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La dama del perrito, cuento de Chéjov

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Este relato, uno de los más populares de la literatura universal, nos cuenta cómo surge el amor entre dos personas, Anna y Gúrov, y su pasión los transforma. A continuación puedes leer La dama del perrito, de Chéjov.

La dama del perrito

UNO

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.

Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.

"Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado"

La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.

Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste… Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.

Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.

La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.

-No muerde -dijo, y se sonrojó.

-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?

-Cinco días.

-Yo llevo ya quince aquí.

Un corto silencio siguió a estas palabras.

-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.

-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!

Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú…

De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.

También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.

Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones… Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.

«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

DOS

Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.

A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.

La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.

Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.

-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?

Ella no contestó.

Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.

-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.

"u rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora"

La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.

Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.

-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.

Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.

La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.

-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.

-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.

-Parece que necesita usted ser perdonada.

-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!… La curiosidad me abrasaba… Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí… Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca…, y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.

Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.

Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.

-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?

Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.

-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.

-¡Chis! ¡Chis!… -murmuró Gurov.

Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.

Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.

-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?

-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.

"Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu"

En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.

Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.

Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.

-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.

-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.

Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.

Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.

-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»

El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:

-¡Déjame mirarte una vez más… otra vez! Así, ya está.

No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.

-Me acordaré de ti siempre…, pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.

El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba… Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces…; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.

Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.

-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!

TRES

En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.

Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col…

Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.

Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:

-No te va el papel de conquistador, Dimitri.

Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:

-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!

El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:

-¡Dmitri Dmitrich!

-¿Qué?

-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!

"entía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella"

Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.

Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.

En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.

Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».

Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.

-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.

Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.

Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.

-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?

Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.

-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov…

Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.

-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.

El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.

Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.

"Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos"

Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó…

Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.

En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:

-Buenas noches.

Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.

Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:

«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»

Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!

Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.

-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?…

-Pero escúchame, Ana, escúchame… -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches…

Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.

-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?…

En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.

-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo… Te lo pido por lo que más quieras… Te lo suplico… ¡Que viene gente!

Alguien subía por las escaleras.

-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!… No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.

Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.

CUATRO

Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.

Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.

-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.

-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?

Y le explicó esto también.

"Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior"

Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.

Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.

-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?

-Espera; ahora te contaré…, no puedo hablar.

Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.

«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.

Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.

-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.

Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.

Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.

Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.

Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.

Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.

Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.

Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno…

-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos… Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.

Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?…

-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?…

Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.

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Autor: Antón P. Chéjov. Título: Cuentos. Editorial: Alba. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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El destape literario en México

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"La literatura erótica en México apenas tiene fuelle y no hay una tradición consolidada, aunque sigue habiendo escritores que persisten en cultivar el género"

Hubo un tiempo en que las librerías mexicanas se avergonzaban de exhibir obras de literatura erótica en sus estanterías, y literalmente las escondían en los lugares menos visibles. Un tiempo, hace apenas tres décadas, en que obras como Un hilito de sangre, de Eusebio Ruvalcaba, o una antología de relatos eróticos de José Agustín, o el libro Erótica: la otra orilla del deseo, de Andrés de Luna, espantaban al público y a los libreros e incluso era imposible encontrarlos en algunas cadenas de librerías. Si un relato encendía el tono y su contenido era de abierta voluptuosidad, caía sobre su distribución y venta el peso de una censura disfrazada. Por eso la literatura erótica en México apenas tiene fuelle y no hay una tradición consolidada, aunque sigue habiendo escritores que persisten en cultivar el género y lo hacen con maestría, apuntalándose como sus pilares. Es el caso del citado Andrés de Luna (Tamaulipas, 1955), quien acaba de publicar el volumen de relatos En un día claro se ve la noche (El tapiz del unicornio), una obra que sin ser estrictamente erótica, tiene como motor el deseo y sus meandros en la psicología de sus personajes, entre los que aparecen María Magdalena, Orson Welles o Mariana de Austria. Y que, ahora sí, está exhibiendo su portada de erótica belleza en las estanterías de todo tipo de librerías mexicanas con gran naturalidad y sin que nadie se lleve las manos a la cabeza al verla. Menos mal.

DESPILFARRO EDITORIAL EN LA UNAM

"Algunos editores independientes ya han mostrado su perplejidad por tamaño presupuesto y no sin razón señalan que con ese dinero harían no una gran revista mensual, sino dos al mes"

Entre las revistas culturales que instituciones públicas hacen en México, existen las privilegiadas, aquellas cuyo presupuesto permite pagar sus nóminas y los gastos de producción con desahogo. Es el caso de la Revista de la Universidad de México, cuyos doce números anuales le cuestan a la UNAM 8,6 millones de pesos (unos 344 mil euros), mientras otras publicaciones culturales, como Tierra Adentro, que elabora la Secretaría de Cultura federal, o la revista Casa del Tiempo, que publica la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), representan una inversión de entre 1.1 millones (44 mil euros) a 3.2 millones de pesos (128 mil euros) por los mismos 12 números. Eso a pesar de que Guadalupe Nettel, su directora desde febrero pasado, llegó a la publicación para ponerla en orden y reducir dispendios, como el hecho de que la revista se formaba y corregía en una oficina externa; o que el envío se realizaba a través de mensajería y se hacía a diestra y siniestra, muchas veces sin saber siquiera a quién se regalaba. Pero las buenas intenciones de Nettel no han dado frutos y el costo de producción sigue siendo el mismo. Algunos editores independientes ya han mostrado su perplejidad por tamaño presupuesto y no sin razón señalan que con ese dinero harían no una gran revista mensual, sino dos al mes, pues una publicación similar de la mejor calidad puede hacerse en México por menos de la mitad de lo que cuesta la Revista de la UNAM. Y en un momento como el actual, cuando el panorama apunta a que las revistas culturales están en vías de extinción y sus editores hacen esfuerzos heroicos por publicarlas, no estaría de más que la máxima casa de estudios mexicana se planteara una nueva política de apoyo a esos editores que han demostrado con creces cómo hay que amarrarse el cinturón del despilfarro editorial haciendo sus revistas.

