa, en su cama, estaba en un hospital con la cabeza vendada y un tubo en el brazo. Y eso era lo que necesitaba en aquel momento.
Entró el doctor Francis y le estrechó la mano a Howard, aunque se habían visto unas horas antes. Ann se levantó de la silla.
—¿Doctor? —dijo.
—Ann —contestó él, saludándola con un movimiento de cabeza—. Veamos primero cómo va.
Se acercó a la cama y le tomó el pulso al niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Howard y Ann, al lado del doctor, miraban. Luego el médico retiró las sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del niño con el estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando terminó, se acercó a los pies de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió algo en la tablilla y luego miró a Ann y a Howard.
—¿Qué tal está, doctor? —preguntó Howard—. ¿Qué tiene exactamente?
—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann.
El médico era un hombre guapo, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un traje azul con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con los cabellos grises bien peinados por las sienes, parecía recién llegado de un concierto.
—Está bien —afirmó el médico—. No es para echar las campanas al vuelo, podría ir mejor, según creo. Pero no es grave. Sin embargo, me gustaría que se despertase. Tendría que volver en sí muy pronto.
El médico miró al niño una vez más.
—Sabremos algo más dentro de un par de horas, cuando conozcamos los resultados de otros cuantos análisis. Pero no tiene nada, créanme, excepto una leve fractura de cráneo. Eso sí.
—¡Oh, no! —exclamó Ann.
—Y un ligero traumatismo, como ya les he dicho. Desde luego, ya ven que está conmocionado. Con la conmoción, a veces ocurre esto. Este sueño profundo.
—Pero, ¿está fuera de peligro? —preguntó Howard—. Antes dijo usted que no estaba en coma. Así que a esto no lo llama usted estar en coma, ¿verdad, doctor?
Howard esperó. Miró al médico.
—No, yo no diría que esté en coma —dijo el médico, mirando de nuevo al niño—. Está sumido en un sueño profundo, nada más. Es una reacción instintiva del organismo. Está fuera de peligro, de eso estoy completamente seguro, sí. Pero sabremos más cuando se despierte y conozcamos el resultado de los demás análisis.
—Está en coma —afirmó Ann—. Bueno, en una especie de coma.
—No es coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es coma. Todavía no, en todo caso. Ha sufrido una conmoción. En estos casos, esta clase de reacción es bastante corriente; es una respuesta momentánea al traumatismo corporal. Coma. Bueno, el coma es un estado prolongado de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es el caso de Scotty, por lo que sabemos hasta el momento. Estoy convencido de que su situación mejorará por la mañana. Ya lo creo. Sabremos más cuando se despierte, cosa que ya no tardará mucho. Claro que ustedes pueden hacer lo que quieran, quedarse aquí o irse a casa un rato. Pero, por favor, márchense del hospital con toda tranquilidad, si así lo desean. Ya sé que no es fácil.
El doctor miró de nuevo al niño, le observó, se volvió a Ann y dijo: —Trate de no preocuparse, mamá. Créame, estamos haciendo todo lo posible. Ya sólo es cuestión de un poco más de tiempo.
La saludó con la cabeza, estrechó la mano de Howard y salió de la habitación.
Ann puso la mano sobre la frente del niño.
—Al menos no tiene fiebre —dijo—. Pero, ¡qué frío está, Dios mío! ¿Howard? ¿Crees que esa temperatura es normal? Tócale la cabeza.
Howard tocó las sienes del niño. Contuvo el aliento.
—Creo que es normal que se encuentre así en estas circunstancias —dijo—. Está conmocionado, ¿recuerdas? Eso es lo que ha dicho el médico. El doctor acaba de estar aquí. Si Scotty no estuviese bien, habría dicho algo.
Ann permaneció en pie un momento, mordisqueándose el labio. Luego fue hacia la silla y se sentó.
Howard se acomodó en la silla de al lado. Se miraron. El quería decir algo más para tranquilizarla, pero también tenía miedo. Le cogió la mano y se la puso en el regazo, y el tener allí su mano le hizo sentirse mejor. Luego se la apretó y la guardó entre las suyas. Así permanecieron durante un rato, mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando, él le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró.
—He rezado —dijo.
El asintió.
—Creía que casi se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Lo único que he tenido que hacer ha sido cerrar los ojos y decir: «Por favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás ha sido fácil. Las palabras me salían solas. Quizá, si tú también rezaras…
—Ya lo he hecho —repuso él—. He rezado esta tarde; ayer por la tarde, quiero decir, después de que llamaras, mientras iba al hospital. He rezado.
—Eso está bien.
Por primera vez sintió Ann que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada que, hasta entonces, aquello sólo le había ocurrido a ella y a Scotty. Había dejado a Howard al margen, aunque estuviera en ello desde el principio. Se alegraba de ser su mujer.
Entró la misma enfermera, le volvió a tomar el pulso al niño y comprobó el flujo de la botella que colgaba encima de la cama.
Al cabo de una hora entró otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un tupido bigote. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste.
—Vamos a bajarle para hacerle otras radiografías —les dijo—. Necesitamos más, y queremos hacerle una exploración.
—¿Qué es eso? —preguntó Ann—. ¿Una exploración?
Estaba de pie, entre el médico nuevo y la cama.
—Creí que ya le habían hecho todas las radiografías.
—Me temo que nos hacen falta más. No es para alarmarse. Necesitamos simplemente otras radiografías, y queremos hacerle una exploración en el cerebro.
—¡Dios mío! —exclamó Ann.
—Es un procedimiento enteramente normal en estos casos —dijo el médico nuevo—. Necesitamos saber exactamente por qué no se ha despertado todavía. Es un procedimiento médico normal y no hay que inquietarse por eso. Lo bajaremos dentro de un momento.
Al cabo de un rato, dos celadores entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Eran de tez y cabellos morenos, llevaban uniformes blancos y se dijeron unas palabras en una lengua extranjera mientras le quitaban el tubo al niño y lo pasaban de la cama a la camilla. Luego lo sacaron de la habitación. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann miraba al niño. Cerró los ojos cuando el ascensor empezó a bajar. Los celadores iban a cada extremo de la camilla sin decir nada, aunque uno de ellos dijo en cierto momento algo en su lengua, y el otro asintió despacio con la cabeza. Más tarde, cuando el sol empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección de radiología, sacaron al niño y volvieron a subirlo a la habitación. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor, y de nuevo ocuparon su sitio junto a la cama.

Esperaron todo el día, pero el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de ellos salía de la habitación para bajar a la cafetería a tomar un café y luego, como si recordaran de repente y se sintieran culpables, se levantaban de la mesa y volvían apresuradamente a la habitación. El doctor Francis volvió por la tarde, examinó al niño otra vez y se marchó después de comunicarles que estaba volviendo en sí y se despertaría en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche, entraban de vez en cuando. Entonces una joven del laboratorio llamó y entró. Vestía pantalones y blusa blanca, y llevaba una bandejita con cosas que puso sobre la mesilla de noche. Sin decir palabra, sacó sangre del brazo del niño. Howard cerró los ojos cuando la enfermera encontró el punto adecuado para clavar la aguja.
—No lo entiendo —le dijo Ann.
—Instrucciones del doctor —dijo la joven—. Yo hago lo que me dicen. Me dicen que haga una toma y yo la hago. De todos modos, ¿qué es lo que le pasa? Es encantador.
—Le ha atropellado un coche —contestó Howard—. El conductor se dio a la fuga.
La joven meneó la cabeza y volvió a mirar al niño. Luego cogió la bandeja y salió de la habitación.
—¿Por qué no se despierta? —dijo Ann—. ¿Howard? Quiero que esta gente me responda.
Howard no contestó. Volvió a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por la cara. Miró a su hijo y luego se recostó en la silla; cerró los ojos y se quedó dormido. Ann fue a la ventana y miró al aparcamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los faros encendidos. De pie frente a la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, en lo más profundo de su ser sentía que algo pasaba, algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear hasta que apretó la mandíbula. Vio un coche grande que se detenía frente al hospital y alguien, una mujer con un abrigo largo, se metió en él. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la llevase a otro sitio, a un lugar donde la esperase Scotty cuando ella saliera del coche, pronto a decir: ¡Mamá!, y a dejar que le rodeara con sus brazos.

"Recordó cómo había dormido, la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y escuchaba su respiración"

Poco después se despertó Howard. Miró al niño. Luego se levantó, se desperezó y se dirigió a la ventana, a su lado. Los dos miraron al aparcamiento. No dijeron nada. Pero parecían comprenderse hasta lo más profundo, como si la inquietud les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del mundo.
Se abrió la puerta y entró el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata diferentes. Tenía los cabellos grises bien peinados sobre las sienes y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y examinó al niño.
—Tendría que haber despertado ya. No hay razón para que continúe así —dijo—. Pero les aseguro que todos estamos convencidos de que está fuera de peligro. No hay razón en absoluto para que no vuelva en sí. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte tendrá una jaqueca espantosa, desde luego. Pero sus constantes son buenas. Son lo más normales posible.
—Entonces, ¿está en coma? —preguntó Ann.
El médico se frotó la lisa mejilla.
—Llamémoslo así de momento, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy cansados. Esto es duro. Mucho. Váyanse tranquilamente a tomar un bocado. Les vendrá bien. Dejaré una enfermera aquí con él mientras ustedes están fuera, si es que con eso se van más tranquilos. Vamos, vayan a comer algo.
—Yo no podría tomar nada —dijo Ann.
—Hagan lo que quieran, claro —dijo el médico—. De todos modos quiero decirles que las constantes son buenas, que los análisis son negativos, que no hemos encontrado nada y que, cuando despierte, saldrá del paso.
—Gracias, doctor —dijo Howard.
Volvieron a darse la mano. El médico le dio una palmadita en el hombro y salió.
—Creo que uno de nosotros debería ir a casa a echar un vistazo —dijo Howard—. Hay que dar de comer a Slug, en primer lugar.
—Llama a un vecino —sugirió Ann—. A los Morgan. Cualquiera dará de comer al perro, si se le pide.
—Muy bien —dijo Howard.
Al cabo de un momento, añadió:
—¿Por qué no lo haces tú, cariño? ¿Por qué no vas a casa a echar un vistazo y vuelves luego? Te vendría bien. Yo me quedaría aquí con él. En serio. Necesitamos conservar las fuerzas. Tendremos que quedarnos aquí un tiempo incluso después de que despierte.
—¿Por qué no vas tú? —dijo ella—. Da de comer a Slug. Come tú.
—Yo ya he ido. He estado fuera una hora y quince minutos, exactamente. Vete a casa una hora y refréscate. Y luego vuelves.
Ann trató de pensarlo, pero estaba demasiado cansada. Cerró los ojos e intentó considerarlo de nuevo. Al cabo de un momento dijo:

—Quizá vaya a casa unos minutos. A lo mejor, si no estoy aquí sentada mirándole todo el tiempo, despertará y se pondrá bien. ¿Sabes? Tal vez se despierte si no estoy aquí. Iré a casa, tomaré un baño y me pondré ropa limpia. Daré de comer a Slug y luego volveré.
—Yo me quedaré. Tú ve a casa, cariño. Yo veré cómo van las cosas por aquí.
Tenía los ojos empequeñecidos e inyectados en sangre, como si hubiera estado bebiendo durante mucho tiempo. Sus ropas estaban arrugadas. Le había crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la mano en seguida. Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni compartir la inquietud. Cogió el bolso de la mesilla de noche y él la ayudó a ponerse el abrigo.
—No tardaré mucho —dijo.
—Siéntate y descansa un poco cuando llegues a casa —dijo él—. Come algo. Date un baño. Y después, siéntate y descansa. Te sentará muy bien, ya verás. Luego vuelve. Tratemos de no preocuparnos. Ya has oído lo que ha dicho el doctor Francis.
Permaneció de pie con el abrigo puesto durante unos momentos, intentando recordar las palabras exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un sentido distinto a lo que había dicho. Intentó recordar si sus rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño. Recordó cómo había dormido, la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados y escuchaba su respiración.
Fue hasta la puerta y se volvió. Miró al niño y luego al padre. Howard asintió con la cabeza. Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.
Pasó delante del cuarto de las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor. Al final del corredor, torció a la derecha y entró en una pequeña sala de espera donde vio a una familia negra sentada en sillones de mimbre. Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de béisbol echada hacia atrás. Una mujer gruesa, en bata y zapatillas, estaba desplomada en una butaca. Una adolescente en vaqueros, con docenas de trenzas diminutas, estaba tumbada cuan larga era en un sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. Al entrar Anna, la familia la miró. La mesita estaba cubierta de envoltorios de hamburguesas y de vasos de plástico.
—Franklin —dijo la mujer gorda, incorporándose—. ¿Se trata de Franklin?
Tenía los ojos dilatados.
—Dígame, señora —insistió—. ¿Se trata de Franklin?
Intentaba levantarse de la butaca, pero el hombre la sujetó del brazo.
—Vamos, vamos —dijo—, Evelyn.
—Lo siento —dijo Ann—. Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en el hospital y ahora no puedo encontrar el ascensor.
—El ascensor está por ahí, a la izquierda —dijo el hombre, señalando con el dedo.
La muchacha dio una calada al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus labios anchos se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó de mirar a Ann, que ya no le interesaba.
—A mi hijo lo ha atropellado un coche —le dijo Ann al hombre. Era como si necesitara explicarse—. Tiene un traumatismo y una ligera fractura de cráneo, pero se pondrá bien. Ahora está conmocionado, pero también podría ser una especie de coma. Eso es lo que de verdad nos preocupa, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se queda con él. A lo mejor se despierta mientras estoy fuera.
—Es una lástima —contestó el hombre, removiéndose en el sillón.
Bajó la cabeza hacia la mesa y luego volvió a mirar a Ann. Aún seguía allí de pie.
—Nuestro Franklin está en la mesa de operaciones. Le han dado un navajazo. Han intentado matarle. Hubo una pelea donde él estaba. En una fiesta. Dicen que sólo estaba mirando. Sin meterse con nadie. Pero eso no significa nada en estos días. Esperamos y rezamos, eso es todo lo que se puede hacer.
No dejaba de mirarla.
Ann miró de nuevo a la muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor, que continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos cerrados. Ann la vio mover los labios, formando palabras. Sintió deseos de preguntarle cuáles eran. Quería hablar más con aquellas personas que estaban en la misma situación de espera que ella. Tenía miedo, y aquella gente también. Tenían eso en común. Le hubiera gustado tener algo más que decir respecto al accidente, contarles más cosas de Scotty, que había ocurrido el día de su cumpleaños, el lunes, y que seguía inconsciente. Pero no sabía cómo empezar. Se quedó allí de pie, mirándolos, sin decir nada más.
Fue por el pasillo que le había indicado aquel hombre y encontró el ascensor. Esperó un momento frente a las puertas cerradas, preguntándose aún si estaba haciendo lo más conveniente. Luego extendió la mano y pulsó el botón.

Se metió en el camino de entrada y paró el coche. Cerró los ojos y apoyó un momento la cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al empezar a enfriarse. Luego salió del coche. Oyó ladrar al perro dentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada con llave. Entró, encendió las luces y puso una tetera al fuego. Abrió una lata de comida para perros y se la dio a Slug en el porche de atrás. El perro comió con avidez, a pequeños lametazos. No dejaba de entrar corriendo a la cocina para ver si ella se iba a quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono.
—¡Sí! —dijo al descolgar—. ¿Dígame?
—Señora Weiss —dijo una voz de hombre.
Eran las cinco de la mañana, y creyó oír máquinas o aparatos de alguna clase al fondo.
—¡Sí, sí! ¿Qué pasa? —dijo—. Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué ocurre, por favor?
Escuchó los ruidos de fondo.
—¿Se trata de Scotty? ¡Por amor de Dios!
—Scotty —dijo la voz de hombre—. Se trata de Scotty, sí. Este problema tiene que ver con Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty?
Colgó.
Ann marcó el número del hospital y pidió que la pusieran con la tercera planta. Requirió noticias de su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Luego dijo que quería hablar con su marido. Se trataba, según explicó, de algo urgente.
Esperó, enredando el hilo del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas. Tenía que comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se tumbó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró de la oreja mientras el animal le lamía los dedos. Se puso Howard.
—Acaba de llamar alguien —dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón del teléfono—. Dijo que era acerca de Scotty.
—Scotty va bien —le aseguró Howard—. Bueno, sigue durmiendo. No hay cambios. La enfermera ha venido dos veces desde que te marchaste. Una enfermera o una doctora. Está bien.
—Ha llamado un hombre. Dijo que era acerca de Scotty —insistió.
—Descansa un poco, cariño, necesitas reposo. Debe ser el mismo que me llamó a mí. No hagas caso. Vuelve después de que hayas descansado. Después desayunaremos o algo así.
—¿Desayunar? —dijo Ann—. No me apetece.
—Ya sabes lo que quiero decir. Zumo, o algo parecido. No sé. No sé nada, Ann. ¡Por Dios, yo tampoco tengo hambre! Es difícil hablar aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor Francis va a volver a las ocho de la mañana. Entonces tendrá algo que decirnos, algo más concreto. Eso es lo que ha dicho una de las enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? Tal vez sepamos algo más para entonces, cariño. A las ocho. Vuelve antes de las ocho. Entretanto, yo estoy aquí con Scotty, que está bien. Sigue igual.
—Yo estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que era acerca de Scotty. Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de fondo en la llamada que atendiste tú, Howard?
—No me acuerdo —contestó él—. Quizá fuese el conductor del coche, que a lo mejor es un psicópata y se ha enterado de lo que le ha pasado a Scotty. Pero yo me quedo aquí con él. Descansa un poco, como pensabas. Date un baño y vuelve a las siete o cosa así, y cuando venga el médico hablaremos los dos con él. Todo saldrá bien, cariño. Yo estoy aquí, y hay médicos y enfermeras cerca. Dicen que su estado es estacionario.
—Tengo un susto de muerte —dijo Ann.
Dejó correr el agua, se desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó rápidamente, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al cuarto de estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el rabo. Estaba empezando a amanecer cuando salió y subió al coche.
Entró en el aparcamiento del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se sintió vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño. Dejó que sus pensamientos derivaran hacia la familia negra. Recordó el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de hamburguesas, y a la adolescente mirándola mientras fumaba el cigarrillo.
—No tengas hijos —le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba por la puerta del hospital—. Por amor de Dios, no los tengas.

Subió hasta el tercer piso en el ascensor con dos enfermeras que acababan de salir de servicio. Era miércoles por la mañana, poco antes de las siete. Había un empleado que buscaba a un tal doctor Madison cuando las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta. Salió detrás de las enfermeras, que se fueron en la otra dirección, reanudando la conversación que habían interrumpido cuando ella entró en el ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera donde estaba la familia negra. Se habían ido, pero los sillones estaban desordenados de tal modo que sus ocupantes parecían haberse levantado de ellos un momento antes. La mesa seguía cubierta con los mismos vasos y papeles, y el cenicero lleno de colillas.
Se detuvo ante el cuarto de enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y bostezando.
—Anoche había un muchacho negro en el quirófano —dijo Ann—. Se llamaba Franklin. Su familia estaba en la sala de espera. Me gustaría saber cómo está.
Otra enfermera, sentada a un escritorio detrás del mostrador, alzó la vista del gráfico que tenía delante. Sonó el teléfono y lo cogió, pero siguió mirando a Ann.
—Ha muerto —dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del pelo en la mano, pero tenía la vista fija en Ann—. ¿Es usted amiga de la familia, o qué?
—Conocí a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que está conmocionado. No sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Me preguntaba cómo estaría Franklin, eso es todo.
Siguió por el pasillo. Las puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron en silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y pantalones blancos sacó un pesado carrito. La noche anterior no se había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por el pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y consultó una tablilla. Luego se inclinó y sacó una bandeja del carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación. Ann olió el desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna enfermera, y abrió la puerta de la habitación del niño.
Howard estaba de pie junto a la ventana con las manos a la espalda. Se volvió al entrar ella.
—¿Cómo está? —preguntó Ann.
Se acercó a la cama. Dejó caer el bolso al suelo cerca de la mesilla de noche. Le parecía haber estado mucho tiempo fuera. Tocó el rostro del niño.
—¿Howard?
—El doctor Francis ha venido hace poco —dijo Howard.
Ann le observó con atención y pensó que tenía los hombros abatidos.
—Creía que no iba a venir hasta las ocho —se apresuró a decir.
—Vino otro médico con él. Un neurólogo.
—Un neurólogo —repitió ella.
Howard asintió con la cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros hundidos.
—¿Qué han dicho, Howard? ¡Por amor de Dios! ¿Qué han dicho? ¿Qué ocurre?
—Han dicho que van a bajarle para hacerle más pruebas, Ann. Creen que tendrán que operarle, cariño. Van a operarle, cielo. No comprenden por qué no despierta. Es algo más que una conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el cráneo, la fractura, creen que tiene algo…, algo que ver con eso. Así que van a operarle. Intenté llamarte, pero ya debías haber salido.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! —exclamó, agarrándole de los brazos.
—¡Mira! —dijo Howard—. ¡Scotty! ¡Mira, Ann!
La volvió hacia la cama.

"Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Tras un violento acceso de llanto, abrió el grifo y se lavó la cara"

El niño había abierto los ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento sus ojos miraron al frente, luego se movieron despacio sobre las órbitas hasta fijarse en Howard y Ann para luego desviarse otra vez.
—Scotty —dijo su madre, acercándose a la cama.
—Hola, Scott —dijo su padre—. Hola, hijo.
Se inclinaron sobre la cama. Howard tomó entre las suyas la mano del niño, dándole palmadas y apretándosela. Ann le besó la frente una y otra vez. Le puso las manos en las mejillas.
—Scotty, cariño, somos mamá y papá —dijo ella—. ¿Scotty?
El niño los miró, pero sin dar muestras de reconocerlos. Luego se le abrió la boca, se le cerraron los ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y suavizarse. Se abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió suavemente entre los dientes apretados.