ALÍ CHUMACERO, CIEN AÑOS DE UN POETA

"Se anuncia una gran conmemoración del centenario natal de Alí Chumacero, que se cumple este lunes 9 de julio"

A pesar de solo haber publicado tres libros en vida —Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo— el editor, ensayista, crítico literario y poeta nayarita Alí Chumacero (1918-2010) forma parte de las letras doradas de la literatura mexicana del siglo XX. Además de ser el autor de innumerables textos de contraportada de publicaciones del Fondo de Cultura Económica, también se convirtió, junto con Arnaldo Orfila Reynal y Joaquín Díez-Canedo, en uno de los pilares de una de las mejores épocas del sello cuando, sin nombramiento alguno, se volvió responsable en los años 50 de la colección Letras Mexicanas y estuvo detrás de la edición de autores tan importantes como Xavier Villaurrutia o Mariano Azuela. Ahora se anuncia una gran conmemoración de su centenario natal, que se cumple este lunes 9 de julio, cuya intención, me dicen, no solo es rendir homenaje a su obra, sino provocar que un mayor número de lectores se acerquen a su labor, que siempre estuvo al lado del libro. Desde esta esquina, un grano de arena es citar su gran “Poema de amorosa raíz”, que aquí dejamos a los lectores:

Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche se unciera su vestido de luto
y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos.
Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire;
tiempo antes que el principio.
Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.
Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban;
cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.

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El diario ilustrado de Anne Frank

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Cuando la joven Anne Frank escribía su diario —al que llamó Kitty— escondida (durante más de dos años) en la parte trasera del edificio que albergaban las oficinas de su padre, no podía imaginar que se convertiría en uno de los relatos-testimonio de la Segunda Guerra Mundial más leídos y traducidos del mundo.

Esta nueva versión ilustrada o —como diría el gran Oscar Grillo— “intervenida” de El diario de Anne Frank viene a sumarse a las innumerables ediciones que ya existen. Pero lo hace aportando una visión diferente gracias a la respetuosa, aunque aguda adaptación del texto original realizada por Ari Folman y las estupendas y expresivas ilustraciones de David Polonsky.

Es cierto que el contexto histórico hoy en día, afortunadamente, no es el mismo que cuando Anne Frank comenzó a escribir su famoso diario, con 13 años, bajo la ocupación nazi en Holanda. Sin embargo, lo que no parece haber cambiado son los problemas personales a los que se enfrentan los jóvenes de su edad: la formación de la identidad, las relaciones filio-parentales, las primeras pulsiones sexuales, etc. Sí, los jóvenes de ahora también lidian con esos temas, y nos toca a los adultos ayudarles a comprenderlos y facilitar su desarrollo personal de forma sana y eficaz.

"Las páginas de este libro contienen maravillosos dibujos donde se pueden ver las graciosas y expresivas muecas de la joven Anne mostrando diferentes estados de ánimo"

Por eso esta nueva versión gráfica del relato que Anne Frank dejó como testimonio del tiempo que permaneció escondida resulta tan interesante y acertada. Primero, porque está en formato cómic, con unas ilustraciones frescas, divertidas y cómplices con la narración, que atraerán a los lectores más jóvenes. Segundo, porque el texto se presenta de forma más ágil y atractiva para los adolescentes que en las versiones tradicionales de la historia. Y tercero, porque el resultado es realmente bueno, ya que las ilustraciones introducen en la historia matices que a veces resultan difíciles de captar tan solo con la lectura del texto.

Las páginas de este libro contienen maravillosos dibujos donde se pueden ver las graciosas y expresivas muecas de la joven Anne mostrando diferentes estados de ánimo: enfado, desesperación, timidez, sonrojo… También imaginar las terribles pesadillas que la niña sufrió en las noches de encierro donde sus sueños se llenaban de soldados nazis, fuegos devoradores y trenes cargados de gente con destino a un final inimaginable.

De igual modo, las ilustraciones aportan más información sobre la estrecha y cariñosa relación entre padre e hija. Y, por otro lado, ponen en relieve la difícil relación con su madre a la que —confiesa— “querer a esta persona… cada día me resulta más y más imposible”. E incluso llega a escribir unas frías y duras palabras: “Me da igual que se muera mamá…”. La viñeta que acompaña a este texto enfatiza ese desapego maternal categóricamente.

"No es quizás el retrato más amable de Anne Frank, pero se percibe un tratamiento sincero y respetuoso en la adaptación por parte de los autores"

Los autores han puesto también el foco de atención en la pulsión sexual que comienza a despertar en la adolescente y en sus sentimientos por el joven Peter van Daan, el hijo del matrimonio que se esconde junto a la familia Frank. Confía a su diario íntimas reflexiones sobre el amor y el sexo, la idea de matrimonio, y llega incluso a describir físicamente una vagina. A pesar de la guerra y de su precaria situación, Anne Frank no dejó de ser una adolescente más con los típicos problemas de esa edad. Sus palabras retratan a una niña enamoradiza a la vez que independiente, sensata e inteligente, pero también testaruda y pendenciera. No es quizás el retrato más amable de Anne Frank, pero se percibe un tratamiento sincero y respetuoso en la adaptación por parte de los autores.

A fin de cuentas, El diario de Anne Frank es un ejercicio de honestidad —como lo deberían ser todos los diarios íntimos— consigo misma y solamente se puede hacer una lectura sincera y honesta de él que permita analizar al personaje objetivamente según su relato.

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Autores: Ari Folman y David Polonsky. Título: El diario de Anne Frank. Editorial: Penguin Random House Grupo Editorial. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Stay (de teseractos y bibliotecas)

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Un teseracto es un cubo en cuatro dimensiones. Un cubo desfasado en el tiempo. Su nombre en griego, τέσσερεις ακτίνες, significa “cuatro rayos”.

Los rayos de Zeus dejaban una hendidura celeste llamada Caos que permitía a los hombres acceder a los misterios que habitan entre el cielo y la Tierra. El rayo como transmisor de conocimiento y el caos como principio creador.

Christopher Nolan representa el centro de Gargantúa, el agujero negro que rige el paso del tiempo de Interestelar, como un teseracto que es también un aleph borgiano y una biblioteca. Aleph por su infinitud, porque contiene todos y cada uno de los momentos acaecidos en el cuarto de Murph, y porque estos se suceden de forma simultánea. Y biblioteca, que enciende la imaginación de una niña con las antiguas lecturas paternas, acondicionada ahora en dormitorio y en la que se pueden distinguir entre volúmenes de enciclopedias, el Moby Dick de Herman Melville como metáfora del viaje iniciático al interior de uno mismo; el Mundo Plano de Edwin Abbott, una paradoja dimensional en la que sentirnos atrapados; El Castillo de Cristal de Jeannette Walls; o el Manantial de Ayn Rand como guiño a toda la arquitectura moderna; y La Tierra Baldía de T.S. Eliot, crónica de las consecuencias de un individualismo exacerbado.

"Podría incluso contarse la película leyendo tan solo los lomos que asoman en la librería"

Encontramos también autorreferencias a la granja de Cooper en We Were the Mulvaneys, de Joyce Carol Oates, con el Mundo de Cristina de Andrew Wyeth en la portada; y a la superposición generacional atemporal de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

Podría incluso contarse la película leyendo tan solo los lomos que asoman en la librería. Y entre todos ellos destaca Labyrinths (1962), el primer libro que se publicó de Borges en Estados Unidos.