Los médicos lo denominaron una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. Tal vez, si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían haberle salvado. Pero lo más probable era que no. Al fin y al cabo, ¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los análisis ni en las radiografías.
El doctor Francis estaba abatido.
—No puedo expresarles cómo me siento. Lo lamento tanto que no tengo palabras —les dijo mientras les conducía a la sala de médicos.
Había un médico sentado en una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla, viendo un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la sala de partos, pantalones anchos, blusa y una gorra que le cubría el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor Francis. Se levantó, apagó el aparato y salió de la habitación. El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su lado y empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se inclinó y la abrazó. Ann sintió el pecho del médico inhalar y exhalar de manera regular contra su hombro. Mantuvo los ojos abiertos y le dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Tras un violento acceso de llanto, abrió el grifo y se lavó la cara. Luego salió y se sentó en la mesita del teléfono. Miró al teléfono como si pensara en qué hacer primero. Hizo unas llamadas. Al cabo del rato, el doctor Francis utilizó el teléfono.
—¿Hay algo más que pueda hacer por el momento? —les preguntó.
Howard meneó la cabeza. Ann miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de comprender sus palabras.
El médico los acompañó a la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio cuenta de que movía los pies muy despacio, casi con desgana. Le parecía que el doctor Francis les obligaba a marcharse cuando ella tenía la impresión de que deberían quedarse, cuando quedarse era lo más adecuado. Miró al aparcamiento, se volvió y miró a la entrada del hospital. Meneó la cabeza.
—No, no —dijo—. No puedo dejarle aquí.
Oyó sus propias palabras y pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la televisión, cuando la gente se siente agobiada por muertes repentinas o violentas. Quería encontrar palabras originales.
—No —repitió.
Sin saber por qué, le vino a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro.
—No.
—Más tarde hablaré con usted —dijo el doctor Francis a Howard—. Aún tenemos tarea por delante, aspectos que debemos aclarar a nuestra entera satisfacción. Hay cosas que necesitan explicación.
—La autopsia —dijo Howard.
El doctor Francis asintió con la cabeza.
—Entiendo —dijo Howard, que añadió—: ¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo, doctor. No puedo, es imposible. Sencillamente, no puedo.
El doctor Francis le rodeó los hombros con el brazo.
—Lo siento. Bien sabe Dios que lo siento.
Le quitó el brazo de los hombros y le tendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la estrechó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno de cierta bondad que ella no llegaba a comprender. Apoyó la cabeza en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al hospital. Cuando se fueron, volvió la cabeza.

En casa, se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la puerta de la habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del niño que estaban esparcidas por el cuarto de estar. Pero en cambio se sentó junto a ella en el sofá, dejó la caja a un lado y se inclinó hacia adelante, con los brazos entre las rodillas. Se echó a llorar. Ella le puso la cabeza sobre sus rodillas y le dio palmaditas en la espalda.
—Se ha muerto —dijo.
Por encima de los sollozos de su marido oyó silbar la cafetera en la cocina.
—Vamos, vamos —dijo tiernamente—. Se ha muerto, Howard. Ya no está con nosotros y tenemos que acostumbrarnos. A estar solos.
Al cabo de un rato, Howard se levantó y empezó a deambular por la habitación con la caja en la mano. No metía nada en ella, sino que recogía algunas cosas del suelo y las ponía al lado del sofá. Ella siguió sentada con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el café al cuarto de estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes. Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann decía unas palabras sin tino y lloraba durante unos momentos. Luego explicaba tranquilamente, con voz reposada, lo que había ocurrido y les informaba de los preparativos. Howard sacó la caja al garaje, donde vio la bicicleta de Scotty. Soltó la caja y se sentó en el suelo, junto a la bicicleta. Luego cogió la bicicleta y la abrazó torpemente. La estrechó contra sí, y el pedal de goma se le clavó en el pecho. Hizo girar una rueda.
Ann colgó después de hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando el teléfono sonó. Lo cogió a la primera llamada.
—¿Diga?
Oyó un ruido de fondo, como un zumbido.
—¿Diga? —repitió—. ¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?
—Su Scotty, lo tengo listo para usted —dijo la voz de hombre—. ¿Lo había olvidado?
—¡Será hijoputa! —gritó por el teléfono—. ¡Cómo puede hacer algo así, grandísimo cabrón!
—Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty? —dijo el hombre, y colgó.
Howard oyó los gritos, acudió y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa, entre los brazos. Cogió el aparato y escuchó la señal de marcar.

Mucho más tarde, justo antes de media noche, tras haberse ocupado de muchas cosas, el teléfono volvió a sonar.
—Contesta tú —dijo ella—. Es él, Howard, lo sé.
Estaban sentados a la mesa de la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de whisky junto a la taza. Contestó a la tercera llamada.
—¿Diga? ¿Quién es? ¡Diga! ¡Diga!
Colgaron.
—Ha colgado —dijo Howard—. Quienquiera que fuese.
—Era él —afirmó Ann—. El hijoputa ése. Me gustaría matarle. Me gustaría pegarle un tiro y ver cómo se retuerce.
—¡Por Dios, Ann!
—¿Has oído algo? ¿Un rumor de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un zumbido?
—Nada, de veras. Nada parecido —contestó Howard—. No ha habido bastante tiempo. Creo que había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa.
Ella meneó la cabeza.
—¡Si pudiera ponerle la mano encima! —dijo.
Entonces cayó en la cuenta. Sabía quién era. Scotty, la tarta, el número de teléfono. Retiró la silla de la mesa y se levantó.
—Llévame a la galería comercial, Howard.
—Pero, ¿qué dices?
—La galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El pastelero, el hijo de puta del pastelero, Howard. Le encargué una tarta para el cumpleaños de Scotty. Es él. Es él, que tiene el número y no deja de llamarnos. Para atormentarnos con el pastel. El pastelero, ese cabrón.

"Ann apretó los puños, mirándole con furia. Sentía que algo le consumía las entrañas, una cólera que le daba la impresión de ser más de lo que era, más que cualquiera de los dos hombres"

Fueron a la galería comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía frío, y pusieron la calefacción del coche. Aparcaron delante de la pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban cerrados, pero había coches al otro extremo del aparcamiento, frente al cine. Las ventanas de la pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por el cristal vieron luz en la habitación del fondo y, de cuando en cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de la claridad, uniforme y mortecina. A través del cristal, Ann distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Intentó abrir la puerta. Llamó a la ventana. Pero si el pastelero los oyó, no dio señales de ello. No miró en su dirección.
Dieron la vuelta a la pastelería y aparcaron. Salieron del coche. Había una ventana iluminada, pero a demasiada altura como para que pudiera verse el interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel que decía: REPOSTERIA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que crujía: ¿la puerta de un horno al bajarse? Llamó a la puerta y esperó. Luego volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y luego se cerrara.
Quitaron el cerrojo a la puerta y abrieron. El pastelero apareció en el umbral, atisbándolos.
—Está cerrado —dijo—. ¿Qué quieren a estas horas? Es media noche. ¿Están borrachos o algo por el estilo?
Ann dio un paso hacia la luz que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados del pastelero se abrieron y cerraron.
—Es usted —dijo.
—Soy yo. La madre de Scotty. Este es el padre de Scotty. Nos gustaría entrar.
—Ahora estoy ocupado —dijo el pastelero—. Tengo trabajo que hacer.
Ella había entrado de todos modos. Howard la siguió. El pastelero se apartó.
—Aquí huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard?
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó el pastelero—. A lo mejor quieren su tarta. Eso es, han decidido venir por ella. Usted encargó un pastel, ¿verdad?
—Es usted muy listo para ser pastelero —repuso ella—. Howard, éste es el hombre que no deja de llamarnos por teléfono.
Ann apretó los puños, mirándole con furia. Sentía que algo le consumía las entrañas, una cólera que le daba la impresión de ser más de lo que era, más que cualquiera de los dos hombres.
—Oiga, un momento —dijo el pastelero—. ¿Quiere recoger su pastel de tres días? ¿Es eso? No quiero discutir con usted, señora. Ahí está, poniéndose rancio. Se lo doy a la mitad del precio convenido. No. ¿Lo quiere? Pues es suyo. A mí ya no me vale de nada, ni a nadie. Ese pastel me ha costado tiempo y dinero. Si lo quiere, muy bien; si no lo quiere, pues bien también. Tengo que volver al trabajo.
Les miró y se pasó la lengua por los dientes.
—Más pasteles —dijo Ann.
Sabía que era dueña de sí, que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila.
—Señora, trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida —dijo el pastelero, limpiándose las manos en el delantal—. Trabajo aquí día y noche para ir tirando.
Al rostro de Ann afloró una expresión que hizo retroceder al pastelero.
—Vamos, nada de líos —sugirió.
Alargó la mano derecha hacia el mostrador y cogió un rodillo que empezó a golpear contra la palma de la mano izquierda.
—¿Quiere el pastel, o no? Tengo que volver al trabajo. Los pasteleros trabajan de noche.
Tenía ojos pequeños y malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas erizadas de barba. Su cuello era voluminoso y grasiento.
—Ya sé que los pasteleros trabajan de noche —dijo Ann—. Y también llaman por teléfono de noche. ¡Hijoputa!
El pastelero siguió golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Lanzó una mirada a Howard.
—Tranquilo, tranquilo —le dijo.
—Mi hijo ha muerto —dijo Ann con un tono frío y cortante—. El lunes por la mañana lo atropello un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía por qué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no lo saben todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijoputa!
De la misma manera súbita en que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una sensación de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante.
—No es justo —dijo—. No es justo, no lo es.
Howard la abrazó por la cintura y miró al pastelero.
—Debería darle vergüenza —dijo al pastelero—. ¡Qué vergüenza!
El pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo arrojó al mismo sitio. Los miró y meneó la cabeza, despacio. Sacó una silla de debajo de la mesa de juego, sobre la que había papeles y recetas, una calculadora y una guía telefónica.
—Siéntense, por favor —dijo a Howard—. Permítanme que les ofrezca una silla. Tomen asiento, por favor.
Fue hacia la parte delantera de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado.
—Siéntense ustedes, por favor.
Ann se secó las lágrimas y miró al pastelero.
—Quisiera matarle —dijo—. Verle muerto.
El pastelero hizo sitio en la mesa. Puso a un lado la calculadora, junto con los montones de papeles y recetas. Tiró la guía de teléfonos al suelo, donde aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron y acercaron las sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo.
—Permítanme decirles cuánto lo siento —dijo el pastelero, apoyando los codos en la mesa—. Sólo Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero. No pretendo ser otra cosa. Quizá antes, hace años, fuese un ser humano diferente. Lo he olvidado, no lo sé seguro. Pero si alguna vez lo fui, ya no lo soy. Ahora soy un simple pastelero. Eso no justifica lo que he hecho, lo sé. Pero lo siento mucho. Lo siento por su hijo, y por la actitud que he adoptado.
Puso las manos sobre la mesa y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas.
—Yo no tengo hijos, de modo que sólo puedo imaginarme lo que sienten. Lo único que puedo decirles es que lo siento. Perdónenme, si pueden. No creo ser mala persona. Ni un cabrón, como dijo usted por teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé cómo comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme preguntarles si pueden perdonarme de corazón.
Hacía calor en la pastelería. Howard se levantó, se quitó el abrigo y ayudó a Ann a quitarse el suyo. El pastelero les miró un momento, asintió con la cabeza y se levantó a su vez. Fue al horno y pulsó unos interruptores. Cogió tazas y sirvió café de una cafetera eléctrica. Sobre la mesa puso un cartón de leche y un tazón de azúcar.
—Quizá necesiten comer algo —dijo el pastelero—. Espero que prueben mis bollos calientes. Tienen que comer para conservar las fuerzas. En momentos como éste, comer parece una tontería, pero sienta bien.
Les sirvió bollos de canela recién sacados del horno, con la capa de azúcar aún sin endurecer. Sobre la mesa puso mantequilla y cuchillos para extenderla. Luego se sentó con ellos a la mesa. Esperó. Aguardó hasta que cogieron un bollo y empezaron a comer.

—Sienta bien comer algo —dijo, mirándolos—. Hay más. Coman. Coman todo lo que quieran. Hay bollos para dar y tomar.
Comieron bollos de canela y bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces y estaban calientes. Comió tres, cosa que agradó al pastelero. Luego él empezó a hablar. Le escucharon con atención. Aunque estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el pastelero tenía que decirles. Asintieron cuando el pastelero les habló de la soledad, de la sensación de duda y de limitación que le había sobrevenido en sus años maduros. Les contó lo que había sido vivir sin hijos durante todos aquellos años. Un día tras otro, con los hornos llenos y vacíos sin cesar. La preparación de banquetes y fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios colocadas en las tartas de boda. Centenares de ellos, no, miles, hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas. Su trabajo era indispensable. El era pastelero. Se alegraba de no ser florista. Era preferible alimentar a la gente. El olor era mucho mejor que el de las flores.
—Huelan esto —dijo el pastelero, partiendo una hogaza de pan negro—. Es un pan pesado, pero sabroso.
Lo olieron y luego él se lo dio a probar. Tenía sabor a miel y a grano grueso. Le escucharon. Comieron lo que pudieron. Se comieron todo el pan negro. Parecía de día a la luz de los tubos fluorescentes. Hablaron hasta que el amanecer arrojó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les ocurría marcharse.

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Autor: Raymond Carver. TítuloDe qué hablamos cuando hablamos de amor. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon y Casa del libro

La entrada Parece una tontería, de Raymond Carver aparece primero en Zenda.

Stop-time, de Frank Conroy

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Stop-Time (Libros del Asteroide), el debut literario de Frank Conroy (Nueva York, 1936-Iowa, 2005), apareció en 1967 y fue reconocida rápidamente como una obra maestra de la autobiografía norteamericana. Inédita hasta ahora en castellano, Stop-Time ha tenido ilustres entusiastas como David Foster Wallace, Norman Mailer, James Salter y William Styron y ha sido el modelo a seguir para muchos escritores que han cultivado el género. En Stop-Time, Conroy narró su infancia y adolescencia con técnicas propias de la ficción. El escritor y crítico literario Rodrigo Fresán, en el prólogo de esta edición, señala cómo su «estilo de encandiladora claridad (…) sería enseguida adoptado, aprendido e imitado como el idioma/método» característico de un modelo de libro autobiográfico al que luego pertenecerían obras de John Updike, James Salter, Joan Didion, William Finnegan y Mary Karr, entre tantos otros. «Stop-Time los antecede y abre el camino a todos ellos», afirma Fresán.

Con esta novela, Frank Conroy fue finalista del National Book Award. Maestro de escritores, fue director del prestigioso Iowa Writers’ Workshop durante casi veinte años. Autor de cinco libros, su obra se publicó en The New Yorker, Esquire, GQ, Harper’s Magazine y Partisan Review.

 

Es el humano el que es el forastero,

el humano que no tiene un primo en la luna.

Es el humano quien reclama su habla a las bestias

o a la incomunicable masa.

Si debe haber un dios en la casa,

que sea uno que no nos oiga cuando hablamos:

una frialdad, una nada abermellonada,

cualquier listón en la masa de la cual formamos

una parte demasiado distante.

Wallace Stevens

Prólogo

Cuando vivíamos en Inglaterra yo trabajaba muy bien. Cuatrocientas o quinientas palabras cada tarde. Vivíamos en una casita en el campo, a unos treinta kilómetros del sur de Londres. Era un sitio tranquilo y, como éramos forasteros, no recibíamos visitas. Mi esposa había estado cinco meses en cama con hepatitis, pero tenía un humor singularmente risueño y se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. La vida nos trataba bien y las condiciones eran perfectas para mi trabajo.

Sin embargo, yo iba a Londres una o dos veces por semana, impelido por un creciente arrebato de frustración, cegado por una extraña mezcolanza de culpa, pesadumbre y deseo. No iba en busca de mujeres, sino de algo invisible, algo que jamás llegué a encontrar. Me emborrachaba en el Establishment Club y tocaba el piano con la sección rítmica habitual (en éxtasis si las cosas salían bien, asqueado, decepcionado y avergonzado si iban mal, nunca algo a medio camino), y todo eso no llevaba a nada más que… Bueno, de hecho era un complejo ritual preparatorio para… volver a casa a las tres de la madrugada conduciendo mi Jaguar. Volver a casa conduciendo era el único propósito de todo aquello.

A setenta y cinco o a noventa por hora por las calles vacías del sur de Londres. Sin luces. Cambiando de marcha a lo bestia, acelerando en todas las curvas, dándole caña al motor, con la mente por fin despejada y en blanco, me dejaba limpiar por el peligro y el estruendo del viento y salía disparado en dirección al campo. En ese momento encendía las luces y aceleraba hasta ponerme a ciento treinta y cinco o a ciento cincuenta. En una ocasión llegué a los ciento setenta por una estrecha carretera iluminada por la luna.

Al atravesar los pocos pueblos que me salían al paso, hacía todo lo posible para no perder tiempo con las limitaciones de velocidad: me metía en el carril contrario, acortaba por el lado prohibido del cono de tráfico, me subía a las aceras, me saltaba los semáforos: cualquier cosa con tal de mantener el ritmo y cruzar como un rayo el oscuro mundo.

 

1. Salvajes

 

Mi padre dejó de vivir con nosotros cuando yo tenía tres o cuatro años. Se pasó la mayor parte de su vida adulta internado en costosos sanatorios para dipsómanos y víctimas de crisis nerviosas. No era ninguna de las dos cosas, aunque bebía demasiado, sino que más bien pertenecía a esa clase de neuróticos que tienen dificultades para vivir en el mundo exterior, durante mucho tiempo. El tumor cerebral que le descubrieron y le extirparon al final de su vida podría haber causado su enfermedad, pero esa explicación es demasiado simple. A la mayoría de la gente le parecía una persona normal, sobre todo cuando estaba hospitalizado.

Procuro considerarlo una persona cuerda, aunque la verdad es que hacía muchas cosas raras. En una ocasión se le obligó, por su efecto terapéutico, a participar en un baile en uno de los sanatorios, y él se peinó el cabello con orina, pero logró representar muy bien su papel como el caballero del sur que era. Tenía la manía de quitarse los pantalones y arrojarlos por la ventana (cosa que me inspira cierta admiración secreta). En un abrir y cerrar de ojos podía fundirse mil dólares comprando en Abercrombie and Fitch, y luego desaparecer en el lejano noroeste para convertirse en aventurero. Pasó un par de semanas muy preocupado por la idea de que yo estaba condenado a ser homosexual. Por entonces yo tenía seis meses. Y recuerdo haber ido a verlo a uno de los sanatorios a los ocho años. Mientras dábamos un paseo por una pendiente de césped, me contó una historia, que incluso entonces me sonó a mentira, acerca de un hombre que se sentaba sobre la hoja desnuda de una navaja incrustada en un banco de un parque. (Por amor de Dios, ¿cómo se le ocurrió contarle una historia así a su hijo de ocho años?)

En cierto momento de su vida se hizo tratar o se sometió a la terapia de A. A. Brill, el famoso discípulo de Freud, sin ningún resultado concreto. Durante diez o quince años trabajó de director de una revista y se ganó muy bien la vida con una agencia literaria. Murió de cáncer a los cuarenta y pocos años.

Lo visité cuando faltaba poco para el final. Tenía medio rostro paralizado a causa de la operación del tumor cerebral y la ictericia le había teñido la piel de amarillo oscuro. Estábamos solos, como siempre, en la habitación del hospital. La cama era muy alta desde mi mirada de niño. Haciendo un gran esfuerzo me preguntó si creía en el servicio militar obligatorio. Aunque era demasiado pequeño para saber qué era eso, me arriesgué y le contesté que sí. Eso pareció gustarle. (Ni siquiera ahora sé si esa era la respuesta que esperaba. Tengo la impresión de que era una especie de prueba. ¿La pasé?) Me enseñó unos cuantos libros que se había agenciado para aprender a dibujar. Pocas semanas más tarde murió. Medía un metro ochenta y al final pesaba cuarenta y dos kilos.

Mi madre, en contra de la opinión de los psiquiatras, se divorció de él, un proceso largo y tedioso que terminó un año antes de su muerte. No se la puede culpar. Cuando mi padre estaba peor, se la había llevado de crucero por el Caribe y se entretenía humillándola en la mesa del capitán. Mi madre —danesa, de clase media y ni de lejos tan inteligente como él— apenas era capaz de defenderse. Una noche, muy tarde, en la cubierta, los juegos y las ganas de diversión de mi padre llegaron demasiado lejos. Mi madre creyó que estaba intentando arrojarla por la borda y se puso a gritar. (Es un buen momento para señalar que había estudiado canto y tenía voz de mezzosoprano, aparte de un indesmayable interés por la ópera.) A mi padre lo bajaron del barco con una camisa de fuerza y se lo llevaron a otro sanatorio, esta vez para hispanohablantes, uno más de los ubicuos sanatorios de los que jamás pudo escapar.

Yo tenía doce años cuando murió mi padre. Desde los nueve hasta los once años estuve en un internado experimental en Pensilvania llamado Freemont. Durante esos años no pasé en mi casa más que unos pocos días. En verano, Freemont se transformaba en un campamento y yo me quedaba allí.

El director se llamaba Teddy. Era un hombre corpulento y rubicundo que bebía demasiado, algo que no constituía un secreto para nadie, y hasta se esperaba de los alumnos más jóvenes que nos compadeciéramos de su enfermedad y que nos cayera bien justamente por ella, lo que podría considerarse una prolongación de la norma que prohibía el uso de los apellidos para que el trato entre nosotros fuera más humano. Todos sabíamos, por esa intuición misteriosa por la que los niños se dan cuenta de las cosas, que Teddy apenas controlaba el colegio que había fundado y que, cuando resultaba inevitable tomar una decisión, tenía que intervenir su mujer. Esta debilidad de las altas esferas podía ser la causa del salvajismo que reinaba en aquel lugar.

La vida en Freemont eran unas perpetuas vacaciones casi histéricas. Sabíamos que prácticamente no había límites, hiciésemos lo que hiciésemos. Esa situación creaba una diversión infinita e irreal, pero también nos generaba ciertos problemas. Las clases eran una farsa. No estabas obligado a ir si no querías y no había exámenes. La palabra clave era libertad. El ambiente estaba impregnado del espíritu de los años treinta: falsa exaltación de la vida campesina, canto colectivo de himnos proletarios de todos los países, libertad sexual (empecé a darme el lote con niñas a los nueve años), sentimentalismo, ingenuidad. Pero, sobre todo, impregnando por completo todos los ámbitos de la escuela, la emoción de estar viviendo lo nuevo, el experimento, esa extraña sensación volátil de no saber qué iba a suceder en el momento siguiente.

Una cálida noche de primavera intentamos organizar una revolución. Todos los niños de primaria, treinta o cuarenta en total, decidimos espontáneamente no irnos a dormir. Corrimos por los terrenos de la escuela durante casi toda la noche perseguidos por todos los profesores. Hasta el viejo Ted tuvo que salir a buscarnos y fue tropezando y chocando con los árboles del bosque, protegiéndose de las bellotas que le arrojábamos desde lo alto. Los miembros más jóvenes de la plantilla lograron hacer algunas capturas siguiendo las pautas reglamentarias, pero sin duda los demás podríamos haber resistido por tiempo indefinido. Por una vez, yo mismo me sentí tan confiado que me puse a hacer bravuconadas, y salí tres o cuatro veces a campo abierto por el mero placer de que me persiguieran. ¿Hay algo más maravilloso para un niño que derrotar a la autoridad? Esa cálida noche alcancé unas cotas que no volveré a alcanzar jamás: desafié a un hombre de treinta años, logré que me persiguiera a oscuras por mi propio terreno, oí su agitada respiración justo detrás de mí (¡ah, la ausencia de palabras de la persecución, nada de palabras, solo acción!), y al final conseguí librarme de un salto, brincando sin esfuerzo sobre el arroyo por el lugar adecuado, sabiendo que el hombre pesaba demasiado, que era un animal demasiado idiota, demasiado viejo, y que estaba demasiado cansado para hacer lo que yo había hecho. Ah, Dios mío, el corazón me estalló de alegría cuando oí que se caía de bruces en el agua. En mi cerebro se encendieron luces. La persecución había terminado y yo era el ganador. Nadie podía atraparme. Atravesé corriendo el prado, demasiado feliz como para dejar de correr. Horas después, escondido entre el follaje de una arboleda, oí el principio del fin. Justo debajo de mí capturaron a alguien.