Labyrinths contenía una recopilación de relatos de El Aleph y Ficciones, ensayos de Discusión y Otras Inquisiciones y algunas parábolas de El Hacedor, entre los que destacan, cómo no, La biblioteca de Babel, Funes el Memorioso, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, El Jardín de Senderos que se Bifurcan, La Muerte y la Brújula o La Casa de Asterión, que relata la soledad del minotauro dentro de su laberinto. Y la Nueva Refutación del Tiempo. “Enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito”.

"Solo se cambia el pasado mediante el olvido si es que este existe"

Biblioteca con la que Cristopher Nolan nos manda más de un mensaje y en la que nos hubiera gustado demorarnos algo más. El Stay que se autoenvía en morse Cooper desde el otro lado de los anaqueles es también un mensaje para que permanezcamos más tiempo sentados junto a nuestra biblioteca en un mundo asediado por el polvo de la zafiedad que todo lo anega.

Por mucho que el presente se empeñe en mostrarnos que el pasado es impredecible, Tars a su llegada al Teseracto recuerda a Cooper que “no estamos aquí para cambiar el pasado“. Solo se cambia el pasado mediante el olvido si es que este existe, y las bibliotecas son el mejor invento del hombre para combatirlo.

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Genios del fútbol, de Joaquín DHoldan

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Joaquín DHoldan ( Villa del Cerro de Montevideo, 1969) es escritor y dramaturgo. Vive en Sevilla y trabaja como odontólogo, es articulista en varios medios y conductor de programas radiofónicos como Diálogos comanches y Ya queda menos. En Genios del fútbol (editorial El Paseo), construye una serie de relatos sobre grandes personalidades del arte y la ciencia y la influencia que ejerció el fútbol en sus vidas y sus obras. El volumen, ilustrado por Juan Cruz ( Ciudad Real, 1986, licenciado en Bellas Artes y máster en dibujo, forma parte del estudio sevillano de diseño DIWAP), aborda la relación con el fútbol de personajes como Vladimir Nabokov, el Nobel Albert Camus, Andy Warhol, John Houston, Umberto Eco, Pier Paolo Pasolini, el antropólogo Desmond Morris, Bob Marley, Rod Stewart, el guionista y actor mejicano Chespirito, Silvio el Rockero… Zenda publica las primeras páginas.

 

El puntapié inicial

Querrían los poderosos que los energúmenos que gritan desde las gradas fueran una masa incapaz de razonar. Prefieren una horda de sedientos ciegos de victorias que no llegarán nunca porque ellas son exclusivas de los poderosos. Dan así, lecciones que se graban en las masas. «Nada puede contra el dinero». Luego los medios hacen el trabajo fino. Escucharán hablar de fichajes, queriendo adoctrinar sobre el mismo mensaje: «El fútbol moderno es un mercado». Educan en la frustración. Cultivan la resignación. Tristemente algunos clubes caen en la trampa. Borges intentaba ironizar y daba una clave: «Esto se soluciona dándole un balón a cada uno». Para que funcione se mezclan generosidad y disputa.

No verán en ningún medio que se recomienden libros o películas de cine sobre fútbol. Temen que si la afición se cultiva, comienza a saber y a conocer a fondo este deporte, se enamore de él, lo defienda y desee un cambio de rumbo. Jamás les recomendaran Papeles al viento, Mi mundial; El 7 de Talleres o Rudo y Cursi, tres filmes sobre fútbol de verdad. Ni Días de fútbol o La gran familia española, ni siquiera El penalti más largo del mundo.

Podríamos destacar a Alberto Rodríguez, el reconocido director de cine español, que se reúne semanalmente a jugar, o distraernos con artistas que han jugado al fútbol: Julio Iglesias y su historia de portero a cantante, Vinnie Jones que pasó de rudo futbolista a cara de cine, o la estrella de Hollywood Jessica Biel y su sueño de ser jugadora profesional. De Tom Cruise a Antonio Banderas, varias figuras del séptimo arte aman este deporte. ¿Existe algún nexo? ¿Tiene la hierba algo en especial que atrae? ¿Es posible rescatar el «jugar por jugar», tal como dice Galeano? Rara vez la prensa hace foco en el fútbol amateur, en las escuelas de fútbol y sólo recién ahora se puede visibilizar el fútbol femenino.

Y mucho menos señalarán libros, buenos libros, llenos de literatura y fútbol. Cuando en una extraña ocasión se habla de libros es sobre la vida de algún futbolista, o sobre los consejos de algún dirigente. Pero hay otros, allí están, dispuestos para ser disfrutados en cualquier época del año, llenos de goles y emociones, con grandes jugadas, tensión, victorias, derrotas y revanchas. Algunos están esperándote cerca de tu casa, por ejemplo, las novelas: El fantasista de Hernán Rivera Letelier (sobre el fútbol amateur en un desierto, enseña que un habilidoso no necesariamente es un 12 buen jugador colectivo), La pena máxima de Santiago Roncagliolo (una verdadera dictadura queriendo ganar un Mundial). Incluso Autogol de Ricardo Silva Romero (sobre el gol en contra de Escobar, el jugador colombiano que con su gol en propia puerta dejó a los «cafateros» fuera del mundial de Estados Unidos), o los cuentos de El Derbi Final (catorce escritores sevillistas y catorce béticos), 11 goles y la vida mientras de Pablo Santiago Chiquero, Puro fútbol de Roberto fontanarrosa, o cualquiera de los libros de Eduardo Sachieri (El fútbol, de la mano, La vida que pensamos, Esperándolo a Tito). Y no olvidemos la serie de novela negra de Philip Kerr (La mano de Dios, Mercado de invierno, Falso nueve).

Ellos (los dueños del fútbol) quieren que leas sus periódicos, que te deslumbren sus portadas, no te mencionarán que existe El fútbol a sol y sombra de Eduardo Galeano. Por eso, para llegar a los objetivos, para poder salir campeones, para ganar algo, una afiión debe trabajar sobre sus valores y ellos comienzan en su cultura, en sus intereses, en sus lecturas.

Si quienes juegan al fútbol leyeran «El césped», de Mario Benedetti, aprenderían tanto como en cualquier entrenamiento. No hay mejor reflejo y escuela de lo que significa este deporte.