Todos los chicos capturados tenían que pasarse al bando de los profesores y emprender la caza de los niños que aún estábamos en libertad. Reaccioné escandalizándome. Vaya trampa asquerosa. Pero fue una indignación mitigada por un descubrimiento: «Por supuesto, ¿qué esperabas? Son listos y astutos. Viejos de corazón frío e ignorante». En realidad, la técnica de los profesores no funcionó como habían imaginado, pero creó confusión y destruyó la maravillosa simetría de ellos contra nosotros. La revolución dejó de ser una cosa muy sencilla y perdió gas. Hoy en día sigo sintiéndome orgulloso de haber sido el último niño que volvió, horas después que los demás. (Pero pagué un precio: una inexplicable sensación de pérdida en mi alma mientras me arrastraba en la oscuridad en busca de un escondrijo.)

 

Un invierno, durante varias semanas, pasamos por un periodo flamígero. A las dos o las tres de la mañana nos reuníamos en la enorme sala de los vestuarios, que no tenía ventanas, y encendíamos cientos de velitas de cumpleaños en el suelo. Las velas proyectaban una maravillosa luz espectral mientras nos dedicábamos a contar historias de miedo. Se puso de moda escribir con fuego: pintar las iniciales en la pared con pegamento de aeromodelismo y pasarles una llama por encima. Cuando nos poníamos melodramáticos, escenificábamos complejas parodias de los servicios religiosos, en las que usábamos capas y frases en latín macarrónico. Al final nos descubrió nuestro tutor de ojos saltones; al recordarlo ahora veo que era un homosexual que ya tenía bastantes problemas ocupándose de treinta y cinco chicos al borde de la pubertad. Que yo recuerde, nunca tocó a nadie. Teddy nos anunció un castigo que nos puso los pelos de punta. Tras señalar los fallos del sistema de evacuación de incendios, ordenó que cada uno de nosotros metiera la mano izquierda durante diez segundos en una olla de agua hirviendo, sentencia que tendría que ejecutarse al cabo de dos días. Aterrorizados, morbosamente excitados, no podíamos pensar en otra cosa, inevitablemente atraídos con delectación por la imagen del agua hirviendo. Durante toda la noche estuvimos discutiendo la orden casi con amor y reconocimos cierta belleza en el fraseo, en la solemne especificación de «la mano izquierda», en la exactitud de la «inmersión durante diez segundos»: todo tenía un aire medieval que nos estremecía.

Pero Teddy, o su esposa (había que hacerlo en la cocina), se echó atrás al oír los gritos y ver las lágrimas de los primeros niños. La llama que ardía bajo la olla perdió intensidad, y cuando me llegó el turno no me dolió en absoluto.

Solo recuerdo un intento de imponer disciplina que tuviera éxito, y fue el método que inventaron para que dejáramos de fumar. Fumábamos hebras de maíz y cigarrillos. (La preparación de las hebras de maíz era un ritual notable. Las recogíamos sobre el terreno, seleccionando solamente las mejores mazorcas, luego las secábamos al sol, las frotábamos con las manos, las dejábamos envejecer y las enrollábamos en bolitas del tamaño de una cazoleta de pipa. Diezmábamos la cosecha de maíz de Freemont, ya de por sí pésimamente cultivada, al dejar que diez mazorcas desnudas se pudrieran en el suelo por cada una que al final cosechábamos. A nadie parecía importarle. El día de la cosecha, en el que todos debíamos participar, era un fraude de baile pastoral que tenía un sentido mucho más simbólico que económico.) Con rara determinación, Teddy se propuso eliminar nuestra costumbre de fumar. Los padres del único alumno de la escuela que no tenía beca, una pareja de chinos elegantes y acomodados, lo sacaron del colegio sin avisar después de haberle hecho una visita. El claustro creía que fue porque habían visto a un montón de alumnos que holgazaneaban por las salas comunes con cigarrillos colgando de sus labios sonrosados, mientras que nosotros sosteníamos que había sido por la guerra de papel de váter. Los padres entraron por la puerta principal justo en el momento en que la batalla alcanzaba su fase aguda: infinitos rollos de color blanco resbalaban por la inmensa escalinata de trazado curvo; bombas cilíndricas caían por el hueco de la escalera desde la balconada del tercer piso y luego, en un anticlímax, se detenían a unos pocos metros del suelo y se quedaban colgando como agotadas lenguas blancas. La marcha del único alumno de pago que había en el colegio fue una catástrofe, así que hubo que poner coto a la costumbre de fumar.

Como si fuera un hechicero, una especie de equivalente urbano de un hacedor de lluvia, llegó el señor Kleinberg en su misteriosa furgoneta negra. Los profesores se llamaban Teddy, George o Harry, pero ese forastero siguió llamándose señor Kleinberg, un tratamiento respetuoso que, según demostrarían los hechos, se merecía. Le dimos la bienvenida en un estado de insulsa diversión, convencidos de que nadie sería capaz de hacer nada con nosotros. Ese hombre pragmático y jovial que exhibía una amplia sonrisa y propinaba palmaditas en la espalda a todo muchacho que se le pusiera a tiro fue una gran sorpresa para todos nosotros.

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Autor: Frank Conroy. Título: Stop-Time. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon y Casa del libro

La entrada Stop-time, de Frank Conroy aparece primero en Zenda.

Jaime Chávarri: “El desencanto es un encargo que yo no habría hecho en mi puta vida”

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Tal vez sólo en las heridas arraigue el arte. Puede que únicamente de los roces familiares estalle la locura en gangrena. A veces con heridas y locura se cuentan historias. Abre las puertas de su casa a Zenda un hombre que es retrato en carne viva de la historia del cine español, aunque hace tiempo que no pise una alfombra roja. Divide su tiempo entre la docencia, la lectura y el teatro. El talento atenaza a Jaime Chávarri. Es director y guionista. Más artesano que autor, en los últimos años su voz es cada vez más frecuente en circuitos teatrales. Lleva su firma el documental que selló la Transición, El desencanto, sobre los hermanos Panero, que mitificó a los poetas y señaló un punto y aparte en su trayectoria.

Estudió derecho y dos años de cine. Fue crítico en la revista Film Ideal y ayudante de dirección hasta que se inició con el Súper 8. En 1967 hizo correr a Blancanieves en su debut en la dirección. Seis años después Los viajes escolares llevaron a la pantalla algunos ecos autobiográficos. En 1985 repitió experiencia con El río de oro, un drama en el que nos descubrió su particular “País de Nunca Jamás” junto al cauce del Lozoya. Al margen de estas dos producciones personalísimas trabajó como director artístico en películas de Víctor Erice y Carlos Saura y como actor, entre otros, para Pedro Almodóvar (¿Qué he hecho yo para merecer esto?, Matador) y para Sabina en un videoclip (Y sin embargo te quiero).

Se le dan bien las cosas del querer (rodó dos películas musicales con ese título), el tango (Sus ojos se cerraron, una película sobre Carlos Gardel) y los besos (suya es la comedia Besos para todos). Ha dirigido documentales y adaptaciones teatrales y literarias (como la inolvidable Las bicicletas son para el verano). Con A un dios desconocido trató la homosexualidad de manera explícita gracias a la figura (en la sombra) de Lorca. Se atrevió con la biografía de Camarón en su última incursión en la gran pantalla. Treinta años antes había deslumbrado a la crítica con una biopsia (más que biopic) de los hermanos Panero (El desencanto, 1976): una metáfora de la situación política, una apasionada exhibición de la intimidad familiar, una rara avis cinematográfica que abrió las puertas al género en nuestra democracia y que subrayó el fin de una época.

En una tarde del recién iniciado verano Jaime Chávarri se reúne con nosotros. Inmunes a la euforia futbolística del Mundial, hablamos de cine, de teatro, de sexo y de literatura. Hurgamos en el pasado de este hombre de letras para descubrir, entre otras cosas, por qué abandonó la toga y qué pasa con los niños que no quieren crecer.

Comenzamos.

—¿Cómo se encendió la mecha, ese amor por el cine?

—Un poco de todo… La vida. En la España aquella de los años 50 la vida no era muy colorida. El cine y la literatura eran un mundo mucho más agradable y, de alguna manera, mucho más realista. Luego, el hacerlo fue muy instintivo. Cogí una cámara, antes de hacer Súper 8, y por una serie de suertes entré en el cine profesional, pero yo lo hacía de una manera… ¡como quien hace fotos!

—Se ha dicho de El desencanto que es la anticipación del derrumbe de un sueño. ¿Está de acuerdo?

—No tengo ni idea. Cuando uno hace una cosa no sabe muy bien lo que significa. Sabe que la hace. Pero lo que sí sé es que luego el término “desencanto” se vino a asociar un poco a la democracia, que era todo lo contrario del sentido que tenía para mí. O sea, como ves, las cosas se hacen y luego toman otro carácter. (Risas)

—Hace más de cuarenta años de su primer trabajo como director y guionista. ¿Qué ha sido para usted el cine?

—La vida. La verdad es que nunca lo he separado mucho. He tenido la enorme suerte de saber lo que quería y de poder hacerlo y vivir de ello. Creo que es uno de los privilegios más grandes que se pueden tener.

"No tengo recuerdos de los que necesite defenderme"

—¿Cómo ha cambiado el oficio en estos años?

—El oficio en sí no creo que haya cambiado demasiado. Han cambiado, digamos, facetas técnicas del oficio: con las cámaras digitales y el montaje en ordenador, que es una maravilla. Lo que sí ha cambiado mucho es el ambiente: de un ambiente artesanal donde se hacía un tipo de cine que iba, por ejemplo, a todos los festivales se ha pasado a hacer un cine que no va a ningún festival y en que lo único que interesa es el dinero. Un cine que se rueda mucho más deprisa. Películas, en general, con mucho menos presupuesto y casi sin la menor pretensión de hacer una película de calidad. Mientras que en la época en que yo vivía, que fue un poco la época dorada del cine español, no cabe duda, los productores querían hacer buenas películas. Luego ya funcionaban mejor o peor. Pero querían hacer buenas películas. Supongo que también tenía que ver con cosas que pasaban en toda Europa, pero creo que en Europa, de alguna manera siguen pasando, y quizá en España el dominio de la televisión sobre el cine hace que eso pase menos.

—¿Qué ha ganado y qué ha perdido Jaime Chávarri dedicándose a este oficio?

—Creo que cuando se hace una elección das por sentado que te vas a perder cosas y que te va a compensar. Entonces la palabra “pérdida” deja de tener sentido. Es más bien una elección que una pérdida. Eliges una serie de cosas y desde el primer momento sabes que hay otras que no vas a tener. Entonces… si eliges, ya has elegido. No hay arrepentimiento, ni vuelta atrás.

—Ha habido una progresión en sus narraciones cinematográficas, de retratar a Peter Pan en películas como El río de oro, a retratar a quienes no son capaces de ser felices.

—Eso tiene que ver mucho con lo que te hablaba al principio de la influencia del cine, cuando era pequeño, y de la literatura. Por una serie de motivos yo llego a la literatura española tarde y empiezo mucho antes con la anglosajona. Los libros para niños (y no tan para niños)… desde pequeño me fascinaba, por ejemplo, Shakespeare. Estaba mucho más cerca de la literatura anglosajona que de la literatura española, que la descubrí más tarde y, ¡me encanta! He leído El Quijote como cuatro veces. Mi formación viene más de un lado anglosajón. Eso hacía que cuando yo quería hacer una película más personal me saliera un lado que no tiene nada que ver con España. Entonces era un poco incomprendido. Me parece justo, tampoco las películas estaban demasiado logradas. No pasa nada.

"La sociedad ha sido siempre muy peterpanesca"

—¿Es esta una sociedad de Peter Panes?

—Creo que Peter Pan es una metáfora muy acertada, por eso ha pervivido tanto. Fíjate que hago la película El río de oro sobre Peter Pan y luego empiezan a hacer películas de Peter Pan Spielberg y toda la pera. De alguna manera era un tema que yo adelantaba. Además, las películas que luego hicieron no eran mejores que las mías. Eso es algo que indudablemente está ahí. Lo que pasa es que yo lo veía como una historia más negra y Spielberg lo veía como una historia más rosa. A mí, del libro original de Peter Pan, que no estaba en la película de Disney ni en la película de Spielberg, ni en ninguna de las versiones que se hicieron para teatro para niños, me atrae cuando Peter Pan, en un momento dado, se olvida de Wendy y cuando vuelve a buscarla, Wendy ha crecido y ha tenido una hija. Peter Pan se indigna y lo primero que se le ocurre es matar a la niña. Esa fue la idea de la que surge El río de oro, no del Peter Pan bonito y agradable, sino de la persona que al no crecer se convierte en un monstruo. Sí, creo que toda la violencia que hay en la sociedad, en la sociedad pequeña y en la política, a ambos lados, es una falta de madurez, es una falta de crecimiento. Es decir: “Como yo estoy encaprichado por esto, voy a matar, tirar la bomba, para tener lo que quiero”. Eso me parece el niño que quiere el bombón. En ese sentido sí, creo que la sociedad ha sido siempre muy peterpanesca y creo que el libro de Barrie, el regalo que hacía, era una metáfora sobre algo que ya pasaba cuando él vivía.

—¿Qué siente cada vez que le dan un homenaje?

—Primero mucha vergüenza, y luego me gusta. Prefiero que me lo den a que no me lo den. Pero siempre es un momento muy conflictivo para mí. Lo agradezco muchísimo pero no me siento nada a gusto.

—En Después de tantos años decía Leopoldo Panero que “todos tenemos derecho de defendernos de nuestros recuerdos”. ¿Cómo se defiende usted de ellos?

—No tengo recuerdos de los que necesite defenderme. He tenido mucha suerte en la vida. Creo que más que defensa hay una cosa llamada melancolía que es distinta de la nostalgia. La nostalgia es cuando echas de menos un tiempo mejor. Y la melancolía es cuando echas de menos un tiempo, no porque fuera mejor o peor, sino porque no va a volver. Creo que siempre hay una melancolía respecto de los recuerdos, respecto de las cosas buenas o malas que uno ha hecho. Pero, ¡tampoco he hecho cosas tan malas! (risas) Aparte de alguna película… (Risas) Así que no siento que tenga que defenderme mucho.

"Me llamó Michi —Panero— y me dijo: Quiero hacer la segunda parte de El desencanto. Sólo la puedes hacer tú. Y ya tengo un título, El desconcierto"

—¿Por qué rechazó dirigir la segunda parte de El desencanto?

—No la llegué a rechazar. Fue muy divertido. No pensaba hacerla, pero me llamó Michi [Panero] y me dijo: “Quiero hacer la segunda parte de El desencanto. Sólo la puedes hacer tú. Y ya tengo un título, El desconcierto”. Me pareció un título genial y le dije “bueno, me lo pensaré”, pero pensando que no la iba a hacer. Y a los cinco minutos me llamó Ricardo Franco y me dijo: “Oye, que me ha llamado Michi y me ha dicho que si quiero hacer la segunda parte de El desencanto y que sólo la puedo hacer yo”. Y yo le dije: “Me parece una idea genial”. Es verdaderamente estupendo que la coja otra persona y otra visión, porque yo estaba un poquito harto.

—Sobre esta segunda parte, ¿qué le pareció?

—Ricardo Franco hizo una película preciosa. Creo que no se ha entendido bien y además se ha visto muy poco. Creo que Después de tantos años es una película preciosa.

—¿Le pareció una película honesta con los personajes y con su historia?

—Absolutamente. Después de tantos años me parece una película completamente distinta a El desencanto, pero sí que es verdad que hay que verla teniendo El desencanto reciente. Eso, por ejemplo, no se ha hecho nunca, solamente cuando ha salido el último Blu Ray han puesto las dos películas, pero han puesto El desencanto en Blu Ray y Después de tantos años en una copia bastante mala. Eso me pareció muy injusto. Creo que es una estupenda película y un complemento estupendo de El desencanto. Ahora hay una estupenda película que es un complemento estupendo de El desencanto, aunque no tiene nada que ver, que es Muchos hijos, un mono y un castillo. ¡Es una película que me encanta!

—Si usted hubiera hecho esa segunda parte, ¿se habría acercado usted a los mismos escenarios?

—No tengo ni idea, porque nunca me lo planteé mucho. Los personajes que a mí me interesaban de la primera parte eran sobre todo Felicidad [Blanch] y Leopoldo María [Panero]. Felicidad había muerto y Leopoldo María estaba machacado. Seguía siendo un personaje muy interesante, pero yo prefería recordar el Leopoldo María entero que había conocido en la primera parte. Acercarme un poco a… siempre es injusto hablar de “ruinas humanas”. Acercarme a una persona tan machacada como era Leopoldo María me parecía muy tremendo. No creo que la hubiera hecho en ningún caso.

—Hoy día se dedica a la docencia. ¿Qué ha encontrado en ella?

—Me dedico hace cuarenta años, ¡no ahora! (Risas). A veces es como: “Después de todo lo que ha hecho, ¿cómo ha acabado usted en la docencia?”. La docencia para mí es una carrera paralela que siempre ha tenido la misma importancia que ha tenido la otra. Algunas veces pienso que yo de hecho he sido director para poder luego enseñar. Me parece fantástica la docencia.

—Si hablamos sobre la censura, ¿ha habido algún recorte en una película que le haya molestado especialmente?

—Sí. En El desencanto una frasecita. La querían prohibir entera, pero ya se había muerto Franco y no tenían coartada. La película se rodó viviendo Franco, pero se estrenó con Franco recién muerto. Hay una anécdota cuando hice Los viajes escolares, que era una película que me dijeron que la prohibían entera, pero que la permitían si me la admitían en algún festival a concurso. Daban así una idea más moderna del cine español. Eso les compensaba. Me la cogieron en Valladolid, luego además ganó el premio y pasó la película. Fue igual, porque no tenía distribuidora y no se estrenó hasta dos años más tarde.

—¿De quién o sobre qué haría hoy día un documental?

—Hace unos días me llamaron para hacer un documental —fíjate, no tiene nada que ver con nada de lo que he hecho— sobre un modisto que se llama Francis Montesinos. Y me hubiera divertido mucho, porque conozco el personaje y me parece un tío estupendo. Lo que hace me gusta mucho… y de repente han desaparecido. No he vuelto a saber nada de ellos. Pero eso sí me habría gustado, precisamente porque no tiene nada que ver con nada de lo que he hecho. No sé cómo lo querían enfocar ni cómo lo querían hacer, pero la idea me atraía.

"El sexo tiene que ver con todo, porque tiene que ver con las relaciones personales, tiene que ver con tu concepción de la vida, de una persona concreta…"

—Decía González Ruano que “el sexo es una construcción narrativa o una bazofia mundana”. ¿Qué es para usted el sexo?

—Un poco como el cine, parte de la vida. No lo puedo separar como una cosa concreta que no tenga nada que ver con todo lo demás. El sexo tiene que ver con todo, porque tiene que ver con las relaciones personales, tiene que ver con tu concepción de la vida, de una persona concreta… Definir esas cosas es inútil, además no tiene mucho sentido. Por eso hay que hacer películas sobre ellas y que cada uno decida.

—¿Cree que el deseo domina nuestros actos?

—Hay momentos en que sí. Afortunadamente no estamos en un deseo, en una situación de deseo continuo, que sería priapismo directamente. Pero hay momentos en que sí, hay momentos en que el deseo te vuelve un poco loco. Pero no sólo el deseo sexual, también la ambición, el deseo de poder, el deseo de crear… Tiene muchas manifestaciones. Cuando se habla del deseo, reducirlo al deseo sexual no es justo. El deseo tiene que ver con la reproducción, y en ese sentido es un instinto que es más general. Pero hay gente que lo tiene mucho menor y lo tiene más fuerte en otras direcciones.

—¿Qué le pone a Jaime Chávarri?

—Muchísimas cosas todavía, afortunadamente. Las de siempre, para empezar. Y luego, por ejemplo, releer un libro que me ha gustado y volver a descubrir en él… Estoy leyendo ahora En busca del tiempo perdido y me está gustando más que nunca. Y eso me excita muchísimo: el saber que están vivas, que siguen vivas cosas que han estado vivas en un momento para mí y que me han influido… También me ha puesto mucho viajar, y me ha puesto mucho, como a todo el mundo, enamorarme. Ese momento en que te das cuenta de que te estás enamorando ¡pone mucho! Afortunadamente.

—¿Cuál cree que es el denominador común de todo su trabajo?

—No tengo ni idea, ni me interesa. Yo no creo mucho en la teoría del autor. Dicen: “El desencanto es una película de autor”. Fíjate, El desencanto es un encargo que yo no habría hecho en mi puta vida, sino que es una idea del productor. Y yo la hice porque hubiese hecho lo que me hubieran dado en ese momento. ¿Que ha salido bien? Vale. Pero no tiene por qué ser buena porque sea de autor. Es buena porque ha funcionado. Pero no creo que haya un denominador común. Y si lo hay, que lo decidan los críticos.

"El teatro en este momento es lo que más me gusta, más que el cine y más que nada"

—Está ahora mismo en escena en los Teatros Luchana una obra que usted dirige, La ronda (adaptación del texto de Arthur Schnitzler). ¿Por qué traer esta obra tan polémica?

—Siempre ha sido la típica obra que se menciona cuando se habla de censura. Es una obra muy interesante, sobre todo la estructura. Es la primera obra que se ha hecho exclusivamente sobre sexo en la historia del teatro.

—Si La ronda fuera llevada a escena en España…

—Sí, se hizo en los años 80 me parece, en el Teatro Bellas Artes. No recuerdo bien quién la hizo, pero sí, se hizo. No creo que con mucho éxito, porque es una obra que si no la adaptas, si la haces tal y como es, está muy pasada en muchos sentidos. Nosotros lo que hemos hecho es una adaptación libre. La hemos dejado en su época pero haciendo una adaptación muy libre. La obra, a partir de la mitad, yo la verdad es que no entendía bien de qué trataba. Entonces. la segunda parte la hemos hecho, manteniendo la estructura y los personajes, pero contando historias completamente distintas.

—Ha dicho Jaime de los Santos (Consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid) recientemente en El País que “el teatro es ese espacio privilegiado en el que se desatan los instintos, las pasiones, (…) un lugar por y para la libertad”.

—¿Eso lo ha dicho un político?

—Sí.

—¡Caray! ¡Cómo hemos mejorado! (Risas) Está muy bien.

—¿Qué es para usted el teatro?