También en la música encontramos artistas vinculados al fútbol. «El Arrebato» logró en Sevilla un hit que en la actualidad se ha transformado en la arenga más larga y armoniosa del fútbol. Los rivales reconocen salir del Sánchez Pizjuán recordando ese momento, la afición cantando a cappella un himno que va más allá del elogio de la victoria para homenajear a la propia ciudad. No es el único caso. Jorge Drexler escribió un himno para Peñarol de Uruguay, Joaquín Sabina una canción homenaje al Atlético de Madrid. Otro tanto el grupo inglés Oasis y el Manchester City. Son algunos ejemplos. No es extraño que en la grada del Etihad Stadium se hayan entonado algunos de los clásicos de Oasis, como «Roll with it».

Noel Gallagher dijo:

Si tuviera que armar mi banda de rock con futbolistas, tendría a Zidane en la guitarra, a Mario Balotelli en la batería, a Patrick Viera en el bajo, y el cantante sería George Best.

Este libro quiere dar un paso más. Explora los artistas y científicos destacados en varias disciplinas y su relación con el fútbol. Genios de la ciencia y el arte que tienen un vínculo cercano con el fútbol, no como meros aficionados sino como parte de sus vidas o de sus actividades. Genios del fútbol es un libro de cuentos, son pequeñas ficciones basadas en hechos reales —como suele ocurrir—, pero haciendo énfasis en que el eje central, la médula, la anécdota, la relación arte/ciencia/fútbol, es cierta. Quizás podamos reconciliar lo popular con lo complejo, esa es la esencia del fútbol. Un deporte fácil de ver y sencillo de entender pero que encierra complejidades insospechadas y cierta magia imprevisible.

César Luis Menotti cita a Borges cuando dice que el fútbol, al igual que la literatura, es orden y aventura. Se trata de tiempos, espacios y engaños. Este libro también. El equipo te hace pensar que vamos para un lado y salimos para otro. El jugador se perfila para patear un penal hacia un lado y patea hacia otro. Te hago un amague y te la paso por entre las piernas. Este libro sobre fútbol te habla de muchas cosas. Este homenaje a los genios te habla de fútbol. Yo te levanto el centro, te toca cabecear.

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Autor: Joaquín DHoldan. Título: Genios del fútbol. Editorial: El Paseo. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Repóquer de negras

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Hay un axioma que asegura que el verano —o, más bien, las vacaciones que a él se asocian— favorece la lectura. Hay otro, mucho más discutido y discutible, que formula que los libros idóneos para afrontar los rigores estivales son aquellos que, en mayor o menor medida, se decantan por el género negro y sus territorios colindantes. Por hacer buena la conjugación de ambas afirmaciones —y por recordar que cuando estas líneas vean la luz se estará celebrando en Gijón la Semana Negra, el más veterano de los festivales españoles dedicados a la narrativa negra y criminal, que precisamente cumple en este estío tres décadas de vida—, se recomiendan aquí algunos libros a los que cabe situar dentro de esa tendencia. Son obras muy distintas que se ven emparentadas por dos características comunes. La primera es bastante obvia: todas intentan arrojar algo de luz sobre las negritudes y las contradicciones de las épocas que tratan, que en la mayoría de los casos es ésta que vivimos. La segunda tiene que ver, única y exclusivamente, con lo bien que se lo pasó quien esto firma mientras dejaba transcurrir las horas enfrascado en su lectura.

"Laura Olivo, reputada y temida agente literaria, es asesinada y las pesquisas sobre el crimen recaen en un detective que, como el propio autor, procede del Perú"

El asesinato de Laura Olivo (Alianza Editorial). Jorge Eduardo Benavides. Es curioso que la novela negra lleve ya unos cuantos años en pleno apogeo y, sin embargo, no abunden las tramas que se decidan por acercar el género a las interioridades del mundillo literario. Lo hizo Manuel Vázquez Montalbán en El premio —una de las últimas novelas de la saga protagonizada por el detective Pepe Carvalho— y lo hace ahora Jorge Eduardo Benavides. Peruano afincado en España desde hace un buen tiempo, Benavides tiene a sus espaldas una obra considerable (La noche de Morgana, La paz de los vencidos, El enigma del convento, por citar sólo unos pocos títulos) y conoce bien el terreno en el que se mueve, que es el que inspira esta novela, con la que obtuvo el premio Fernando Quiñones. Laura Olivo, reputada y temida agente literaria, es asesinada y las pesquisas sobre el crimen recaen en un detective que, como el propio autor, procede del Perú aunque se encuentre ya bastante situado en España. La investigación le obligará a adentrarse en los vericuetos del mundillo literario, que él desconoce por completo, y a tratar con los más variopintos ejemplares de una flora y una fauna que conforman un paisaje humano tan fascinante como terrible. Entre escritores y editores, a través de las oficinas de Madrid y los salones de Barcelona, Colorado Larrazabal, tal es el nombre del detective, atravesará un laberinto que le llevará a buscar el manuscrito perdido de un autor hoy ignorado, pero a quien muchos consideraron el mayor representante del famoso boom.

"El mal y el tiempo retrata con descarnada precisión aquella borrachera macroeconómica que entronizó al neoliberalismo y sus efectos devastadores para todos"

El mal y el tiempo (Nocturna). Carlos Fortea. Traductor experimentado —ha vertido al castellano a autores como Stefan Zweig o Günter Grass— y aplaudido escritor de novelas infantiles —El diablo en Madrid o A tumba abierta—, Carlos Fortea debutó en la narrativa para adultos con Los jugadores, ambientada en la Conferencia de Paz de París de 1939, y reincide ahora con este título en el que explora la trastienda de los gloriosos años noventa a partir de sus repercusiones en este tiempo que nos toca transitar ahora mismo. Dividida en tres partes —dos de ellas suceden en 2012, entre Madrid y Asturias; la tercera se remonta al tiempo de pasión y éxtasis de sus protagonistas—, y estructurada en torno a tres personajes sobre los que se sustentan tanto la acción como todo lo que ésta va sugiriendo, El mal y el tiempo retrata con descarnada precisión aquella borrachera macroeconómica que entronizó al neoliberalismo y sus efectos devastadores para todos, también en ocasiones para los mismos que contribuyeron a su triunfo irrebatible.