—El teatro en este momento es lo que más me gusta, más que el cine y más que nada. El teatro es el reino de la imaginación. Porque el cine nos ha acostumbrado mucho al realismo. Si tenemos que tener una calle, una ciudad entera, tenemos que ver la calle, la ciudad entera está edificada y en el teatro te dicen que están en una calle y ya estás viendo una calle. Es mucho más interno, se internalizan mucho más los conceptos que en el cine. Y a mí eso cada vez me gusta más y me interesa más. Cada vez me interesa más trabajar con menos medios. Yo estoy retirado, y esto lo he hecho porque era un trabajo dentro de una escuela, pero vamos, me interesa mucho más, en este momento, el teatro que el cine.

—¿Cómo cree que recordará, en un futuro lejano, la profesión a Jaime Chávarri?

—No creo que me recuerden mucho. No creo que haya hecho películas de esas que vayan a pasar a la historia. No lo he pretendido nunca.

—¿Cómo le gustaría que le recordaran?

—Hombre, con afecto. (Risas)

—Ha dicho en alguna ocasión que su verdadera pasión es la literatura antes que el cine…

—Sí.

" La primera vez que hice teatro, que fue en el año 80 u 81, descubrí un concepto que en el cine no lo tenía nada claro, que era el concepto de espacio"

—Ha adaptado varias obras literarias (Bearn, Las bicicletas son para el verano, El año del diluvio) ¿Qué papel tiene la literatura en su trabajo?

—En la puesta en escena muchísimo. La primera vez que hice teatro, que fue en el año 80 u 81, descubrí un concepto que en el cine no lo tenía nada claro, que era el concepto de espacio. El concepto que tiene el teatro de que es una especie de enorme plano secuencia, donde todo el tiempo el espectador está viendo el mismo espacio y tú como director tienes que marcar en el espacio los momentos importantes, eso en el cine me ha influido mucho y en la docencia muchísimo. Creo que es muy distinto, no es que sea uno mejor que otro, es muy distinto el cine pensado en planos que el cine pensado en la situación que estás rodando en un espacio real y luego rodar a partir de ese espacio real. Creo que son dos conceptos distintos, y los dos pueden ser igual de buenos. A mí me ha acabado divirtiendo más el segundo, a partir del espacio real, no del espacio imaginado.

—¿Qué libro está leyendo ahora mismo?

—En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.    

—¿Qué libros le han marcado y le gustaría recomendar a los lectores de Zenda?

—Me ha marcado En busca del tiempo perdido (risas). Me ha marcado El Quijote. Me ha marcado la Biblia. ¿Qué más me ha marcado? Me ha marcado Faulkner, muchas, muchas cosas de Faulkner, Samuel Beckett y un escritor austríaco, Thomas Bernhard. Luego, me gustan mucho —y me han marcado menos porque los he leído más mayor, y los libros a partir de una edad no te marcan tanto, te pueden gustar pero no te marcan tanto— Baroja, Juan Rulfo, y últimamente ya leo menos literatura, ya releo y leo más historia, más ensayos, ensayos sobre teatro, sobre literatura… y por supuesto, ¡me lo he saltado!, me ha marcado muchísimo Shakespeare, desde los diez años además. Mi afición por Shakespeare fue muy temprana.

—¿Cuándo volverá a escribir de nuevo algo propio?

—Nunca me he considerado guionista. Siempre que he sido guionista ha sido por necesidad, y la verdad es que no me considero guionista. Yo soy el rey del pastiche, yo puedo arreglar, puedo hacer arreglos. Soy como esas tiendas que arreglan ropa. Eso se me da bastante bien. Pero no soy capaz de estructurar una historia ni de partir de cero para contar una historia. No me resulta nada fácil.

—¿Escribir es volver a vivir?

—No lo sé. ¡He escrito tan poco! La verdad es que tampoco he tenido la sensación de que tenía tiempo para escribir, y eso también ha sido importante. Siempre tenía otras cosas que hacer que igual no eran tan importantes, pero a mí me parecía que lo eran,. Entonces, no me lo tomaba nunca en serio. Para mí leer es volver a vivir, o vivir otras cosas.

***

Su mirada tiene el poder de segar el mundo. Su mirada sirvió de instrumento para una manera de hacer cine y teatro. Continúa Jaime Chávarri haciendo memoria, encontrándose a sí mismo a través de imágenes fugaces. Es su vida un gran plano secuencia sin guion, una continua expectativa, una relectura constante de momentos remotos. Volverá Chávarri con sus lecturas a pasar el verano en Sotosalbos, a su personal Nunca Jamás, donde se es siempre feliz.

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Romance del niño que todo lo quería ser, de Manuel Benítez Carrasco

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Desarrolló su carrera a medio camino entre Latinoamérica y España. Esa influencia quedó reflejada en la lírica de este gran representante de la cultura popular. A continuación podéis leer Romance del niño que todo lo quería ser, de Manuel Benítez Carrasco.

Romance del niño que todo lo quería ser, de Manuel Benítez Carrasco

El niño quiso ser pez,
metió los pies en el río;
…estaba tan frío el río
que ya no quiso ser pez.
El niño quiso ser pájaro,
se asomó al balcón del aire;
…estaba tan alto el aire.
que ya no quiso ser pájaro.
El niño quiso ser perro,
se puso a ladrarle a un gato;
…lo trató tan mal el gato
que ya no quiso ser perro.
El niño quiso ser hombre,
empezó a ponerse años;
…le estaban tan mal los años
que ya no quiso ser hombre.
Y ya no quiso crecer,
no quería crecer el niño;
se estaba tan bien de niño…
pero tuvo que crecer.
Y en una tarde, al volver
a su placeta de niño
el hombre quiso ser niño,
pero ya no pudo ser.

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Mañana es el día siguiente, de Mario Marín

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El mal como rutina. Un hombre joven y ocioso, que practica el running por vicio y que atiende el huerto de un amigo, se empecina en una discusión con un vecino y transforma su vida, como quien cría palomas o colecciona sellos, en la de un sádico cruel. Mañana es el día siguiente es una crónica del mal. Zenda reproduce un fragmento de la novela de Mario Marín publicada por Ediciones del Viento.

 

UNO

 

Esto me ocurrió hace solo un año. Me embarbasqué sin freno. Y en cualquier momento vendrán y me llevarán. Estaré en la terraza, viendo algún catálogo de los van Eyck, o de Botticcelli, o de Ribalta. Entrarán con un ariete gritando que al suelo y me dejaré coger.

Porque fue mucho. Como romper en agosto un panal con otro panal. Mucho de mucho. No hay otra manera de explicar la cosa sino con la existencia de Dios, porque pasó muy gorda. O fue el nuestro o el de los moros o el de los chinos o se pusieron de acuerdo los tres. La cuestión es que me encabroné y después no supe salir. El asco me pudo.

No fue tampoco por una racha de bares. Mi médica me había tenido agarrado con una medicación fuerte por lo del oído y llevaba más de un mes sin beber nada fuerte. Tampoco fumado. Fumo desde siempre, pero si me da el punto, me paso semanas enteras fresco. La primera vez que me drogué tenía doce años y fue con chicharrones. El chicharrón, si está bien amasado y tú tienes mucha prisa y mucho miedo, te lo meten por hachís y ni te enteras. Se lo pillábamos al hermano de Braulio. El cabrón tenía siempre una postura de chicharrón para los vainas que comprábamos la primera vez. Después, a los dos o tres días nos buscaba y nos pasaba para un par de porros. Se murió este año pasado, y seguía con lo del chicharrón para los aventajados.

A mí me sigue gustando el jaleo, pero ya no hay fuerza para tanto y cada vez la cago menos. Con los veintitantos tuve filos muy malos, de solo ganar para gastar, de buscar siempre lo torcido y de salir una noche aquí y terminar dos días después detrás de allí.

Ahora desde hace un tiempo vengo con otras miras. Hay que respetarse a uno, porque no tenemos más pecho ni más piernas ni más cabeza que la que tenemos, y tienen que durar. Fue mi vecino Pedro quien me convenció. Yo vivo en Huelva, en la Avenida de las Adoratrices, en el bloque del DIA. Y Pedro también. Nunca hemos sido amigos del mismo grupo, él es cinco años más nuevo que yo y tenía su propia gente. Pero sí hacíamos la misma ruta; mismos bares, misma droga y mismas discotecas.

Hará tres o cuatro años Pedro empezó a correr con su hermano chico. Enrique es un chaval largo y muy serio que ahora trabaja en Alosno, de bombero de Diputación. Tenía que prepararse unas pruebas muy zumbadas de correr en unos tiempos y hacer unas tablas de algo y el chaval llevaba muchos años entumecido con los estudios. Cinco para sacarse Turismo y terminar haciendo guardias de noche en el Canela Golf de Isla. Pedro con su hermano es locura, y cuando le dijo que corriera con él, solo le dijo que cuándo y hasta dónde.

Después de las carreras, el hermano siempre se subía y Pedro y yo nos tomábamos dos o tres cervezas en el Bar Madrid. Cuando el chaval hizo los exámenes y aprobó, Pedro me dijo que corriera con él, y desde entonces no he parado. Es una locura lo del footing. Como un vicio.

Booktrailer: Mañana es el día siguiente

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Autor: Mario Marín. Título: Mañana es el día siguiente. Editorial: Ediciones del viento. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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La errabunda: Tratado de deambulogía heterodoxa

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errabundo, da. Del lat. errabundus. 1. adj. Que va de una parte a otra sin tener asiento fijo.

Cae el sol a plomo sobre la céntrica calle Vergara. En una esquina, en la puerta de la librería La Buena Vida, aguardan cinco escritores y un editor. Daniel Monedero, Miguel Barrero, Sabina Urraca, Sergio del Molino y Txani Rodríguez presentan un libro editado por Ximo Espinosa y Elvira Lindo, La errabunda. Un libro con tinta bicolor, igual que aquellos ejemplares de La historia interminable de Michael Ende, tal vez porque interminables han sido los paseos que han dado sus autores por ciudades habitadas, soñadas, vividas, ansiadas, extrañadas o imaginadas.

Jordi Corominas, quien pone a Barcelona en este sexteto de historias, no ha podido acudir. El tándem formado por Espinosa y Lindo publica así su sexto título en el marco de una colección que arrancó hace cuatro años. Se editan —inicialmente— 800 ejemplares. Editores a tiempo parcial, sus libros tienen pequeñas tiradas y vocación de objeto precioso, presente en algunas librerías puntuales y a través de la venta online.

Con fotos y diseño a cargo de Miguel Sánchez Lindo, la parte gráfica incide en el tema de la gentrificación, que apenas está presente en la parte escrita pero sí en las imágenes que ilustran La errabunda, “una recopilación de textos de seis autores jóvenes, en la que cada uno nos habla de la ciudad que les ha dejado una impronta como personas y como escritores. La idea era reunir una serie de autores en los que se diera un aprecio por el paseo y sobre todo por la observación a la hora de escribir”, según afirma Espinosa.

Se habla del sentimiento de nostalgia, de la construcción de la propia identidad, de ciudades esquivas que nadie conoce, del Madrid imaginado y soñado frente al que uno extraña tras vivir en él —aunque también el de la juventud y la precariedad—, de cómo los vínculos del pasado de una ciudad condicionan el modo en que la vemos y nos enfrentamos a ella… El ausente Corominas que narra Barcelona desde una intimidad de conocimiento nace con las escapadas infantiles por el metro.

Narramos las ciudades como somos, más que como son. El editor se muestra de acuerdo: “Los autores de este volumen ni siquiera pretenden acercarse a lo objetivo, y sus miradas están hechas desde la subjetividad literaria absoluta y más radical. Eso es lo interesante, ya que mucha gente quizá no se reconocerá en sus relatos”. El paseo es una herramienta indispensable para entrenarse en el arte que supone aprender a mirar el mundo… para escribir sobre él. Casi podríamos hablar de un tratado de deambulogía heterodoxa, según dicen los autores del libro, en el que figurarían nombres tan ilustres como Walter Benjamin o Henry David Thoreau. Gente capaz de perder sus pasos o encontrar sus pasos perdidos como oportunidad para reencontrarse con su espacio, su tiempo y consigo mismo. Andando, dirían, comprendemos el mundo.

"Casi podríamos hablar de un tratado de deambulogía heterodoxa, según dicen los autores del libro, en el que figurarían nombres tan ilustres como Walter Benjamin o Henry David Thoreau. Andando, dirían, comprendemos el mundo"

Espinosa aseguró que pretenden iniciar una serie que, si todo va bien, tendrá más volúmenes donde más autores nos den su visión sobre el entorno en el que viven y cómo este ha afectado a su literatura. “Todo esto surgió en este mismo lugar, en concreto en ese mismo sofá, hace tres años, cuando editamos El faro del fin del Hudson, de Antonio Muñoz Molina, donde él narraba sus paseos por Nueva York. Nos reunimos aquí para presentarlo,  le acompañó Jordi Corominas, y así comenzó todo”.

La única diferencia es que la idea original era bastante más ambiciosa: “Cuando Antonio me dijo que nunca había estado en Dublín se me ocurrió la idea de mandarlo allí, que nos hiciera una crónica siguiendo los pasos de Joyce, y que luego otros escritores hicieran lo mismo con otras ciudades”. Un proyecto hermoso el de Espinosa. Pero luego están “las cuentas de lo que cuesta enviar a un escritor y un fotógrafo a Dublín cinco días y no sale a cuenta. La idea fue mutando y al final quedó con este pequeño libro, más manejable. El proyecto tenía que resultar realizable”, concluye.

El título, La errabunda, “define muy bien el carácter de los textos, con esa idea del flâneur que sale a caminar la ciudad sin ningún objetivo concreto. Los textos resultan muy diferentes entre sí, pero el elemento común en todos ellos es la soledad. La soledad del autor frente a su ciudad y su entorno”, añade el editor. “A todos les dijimos que queríamos alejarnos del ensayo político o reivindicativo “antigentrificación”, pero sí que hay guiños a la idea de que es posible que nos estén robando nuestras ciudades casi sin que nos demos cuenta y de que somos la resistencia”.

No en vano el colofón del libro reza: “Se terminó de imprimir cuando todavía se podía pasear por las ciudades”. No sabemos si nos suena esperanzador o casi apocalíptico.

Madrid. Sabina Urraca: “Me considero una ladrona de ciudad”

“Yo me considero una ladrona de ciudad, porque yo he escrito sobre Madrid, pero soy de Tenerife, aunque llevo aquí desde los dieciocho años. En mi texto se ve cómo he ido quedándome con cosas de esta ciudad, y se van superponiendo diferentes tipos de paseo, comenzando con un encuentro con la ciudad pero también hablando de mi primer paseo mental antes siquiera de conocer Madrid en persona. En mi primera novela, que intenté escribir con doce años, la protagonista vivía en Madrid, y la hice ayudándome con un mapa de Madrid, porque nunca había estado aquí hasta que vine a estudiar con dieciocho años. Cuando me encontré Madrid ya la conocía a través de aquella protagonista mía, y recuerdo perfectamente cómo me la imaginaba. He acabado viviendo a dos minutos de la calle donde dejé aquella novela, que ni terminé. De ahí luego paso al paseo del recuerdo, recordando mi Madrid desde México.

Bilbao… y Ronda. Txani Rodríguez: “Es una reflexión sobre la doble identidad”

“En Bilbao todavía se saluda el turismo con alegría. Así como Donostia siempre ha sido una ciudad turística, Bilbao no, pero ahora estamos en una etapa feliz y aún nos hace ilusión ver turistas por el centro de Bilbao. Se nos pasará pronto, porque cada vez hay más. [risas] Hablo de Bilbao, pero también de Ronda, porque la mía es una reflexión sobre la identidad y la doble identidad, así que si hablar de una sola ciudad ya te obliga a dejar muchas cosas en el camino, hablar de dos… Bilbao me parecía grande y fría porque Ronda era más pequeña y más calurosa. Te vas armando como persona a base de puntos de referencia y de comparación. Si solo hubiera vivido en Bilbao, ahora igual sería insoportable”.

Zaragoza. Sergio del Molino: “Un nombre sonoro pero poco conocido”

“Yo tampoco he nacido en Zaragoza, y por eso supongo que tengo una relación natural de amor-odio respecto a ella. No tengo una memoria infantil de esa ciudad. Lo que me gusta es que allí aún no ha llegado el turismo a lo grande, y de hecho yo boicoteo cualquier intento de promocionarla turísticamente, cosa que me va a costar un disgusto algún día. Cuando veo que The Guardian saca algún artículo en plan descubrimiento, “si está usted cansado de Barcelona, pruebe Zaragoza” y tal, yo reacciono: “No, no vengan, es un sitio horrible, hace frío, la gente no es simpática…”. [risas] Estoy tratando de conseguir el status de persona non grata en Zaragoza, pero hasta para eso es una ciudad rara: cuanto peor hablas de ella, más te quieren. Eso no pasa en Sevilla. Intento jugar con la ausencia de referentes, con todos los que pasaron de largo por la ciudad sin dejar en ella un imaginario literario. Hasta el Quijote de Cervantes no pasó por Zaragoza, porque como Avellaneda lo paseó por allí, Cervantes se lo llevó a Barcelona. También existe una novela con un “manuscrito de Zaragoza” en el título, pero la acción no ocurre allí. Es una constante curiosa y sugestiva, un sitio adonde en realidad va poca gente y poca gente conoce, provocando referentes difusos y hasta exóticos, como un tango de los años 30 que bailaban los nazis llamado Die Nacht von Saragossa (La noche de Zaragoza), donde la ciudad solo está en el título porque al compositor le sonaba exótico. Y todo así: es un nombre sonoro, pero poco conocido”.

Gijón. Miguel Barrero: “Es una ciudad que se está buscando a sí misma sin encontrarse”

“Pasear por una ciudad implica hacerse eco de las transformaciones que ha sufrido. Yo tampoco soy de Gijón, pero vivo allí desde hace nueve años, y llegué cuando estaba casi acabando el trance que la llevó a modificar muy severamente su última razón de ser, después de haber sido transformada un siglo antes para pasar de ser pesquera a ser industrial. Ahora no se sabe lo que es: el turismo es uno de sus puntales económicos, pero también mantiene una cierta industria. Es una ciudad que se está buscando a sí misma sin acabar de encontrarse, y siempre que encuentra una identidad termina modificándola, dejando como recuerdo solo determinados nombres de calles y barrios. Gijón funciona muy bien como símbolo de Asturias en cuanto ciudad que sufrió crisis industriales, navales y mineras confluyendo juntas. Yo tuve la duda de si escribir sobre Gijón o sobre Mieres, que es de donde soy. Cuando lo intenté con Mieres me vi incapaz de contarlo, porque me salía una visión retrospectiva de mí mismo”.

Valladolid. Daniel Monedero: “Hablo de una ciudad que ya no existe”

“En Valladolid viví mi infancia y adolescencia y hoy voy de visitas puntuales, así que lo que me interesaba era hablar de la ciudad que viví más que la de ahora, que es más turística. Esa soy incapaz de verla, porque las transformaciones solo las ves de verdad cuando ya no las estás viviendo. Yo aún paseo por ella, pero desde el recuerdo. También soy el único del equipo que nunca ha trabajado como periodista, así que modifiqué el texto tres veces, como quien intenta modular una radio hasta que se oye bien. Hablo de una ciudad que ya no existe, y lo hago desde un barrio concreto donde la gentrificación queda fuera”.

Vídeo de presentación de La errabunda

Presentación en la Librería Alberti

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Autores: Daniel Monedero, Sabina Urraca, Miguel Barrero, Jordi Corominas, Txani Rodríguez, Sergio del Molino. Título: La errabunda.  Editorial: Lindo & Espinosa. Precio: 17 €.

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Los ideales caídos

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No es de extrañar que El embrujo de Shanghái obtuviera en 1993, el año de su publicación, el Premio de la Crítica, primer reconocimiento importante que tenía Juan Marsé, quien ha obtenido también ese Premio en el año 2001 y posteriormente el Nacional de Literatura por otra obra suya, la novela que sigue a ésta en su extensa producción, titulada Rabos de lagartija. El prestigio de Marsé ha ido creciendo; siempre tuvo muchos lectores, pero ahora une a ellos el reconocimiento crítico que tuvo más difícil precisamente por ser un autor de estilo muy tradicional, de novelas realistas; aunque veremos que El embrujo de Shanghái supone ya un viraje de su estilo, confirmado en Rabos de Lagartija, hacia una mezcla de realismo y de poesía, donde la ensoñación y el misterio sostienen un halo poético que va trazando un hilo diferente, paralelo a las descripciones realistas.

"El embrujo de Shanghái está anclada en un tiempo y espacio precisos y en ese sentido comienza siendo realista, pero conforme avanza se va convirtiendo en algo más"

Marsé es escritor de un mundo muy concreto tanto en el tiempo como en el espacio. Es uno de esos autores que se han concentrado en una época y en una ciudad, casi se diría que una barriada, la de la Barcelona entre la travesía de Gracia y la ronda de Dalt, que es una barriada que fue pueblo, y se conserva popular, con calles estrechas y una vida provinciana. En ese espacio los personajes de Marsé viven un destino casi siempre de perdedores, con el estigma de una guerra perdida. Pertenece a esa generación de los 50 que Josefina Aldecoa ha llamado los “niños de la guerra”, pues tenían cinco o seis años cuando la guerra civil y su adolescencia coincidió con la posguerra.

El embrujo de Shanghái está anclada en un tiempo y espacio precisos y en ese sentido comienza siendo realista,  pero conforme avanza se va convirtiendo en algo más, puesto que termina siendo la novela del desencanto”, de las ilusiones perdidas. Lo que al comienzo parecía un homenaje a los ideales de la lucha de los maquis anarquistas, resulta ser finalmente la clausura de los propios ideales, como si fuese un golpe, un mazazo tremendo, un diagnóstico desengañado, profundamente pesimista y cruel sobre las pérdidas, podría decirse que sobre lo imposible de los ideales fuera del cine.

"Esta pesimista conclusión, en la que nadie se salva, excepto Forcat y el loco del capitán Blay, se produce en las últimas veinte o treinta páginas"

En ese sentido la tesis pesimista se impone, porque al final deja sin salida —nadie se libra, excepto Nandu Forcat, el mentiroso, el fabulador, el que cuenta las historias idealistas y mantiene viva, como leyenda y como historia fabulada—, el mito de aquellos ideales. Forcat, que pasa por ser un tramposo, el artista del guiñol, denunciado como tal por el Denis, el luchador que descubre toda la mentira de la historia del Kim, acaba siendo el único que sostiene la posibilidad de su pequeño heroísmo, sosteniendo piadosamente a la madre de Susana, a Anita. En cambio, el Denis demuestra ser un vengativo que se prostituye; desengañado de sus ideales, traicionado por Kim, termina hundiendo a Susana, y no puede superar la historia ni su propio fracaso. Esta pesimista conclusión, en la que nadie se salva, excepto Forcat y el loco del capitán Blay, se produce en las últimas veinte o treinta páginas, como si toda la novela fuese un castillo de naipes que se desmoronara de repente.