"Quizá Filek sea el título más heterodoxo, en cuanto a su inclusión dentro del género negro se refiere, pero Ignacio Martínez de Pisón es siempre una garantía"

Filek (Seix Barral). Ignacio Martínez de Pisón. Quizá sea éste el título más heterodoxo, en cuanto a su inclusión dentro del género negro se refiere, pero por una parte Ignacio Martínez de Pisón es siempre una garantía, y por otra no dejamos de estar ante la historia (real y documentada) de un estafador que llegó a engañar al régimen franquista y puso al descubierto —todo lo al descubierto que se podían poner las cosas en aquella época, hablamos de la inmediata posguerra— la precariedad intelectual de una dictadura que aún se prolongaría durante otras tres décadas. Albert Elder von Filek fue un aristócrata austriaco que se dejó caer por España en los tiempos republicanos y que, tras un primer intento que no cuajó —cuando estalló la Guerra Civil le tocó penar en una prisión madrileña—, obtuvo las credenciales necesarias para presentarse ante las máximas autoridades franquistas y venderles una supuesta gasolina sintética que había conseguido elaborar empleando agua del Jarama, vegetales y ciertos ingredientes que nunca llegó a precisar. Era, como se puede suponer, un completo bulo, pero quienes tendrían que haberlo detectado se lo tragaron sin oponer el menor cuestionamiento. La ¿novela, ensayo? con la que Martínez de Pisón glosa las andanzas de este pícaro del siglo XX vuelve a exhibir todas las virtudes que caracterizan la prosa del autor aragonés y su enorme talento para embarcarse en empresas narrativas de aliento que abogan por desmenuzar episodios recientes de nuestra historia.

"La trama se ambienta en un pueblo de la Castilla profunda y va progresando entre tinieblas"

Los Caín (Alianza de Novelas). Enrique Llamas. Posiblemente sea ésta la sorpresa más refrescante de la temporada, toda vez que ninguna noticia hubo de Enrique Llamas hasta que apareció en escena con esta novela que es un verdadero golpe en la mesa. Anclado en la mejor tradición castellana —es inevitable pensar en Miguel Delibes—, pero sin despreciar las influencias y las preocupaciones estéticas propias de alguien de su generación —Llamas nació en 1989—, el jovencísimo escritor zamorano teje unas páginas que mezclan el noventayochismo con el surrealismo lisérgico de Lynch y cuyo prodigioso primer capítulo remite directamente a algunas de las fórmulas más gloriosas de la Latinoamérica mágica. La trama se ambienta en un pueblo de la Castilla profunda y va progresando entre tinieblas. Incluye una niña muerta tiempo atrás, un hombre que fallece de pronto dejando tras de sí a dos niñas huérfanas y un extraño accidente de tráfico en el que perdió la vida una joven a la que nadie procura referirse en voz alta. Pero también hay una epidemia que asesina a los ciervos de la comarca, un enfrentamiento ancestral entre vecinos y una reputación extendida por toda la provincia que lleva a que nadie se atreva a inmiscuirse por esas latitudes. Unos dirán que Los Caín es una novela negra, pero en muchos momentos parece más bien una novela de terror. Lo que está claro es que es una de esas novelas que vale la pena tener entre las manos.

"Cuídate de mí es una novela plenamente actual en la que se establece un posicionamiento ante el mundo sin perder de vista las exigencias formales"

Cuídate de mí (Plaza y Janés). María Frisa. Se ha venido caracterizando la obra de María Frisa por prestar una especial atención al papel que desempeñan las mujeres en la sociedad española actual. Esta novela profundiza en esa intención y constituye uno de los rarísimos casos de la literatura negra en la que las mujeres se convierten en el centro de una trama que se desenvuelve entre giros endiablados y cambios de perspectiva que obligan al lector a permanecer enganchado a la página. Dos policías, la inspectora Lara Samper y la subinspectora Bea Guallar, afrontan la investigación del asesinato de un hombre al que ya tuvieron entre ceja y ceja como presunto autor de un delito de malos tratos. La endiablada circunstancia de tener que juzgar a una misma persona como víctima y verdugo, el tratamiento de temas tan vigentes como el machismo, la violencia de género o el ciberacoso, y la maestría de la autora para forjar una prosa directa que no renuncie a la búsqueda de una cierta plasticidad siempre que ésta venga al caso, convierten Cuídate de mí en una novela plenamente actual en la que se establece un posicionamiento ante el mundo sin perder de vista las exigencias formales.

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Torres-Dulce: “Los libros y las películas son siempre peligrosos”

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Eduardo Torres-Dulce (Madrid, 1950) transmite pasión y una euforia cuasi infantil cuando habla de literatura y de cine. Este espalda plateada de la jurisprudencia, ex fiscal general del Estado, disfruta cuando recorre las estanterías de su memoria y de su presente para hablarnos de John Ford, de Antonio Mercero, de las novelas de Sherlock Holmes o de Julio Verne. Nos enseña libros viejos, un ejemplar añejo de El cine según Hitchcock, de Truffaut, y otros volúmenes que no han visto la luz aún en España. Una microscópica muestra de una biblioteca que, entre herencias y nuevas adquisiciones, cuenta con unos 15.000 volúmenes.

Junto a los Cowboys de medianoche Luis Herrero y José Luis Garci —amén de otros cinco socios—, Torres-Dulce apadrina, alimenta y promociona a la editorial Hatari Books, sello cuyas publicaciones orbitarán, sobre todo, en torno a la literatura y al cine. Sus dos primeras obras son John Ford, de Peter Bogdanovich, y Recordando al señor Maugham, de Garson Kanin.

Sobre todo ello conversamos con el exfiscal general del Estado en su casa, mientras el asfalto de Madrid burbujea por culpa del desquiciante calor.

P: Señor Torres-Dulce, ¿cuál es su primer recuerdo cinematográfico?

R: Es un recuerdo de una película norteamericana, El conquistador de Mongolia. Una película sobre Gengis Khan, con John Wayne. Tendría unos seis años, una cosa así. Me pareció una película de aventuras: no sabía quién era Gengis Khan, ni John Wayne, que ha sido uno de mis actores favoritos. La recuerdo llena de colorido, de aventuras. Y luego, tengo un recuerdo negativo. A mi abuela no le gustaba mucho el cine, era una persona ya mayor. Vivíamos en la glorieta de Bilbao, en la calle Fuencarral, la calle de los cines, con la Gran Vía. Y, en una ocasión, nos llevó a ver una película que era de Disney. Era un documental tipo de La 2, no recuerdo el título, y no nos dejaron entrar. Nos dijeron que éramos niños muy pequeños. Y aquello me produjo una frustración… El doctor Freud, probablemente, diría que me sigue gustando ir al cine por aquel tipo del cine Roxy A que no nos dejó entrar. Con gran indignación, mi abuela dijo: “No volveré jamás a este cine”. Ella no iba a ese cine ni a ningún otro. Le gustaba mucho el teatro, la ópera, la zarzuela, las revistas, aunque era una persona muy conservadora. Y esos son los dos recuerdos. Luego, hay dos películas que me impactaron enormemente, pocos años después. Las dos, en Navidades. La primera, El puente sobre el río Kwai, de la que han pervivido mis recuerdos a lo largo del tiempo, que la vi en el cine Princesa. Nos llevó mi padre el mismo día que acabamos el colegio, un 22 de diciembre, el día de la lotería. Y la otra, Misión de audaces, de John Ford, que nos llevó mi tía Cristina a la Gran Vía. Aquello fue un acontecimiento. Ah, y luego, la frustración de los programas dobles de los domingos, donde tenías que hacer una cola enorme siendo muy pequeño. Te llevaban, entrabas a las cuatro y media o a las cinco, y tenías que volverte a casa a las siete. Resulta que, en mitad de una película en el cine María Cristina, Sitting Bull, de repente, nos dijo la chacha: “Nos tenemos que ir a casa”. Y organizamos una pataleta los hermanos tremenda.

"Garci dice que el cine es una vida de repuesto, y es verdad, me parece una definición fantástica"

P: En febrero, en un almuerzo en el Club Siglo XXI, dijo ser “hijo de dos padres: el mío y John Ford”.

R: Eso no es un chiste, sino una cariñosa designación de Enrique Herreros. Cuando me llama por teléfono, pregunta: “¿Puedo hablar con el padre de John Ford?”. Yo he crecido en las películas siempre. Garci dice que el cine es una vida de repuesto, y es verdad, me parece una definición fantástica. Como tantas generaciones, crecimos en los libros, en los tebeos, en los deportes, en mi caso en el fútbol, y en el cine, sobre todo. Poco a poco, iba descubriendo qué tipos de películas me gustaban. Luego pasabas a los actores, a los directores… Y para mí, el director más completo, el que me llega más al corazón, es John Ford.

P: ¿Clasifica a las personas según les gusta o no ¡Hatari!, de Hawks?

R: (Risas) Esto era un poco provocativo para Luis Herrero, que tiene dos espinas clavadas en el corazón con Garci y conmigo. Con Garci, sobre todo, es 2001, la película de Kubrick. No entiende por qué le fascina tanto. Dice que es muy aburrida, aunque reconoce sus detalles técnicos. En mi caso ¡Hatari!, que él dice que es una película sin mayor trascendencia. Pero es verdad que yo clasifico a la gente que le gusta el cine por el cine y sin ningún tipo de cortapisas ni coartadas con películas como ¡Hatari!, porque es un safari con relaciones de chicos y chicas, de emulación, con peligro… y sin más. No hay mensaje ni trascendencia. Hawks la rueda con absoluta naturalidad, pero a uno le da la impresión de que, caray, a uno le gustaría haber vivido ese safari.

"Como nos gustaba mucho ¡Hatari!, entre varios nombres, decidimos este que, en swahili significa 'peligro' o algo así"

P: Y Hatari se llama una editorial en la que usted está implicado.

R: Es culpa de Garci y mía con la protesta de Luis Herrero. Teníamos que poner un nombre que llamara la atención. Casi todos los nombres interesantes están cogidos. Creo que en Norteamérica, de hecho, hay una editorial que se llama Hatari. Pero como nos gustaba mucho ¡Hatari!, entre varios nombres, decidimos este que, en swahili significa “peligro” o algo así.

P: Para empezar, la editorial publica dos libros: John Ford, de Peter Bogdanovich, y Recordando al señor Maugham, de Garson Kanin.

R: En esta empresa nos hemos embarcado ocho personas de lo más diverso: Andrés Moret es productor de cine, en Hollywood; Garci, director de cine; yo, fiscal; Serrano Alberca es letrado de las Cortes; Luis Herrero, periodista; Javier Grandjean es ejecutivo de una empresa de joyería importante de España y del mundo, y Ventura Anciones, por citar a otro de los socios, es uno de los mejores neurólogos del mundo. Es una empresa de amigos a los que nos gustan los libros, nos gusta leer. La idea no es la de darnos un capricho, sino de hacer las cosas profesionalmente, ofrecer a los lectores libros que merecen una edición muy cuidada, y luego, libros que o no estaban editados en España, como Recordando al señor Maugham, o que estaban editados de forma benemérita por Fundamentos, como John Ford, pero queríamos dar la edición revisada y ampliada por Bogdanovich. Con la idea de unos libros con pasta dura, con el sistema de hojas como cortadas en el lomo, que se llama rejoneo, parece ser, con muchas fotografías… No es la idea del libro como objeto de lujo. Son libros que merecen esta edición, y esta es la idea en la que nos hemos embarcado. Queremos publicar dos o tres títulos al año, depende de cómo nos vaya la aventura financiera.

"Vamos a dar un respiro financiero a la editorial evitándonos los costes de derechos de autor extranjeros y de traducción"

P: De hecho, tanto Garci como usted están escribiendo un libro cada uno.

R: Vamos a dar un respiro financiero a la editorial evitándonos los costes de derechos de autor extranjeros y de traducción, que se han portado muy bien, pero bueno, hay limitaciones, y dos de los socios, José Luis Garci y yo, tenemos a Luis Herrero ahí detrás, para actuar en consecuencia, hemos decidido que vamos a escribir los números 3 y 4 de la colección. Yo estoy ya en la empresa. Es un libro relacionado con mi padre y John Ford. Y José Luis no sé qué hará. Tiene escrito un libro sobre Ray Bradbury de hace años, y con una pequeña revisión, con un prólogo sobre cómo conoció a Bradbury, puede ser interesante.

P: Los libros se presentan en septiembre.

R: Sí, porque se nos ha echado encima el campeonato del mundo de fútbol, el calor, la avalancha de libros de antes del verano y las fechas veraniegas que, particularmente en una ciudad como Madrid, convierten en peligroso hacer una presentación.

P: Antes hemos dicho que, en swahili, “hatari” significa “peligro”.

R: Eso dicen. Hawks era muy mentiroso (risas). Lo mismo significa otra cosa.

P: ¿Para quién puede ser peligroso un libro o una película?

R: Los libros y las películas son siempre peligrosos. Yo creo que tenían razón la Inquisición y los dictadores que han prohibido o quemado libros. Porque te abren la mente y te obligan a plantearte cosas. Y porque te hacen ser feliz. O infeliz. Los libros son una puerta abierta a “la loca de la casa”, que decía santa Teresa de Jesús, a la imaginación. Son compañeros de viaje. Y te ayudan en la soledad. Y en momentos tristes o eufóricos. Van contigo en los viajes. Tanto los libros como las películas son elementos peligrosos, gracias a Dios. Te evitan la rutina y te meten en terrenos en los que tú no te aventurarías.

"Yo creo que un hombre que lee es mejor que antes de que no leyese"

P: ¿Un hombre que lee es mejor que uno que no lee?

R: No necesariamente, pero yo creo que un hombre que lee es mejor que antes de que no leyese.

P: ¿Cuál es el primer libro que recuerda haber leído?