La novela ha sido quiciada sobre el eje encanto/desencanto y tiene una estructura doble que se mantiene tanto en su diseño externo como en el interno. En el primero cuenta dos historias; la que da comienzo a la novela y que se sostiene hasta que Nandu Forcat da comienzo a la novela subordinada, la de la historia de Kim. Por tanto tenemos una primera historia de tipo realista, cabría decir mejor naturalista, esto es, poblada de herrumbre, de notaciones de miseria; nos adentra Marsé en la atmósfera del barrio, con unos personajes que lo pueblan y que nace de la anécdota inicial del escape de gas, de la recogida de firmas del capitán Blay y con el hilo conductor del dibujo que el protagonista, Dani, un niño de catorce años, que es una especie de encadenamiento de la novela, por ser el narrador, pero también por ser su perspectiva la del descubrimiento que un adolescente hace de la realidad.

"En ese descubrimiento inicial del barrio tenemos una estructura típicamente picaresca"

Todo está inicialmente condicionado por una guerra civil que solo aparece como trasfondo, como referencias indirectas, todas de tipo parcial, el padre desaparecido, el de Susana huido, Nandu Forcat prófugo asimismo, y que se va poblando de homenajes a esa lucha. En ese descubrimiento inicial del barrio tenemos una estructura típicamente picaresca; en realidad, Dani, en su deambular por las calles acompañando al capitán Blay nos muestra un mundo muy duro, de supervivencia, ejemplificado en los pícaros callejeros y aprendices de hampones que son los Chacón. Junto a esa estructura externa, tenemos la interna, la del desencanto que nace después del encanto de Susana, la niña tuberculosa con toda su atmósfera de encierro, de miasmas, de esputos. Un naturalismo febril encerrado en un espacio insalubre, cerrado, en el que los escapes de gas y la pútrida atmósfera de la habitación de la niña son metáforas de una España herida, enferma, pero que vive asida a ideales heroicos de los héroes de la resistencia, ejemplificados en el Kim.

Con la llegada de Forcat y su narración, la narración naturalista da paso a otra, su reverso: la historia del Kim y su viaje de París a Shanghái, que va alternándose con la historia principal. Esta otra historia subordinada la podríamos calificar típicamente de película. Marsé se sirve del elemento cinematográfico muy hábilmente. No sólo porque Anita es taquillera del cine, sino porque el cine puebla la atmósfera de la historia subordinada, donde la trama en torno de Kim nace como una historia semejante a las películas de espías, de héroes, de cumplimiento de una justicia, y de salvación propia.

"A la postre es un ideal imposible, un sueño de adolescencia, el mito de los héroes que la realidad se niega a confirmar, porque la realidad muestra finalmente que Forcat ha sido un fabulador, el Denis lo descubre mentiroso"

Por medio de esta doble estructura que va a caminar entreverada la una en la otra, por el narrador subordinado, Nandu Forcat, Marsé introduce muy pronto el desaliento del héroe, de Kim, el luchador, que advierte de la quiebra de los ideales, de su sacrificio inútil, y busca una salida para su hija y para él, salida que habría de estar en Shanghái. Las dos historias son en realidad emblematizadas en los dibujos que Dani tiene que hacer; por un lado el naturalista, el de la niña de sanguinolientos esputos, pero por otro está el dibujo ideal, que no logra hacer, de la niña hermosa para ser regalado al padre héroe.

Lo importante de esta novela es que la duplicidad de la estructura externa sostiene su reverso en lo que he llamado estructura interna, que es el viaje del desencanto; en realidad es el conflicto ser/parecer; al final nada es lo que parece; el Denis viene a descubrir la gran mentira fabuladora; solo la primera historia es real y esa desemboca en el mundo de la miseria y en la fortuna de Susana y su destino en un bar del Paralelo y de la borrachera creciente de su madre. La otra historia, la de los ideales, ha resultado falsa, no porque lo fuera en sí misma, en su origen, sino porque se va depauperando. A la postre es un ideal imposible, un sueño de adolescencia, el mito de los héroes que la realidad se niega a confirmar, porque la realidad muestra finalmente que Forcat ha sido un fabulador, el Denis lo descubre mentiroso. De esa forma el conflicto apariencia/realidad se convierte en el viaje desde el encanto al desencanto. Una estructura muy cervantina anida en la que sin duda es una de las mejores novelas de Juan Marsé.

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Autor: Juan Marsé. Título: El embrujo de Shanghái. Editorial: DeBolsillo. Venta: Amazon y Casa del libro

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Viajes al más alla (II): habitantes del inframundo

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Deseos me vienen de morir, y contemplar los lotos colmados de rocío en las orillas del Aqueronte.  

Safo

En la anterior entrega dibujamos la geografía del inframundo. Nos corresponde ahora describir a sus moradores. Algunos son terribles; otros, sin embargo, actúan como una suerte de funcionarios que gestionan el tráfico de difuntos y su aparcamiento final. Vamos a ello.

Hades (ᾍδης)

Hades (el invisible), hijo mayor de Cronos y Rea. También llamado Plutón (Πλούτων, el rico), Clímeno (Κλυμενος, “célebre”), Polidegmon (Ρολυδεγμων, “que recibe a muchos”) y quizá Eubuleo (Ευβουλεος, “buen consejero” o “bienintencionado”), todos ellos eufemismos que evolucionaron a epítetos, pues pronunciar su nombre era considerado de mal augurio. Con tres hermanas, Deméter, Hestia y Hera, y dos hermanos, Zeus (el menor de todos) y Poseidón, juntos constituían los seis dioses olímpicos originales. Según el mito, Hades, Zeus y Poseidón derrotaron a los Titanes con las armas que recibieron de los Cíclopes: Zeus el rayo, Poseidón el tridente y Hades un casco de invisibilidad. La guerra duró diez años y terminó con la victoria de los dioses jóvenes, tras la cual echaron a suertes los reinos a gobernar. Zeus se quedó con el cielo, Poseidón con los mares y Hades recibió el Inframundo. En palabras de Poseidón:

Tres hermanos somos nacidos de Rea y de Cronos: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en los infiernos. El universo se dividió en tres partes para que cada cual reinase en una. Yo obtuve por fortuna gobernar el mar espumoso y agitado, correspondiéronle a Hades las tinieblas sombrías; a Zeus el extenso cielo en medio del éter y las nubes. Pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. (Ilíada XV, 187 y ss.)

Se le solía representar sentado en un trono de ébano con Cerbero al lado. Sus atributos son: el cetro de dos puntas, el casco de la invisibilidad (que a veces prestaba, como a Perseo), el ciprés, el narciso y las llaves del Hades. A veces también aparecía sosteniendo un cuerno de abundancia, símbolo de la riqueza, o a los mandos de un carro tirado por cuatro caballos negros.

Por sus evidentes connotaciones con la muerte (Tánatos, con la que, en verdad, no tenía una relación directa), Hades era temido y repudiado por los hombres:

solo Hades es contumaz e indomable, por eso es el más odiado de todos los dioses (Ilíada, IX, 158)

Perséfone (Περσεφόνη)

ve a la casa de negras paredes de Perséfone (Píndaro, Olímpica XIV, 20)

Hija de Zeus y de Deméter, es conocida en la tradición latina como Proserpina:

…cui Proserpinam, quod Graecorum nomen est, ea enim est quae Persephone Graece nominatur (Cicerón, De Natura Deorum, II, 66)

Esposa de Hades, fue raptada por éste cuando recogía flores en Enna (Sicilia), lo que dio lugar a que su afligida madre recorriera el mundo en su busca, desatendiendo la tierra y sus frutos. Ante el peligro de que nunca más reverdeciera la naturaleza ni germinaran semillas, Zeus ordenó a Hades su restitución. Pero por inadvertencia o por instigación del propio dios, Perséfone había contravenido el ayuno al comer unas semillas del fruto de la granada, lo que la encadenaba definitivamente al Inframundo. Se encontró una solución de compromiso para que permaneciera fuera con su madre una parte del tiempo (un tercio o medio año, según el autor), y el resto con Hades, lo que se corresponde con el ciclo de las estaciones. Parte de las ceremonias iniciáticas de los misterios eleusinos estaban basadas en este mito.

Como consorte de Hades, era la reina del Inframundo y, por lo tanto, suscitaba tanto miedo como aquél. Para evitar nombrarla, se usaba el sustitutivo de Koré (Κόρη, la hija o la doncella). Para Homero, en la Ilíada, es ἐπαινὴν Περσεφόνειαν (la atroz Perséfone), mientras en la Odisea aparece como ἀγαυὴ Περσεφόνεια (la augusta Perséfone)

Caronte (Χάρων)

Barquero del Hades, hijo de Érebo y Nix. Transporta a las almas en su esquife, cruzando el Aqueronte (o la Estigia, según Virgilio en la Eneida). Para pagar el óbolo que exigía, era tradición en Grecia enterrar a los cadáveres con una moneda en la boca.

Se le representaba como un anciano barbudo, flaco y de muy mal carácter, que elegía por sí mismo a sus pasajeros entre la muchedumbre que se apilaba en la orilla del Aqueronte. La mejor descripción la da Virgilio:

Un horrendo barquero cuida de estas aguas y de los ríos,/ Caronte, de terrible inmundicia, a quien largo pelo cano / cae sin cuidado del mentón, con la mirada fija y llameante, / sucio cuelga anudado sobre los hombros el manto. / Él mismo empuja la barca con la pértiga y gobierna las velas / y transporta a los muertos en esquife herrumbroso, / anciano ya, pero es la vejez fresca y vigorosa de un dios (Eneida VI, 298 y ss).

Caronte también aparece en Pausanias X, 28 y en la Divina Comedia (Infierno, III, 109: Caron, dimonio, con occhi di bragia…). Otras visiones de Caronte son cómicas, como en los Diálogos de los muertos de Luciano de Samósata, o en Las ranas, de Aristófanes.

Cerbero (Κέρβερος)

La divina y taimada Equidna, mitad ninfa de ojos vivaces y hermosas mejillas, mitad en cambio monstruosa y terrorífica serpiente (…). Cuentan que el horrible, violento y malvado Tifón tuvo trato amoroso, con ella, la joven de vivos ojos. Y preñada, dio a luz a feroces hijos: primero parió al perro Orto para Gerión. Después, un hijo prodigioso, indecible, el cruel Cerbero, perro de broncíneo ladrido de Hades, de cincuenta cabezas, despiadado y feroz. (Hesíodo, Teogonía)

En su imagen canónica, era un monstruo de tres cabezas, con cola de serpiente y multitud de cabecitas de reptil en el dorso. Encadenado a la puerta, su papel en el Hades consistía en impedir tanto la entrada de los vivos como la salida de los muertos. Sin embargo, en algunos casos pudo ser burlado adormeciéndolo:

  • Orfeo, mediante su música.
  • Hermes, con agua del río Leteo.
  • Eneas, usando tortas de miel con narcótico.
  • Psique, también con pasteles hechos con miel y sustancias anestesiantes.

Hércules lo sacó del Hades, tras luchar con él sin armas, para cumplir con el encargo de Euristeo, en lo que fue uno de sus últimos trabajos. Posteriormente, lo devolvió sin daño. 

Los tres jueces del Inframundo

Radamantis (Ῥαδάμανθυς), hijo de Zeus y Europa, hermano de Minos y Sarpedón y rey de Creta. Se le atribuye la elaboración de un código de gobierno que fue modelo para otros de varias ciudades griegas, como el de Licurgo en Esparta. Por ello y por su fama de íntegro y prudente fue designado juez del Inframundo.

Manda en estos crueles reinos Radamantis de Cnosos / y sanciona y escucha los engaños y a confesar obliga / a cada cual entre los vivos, las culpas cometidas / que inútilmente se complacían en mantener secretas / dejando su expiación para el postrer momento de la muerte. (Eneida, VI, 565)

Minos (Μίνως), rey legendario de Creta, esposo de Pasifae. Su fama de buen legislador se debía a los contactos que cada nueve años de reinado mantenía con el propio Zeus en el monte Ida. En algunas versiones, tenía el voto decisivo en el tribunal de las almas.

Y entonces vi a Minos, el hijo esplendente de Zeus, que sentado, con cetro de oro, juzgaba a los muertos (Odisea, XI, 568).

Éaco (Αἴακός), padre de Peleo y, por tanto, abuelo de Aquiles, fue rey de Egina y tan célebre por su sentido de la justicia que tras su muerte fue designado juez del Inframundo para acompañar a los cretenses Minos y Radamantis (una tradición posterior, que no se encuentra en Homero).

Erinias ( Έρινύες)

Su nombre se deriva de ἐρίνειν, “perseguir”. También conocidas (eufemísticamente, por miedo a su ira) como Euménides (Εύμενίδες, “benévolas”), “venerables diosas” (σεμναί θεαί), “ejecutoras de la justicia” (Πραξιδικαι), “diosas ctónicas” (χθόνιαι θεαί)  y, en la tradición latina, como Furias (Furiæ).

Según Hesíodo, las Erinias son hijas de la sangre derramada por Urano sobre Gea cuando su hijo Cronos lo castró. Otra tradición las hace hijas de la Noche:

¡Oh madre, madre Noche, que me engendraste para castigo de los que no ven la luz y los que la ven…! (Esquilo, Euménides, 321 y ss.)

Deidades primordiales, anteriores a la generación de Zeus que, como el Destino, tienen sus propias leyes que ningún otro dios puede soslayar. Por su vinculación al Inframundo, en los ritos órficos se las relacionaba con Hades y Perséfone. Se las representa como genios femeninos alados, con serpientes enroscadas en sus cabellos, portando antorchas o látigos, y con sangre manando de sus ojos.

Su número, indeterminado para casi todos los autores, fue fijado en tres por Virgilio, y así seguido por Dante:

Alecto (Άληκτώ, ‘la implacable’), que castiga las faltas de tipo moral, como la ira o la soberbia y, en general, la hybris.

Megera (Μεγαιρα, ‘la celosa’), que castiga la infidelidad.

Tisífone (Τισιφονη, ‘la vengadora del asesinato’), que castiga los delitos de sangre.

Aunque en su origen son las guardianas del orden social y moral, Dante en la Divina Commedia las ubica a las puertas de la ciudad de Dite. Virgilio sitúa a Megera en el Tártaro y a las otras dos junto a Júpiter, cumpliendo preferentemente el papel de ejecutoras de los castigos infernales:

Hay dos plagas gemelas, según se dice, de nombre Terribles. Como Megera la que mora en el Tártaro, las parió la profunda noche de un único parto, y las ciñó por igual sus anillos de serpientes y las añadió las alas de los vientos. (Virgilio, Eneida, XII, 844 y ss.)

Esquilo, en Euménides, con que completa el ciclo de la Orestíada, ofrece una visión magistral del mito. La obra se inicia en el templo de Apolo de Delfos, donde Orestes ha acudido, acosado por las Erinias. Causa horror a la propia Sibila, que encuentra en el omphalos a un hombre odiado por los dioses, cuyas manos gotean sangre y, al lado del cual

duerme un extraño grupo de mujeres (…) no exactamente mujeres (…) de color negro y en todo repugnantes, roncan con bufidos horrendos y sus ojos segregan líquidos inmundos.

Apolo, dirigiéndose a Orestes, nos las describe más pormenorizadamente:

Ahora mismo estás viendo vencidas por el sueño a las furias, las despreciables vírgenes, las doncellas viejas, con quien no se juntan ni dioses ni hombres ni bestias. A causa del mal nacieron, por eso habitan bajo la tierra en la horrenda oscuridad del Tártaro, como seres abominables a los hombres y a los dioses del Olimpo (Esquilo, Euménides, 66 y ss.).

El dios adormece a las Erinias con el propósito de facilitar la huida de Orestes, pero el espíritu de Clitemnestra acude a despertarlas para que no cesen en la persecución:

 ¡que no te apacigüe tanto el sueño que te haga olvidar mi dolor! (…) ¡Escupe contra él tu hálito mortífero! ¡Agótalo con tu aliento, con el fuego de tus entrañas!

Las Erinias se dan cuenta de la treta:

¡Vencida por el sueño, he perdido la presa! (…) ¡Hijo de Zeus, eres un ladrón! ¡Has humillado a los viejos dioses al ayudar a un hombre impío, cruel con quien lo engendró! Y se disponen a alcanzar al fugitivo, guiadas por el olor de la sangre: porque lo mismo que un perro a un cervatillo herido, seguimos su rastro por la sangre que gotea.

De ahí, la escena se traslada a Atenas. Las Erinias localizan a Orestes abrazado a una estatua de Atenea en actitud suplicante, pero eso no las detiene:

si se vierte en tierra la sangre de una madre, ya no es posible recogerla jamás (…). Preciso es que nosotras chupemos de tu cuerpo vivo la roja sangre que debes darnos en compensación. Y cuando ya estés seco, te llevaré con vida al inframundo.

En ese momento hace acto de presencia Atenea y decide que un jurado de doce atenienses juzgue al suplicante. Para las Erinias, eso supone un nuevo orden, una nueva legitimidad que se enfrenta a la tradición: el castigo inmediato de los crímenes de sangre. El juicio se celebra en la colina del Areópago, con Apolo defendiendo a Orestes y las Erinias representando a la asesinada Clitemnestra. Como el veredicto arroja un empate, con Atenea votando a favor de Orestes, ésta pide a las diosas vengadoras que acepten el perdón, a lo que en principio se niegan con amenazas tremendas:

rebosante de horrible resentimiento, dejaré que mi corazón destile en esta tierra su veneno, que aplaque mi dolor con vuestro dolor (…) una lepra que os dejará sin hojas y sin hijos y que diseminará por el país una peste destructora para sus habitantes (…) ¡Ay de las muy desgraciadas hijas de la noche, sufriendo por la pérdida de su honor!

Pero finalmente consienten, y Atenea las declara Euménides (“benevolentes”).

Y aquí, con esta narración extraída de la imponente Orestiada de Esquilo, podríamos dar por bien concluido el censo… pero el minucioso lector, en este punto, nos reprochará con toda justicia que solo hemos mencionado a los vips del inframundo. ¿Qué pasa con los otros residentes, los pobres difuntos que Caronte ha depositado en la orilla tras cruzar la Estigia? Algo ya adelantamos al describir las regiones: los muy buenos se quedan en los campos Elíseos; los muy malos van a parar al Tártaro, y la inmensa mayoría, que no es ni una cosa ni otra —aquí no sirve el aurea mediocritas— se quedan vagando por el prado de los asfódelos, convertidos en sombras que si son tocadas se desvanecen como humo (Luciano de Samósata).

Pero de estos moradores nos darán razón en el próximo capítulo los —pocos— vivos que entraron a verlos y salieron para contarlo.

 

Próximo capítulo: Viaje al Más Allá, y 3: Cuadernos de viaje al Inframundo

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Antígona, una lección de dignidad y rebeldía ante los abusos del poder (I)

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En otro lugar hablé de la importancia capital que tiene la mitología clásica en el acervo cultural de Occidente. Uno de los mitos que más ha impactado en nuestra cultura es el de Antígona.

Para comprender en profundidad las vicisitudes de la heroína tebana hemos de remontarnos en su árbol genealógico. Antígona es, junto a su hermana Ismene y a sus hermanos Eteocles y Polinices, hija de Edipo y Yocasta, reyes de la beocia Tebas, la de las 7 puertas, patria también de Heracles, el Hércules romano. En esta primera entrega haremos un somero repaso a la figura de Edipo para poder conocer mejor las circunstancias con las que hubo de enfrentarse la propia Antígona, protagonista de un segundo artículo.

Los dioses son veleidosos y con frecuencia castigan, inmisericordes, a una saga familiar entera, por los crímenes de uno de sus ancestros, aunque ésta sea totalmente inocente de ellos y ni siquiera hubieran nacido sus miembros cuando su antecesor ofendió a la divinidad. Sirvan como ejemplo las mil penalidades que hubo de padecer la dinastía de los Atridas, a la que pertenecían Agamenón, Menelao, Orestes y Electra, por las fechorías de su predecesor Atreo, que le sirvió a su hermano Tiestes como comida sus propios hijos.

"Pélope maldice a Layo por haberle sustraído a su hijo y le pide a Zeus o que el raptor no tenga descendencia o que alguno de sus propios hijos lo mate"

Edipo es hijo de Layo. En su mocedad éste raptó a Crisipo, hijo de Pélope y se lo llevó con él a Tebas. A raíz de este secuestro se le atribuye a Layo la invención de la homosexualidad entre los humanos. Entre los dioses el pionero había sido Zeus al arrebatar y convertir en su amante a Ganímedes.

Pélope maldice a Layo por haberle sustraído a su hijo y le pide a Zeus o que el raptor no tenga descendencia o que alguno de sus propios hijos lo mate. Por su parte la diosa Hera, viendo que los tebanos han acogido sin problemas al secuestrador y lo han nombrado rey, les envía desde los confines de Etiopía a la Esfinge, a fin de castigar a la ciudad entera. Con este atropello Layo condenó a toda su progenie.

Edipo nació, pues, de la unión de Layo y Yocasta. Un oráculo había predicho a Layo que, si engendraba a un hijo, éste, una vez adulto, le daría muerte y luego se casaría con su madre. Al principio se abstuvo de mantener relaciones con su esposa, pero en una noche de vino y furia la violentó, dejándola preñada. Ésta dio a luz a un varón, al que su padre le arrebató y se lo entregó a un servidor para que se librara de él. Antes, el monarca le atravesó al bebé los tobillos con una fíbula o prendedor, para que todo el mundo supiera que era una criatura maldita y nadie osara socorrerla. Layo ordena a su sirviente que cuelgue a su vástago de un árbol en el monte Citerón y lo deje morir allí.

El criado, no queriendo mancharse las manos con esta impiedad, entregó el bebé a un pastor corintio, al que conocía por haber pastoreado con él durante varias estaciones en el Citerón. El pastor llevó el niño consigo a Corinto y se lo entregó a sus reyes, Pólibo y Mérope, que no habían tenido descendencia hasta entonces, y lo adoptan como hijo propio. La reina Mérope cura las heridas de la criatura y lo llama Edipo, que significa Pies Hinchados.

"El monstruo había aprendido de las Musas, hijas de Zeus, un enigma y se lo planteaba a diario a los tebanos para que lo resolvieran"

Siendo adulto ya Edipo, durante un banquete un conocido le echa en cara que no sea hijo natural de los reyes. Él acude a hablar con los que considera sus padres. Éstos se indignan ante los rumores, pero no le desvelan la verdad. El joven decide acudir al santuario de Delfos para consultar su oráculo. Allí la pitonisa le desvela que, si vuelve a su patria, matará a su padre y se casará con su madre.

Espantado, el joven decide no volver a la que tiene por su patria, a fin de no poner en peligro a sus supuestos padres. Alejándose de Corinto, se encuentra con Layo en un cruce de tres caminos en la región de la Fócide. Dejemos que sean las palabras inmortales de Sófocles, grabadas a fuego y oro en su Edipo rey quienes nos cuenten lo que aconteció, narrado por el propio Edipo (versos 795-812):

“En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey (Layo)… Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro tirado por potros, me salieron al encuentro.

El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al conductor del carro, lo golpeé movido por la cólera.

Cuando el anciano ve desde el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos.” (Traducción de A. Alamillo para la Biblioteca Gredos)

Tras este crimen, el joven prosigue su huida alejándose de su supuesta patria y llega a las inmediaciones de la que él ignoraba que era su verdadera nación, Tebas. Ésta, sabedora de la muerte de su rey, pero no de quién lo asesinó, estaba siendo asolada por la Esfinge, enviada, como dijimos, por Hera para castigar el rapto del hijo de Pélope.

La Esfinge, según Antonio Ruiz de Elvira en su Mitología clásica, de Editorial Gredos (vademecum  indispensable para quien desee orientarse en los fabulosos laberintos de los mitos grecolatinos, amén de contar también con un buen diccionario sobre el tema) era un monstruo llegado desde los confines de Etiopía. Poseía cabeza de mujer, patas, garras y pecho de león, cola de serpiente y alas de ave.

El monstruo había aprendido de las Musas, hijas de Zeus, un enigma, y se lo planteaba a diario a los tebanos para que lo resolvieran. En caso de no hacerlo, devoraba a uno de ellos. Ante esta penosa tesitura, Creonte, cuñado del fallecido Layo y hermano, por tanto, de Yocasta, actuando como regente prometió el trono de Tebas y la mano de la reina viuda a quien solucionara el entuerto.

"Descubierto su acertijo, la bestia enloqueció y se suicidó arrojándose por un precipicio. Edipo fue premiado con el trono de Tebas y con la mano de Yocasta"

Son en estas circunstancias cuando arriba Edipo y decide enfrentarse a la prueba de la Esfinge. Según algunas anotaciones a los manuscritos que nos legaron los versos de Sófocles en su Edipo rey, el enigma planteado era:

Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, por el aire o en el mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad en sus miembros es mucho más débil.

A lo que Edipo contestó tras meditarlo en sus entrañas:

Escucha, aun cuando no quieras, musa de mal agüero de los muertos, mi voz, que es el fin de tu locura. Te has referido al hombre, que, cuando se arrastra por tierra, al principio, nace del vientre de la madre como indefenso cuadrúpedo y, al ser viejo, apoya su bastón como un tercer pie, cargando el cuello doblado por la vejez.

Descubierto su acertijo, la bestia enloqueció y se suicidó arrojándose por un precipicio. Edipo fue premiado con el trono de Tebas y con la mano de Yocasta, casándose, así, totalmente ignorantes ellos y el resto, con su propia madre. Con ella tuvo los cuatro hijos mencionados al principio: dos varones, Eteocles y Polinices, y dos hembras, Antígona e Ismene.

"Su reinado transcurrió en calma hasta que una perniciosa epidemia asoló la polis cadmea"

El nuevo soberano o tiranos reinó al principio con justicia ganándose el respeto y el aprecio de su pueblo. Mas los dioses ni olvidan ni perdonan. Su reinado transcurrió en calma hasta que una perniciosa epidemia asoló la polis cadmea. Lo que aconteció a continuación nos lo inmortalizaron en primer lugar el ateniense Sófocles con su Edipo rey, estrenada en el 428 a.C. (posterior más de dos lustros, por tanto, a Antígona, drama del que hablaremos más adelante) y el cordobés Séneca con su Oedipus, en el siglo I de nuestra era.

Según nos canta Sófocles, Edipo, conmovido por la peste que asola Tebas, ha enviado a su cuñado Creonte a Delfos, para indagar ante el oráculo de Apolo el motivo por el cual los dioses castigan de esta manera a la ciudad cadmea. El aludido retorna con la respuesta de que la polis se librará de la epidemia sólo si se destierra o se da muerte al asesino de Layo.

En una tenaz investigación el rey va descubriendo su verdadero origen y su terrible destino, con una trama genialmente dosificada por el dramaturgo con la introducción de varios intérpretes, aparte de la antagonista de Edipo, Yocasta. Así, personajes secundarios, encarnados por cualquiera de los dos actores principales en su segundo papel o por el tritagonista (el haber introducido un tercer actor individualizado es una de las grandes aportaciones de Sófocles a la historia del teatro, ya que sus antecesores, como Esquilo, sólo contaban con dos actores: el protagonista y el deuteragonista), van descubriendo cada uno de ellos datos que, hilvanados por el soberano, sacan a la luz la horrífera verdad: él fue el asesino de su padre y mancilló el tálamo de su madre casándose con ella y engendrando cuatro hijos.

Aplastados por la revelación, los dos protagonistas se retiran de escena en dirección a palacio. Un mensajero revela al coro y al resto de espectadores los terribles sucesos acontecidos en el interior de las moradas de los hasta hace poco afortunados reyes: Yocasta se encierra en su tálamo nupcial, maldiciendo a Layo y a sí misma, y pone fin a su existencia colgándose. Edipo consigue derribar la puerta de la estancia, pero nada puede hacer ya por su madre y esposa. Enloquecido por el dolor, el rey descuelga a Yocasta, le quita sus fíbulas (tal vez las mismas con las que su padre le atravesó los tobillos recién nacido para marcarlo como un ser maldito) y con ellas se arranca los ojos.

En una escena de lo más impactante, Edipo se muestra ante el auditorio, con sus ojos vacíos y su rostro ensangrentado, dispuesto a ser desterrado por sus infames crímenes. Antes suplica a su cuñado Creonte que le traiga a sus dos hijas y se lamenta por su aciago futuro, a la vez que suplica a su tío y cuñado que vele por ellas.

El director del coro o corifeo cierra esta magistral tragedia con estos lapidarios versos:

De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en su último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.

Aristóteles, en la parte conservada de su Poética, considera el Edipo de Sófocles como el modelo de lo que ha de ser una tragedia perfecta.

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El fútbol antes del fútbol

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Mira que no me gusta el fútbol, pero tenía que pasar… Estos días del Mundial en los que parece que no hay otra cosa sobre la Tierra me tenía que venir el típico graciosete a decirme: “Oye, tú que estás muy puesto en la historia de los juegos… ¿Cuando empezó esto del fútbol?”

La respuesta corta es que de manera oficial el fútbol tal y como lo conocemos nace el 26 de octubre de 1863, cuando se funda oficialmente The Football Association, el máximo organismo de fútbol de Inglaterra.

Si quieren la respuesta larga… pues eso, que me tendré que extender algo más.

Sinceramente, no sé qué tiene esto de darle patadas a un balón de cuero (o agarrarlo con la mano y no soltarlo, que de eso también hay), pero al común de los mortales les encanta. Fíjense si no la cantidad de juegos de pelota que se conocen en la Antigüedad.

Que se sepa, los primeros (como en casi todo) fueron los chinos. Ventajas de desarrollar pronto la escritura y tener la manía de reseñarlo casi todo. Hacia el siglo IV aC un tal Fu-Xi (un gobernante legendario, se dice de él que era mitad hombre y mitad serpiente) enseñó a los hombres a cazar y pescar, y aún encontró tiempo para inventar la escritura y ¡la pelota! Según se cuenta, esta primera pelota era bastante dura: estaba hecha con un relleno de raíces que formaban una masa esférica que se forraba con cuero crudo, Olvídense de patadas o cabezazos: con esta primera pelota sólo se podía jugar a pasarla de mano en mano. Tendrían que pasar dos siglos (ya en la dinastía Han) para que a algún iluminado se le ocurriese rellenar la pelota con plumas y pelo. Así nació el “ts’uh kúh”, que consistía en meter la pelota de un puntapié en una pequeña red (de 30 o 40 cm, no más) colgada entre dos cañas de bambú. No había portero… pero con el tamaño de la “portería” como que no hacía falta tampoco. Los rivales podían “atacar” al que llevaba la pelota para tratar de quitársela. Se podía golpear la pelota con los pies, pecho, espalda y hombros, pero no con la cabeza ¡y mucho menos con las manos! Lo más curioso del tema es que este juego está descrito en el texto como un excelente entrenamiento marcial para los soldados…

Se supone que desde China, y gracias a los persas, el juego de la pelota llegó hasta Grecia. No se me pasmen, que hasta Homero habla de él: los griegos lo llamaban “episkyros” o “esferomagia”, debido a que se jugaba con una “esfaira” (esfera, pelota) hecha de vejiga de buey.

De Grecia, cómo no, pasó a Roma, donde crearon el juego llamado “harpastum”, que ya se jugaba por equipos en un campo de juego rectangular, bien delimitado y separado por la mitad por una línea. El objetivo del juego era llevar la “pila” o “pilotta” (y de ahí viene nuestra “pelota”) al extremo del campo contrario. Pero se parecía bastante más al rugby o al fútbol americano que al fútbol tradicional, pues darle patadas al balón, aunque no estaba prohibido, era una táctica poco utilizada.

Los romanos llevaron el juego a Britannia, donde arraigó entre las clases populares (y no tan populares, se dice que el mismísimo Ricardo Corazón de León lo practicaba, lo que tampoco me extraña mucho). Un cronista llamado William FitzStephen tuvo a bien reseñar las reglas (o más bien, la falta de ellas) de este curioso entretenimiento, en el que prácticamente todo era válido menos llevar armas y el asesinato (no accidental) de un contrario. Debido a lo violento que podía llegar a ser, el rey Eduardo II de Inglaterra lo acabó prohibiendo en 1314 (aunque siguió jugándose más o menos de tapadillo, claro).

Hijos más o menos bastardos del harpastum romano se dieron también en Francia y en Italia. En el primero lo llamaban “le soule” y se practicaba en prados, landas y descampados en general. Resumiendo mucho, el juego consistía en coger la pelota (una vejiga de cerdo llena de heno, una pelota de tela o una bola de madera, tanto daba), lanzarla a la masa de jugadores, y que alguien la llevase hasta un hogar, chimenea u hoguera apagada, para untarla de cenizas (antes había habido que mojarla en un arroyo, estanque o similar, por cierto). Se podía jugar por equipos o todos contra todos, lo que lo hacía más caótico y divertido aún… También se prohibió el juego, por los “accidentes” que ocasionaba, llegándose a castigar con fuertes multas e incluso la excomunión. En Irlanda se practicaba una variante (si se puede llamar así) que consistía en tratar de atrapar un lechón untado en grasa. No me pregunten cómo acababa el pobre animal…

Por lo que respecta a Italia, se desarrolló una variante, el “calcio”, que se sigue jugando hoy en día (gracias al dictador Benito Mussolini, que lo promocionó como muestra de la “cultura italiana” a partir de 1930). A diferencia de sus hermanos británico y francés, el calcio está reglamentado desde 1580, cuando Giovanni Bardi presentó el primer juego de reglas: se juega con dos equipos de 27 jugadores cada uno, y gana el equipo que anota más puntos que el rival. Estos puntos se consiguen metiendo el balón en un agujero que está en cada extremo del campo, al modo de las porterías del fútbol. El campo en el que se juega tiene unas dimensiones similares a las del campo de fútbol reglamentario. Usando cualquier parte del cuerpo se debe meter el balón en el agujero del campo enemigo, y si se consigue se anotan 2 puntos para el bando propio. Pero si se falla se anota ½ punto para el equipo rival. Un partido dura 50 minutos, sin prórrogas, y está controlado por 8 árbitros. Actualmente se sigue practicando en Florencia, en una liguilla formada por cuatro equipos que representan cuatro zonas de la ciudad. Si están interesados en ir a Florencia (bellísima ciudad, por cierto) a ver un partido en primera fila, se juegan tres partidos cada año en la Piazza Santa Croce, en la tercera semana de junio. Las reglas del juego, actualmente, se han edulcorado. Están prohibidos los golpes a la entrepierna, por la espalda o las patadas a la cabeza. Pero siguen siendo perfectamente válidos dentro del juego los cabezazos, puñetazos, codazos y la estrangulación.

Aunque ilegal en las Islas Británicas, había una época del año en la que el fútbol estaba permitido (más que nada, porque se permitía todo), y era en los días previos a la Cuaresma. Por eso se practicó hasta la primera mitad del siglo XVIII el llamado “Fútbol de Carnaval”.

En líneas generales era una excusa para que los mozos del pueblo (o del barrio) fueran a descalabrar a los mozos del pueblo (o del barrio) de al lado. Divididos en dos bandos de un número “no determinado” de participantes (está reseñado que en una ocasión hubo más de 500 participantes), cada bando tenía su lugar de marca, normalmente ruedas de molino incrustadas en el centro de un muro de piedra. Habitualmente entre una y otra zonas de marcado había una distancia de unas tres millas (casi 5 kilómetros, para entendernos). El balón era, aposta, grande y pesado, para que fuera difícil de agarrar y llevar. No había un tiempo definido para que durara el partido. Hasta que un bando no marcase, y mientras quedasen jugadores en pie, la competición proseguía. Eso sí, como se estaba en Carnaval y todo eso, los participantes solían ir mejor o peor disfrazados (lo cual también servía para reconocerse entre sí).

Y así, finalmente, llegamos al siglo XIX, cuando empieza a practicarse en escuelas y universidades el llamado “dribbling-game” y empieza a reglamentarse el juego. El llamado “Primer Reglamento de Cambridge” está fechado en 1848, fundándose, en 1863, la “Football Association”, separándose definitivamente el fútbol del rugby.

Ya les dije que esta era la respuesta larga…

 

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‘Charlie y la fábrica de chocolate’: Los críos son lo peor

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Publicado en 1964, Charlie y la fábrica de chocolate es el tercer libro para niños escrito por uno de los grandes maestros del género, el británico Roald Dahl. En él se cuenta la historia de Charlie Bucket, un crío que vive rozando la indigencia junto a sus padres y cuatro abuelos, y cuyo único lujo es, muy de vez en cuando, poder comerse a trocitos muy pequeños una de las barras de chocolate que salen de la fábrica que Willy Wonka, el excéntrico genio del ramo, tiene justo en su misma ciudad. Un día se anuncia que Wonka va a permitir a cinco niños visitar su famosa factoría, y la búsqueda de las cinco entradas doradas ocultas en los envoltorios de sus dulces desata una fiebre mundial. Cuando aparezcan los cinco ganadores y entren en la fábrica, cada uno se revelará como lo que es.

La obra ha sido adaptada dos veces a la pantalla grande, una en 1971, con Gene Wilder como Wonka y otra en 2005 con Johnny Depp en el mismo papel y Tim Burton como director. Es una de las historias más reconocibles de su autor, y una de las que mejor muestra su típica mezcla de comedia, sátira, ternura cálida pero sin sentimentalismos y toques macabros rozando a veces lo cruel. En ella queda claro lo que piensa de muchas cosas, y a la vez que tiene elementos heredados claramente de su propia niñez, también se nota a menudo que está escrita con el ánimo ya un tanto refunfuñón de un hombre que va camino de los cincuenta.

[Aviso de destripes en todo el texto]

Como suele ocurrir con la gente nacida en torno a los mismos años que él (1916), hay partes de la vida de Roald Dahl que podrían dar para su propia película (que alguna hay) o serie de televisión. Nacido en Gales de inmigrantes noruegos (lo de “Roald” es, por supuesto, en homenaje al explorador Amundsen), en las escuelas galesas se reían de él por su acento escandinavo y en las inglesas por su acento galés. A los 23 años de edad, a pesar de su 1’98 de estatura, fue piloto de combate durante la Segunda Guerra Mundial, con al menos cinco aviones enemigos derribados, lo cual le otorgó oficialmente la categoría de “as de la aviación”, y pasó por Kenia, Tanzania, Iraq, Egipto, Grecia e Israel en el desempeño de sus cometidos bélicos. De los dieciséis aviadores de su promoción, trece murieron antes de acabar la guerra.

Su paso a la literatura fue gradual, tomando como base inicial sus propias experiencias vitales. Lo primero que publicó, en 1942, aún en plena contienda, animado por un encuentro con el novelista CS Forester, el creador de Horatio Hornblower, fue A Piece of Cake, una historia basada en sus aventuras de guerra, que apareció en el Saturday Evening Post con el más belicoso título de Shot Down Over Libya. Al año siguiente apareció su primer libro para niños, The Gremlins, usando como inspiración a esas pequeñas criaturas de leyenda que estropean los motores de la maquinaria de guerra y a las que se culpa de todo cuando no funcionan (no es, pues, algo que se inventaran Chris Columbus y Joe Dante en los 80). Tras iniciar un segundo estilo de novelas más adultas, más oscuras y con sorpresa final, no volvió a lo infantil hasta los 60, con James y el melocotón gigante, y luego el libro que nos ocupa hoy. En él se pueden apreciar varias de las características más habituales del autor: un abnegado protagonista infantil con difíciles circunstancias familiares (Charlie); otro personaje peculiar y diferente a quien muchos aborrecen y solo los elegidos comprenden (Willy Wonka, el genio chocolatero); y varios otros destinados a servir de estorbo, fuente de conflictos o escarmiento en cabeza ajena (los otros cuatro ganadores del premio y sus padres).

La historia es muy poco sutil con respecto a lo que se ensalza y lo que se critica: mientras que Charlie es el nieto ideal (formal, atento, sensible y nada quejica, incluso en medio de las estrecheces de su vida), los otros cuatro ganadores son auténticas caricaturas de ciertos vicios infantiles, animados o consentidos por sus padres: el primer ganador de la entrada es Augustus Gloop, un chaval obeso y obseso de los dulces, del que se dice que compraba tantos que lo raro habría sido que no encontrara uno de los premios. La segunda es Veruca Salt, mimada, consentida y caprichosa hasta el punto de que su padre, dueño de una fábrica de frutos secos, pone a todos sus trabajadores a abrir tabletas de chocolate en lugar de cacahuetes. La tercera es Violet Beauregarde, cuyo crimen es mascar chicle sin parar (el mismo chicle todo el rato, habiendo batido incluso un récord), y el cuarto es Mike Teavee, un crío obsesionado con la televisión (véase el aún menos sutil apellido). El paso del grupo por la extraña fábrica, con sus cascadas de chocolate, sus barcos de remo, sus trabajadores enanos Oompa-Loompas y sus increíbles nuevos dulces en pleno proceso de invención, puede verse como una mera excusa para que cada uno de estos cuatro vaya desapareciendo de la excursión debido a sus vicios: Augustus intenta beber de un río de chocolate, se cae a él y es absorbido por una tubería. Violet se pone a mascar sin permiso un prototipo aún sin refinar de un chicle que contiene el equivalente, en nutrición y sabor, a una comida de tres platos, y acaba convertida en un arándano gigante (o sea, de color violeta, como su nombre). Veruca se encapricha de las ardillas que Wonka usa para abrir nueces en la fábrica y al ir a atrapar a una de ellas cae por el conducto de la basura. Por último, Mike tampoco hace caso de las advertencias de Wonka cuando este les enseña un método de reparto revolucionario en fase de pruebas, consistente en enviar los productos vía satélite, como las imágenes de televisión. El obseso de Mike no puede evitar la tentación de intentar ser el primer ser humano retransmitido por la pequeña pantalla y acaba convertido en una miniatura del tamaño de una tele de los 60, y después estirado en una máquina para acabar extremadamente delgado y midiendo tres metros de alto. ¿Y Charlie? Pues Charlie gana el premio final y definitivo, consistente en heredar la fábrica entera, ya que Wonka se va a jubilar, con el espacio suficiente para poderse llevar allí a sus padres y abuelos. “Hay miles de hombres inteligentes que podrían hacerlo”, le dice, “pero no quiero adultos. Un adulto no me escuchará ni aprenderá. Intentará hacer las cosas a su manera, no a la mía. Así que tengo que tener a un niño”.

En definitiva, más que una historia o una novela, es más bien una fábula con todas las letras, de las de lección ética a cada paso y moraleja final, con recompensa para el vencedor y estrambote añadido en forma de verso/canción compuesto por los Oompah-Loompas para escarnio adicional de cada jodío crío que se va quedando por el camino. Se dice a menudo que los niños son bastante crueles de natural, que dados rienda suelta son más Señor de las moscas que Heidi, pero aquí más de un adulto se habrá sorprendido a sí mismo deseando su merecido a más de uno de los tiernos infantes que van desapareciendo. Ahí es donde, como se decía antes, se nota que la historia está escrita por un cuarentón que nunca creció con teles ni chicles ni caprichos ni comida de sobra, y que ya va siendo un poco cascarrabias con esta nueva generación que no sabe lo que es una buena guerra.

Aparte de todo esto, el libro es también una destilación de varias de las partes más duras y más dulces de la niñez del autor. Dulces literalmente, porque la famosa marca Cadbury, aún existente hoy, usaba a los alumnos del colegio al que iba Dahl para probar sus nuevos productos gratis (si hay un ejemplo más claro de uso de un detalle biográfico real como idea global para una posterior novela entera, me gustaría verlo). Y duras porque una hermana y el padre de Dahl murieron cuando el futuro escritor tenía tres años, pero la madre decidió quedarse en Gales porque el padre pensaba que los colegios británicos eran los mejores del mundo. A los ocho años él y su pandilla de cuatro amigos cometieron la travesura de meter un ratón muerto en un bote de caramelos en una tienda, y se llevó una azotaina, con bastón de caña y todo, por parte del director de su escuela, la Cathedral School de Llandaff. A los trece años empezó a ir al colegio en Inglaterra, en Derbyshire, a tiro de ferry, y allí se encontró un ambiente de novatadas, palizas y abusos de los alumnos mayores, que prácticamente usaban a los menores como sirvientes personales, y que dejaron en él una honda impresión, y un gran odio hacia la crueldad y los castigos corporales.

En 1971 Mel Stuart dirigió la primera de las dos adaptaciones cinematográficas. Dahl aparece en los créditos como guionista de la película, pero la verdad es que él no acabó el guion a tiempo y, contra sus deseos, dado el draconiano contrato que había firmado, se contrató a David Seltzer para terminarlo. Los cambios que este hizo, añadiendo números musicales con letras diferentes a las que Dahl había escrito para los Oompa-Loompas, citas literarias para aumentar la excentricidad de Wonka (Wilde, Coleridge, Shakespeare, etc) y cambiando el final, provocaron que el escritor repudiara el film al completo. Su actor favorito para encarnar a Wonka habría sido el surrealista cómico inglés Spike Milligan, que estaba dispuesto a hacerlo e incluso se afeitó su característica barba para hacer un casting. La segunda opción habría sido Peter Sellers, que llegó a suplicar hacer el papel, pero tampoco fue el elegido, e incluso se llegó a saber que todos y cada uno de los seis miembros de Monty Python también querían este rol.