R: Uno escolar, seguro. El Catón, en las monjas del Santo Ángel, en la calle Tutor, que fui un año, en lo que ahora es preescolar. A mi hermano Miguel Ángel no le gustaba ir al colegio y el pediatra le dijo a mi madre: “A este niño le puede el colegio”. Y lo tuvo que sacar del colegio. Pero a mí me gustaba ir al colegio, y, probablemente, el primer libro que yo recuerdo es el Catón. Después, leí inmediatamente los tebeos, particularmente El capitán Trueno. Mi madre era muy buena lectora e, inmediatamente, los libros de la colección de la editorial Bruguera, que venían resumidos. Y empecé a leer Los tres mosqueteros y estas aventuras. Y, particularmente, en casa de mi abuela, en Vellisca, en Cuenca, descubrí, como a los diez años, dos tipos de libros que me fascinaron, y que fueron Sherlock Holmes, que me ha seguido toda la vida, en unas ediciones de los años 10 y 20, de una editorial valenciana, Prometeo, y los libros de Julio Verne.

P: ¿Tiene como 15.000 libros?

R: En total… (Piensa) Yo he heredado parte de la biblioteca de mi bisabuelo, que era catedrático de Filosofía, en Cuenca; de mi abuelo, que era abogado; de mi padre, que era juez, y la biblioteca de un tío mío soltero que era médico. Entre las herencias y los que vas comprando, y yo he comprado compulsivamente, me lo echa en cara mi mujer y con razón. Eso hace que tengas un volumen enorme que te da la sensación de frustración: te das cuenta de los libros que no vas a volver a releer y que te apetecería, y los libros que no vas a leer, que tienes muchos de consulta, y nunca encuentras el momento porque ya se te ha metido la vida. Uno pensaba que la sociedad del bienestar y la socialdemocracia nos iba a traer pensiones razonables y jubilaciones tempranas, pero ya se ve que la vida no era eso.

"La edad de la inocencia la leí antes de la maravillosa película de Scorsese, y El Gatopardo, después de la maravillosa película de Visconti"

P: De esos 15.000, dígame tres libros que merezcan un altar.

R: Cualquiera de las aventuras de Sherlock Holmes, seguro. El libro, y no porque lo haya editado, ¿eh?, de John Ford, de Peter Bogdanovich. Me abrió el conocimiento de un director que hablaba. Y el tercero, sería difícil… (Piensa) A lo mejor, mañana, te diría lo contrario. No quiero decir otro de cine, pero voy a decir El cine según Hitchcock. Me fascinó. Lo compré con el poco dinero que tenía en primero de carrera. Estaba dándome un paseo por Recoletos, y en una librería que estaba ahí, casi en Cibeles, lo hojeé, estaba en francés. No tenía dinero, fui a casa, rompí la hucha y lo compré. Nunca he hecho algo que se hacía en mi época, que era robar libros. Algunos lo hacían como acto antiburgués, y tal, pero otros lo hacían porque no tenían dinero. Era un acto de necesidad. Yo no lo he hecho porque me daba miedo. Si no he tomado drogas, es porque me daban miedo (risas), y si no he robado libros es porque me daba miedo. Y, de mayor, me han fascinado La edad de la inocencia, de Edith Wharton, y El Gatopardo, de Lampedusa. La edad de la inocencia la leí antes de la maravillosa película de Scorsese, y El Gatopardo, después de la maravillosa película de Visconti.

P: ¿Algún autor que no soporte?

R: Desgraciadamente, no he podido pasar de la página sesenta y tantas del Ulises de Joyce en la traducción de Valverde. Y lo he intentado. Tengo amigos a los que les ha fascinado. Y cualquiera de los otros libros, como Retrato de un artista adolescente o Dublineses me han encantado, pero con Ulises no he podido. Y, no rechazo, pero no he encontrado tiempo para En busca del tiempo perdido, de Proust. Al cabo de muchísimo tiempo leí Guerra y paz de Tolstoi y me fascinó. Es una novela de estas que no pude soltar. (Piensa) Hay tantísimos… Uno ha sido muy feliz en los libros. Hay un momento de una novela que se llama El cinéfilo, creo que aquí la tradujo Alfaguara, en que el protagonista, efectivamente, va mucho al cine, y dice que hay gente que atesora recuerdos como el día que vio amanecer en el Partenón o el día que le dio un beso a una chica en Central Park, y dice el narrador: he visto amaneceres en el Partenón, y no me ha producido nada, y he besado a muchas chicas en Central Park (risas). Y dice: “A mí, lo que me ha conmovido es ver a John Wayne disparar un Winchester o al gatito deslizarse por los pies de Orson Welles en Ciudadano Kane“. Esos recuerdos poderosos que te da el cine también te los da la literatura. Me ha conmovido mucho oír que lo último que pidió José Luis Guarner, un ser humano maravilloso, que, además, ha sido el gran maestro de la crítica cinematográfica, fue ver Centauros del desierto. Se lo he oído a Garci: Antonio Mercero, ya con el alzheimer, veía una y otra vez, y se sentía feliz, Cantando bajo la lluvia. ¡Qué mecanismos tan raros en el cerebro! Además, con esa novedad dramática, como si la vieras la primera vez… Hay una frase maravillosa: en un momento determinado, iban Horacio Valcárcel, que murió poco después de Antonio Mercero, y Garci acompañando a Mercero en los primeros momentos de la enfermedad, iban a una cafetería, charlaban y tal, y en un momento, despidiéndose, en la puerta de su casa, les dijo: “No sé quiénes sois, pero sé que os quiero mucho”. ¡Qué momento tan maravilloso! Caray, eso no lo inventa un guionista. Creo que la famosa frase de Oscar Wilde de que el arte siempre imita a la vida… no. He estado catorce años en un juzgado de guardia, y no hay guionista que escriba lo que conoces ahí. Y en urgencias, imagino que tres cuartas partes de lo mismo.

"Con El exorcista me morí de miedo"

P: ¿Alguna obra que le haya quitado el sueño? Ya sea para bien, ya sea para mal.

R: Me dio muchísimo miedo, y me parece una novela fascinante, Drácula. La leí con casi treinta años. Luis Alberto de Cuenca me la recomendaba una y otra vez y me fascinó. Y los cuentos de fantasmas de Wharton y de Henry James, en casa de mi abuela, en el otoño, oyéndose todos los ruidos, yo solo en la casa, caray. Y, como película, vi El exorcista y me morí de miedo. Me produjo y me produce… Bueno, mis hijos nunca se han atrevido. Mi mujer, que es una gran lectora, le gusta Raymond Carver, que a mí me supera, pero ella abrió Drácula, y a las diez o quince páginas, me dijo: “Este es un libro malsano” (risas).