A Dahl tampoco le gustó que se cambiara el título de la historia a Willy Wonka and the Chocolate Factory, ya que así se ponía más énfasis en este personaje que en el de Charlie, cuyo padre además desaparece de la historia sin comentario ninguno: no sabemos si ha muerto, si se ha divorciado, si está fuera por cualquier motivo… Simplemente, en la historia solo está la madre y esa famosa cama para los cuatro nonagenarios abuelos, colocados dos a los pies y dos a la cabeza. Sin embargo, a pesar de ser este el respetable punto de vista del autor, lo cierto es que Charlie, cuyo dickensiano patetismo nos lo hace simpático en la primera parte de la obra, desaparece hacia el fondo del escenario una vez que se presentan sobre él Wonka y los otros críos, así que es lógico que en cada nueva adaptación la noticia más importante sea quién va a hacer de Wonka y qué matices le va a añadir al personaje. Wilder tenía muy clara su escena de presentación: descrito en el libro como un personaje alegre y vivaracho, bajito, flaco, de pantalones verdes y casaca violeta, él entra en la película encorvado y cojeando hasta llegar a la verja de la fábrica… donde de repente da una voltereta, revelando que su cojera era una broma. ¿El objetivo de todo esto? Provocar en los espectadores, tanto los que hayan leído el libro como los que no, una sensación de inseguridad: con este Wonka nunca sabes si está hablando en serio o en broma, o si va a seguir lo que había en el libro o no. A esto contribuyen, como pasa en la novela, las fantásticas invenciones del empresario: ¿chicles que sustituyen a una comida entera? ¿Caramelos de chupar que no se acaban nunca? ¿Helados que jamás se derriten por mucho calor que haga? ¿Caramelos cuadrados que parecen redondos (square candies that look round)? No, son caramelos cuadrados que miran a su alrededor (square candies that look ‘round). En general, la actuación de Wilder hace parecer a Wonka como alguien que lleva demasiado tiempo en soledad, dedicado a un único y absorbente trabajo, lo que le ha dejado manías a modo de secuela como la de hablar para sí mismo más que para los demás. El toque sesentero de las luces psicodélicas en el túnel es quizá lo que mejor lo retrate, como dejando caer que el chocolate quizá no era lo único a lo que Wonka le daba.

Sin embargo, lo que peor le sentó a Dahl fue el truco final de Wonka. Durante la visita a la fábrica, en el libro Charlie es el único que siempre obedece las normas (básicamente, no tocar nada), pero en esta película cede a la tentación curiosa típica de un chaval de diez años y decide probar un nuevo refresco, aún también experimental, con burbujas tan potentes que pueden hacer flotar a una persona en el aire. A diferencia de los otros niños, que desaparecen de la fábrica debido a sus desobediencias y sus “accidentes”, Charlie y su abuelo logran revertir a tiempo los efectos del refresco a base simplemente de eructar hasta que el gas va saliendo de ellos y pueden volver a aterrizar. Todo esto ha ocurrido sin que Wonka ni los demás lo vean, pero al final del film Wonka le echa una bronca tremenda al abuelo y a Charlie, quitándoles el premio final por incumplimiento de contrato. Charlie, avergonzado, devuelve a Wonka un caramelo que había robado antes de la fábrica para pasárselo a un chocolatero de la competencia y así aliviar la indigencia de su familia (otra trama que el libro original no tiene), y es entonces cuando Wonka le dice que ha pasado la prueba y que ha ganado.

La película también provocó que Dahl accediera a hacer un cambio de cierta importancia en su libro: los Oompa-Loompas aparecían originalmente descritos como “pigmeos africanos”, y por mucho que se suponga que hayan sido rescatados por Wonka de una situación difícil en su país de origen, todo el tema suena demasiado a parodia de lo africano y de la esclavitud industrial hecha por un colono alto y blanco. Tras quejas de la influyente NAACP, Dahl cambió la descripción de estas criaturas a algo más parecido a unos hippies de piel blanca, sin mencionar en qué continente se supone que está su país de procedencia, Loompaland. Por cierto, que al principio Charlie también iba a ser un pobre niño negro, cosa que se cambió a sugerencia de su agente literario, debido simplemente al intento de buscar más lectores y mejores ventas. En la película aparecen interpretados por diez actores con enanismo, y con esa inconfundible piel naranja, cejas blancas y pelo verde.

La frustración de Dahl y sus sucesores con el resultado de esta película (que por otra parte tuvo un éxito moderado al principio, pero es considerada un clásico del cine infantil ahora) hizo que se tardara mucho en hacer otra versión, a la que su viuda, Felicity, solo accedió a cambio de control absoluto y decisión final sobre el director y los actores. La lista de posibles futuros Wonkas era impresionante e interminable: Nicolas Cage, Jim Carrey, Bill Murray, Brad Pitt, Will Smith, Robin Williams, Dustin Hoffman, incluso Robert De Niro o Marilyn Manson… y de nuevo, tres de los Monty Python. Cuando Tim Burton se hizo con el proyecto, sobre todo dado su éxito anterior con otro libro de Dahl, James y el melocotón gigante, era inevitable que Johnny Depp fuera el escogido, y el actor hace aquí otro de sus famosos cócteles inspirados en otros personajes: si para Jack Sparrow en Piratas del Caribe se fijó en el Rolling Stone Keith Richards, aquí el look se basó en el de de Anna Wintour, la editora de Vogue, y los manerismos de varios presentadores de concursos televisivos.

Al igual que hizo Francis Ford Coppola con Drácula, quejándose de la falta de fidelidad de las adaptaciones anteriores de ese libro para luego meter sus propias morcillas en su versión, Burton también promete fidelidad para luego inventarse cosas como un padre para Wonka y también un toqueteo al final de la historia. En Eduardo Manostijeras el tándem Burton-Depp ya habían explorado lo que hay detrás de un personaje incomprendido, rechazado y marginado por ser diferente, y aquí no se resiste la misma tentación, como se puede ver también en Big Fish: resulta que Wonka de pequeño tenía un padre dentista, interpretado por el gran Christopher Lee (cuya voz también narra la historia al principio y al final), que no solo le quitaba los dulces de Halloween a su hijo, sino que le había puesto uno de esos monstruosos aparatos dentales que dan la vuelta a toda la cabeza. Por esa razón, de mayor ahora tiene una dentadura tan recta, brillante y perfectamente alineada que precisamente por eso parece falsa. Obviamente, esto produjo en el joven Willy una obsesión con los dulces que acabaron llevándolo no solo a probarlos a escondidas sino a dedicar su genio a fabricarlos, y también le ocasionó la imposibilidad fisiológica de pronunciar la palabra “padres”, así como un rechazo instintivo de todo contacto físico (sus guantes más parecen de aséptico látex desechable que cómodos accesorios contra el frío).

Heredada de la versión anterior se mantiene la nueva nacionalidad de Augustus (alemán, ya que la primer película se rodó en Bavaria), y también el suspense añadido de que alguien encuentra el quinto envoltorio premiado antes que Charlie, pero pronto se descubre que este era falso: en la primera película el tramposo era paraguayo y en la segunda ruso. Los Oompa-Loompas aparecen encarnados por un solo actor de 1’32 de estatura, el anglo-indio Deep Roy, multiplicado por ordenador. Los demás niños son iguales en lo básico, con algún pequeño retoque: Violet no solo sigue mascando chicle, sino que hereda el carácter excesivamente ultracompetitivo de su madre, antigua campeona majorette (o “bastonera”, como dirían Les Luthiers), y Mike, en lugar de pasivo televidente, es un hiperactivo y arrogante adicto a los videojuegos y a las armas de fuego reales, además de experto hacker, capaz de encontrar uno de los tickets dorados comprando una sola tableta de chocolate, sabiendo que estaba premiada debido a sus “jaqueos”. Es más, ni siquiera le gusta el chocolate.

Y al final de la historia, Charlie también tiene que pasar una última prueba: Wonka le dice que si quiere heredar la fábrica tendrá que abandonar a su familia, ya que para hacerlo bien deberá dedicarle todo su tiempo, como hizo él al irse de casa de su padre. Charlie rechaza la oferta, se vuelve a casa, Wonka se deprime, su empresa decae, pide consejo a Charlie y este lo lleva a ver a su padre a su consulta, que solo lo reconoce por sus dientes. Wonka ve que su padre, por debajo de su rígido exterior, ha estado recopilando recortes de prensa sobre su hijo, y se reconcilian. Finalmente, como en el libro, la destartalada casa entera de los Bucket es trasladada al interior de la fábrica, que Charlie hereda como propietario.

En definitiva, el genio de Roald Dahl radica en este relato en que a pesar de lo evidente de las quejas de un adulto aguafiestas (¿qué niño se quejaría de los chicles, el chocolate, la tele o sus varios caprichos?) y de la abrumadora intención moralizante, aún así ha producido un clásico lleno de fantasía, humor, e incluso de la típica crueldad de golpetazos al estilo Tom y Jerry (que también han adaptado la novela en un largometraje animado) que sigue fascinando a niños de sucesivas generaciones.

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Lenta humedad, de Vicente Aleixandre

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Son muchos los versos de este Premio Nobel que podrían ser elegidos para esta sección. En esta ocasión el poema elegido es Lenta humedad, de Vicente Aleixandre.

Lenta humedad, de Vicente Aleixandre

Sombra feliz del cabello
que se arrastra cuando el sol va a ponerse,
como juncos abiertos, es ya tarde;
fría humedad lasciva, casi polvo.
Una ceniza delicada,
la secreta entraña del junco,
esa delicada sierpe sin veneno
cuya mirada verde no lastima.
Adiós. El sol ondea
sus casi rojos, sus casi verdes rayos,
su tristeza como frente nimbada,
hunde. Frío, humedad, tierra a los labios.

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10 frases de Ray Bradbury

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Fue uno de los padres de la literatura de ciencia ficción. Sus obras son inmortales y siguen acompañándonos. A continuación puedes leer 10 frases de Ray Bradbury

10 frases de Ray Bradbury

1 «El mejor científico está abierto a la experiencia, y ésta empieza con un romance, es decir, la idea de que todo es posible»

2 «No trato de describir el futuro. Trato de prevenirlo»

3 «Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro»

4 «No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe»

5 «Tienes que saber cómo aceptar el rechazo y cómo rechazar la aceptación»

6 «La locura es relativa. Depende de quién encierre a quién en la jaula»

7 «Escribe una historia corta cada semana. Es totalmente imposible escribir 52 malas historias seguidas»

8 «No necesito un reloj con alarma. Mis ideas me despiertan»

9 «Los buenos escritores tocan la vida a menudo. Lo mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas»

10 «Si escondes tu ignorancia, nadie te herirá y nunca aprenderás»

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El nadador, de John Cheever

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Una obra maestra. Uno de los mejores relatos de la literatura norteamericana de uno de sus mejores escritores. Este domingo de verano te invito a zambullirte en las piscinas de tus vecinos. A continuación puedes leer El nadador, de John Cheever.

El nadador, de John Cheever

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:

–Anoche bebí demasiado.

Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.

–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.

–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.

"Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina"

Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.

Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno–dos, uno–dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin traje de baño, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.

Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.

Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó atrás el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.

–Caramba, Neddy –dijo la señora Graham–, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa.

Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.

El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:

–¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría.

Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un camarero sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ese era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con su traje de baño, pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un buzón para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.

"Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblab"

Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad– se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?

Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.

La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.

 

Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas– expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas–, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.

Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.

El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:

–¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!

Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.

"Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño"

Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de su traje de baño.

La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.

–Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.

–Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.

–Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis kilómetros.

Dejó el traje de baño en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:

–Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.

–¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé de qué habla.

–Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…

–No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned–, y las niñas están allí.

–Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí… –su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad–. Gracias por permitirme nadar.

–Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.

Después del seto, se puso el traje de baño y se lo ajustó. Lo sintió suelto, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?

Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.

–Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste en casa de mamá?

–En realidad, no –dijo Ned–. Pero en efecto vi a tus padres –le pareció que la explicación bastaba–. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.

–Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.

¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?

–Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!

Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.

–Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro–. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.

Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.

–Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta– y también los intrusos.

Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.

–En mi carácter de intruso –preguntó cortésmente–, ¿puedo pedir una copa?

–Como guste –dijo ella–. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.

Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El camarero le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un camarero que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:

–Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. Y él se nos apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares…

Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.

"Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían"

La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual– era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que él quien dominaba, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?

–¿Qué deseas? –preguntó.

–Estoy nadando a través del condado.

–Santo Dios. ¿Jamás crecerás?

–¿Qué pasa?

–Si viniste a buscar dinero –dijo–, no te daré un centavo más.

–Podrías ofrecerme una bebida.

–Podría, pero no lo haré. No estoy sola.

–Bien, ya me voy.

Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal– en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.

Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del camarero o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.

El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

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Autor: John Cheever. Título: Cuentos. Editorial: Random House. Venta: Amazon

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La semana en Zenda, en 10 tuits

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Hoy deja de rodar el balón por unas semanas. En Zenda le hemos puesto el toque literario al Mundial con nuestro concurso de relatos #historiasdefútbol. Os invitamos a disfrutar de los próximos días de verano con un buen libro, en el mar, la playa, la montaña…

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Tarde de cine en Twitter con Arturo Pérez-Reverte (II)

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Bailar como Fred Astaire, besar como Cary Grant, cantar como Bing Crosby, sonreír como Gary Cooper, morir como Errol Flynn.

El cine sólo era de verdad cuando era mentira

-Pedro Armendáriz Jr.

Una tarde de junio de hace dos años tuvimos una intensa y cinéfila sesión de Twitter con Arturo Pérez-Reverte. Todo comenzó con John Wayne, porque don Arturo acababa de recomendar la película Centauros del desierto. Comentaba que Wayne no actuaba, sino que era él mismo en todo momento. Contagiados por su entusiasmo empezamos a recordar actores y las cualidades que más nos gustaban de ellos. Todos ellos tenían un denominador común: la elegancia, en todas sus versiones. Una forma de ser y estar, engrandecida por los papeles que desempañaban en escenas inmortales. Algunos actores encarnan esa cualidad —la elegancia— en una forma de mirar, otros en una forma de hablar, otros en una forma de cantar, de bailar, de besar…hasta de morir.

Esta es la segunda parte de aquella recopilación que hicimos entre todos los tuiteros del “Bar de Lola”:

Pocos actores…

ENLOQUECÍAN como…


Robert De Niro, en Taxi Driver (Martin Scorsese), 1976

Para leer

Todas las películas de Robert De Niro. Douglas Brodde. Barcelona: RBA, 1194

¿Me estás hablando a mí?

LEVANTABAN LA CEJA como…. 

 

Sean Connery en Agente 007 contra del dr. No (Terence Young), 1962

Para leer

Sean Connery. A. Pérez Agustí. Createspace Independent Publishing Platform, 2013.

Los dos ceros que lleva en su número significan licencia para matar, no para morir 

LLORABAN como…

Jack Lemmon, en Días de vino y rosas (Blake Edwards) 1962

Para leer

Jack Lemmon nunca cenó aquí. Diego Galán. Barcelona, Plaza & Janés, 2001.

Recoged las rosas mientras podáis, largos son los días de vino y rosas, de un nebuloso sueño, surge nuestro sendero. Y se pierde en otro sueño. 

MANEJABAN UNA ESCOPETA como…


Dean Martin en Río Bravo (Howard Hawks), 1959
Para leer

Rat Pack. Viviendo a su manera. Javier Márquez Sánchez.  Madrid: Dietario, 1997

-Es una jactancia pensar que uno es un ser especial. ¿Crees que has inventado las borracheras?
-No, pero podría patentar las mías.
 

MIRABAN como….

Gregory Peck en El mundo en sus manos (Raoul Walsh), 1952

Para leer

Gregory Peck: el gran liberal de Hollywood. Silvia García Jerez. Cacitel, 2003

Un trato es un trato.

James Stewart, El hombre que mató a Liberty Valance, 1962

No tengo aquí mejor frase que la que dijo el propio Arturo sobre Stewart: Mirada de turbia y peligrosa honradez

Henry Fonda en Pasión de los fuertes (John Ford), 1946

Para leer

Henry Fonda, el héroe infeliz. José de Diego. Madrid: T & B, 2005.

Cuando se saca el revólver, hay que matar.

MORÍAN como….

Burt Lancaster en El gatopardo (Luchino Visconti), 1963

Para leer

El gatopardo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Madrid: Alianza, 2007

Burt Lancaster. Genios de la pantalla. Yolanda Peláez. Madrid: Libsa, 1995

Es necesario que todo cambie para que todo siga igual.

Errol Flynn, en La batalla de Little Bighorn (Raoul Walsh), 1941

Para leer

Errol Flynn. Aventuras de un vividor. Errol Flynn, Madrid: T&B, 2011.

Recurro de nuevo al maestro Reverte “morir en Little Big Horn rodeado de los cadáveres del 7º de caballería, sable en mano, de pie y viéndola venir 

PELEAN y PELEABAN como…

Russell Crowe en Gladiator (Ridley Scott), 2000

Para leer

Russell Crowe: The Unauthorized Biography. James L Dickerson, James L. Dickerson. CreateSpace Independent Publishing Platform, 2003

¡¿Os habéis divertido?! ¡¿No habéis venido a eso?!!

Eric Bana contra Brad Pitt, o al revés, en Troya (Wolfgang Petersen), 2004

Para leer

Brad Pitt. A. Pérez Agustí. Createspace Independent Publishing Platform, 2011.

No hay nada Glorioso en matar a un hombre

Stewart Granger y Mel Ferrer en Scaramouche (George Sidney), 1952

Para leer

Scaramouche. Rafael Sabatini. Barcelona: Random House, 2007. 

Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco.

PERDÍAN como…


Joel Cairo en El halcón maltés (John Huston), 1941

Para leer

El halcon maltés. Dashiell Hammett. Madrid: Alianza editorial, 2004

Desconfío de los hombres casados.

SONREÍAN como….

Jack Nicholson en Chinatown (Roman Polanski), 1974

Para leer

El amigo De Jack Nicholson. J.M. Amilibia. Galicia: Ezaro, 2005. 

-¿Te duele?

-Solo cuando respiro

Bruce Willis en La jungla de cristal (John McTiernan), 1988

Para leer

Bruce Willis. José María Areste. Barcelona: Royal Books, 1995.

¡Yipi – kai – yei, hijo de puta!

SURFEABAN como… 

Robert Duvall en Apocalypse now (Francis Ford Coppola), 1979

Para leer

El libro de Apocalypse now: la historia de una película mítica. Peter Cowie. Barcelona: Paidós, 2001.

¡Charlie no hace surf!

TENÍAN ESTILO HASTA PARA COMERSE 50 HUEVOS como…

 

Paul Newman en La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg), 1967

Para leer

Paul Newman: la biografía. Shawn Levy. Barcelona: Lumen, 2009

Lo que tenemos es un fallo de comunicación

TOCABAN LA TROMPETA como…

Montgomery Clift, en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann), 1953

Para leer

Montgomery Clift. Patricia BosworthJorge Bertevoro. Madrid, T&B, 2013. 

Nunca en mi vida me había sentido infeliz hasta que me enamoré de ti

ERAN VALIENTES como…


Alec Guinness en Ocho sentencias de muerte (Robert Hamer), 1949

Para leer

Alec Guinness. Memorias.  Alec Guinness. Madrid: Torres De Papel, 2015. 

Los buenos corazones son más que las coronas, Y la fe sencilla más que la sangre Normanda 

VESTÍAN como…

Michael Caine en Zulú (Cy Endfield), 1964 Para leer

Michael Caine: Actuando para el cine. Michael Caine. Madrid: Plot Ediciones, S.L, 2006.

Hoy hace un buen día para morir 

El caballero William Powell. La foto podría pertenecer (no he podido confirmarlo) a alguna escena de las seis películas de la serie El hombre delgado, de W. S. Van Dyke, estrenada entre 1934 y 1947.

Para leer

The Complete Films of William Powell.  Lawrence J. Quirk. EUA: Citadel Press, 1986.

No hay nada en mi vida de lo que me avergüence

Y bueno, ya ven. Una lista interminable que se puede ir ampliando hasta el infinito y más allá. Yo personalmente me quedo con Gregory Peck y Russell Crowe, pero para otros el “menda” es este tipo, John Hamm, como Don Draper en la serie Mad Men:

Don Arturo se retiró tras dos horas largas, agradeciendo la estupenda tertulia que acabábamos de compartir. Seguían llegando cientos de tuits, y ahí siguen todavía. Ninguno tiene desperdicio, les recomiendo que los lean y que eso les lleve a querer saber ver más cine y a leer sobre estos hombres que no perdían un ápice de carisma, tanto si pierden como si ganan.

Al cabo de poco, regresó para hacernos una última recomendación, y cito textual: Vuelvo sólo un minuto, porque hay una que no se puede pasar por alto: que te den de hostias como a Rock Hudson en Gigante. Reclic.

Para leer

Rock Hudson. Su Historia. Rock Hudson. Madrid: T&B, 2014.

Bick, debiste haber matado antes a este tipo. Ahora es demasiado rico.

Y nos prometió que otro domingo dedicaríamos la tertulia a las mujeres.

Cumplió su promesa.

Y también fue formidable.

  

 

THE END

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Joël Dicker: “Al escribir esta novela me di cuenta, por primera vez, de que era un autor”

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Sus 28 se notaban. Eran prácticamente escandalosos. Por algo The New York Times se refirió a él como el “irritante niño prodigio literario”. Joël Dicker cumple años y adquiere oficio, por aquello de que el tiempo también escribe, una máxima que se cumple incluso en el caso de alguien que ya intentaba llevarle la contraria a esa ley. Dicker no llegaba aún a los treinta cuando publicó La verdad sobre el caso Harry Quebert, un thriller que lo catapultó como fenómeno súper ventas y escritor revelación. La crítica lo ensalzó, los editores se lo disputaban y la prensa llegó a compararlo con el mismísimo Nabokov. Ahora, a sus 33, regresa con La desaparición de Stephanie Mailer, un libro con el que Alfaguara pretende repetir en el podio de la novela del verano.

Abogado convertido en novelista; el segundo de cuatro hermanos; un chico culto y educado, criado por una librera y un profesor de francés. Esa es, a brochazos, la biografía de Joël Dicker. Buen currículum, buena planta y prosa aventajada. Con 19 años, se marchó a París para estudiar arte dramático. No era lo suyo y lo supo enseguida. “En ese momento, me di cuenta de que si era capaz de comprometerme para algo, sería para escribir”. Al mismo tiempo que estudiaba derecho en Ginebra, Dicker se dedicó a la escritura. Su primer relato, El tigre, fue reconocido en un concurso literario, a regañadientes. Cuando abrieron la plica, los miembros del jurado se dieron cuenta de que ese tal Dicker era demasiado joven para escribir con tanta destreza. Como no encontraron pruebas de que fuese un plagio, lo publicaron. Así lo cuenta él.

"La desaparición de Stephanie Mailer comprueba y confirma esa mayoría de edad plena de Dicker"

En 2009, con 25 años, ya había escrito Los últimos días de nuestros padres. “Me tomó dos años encontrar quien la publicara. Desde ese momento hasta 2012 escribí La verdad sobre el caso Harry Quebert. Mi editor quiso publicarlas casi a la vez.  A mí no me parecía lógico sacarlas con una diferencia de seis meses. Mi editor me dijo: “Créeme, va a funcionar”. Y funcionó. El libro fue traducido a 33 idiomas y acaparó la atención de más de cinco millones de lectores. En enero de 2018, casi diez años después del debut de Dicker, su editor Bernard Fallois falleció. Y aunque Dicker lo recuerda en la primera página de esta nueva novela con una frase que revela una sensación profunda de amor y orfandad, la verdad es que hacía rato que había pasado de escritor revelación a autor adulto. Podía ya cruzar solo la calle de su propia obra sin necesidad de la mano de un editor.

La desaparición de Stephanie Mailer comprueba y confirma esa mayoría de edad literaria de Dicker. En sus páginas retoma algunos elementos que ya se manifestaban en la estructura de La verdad sobre el caso Harry Quebert: una intriga que avanza entre el pasado y el futuro; un asesinato irresuelto en un pueblo de Estados Unidos —escenario por el que siente predilección— y una compleja red de personajes con los que el escritor reflexiona sobre un tema que lo obsesiona: la identidad y la relación entre los seres humanos.

Todas y cada una de sus historias, y ésta todavía más, intentan dilucidar el lugar que ocupan las personas en el mundo, sea el suyo o el de otros: las relaciones que tejen, sus afectos, competencias y obsesiones; quiénes son realmente o quiénes pueden llegar a ser. Esta vez, claro, Dicker lima algunas torpezas, alisa lo que antes podía tener un acabado más irregular y prueba sus destrezas en una historia con más de 30 personajes. En esta novela, remata las hilachas que había dejado sueltas en sus primeras historias. Se muestra plenamente dueño de ese thriller culto que desde hace ya unos años lo distingue.

"A Joël Dicker lo distingue todavía su buen humor natural, una especie de luminosidad y frescura"

En La desaparición de Stephanie Mailer todo comienza diez años después, concretamente en la ceremonia de despedida que ofrece el cuerpo de policía en honor a Jesse Rosenberg, un agente infalible y de intachable hoja de servicios que opta por jubilarse, acaso demasiado pronto. La aparición de un personaje ese día  lo cambiará todo. La periodista Stephanie Mailer se presenta para hacerle saber a Rosenberg que se ha equivocado, que aquel asesinato del alcalde de Orphea, su familia y una mujer en el verano de 1994 que él dio por cerrado permanece impune. Tanto él como Derek Scott, su compañero en el departamento de policía de Nueva York, se equivocaron de asesino a pesar de que la prueba estaba delante de sus ojos, y ella afirma que posee información clave. Días después, Stephanie desaparece.

A partir de ese hecho se despliega una sucesión de acciones y personajes como la agente de policía Ana, a quien Dicker construye como lo hacen los escritores con madurez: es empática, verosímil y posee tanta perspectiva como profundidad. Es la mejor prueba de que el suizo ha crecido como novelista. A Joël Dicker lo distingue todavía su buen humor natural, una especie de luminosidad y frescura. Algo siempre tornasola en él, o al menos esa es la sensación que conserva quien lo ha entrevistado en otras ocasiones. Pero si antes su sonrisa reflejaba la luz de aquello que no está completamente formado, la de hoy devuelve la imagen compacta de quien ha salido de la crisálida. Y es justamente sobre ese proceso, la evolución de su vocación literaria y la madurez de su voz narrativa, de lo que habla Joël Dicker en esta entrevista. 

Usted ya casi es español, viene muy a menudo.

Sí, excepto por el idioma y la hora de cenar puedo decir que soy casi español.

Vamos al asunto: su novela. Hay 30 personajes en este libro. El decisivo, Stephanie, apenas lo vemos. Ha jugado bien sus cartas, ¿no?

Ella desaparece muy rápido, pero es la única persona por la que pasan todas las historias, la que propicia que todo ocurra. Sin ella no habría en absoluto historia.

"El momento de mayor claridad que tuve con respecto a Stephanie ocurrió al momento de decidir el título, que fue ya al final"

¿Era su carta bajo la manga? ¿Fue consciente o sobrevino?

Es una pregunta con truco, porque si digo que no lo fue estaría mintiendo, y si te digo que sí, también. Ella es el agujero negro que atrae y engulle todo. El momento de mayor claridad que tuve con respecto a Stephanie ocurrió al momento de decidir el título, que fue ya al final. Ahí comprendí que la historia debía tener todo el peso en su figura, aunque apenas sepamos de ella.

La teoría de los seis grados de separación, que siempre ronda sus novelas, reaparece en ésta. A ver, cuénteme.

Sí, estoy muy interesado en esa teoría de un mundo pequeño que hace que todos estemos relacionados por una cadena de seis personas. Ahora con Facebook se reduce a cuatro. Pero bueno, el asunto es que no estamos tan lejos los unos de los otros. En un mundo muy complejo, plagado de diferencias, de odios, de enfrentamientos, de segregación, de temas políticos que nos confrontan a unos contra otros, estamos muy cerca. Eso es algo que me interesa mucho. Primero, como un elemento filosófico: sobre todo lo que tenemos en común y todavía más sobre lo que nos separa, que si tú eres pro Trump o anti Trump, que si pensamos esto o lo otro, cuando en realidad estamos tan próximos. Y lo segundo, me interesa desde el punto de vista narrativo. Quería reflejar cómo incluso no conociéndonos de nada, ignorando incluso los motivos, estamos relacionados.

Me lo pone en bandeja. Ana, esta policía entre torpe y sagaz. Fue el primer personaje en aparecer en su esquema, ¿verdad? ¿Incluso antes que Stephanie?

Sí. Me has pillado. Si Stephanie es el agujero negro que atrae todo, Ana es quien permite introducir cambios y precipitar hechos. Ella es la que dará pistas, la que comenzará a verlo todo claro. Es la más lúcida. Hay un rasgo adicional: es una buena persona, alguien que debe siempre esforzarse el doble. Sus compañeros de trabajo no la toman en serio, por ser mujer. Tiene que pelear más y mejor que los demás para abrirse paso.

Como ya ocurrió en sus dos novelas anteriores, en ésta reaparece la idea de que nunca llegaremos a conocer a nadie del todo.

Es que es así. Ni siquiera el tiempo de una vida entera es suficiente para llegar a saber quiénes somos nosotros mismos. Podemos aprender y aceptar quiénes somos, pero nunca llegaremos a saber exactamente quiénes somos. Si eso nos ocurre con nosotros mismos, imagínate cómo es con el resto de las personas: amigos que conoces desde hace años, parejas, hermanos, padres e hijos… ¿Sabemos lo que quieren? ¿Lo que sueñan? ¿Aquello a lo que más temen? ¿Si son  felices? ¿Cómo se ve en veinte años? Es el tipo de pregunta que no tiene una respuesta definitiva, ni siquiera para nosotros mismos.

"Todos los personajes de este libro tienen esa necesidad de reparar lo que no hicieron, y conseguirlo es la única manera de continuar viviendo"

La idea de corregir y enmendar un error está muy presente. ¿Por qué?

Creo que todo el mundo tiene algo roto o equivocado, algo que no hizo. Todos los personajes de este libro tienen esa necesidad de reparar lo que no hicieron, y conseguirlo es la única manera de continuar viviendo. Lo que sea que hiciste o no hiciste, tienes que aceptarlo y vivir con eso. Uno de los temas del libro es ése. Es aquello que comparten entre sí la mayoría de los seres humanos: la necesidad de reparar algo que ocurrió en el pasado. Además, eso se va a expresar a lo largo de la investigación.

Investigar es una forma de escribir. ¿De qué forma el escritor de hoy piensa y crea a través del investigador? ¿El thriller sirve para “pensar” la propia escritura?

Me gusta la investigación no en el sentido policiaco, sino en el sentido de descubrir o perseguir cosas que permanecían ocultas. Todos somos investigadores. Todos queremos saber o verificar las partes que faltan en una historia. Utilizar eso en una novela es la forma más divertida y placentera de evadirse. Más que la historia en sí misma, o de los personajes o de la reparación, llegar a conocer qué pasó es una forma de evasión. Pensar constantemente en cómo se desarrolla la investigación y sus destalles o giros te permiten escapar mentalmente. Te convierte en parte de la historia. Tanto el escritor como el lector participamos activamente de ese proceso de huida. Eso es algo que disfruto muchísimo como autor.

En este libro usted ha evolucionado y adquirido una serie de destrezas con respecto a sus entregas anteriores: el uso de la información para mantener la intriga y el ritmo, por ejemplo. ¿Se sintió más seguro escribiéndola?

Es un libro que escribí para mí. Me lo planteé como un reto: era una historia larga, complicada, con muchos personajes con trayectorias totalmente distintas.  Escribiéndola pensé y entendí, por primera vez, que me había convertido en un autor. Eso es algo nunca se nos revela o sabemos del todo. Alguien puede ser doctor, pintor, periodista y saber que es cada una de esas cosas, porque las hace y las ha estudiado. Pero, ¿convertirse en autor? ¿Quién o qué te garantiza que lo eres? Nada más que tú mismo, tratando de juntar las piezas de cómo este asunto funciona. Por ese libro ha sido tan importante para mí.

¿Cuál es la relación que guarda con este libro, anímicamente? ¿Cómo atestigua el cambio de sus ideas de lo que la novela ha de ser? Usted siempre se ha definido como un autor en proceso, incluso que sigue sintiéndose un autor joven o inexperto.

Sigo pensando que el placer, el disfrute al escribir, sigue siendo la idea principal de lo que un libro o una novela suponen, más allá de la complejidad. Es como los deportes. Tendrás que esforzarte mucho, pero tendrá su recompensa. El placer que te produce te dará la energía para avanzar en los siguientes niveles. El primer día que comienzas a correr te calzas las zapatillas y sales. Quizá sólo aguantas quince minutos, pero una vez que lo has hecho, al día siguiente te planteas hacer uno o dos minutos más. La semana siguiente habrás hecho treinta minutos y estarás feliz, porque funciona. Requiere esfuerzo, pero es placentero. Para mí ocurre lo mismo al escribir. Porque a priori nunca sabes si va a funcionar. Cuando ya has tenido éxito, tu incertidumbre es mayor. La gente puede querer leer el mismo libro que ya le gustó, pero yo como autor no quiero escribir lo mismo una y otra vez. Quieres probar, arriesgar, hacer cosas diferentes. Yo podría haber escrito un libro igual a los anteriores, sin la mitad de los personajes. Pude haberlo dividido en dos, publicar uno un año y otro el siguiente y decir “ya está”. Pero no se trata de eso. Para mí era importante ver si era capaz de escribir una historia más compleja y comprobar si era capaz. Si este libro consigue eso, los verdaderos resultados los veré en el siguiente.

"La desaparición de Stephanie no es lo importante. Lo verdaderamente importante es saber el porqué"

En todos sus libros lo importante no es qué ocurre sino por qué ocurre

En efecto, la desaparición de Stephanie no es lo importante. Lo verdaderamente importante es saber el porqué. Si yo derramo este vaso de agua y cae sobre la mesa, te levantarás al baño para secarte. Eso es un hecho. Pero si yo intencionadamente derramo el agua, el hecho sigue siendo el mismo. Una vez que te levantes, yo cogeré tu teléfono y revisaré algo en tu teléfono. Entonces ahí sí que es interesante ese hecho.

A veces da la sensación de que prefiere ambientar sus libros en EEUU porque no quiere escribir sobre Ginebra. ¿Huye de las referencias propias o de la tentación de hacer auto ficción?

Parte de la razón se debe al hecho de que no soy lo suficientemente bueno todavía como para hacer ficción pura en la ciudad en la que vivo. Una de las muchas debilidades que tengo como autor es el hecho de que no sería capaz de tener la distancia necesaria que se necesita. Mi mayor reto es ser capaz de escribir ficción en Ginebra.

Usó un ejemplo sobre correr. ¿Qué tan lejos ha llegado este libro en su propia maratón literaria?

Diría que está en la media maratón. No más de eso. Es un poco más que el promedio, la gente puede correr 10 o 15 kilómetros, 20 es algo más, aunque todavía está lejos de los 40 de la maratón.

La entrada Joël Dicker: “Al escribir esta novela me di cuenta, por primera vez, de que era un autor” aparece primero en Zenda.

Ganador y finalista del concurso de historias de fútbol

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Termina el Mundial de Fútbol de Rusia, y concluye también nuestro concurso de #historiasdefútbol. Eduardo de los Santos, con el relato Japón-Colombia, es el ganador del concurso de historias de fútbol organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola. Y Carlos Zumer, con Lo más importante, ha quedado finalista del certamen. El jurado ha estado formado por los escritores Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Juan Gómez-Jurado, Paula Izquierdo, Alberto Olmos y César Pérez Gellida, y la agente literaria Palmira Márquez. En este concurso, dotado con 3.000 euros en premios, han participado más de 400 autores.

Para participar había que enviar historias de fútbol entre el 14 de junio y el domingo 8 de julio. El ganador recibirá 2.000 euros. Y el finalista, 1.000 euros.

Reproducimos las historias premiadas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.

GANADOR

Japón – Colombia
Eduardo de los Santos

Cuando te fuiste, Colombia perdía contra Japón por uno a cero. No recuerdo el instante en que saliste por la puerta, ni si dijiste algo o no, ya sabes cómo soy yo con el fútbol. No me enteré. Pero sé que fue mientras Colombia aún perdía contra Japón, después del córner de Cuadrado que casi les da el empate, después de que me bebiera el alijo de guaro que escondías en la lavadora para las ocasiones especiales. Ese partido lo vi solo, a pesar de que eran tus selecciones y, joder, Alejandra, ya es raro encontrar una colombiana de ascendencia japonesa, pero más raro todavía es que a Colombia le toque contra Japón en octavos. No sé qué le picaría a tu abuelo para pasar la frontera, todos los japoneses se quedaban en Perú, te lo dije muchas veces, pero quién soy yo para cuestionar nada, ¿verdad? Si el hombre se metió en Colombia, pues por algo sería. El asunto es que aquella era una ocasión especial y por eso me acabé el aguardiente, no pensé que fuera para tanto, ni que te fuera a servir de excusa para irte así.

Y ya sabía que querías marcharte desde hacía mucho, desde que se nos fue la niña. Me seguías culpando de aquello, y no te culpo por culparme, no me malinterpretes, Ale, ahora lo entiendo; solo intento decir que te lo llevaba viendo en la cara desde hacía tiempo, que te querías ir y no sabías cómo y esa tarde viste la oportunidad cuando yo me bajé tu guaro y me quedé pendiente por ti, sí, por ti, del Japón-Colombia. El gol que no metió Cuadrado me lo metiste tú a mí cuando te fuiste de esa manera. Y Dios sabe que me lo merecía por no estar cuando lo de la niña, pero cómo dolió.

Cómo dolió y cómo duele. Porque supongo que no, que no dijiste nada. Te limitarías a mirarme desde el umbral de la puerta con la barbilla alta, con esa mirada insoportable de samurái lastimero que ponías cuando me sentaba en el sofá después de pasarme el maldito día conduciendo, como si lo hiciera por vago, juzgándome. Lléveme a Barajas, lléveme a Atocha, venga a buscarme a Gran Vía, déjeme en esta esquina mejor, recójame en la otra acera, el día a día del que no te hablaba igual que no te hablaba de la vergüenza que pasaba cada vez que alguien me reconocía en el taxi. Espera, ¿tú no eres el que jugaba en el Atleti? A veces les costaba mucho encontrar al delantero detrás del sobrepeso y la miopía. Nunca te conté esas cosas porque no merecía la pena echártelas encima, Ale. Porque bastante teníamos con lo de la niña. Y por eso empecé a beber, no por joderte, sino porque así era más fácil lidiar con lo que pasaba.

Pero esa tarde no me preguntaste. Me pusiste la maldita mirada esa de samurái tocapelotas que te gustaba ponerme, llenita de tus ancestros, y te largaste en mitad del encuentro de tus selecciones, me convertiste en el único payaso del barrio que estaba viendo esa mierda de partido, el Japón-Colombia de octavos que me costó nuestra relación. Si no hubiera estado viendo el fútbol te hubiera podido detener, no te hubiera dejado salir de casa así como así y ahora seguiríamos juntos, aquí, felices, que éramos muy felices aun con nuestras cosas, digas lo que digas, yo sé que lo éramos y eso es suficiente.

Pero ya ha llovido mucho.

Ahora voy a dejar por fin la casa. Van a echarla abajo, ¿sabes? Van a derruirla conmigo dentro, como lo oyes, y ya es tarde para arrepentimientos. Desde el Colombia-Japón, desde que te fuiste, no me he levantado de aquí. Te esperaba. Colombia perdía por uno a cero. Dejaste la luz del garaje encendida, como dice la canción, y la nevera abierta. Se calentó todo, se derritieron los helados, se pudrió la carne. Toda la bebida se echó a perder. Y yo no apagué la luz, no cerré la nevera. Te esperé aquí sentado viendo todos los partidos que siguieron a ese, los cuartos de final, las semifinales, la final, Wimbledon entero y luego el golf, el béisbol, el fútbol americano, la liga y la Champions y las ligas y Champions de los años siguientes; me vi hasta las putas competiciones de billar que echan en Eurosports a las tres de la mañana esperándote, Ale. Esperándote siempre. Es verdad que me merecía todo esto y más por lo de la niña, pero tú te largaste y fue peor, jugaste sucio y nadie te pitó falta, ya ves qué injusticia.

Que Dios te perdone. Hoy van a destruir todo lo que construimos juntos en esta casa, y solo quería que lo supieras: que van a destruirlo todo y que al final Colombia ganó a Japón y yo ni siquiera lo pude celebrar con una cerveza fría.

*** 

FINALISTA

Lo más importante
Carlos Zúmer Pérez

El árbitro, junto al saque de centro, con todo dispuesto salvo lo más importante, no quiso quitarle gravedad al asunto:

– No tenemos balón.

Le explicó a los delegados de campo de los equipos que, por alguna razón, la bolsa que había entrado al estadio llena de pelotas estaba ahora completamente vacía.

– Alguna tendrán ustedes aquí.

La búsqueda exhaustiva (vestuarios, sala de material, taquillas, público, gradas) fue prácticamente estéril.

– Lo más parecido que hemos encontrado es con qué inflarlas.

Se dispusieron dos excursiones de urgencia mientras los jugadores se morían de la risa. La primera llegó, violando el límite de velocidad permitido, hasta el campo de entrenamiento del equipo local. Los utilleros volvieron al coche con cara de haber visto un fantasma.

– Está todo menos los balones. No hay ni uno.

La segunda excursión alunizó en la tienda oficial del club, en la acera de enfrente del estadio. El gerente les recibió lívido señalando las peanas vacías donde siempre estaban las pelotas a la venta. Tampoco en el almacén había nada.

Cuando la razón de la demora del inicio del partido llegó hasta los periodistas y las radios chisporrotearon de puro placer, todos los oyentes, la gente en su casa, hizo lo mismo, por instinto natural. Y comprobaron que ellos tampoco tenían nada.

Se ofrecieron, en su lugar, balones de fútbol sala, rugby e incluso pelotas de playa. Nada de eso servía para la práctica del fútbol profesional, como sabía todo el mundo. Los balones medicinales tampoco aliviaron la situación.

El partido se suspendió y la Liga de Fútbol Profesional se reunió de urgencia en su sede de la calle Torrelaguna. La primera idea fue rechazada de plano:

– Los fabricamos en masa y ya está.

– Esto no puede quedar así. La FIFA exige una investigación urgente. Revisen las cámaras del estadio, minuto a minuto.

– Creo que usted no ha entendido todavía la dimensión del problema.

Porque el problema era mundial y eso apenas tardó en saberse lo que se tarda en apilar un hashtag. Los balones de fútbol habían desparecido en todas partes y el asunto superó con mucho a los organismos del balompié. El fútbol, sencillamente, estaba demasiado globalizado, se dijeron entre codazos y suspiros nerviosos, y la política temió un pánico masivo que derrumbara la cosa bursátil y, sobre todo, los hábitos de la gente.

– Es más difícil explicar esto que la llegada de aquel platillo volante.

Y esa fue la primera línea de investigación del G20 reunido también de urgencia. ¿Podía estar el extraterrestre gastándoles algún tipo de broma pesada?

– Su comportamiento es ejemplar en los últimos seis meses. Y su actividad cerebral está convenientemente controlada.

La segunda línea de investigación se confió a los mayores expertos en objetos redondos del planeta. Estos, con ayuda de geógrafos y físicos cuánticos, concluyeron que no había anomalía alguna en todo lo esférico que pudieron encontrar y recordar, incluida la propia Tierra que los contenía.

– Estamos dando vueltas en círculos.

La queja, pronunciada por la presidenta Ivanka Trump cuando ya habían transcurrido 43 días desde la desaparición, espoleó a las autoridades a buscar soluciones alternativas. Alguien tuvo entonces una idea brillante:

– No hemos preguntado a la gente del fútbol.

Las mentes más preclaras y los individuos más excelentes de este deporte fueron llamadas a consulta. Las estrellas se encogieron de hombros. Los entrenadores negaron con la mirada perdida. Los mejores analistas y tácticos del juego realizaron largas disertaciones que acabaron en ninguna parte. Finalmente, abajo del todo de la lista, los encargados del material fueron convocados en un discreto despacho. El más viejo de todos, muy veterano, aficionado a la holística y a los sellos, dijo tranquilamente:

– Alguna tripa se ha roto en alguna parte.

Tardaron tres horas y cierta tecnología psicolingüística en extraer de su poderosa mente una explicación inteligible de lo que quería decir:

– La primera opción es que un suceso aleatorio, sin relación alguna con el fútbol y en cualquier parte del mundo, haya provocado un desgarro. Puede ser la enfermedad de una persona, la pérdida de un anillo de boda o una bombilla que se funde y que nadie sustituye. La segunda opción es que haya ocurrido algún pequeño suceso futbolístico de resultado traumático para el conjunto. Eso es lo que ustedes tienen que encontrar.

Se gastaron ingentes cantidades de dinero en buscarlo, porque cada nuevo balón que era fabricado también terminaba engullido por la nada más tarde o más temprano. Por todo el mundo se repararon porterías, se pintaron mejor las rayas de campo, se abrillantaron trofeos, se mejoraron estadios, se restañaron amistades rotas por el fútbol y parejas peleadas por el mismo.

Finalmente, dos años y cuatro meses después de la primera desaparición, cuando el mundo empezaba a acostumbrarse a vivir sin fútbol y los equipos de búsqueda habían viajado miles de kilómetros desatando nudos, las autoridades encontraron un problema terrible, horroroso, muy triste, en la persona de un niño que había renegado del Betis y se había hecho del Sevilla.

– Tiene que ser esto, tiene que ser esto.

Los padres, que habían tirado la toalla hacía muchos meses, explicaron que antes el chaval no se perdía un partido del Betis, ni un entrenamiento siquiera, pero que aquella goleada en aquel derbi le hizo cambiar para que no se rieran más de él en el recreo. Las fechas, comprobaron, encajaban al milímetro.

El presidente del gobierno la explicó la situación al niño en el salón de su casa. Todo el Real Betis Balompié acudió a darle cariño, se le hicieron regalos y se le nombró abonado vitalicio del club. El chaval, entre lágrimas, cedió a los veinte minutos.

– Yo sé que está mal lo que he hecho.

Cuando se fueron, sin estruendo alguno, todo volvió a su sitio en otros veinte minutos. Pero el asunto de la globalización del fútbol sólo podía seguir trayendo problemas.

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