P: ¿Algún personaje literario del que se haya enamorado?

R: De Sherlock Holmes. Vamos, enamorado… soy el padre de John Ford y el hijo de Sherlock Holmes. Y un personaje femenino que me ha fascinado, la heroína de La edad de la inocencia.

P: ¿Alguno al que haya querido asesinar?

R: Como no soy muy partidario de las historias de terror… Luis Alberto y Garci le sacarían rápidamente punta a esta pregunta. Hay un personaje que me inquietaba, porque me atraía sensualmente pero veía que era mala, y era Milady de Winter, la mujer que lleva casi a la perdición a D’Artagnan en Los tres mosqueteros. La leí de adolescente, e imagino que estaría algo purgada la edición, pero caray, la imaginación se iba… (risas). No voy a decir que la primera, pero es el prototipo de la mujer fatal.

"Como decía la canción: Todo está en los libros"

P: ¿Ha encontrado en los libros o en el cine alguna verdad fundamental?

R: Sí, ya lo creo. En muchos casos, la ratificación de las ideas, los principios y valores que te han enseñado: el heroísmo, la lealtad, la traición, la cobardía… Como decía la canción, “todo está en los libros”. Y sí, sí que lo está. Está toda la vida. Y encuentras ejemplos, y lo que te han enseñado aparece en los libros. Igual que Garci dice eso de que el cine es una vida de repuesto, los libros son también, para algunos, una vida de repuesto. Yo prefiero decir una vida de complemento. Te complementan la vida. Mi lamento por aquellos que no tienen la compañía de un libro.

P: Y, para finalizar, ¿qué fue La Torre de Marfil?

R: (Risas) Fue una idea de un cuñado mío, de Carlos Baltés. Era un club para hablar de todo: de política, de novela, de mujeres, de hombres… Se nos ocurrió celebrar San Valentín como en la matanza del Día de San Valentín, e íbamos vestidos como en los años veinte o treinta… Al final es lo que sucede: era un club básicamente de solteros y, a medida que nos fuimos casando (risas) se fue reduciendo. Recuerdo que mi cuñado, Carlos Baltés, que es muy culto, pensaba en una frase de Scott Fitzgerald: “La gente y el tiempo que hemos conocido ya no existen”. Yo siempre lo vi un poco como El club de los suicidas, de Stevenson (risas). Lo pasábamos bien.

La entrada Torres-Dulce: “Los libros y las películas son siempre peligrosos” aparece primero en Zenda.

Selección del concurso de historias de fútbol

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Más de 400 autores participan en nuestro concurso de historias de fútbol, dotado con 3.000 euros, patrocinado por Iberdrola y que cuenta con un jurado formado por los escritores Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Juan Gómez-Jurado, Paula Izquierdo, Alberto Olmos y César Pérez Gellida, y la agente literaria Palmira Márquez. Y ahora publicamos en Zenda una selección con las 10 historias que optan a los premios.

Para participar había que enviar historias de fútbol entre el 14 de junio y el domingo 8 de julio. Este domingo, 15 de julio,  anunciaremos los nombres del ganador, que recibirá 2.000 euros, y del finalista, que recibirá 1.000 euros.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez historias seleccionadas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.


1
Visto y no visto
Carlos García Page

Fue un partido muy intenso que ninguno de los participantes olvidará jamás. El gran favorito era Alemania frente a la primera selección africana que alcanzaba la final del Mundial de fútbol. Representaba la imaginación, la ingenuidad y la indisciplina, todo lo que los prejuicios asocian al continente.

En el último minuto de descuento, apenas quedaban segundos para el pitido final, el equipo de Nigeria marcó. Había sido una jugada maravillosa, nunca vista antes, casi de otro mundo.

Apenas un segundo después del gol, el árbitro interrumpió el juego. Le avisaban desde el VAR que había ocurrido algo inaudito: la señal de televisión mostraba claramente que el balón no había golpeado con violencia las redes, que el portero no lo había tenido que desenredar para recogerlo. Millones de espectadores de todo el mundo no habían cantado goal, but, gol. Solo los 80.000 asistentes en directo.

La decisión estaba clara y se le hizo llegar al árbitro por el pinganillo: el tanto no había existido. Sacaría con su mano el guardameta. Se comunicó a los presentes a través de los videomarcadores del estadio. Los silbidos fueron acallados por la repetición de la jugada, la misma que se había visto en el resto del planeta. Recorrió las gradas un murmullo estupefacto, pronto atemperado por la insistencia de la repetición desde todos los ángulos posibles.

Gracias al país organizador, hubo un apagón en Internet que duró un tiempo indefinido. Ni la sorpresa ni la indignación salieron del estadio. Los corresponsales deportivos se rindieron pronto a la evidencia: comentaron la repetición como si les fuera la vida en ello. Las crónicas taparon la verdad con adjetivos épicos habituales entre periodistas. Dice la leyenda que algunos nunca regresaron. Nadie los echó en falta.

En la prórroga ganó el favorito. Los nigerianos lloraban desconsolados, golpeados por algo superior al destino y ajenos a los deportivos gestos de los germanos. El cielo bendijo el resultado con una lluvia de confeti. Los líderes en el palco se felicitaban con muestras de satisfacción. Al día siguiente subieron las bolsas, hubo una reducción de impuestos y Apple sacó otro invento inútil.

Aún hoy se grita el gol de Nigeria en los gulags.

***

2
La religión de los niños
Pablo Melgar Salas

Existe una creencia entre los artistas de que “solo si te mantienes real, tu arte será sincero”. Eso pensaba Leonardo cuando sus amigos del pueblo le invitaron a echar una pachanga la mañana del 5 de enero, en el patio de un colegio. Había pasado las últimas semanas de entrenamientos realmente duros, sus pies estaban deshilachados como el cojín que muerde un perro. La disciplina de soldado que te exige el fútbol profesional, en ocasiones consigue borrar la sonrisa de la cara del jugador cuando salta al campo. El juego de niños se convierte en un pulso de responsabilidad, competitividad y presión que solo el autómata es capaz de afrontar. Pero aquella mañana tenía la oportunidad de volver al patio de un colegio, aunque para ello tuviera que incumplir su contrato. Nadie tenía por qué enterarse.
Se levantó aquella mañana y vio sus relucientes botas Mizuno de piel de canguro blancas sobre el armario, de la misma forma en que Peter Parker abre el armario y contempla su traje de hombre araña. Pero hoy no era el día de vestirse de superhéroe sino de niño, así que rebuscó en el armario las zapatillas de adolescente con las suelas desgastadas de muchas tardes de verano, de torneos de 24 horas de juego ininterrumpido, de tardes muertas convertidas en hazañas que aún recordaban juntos en las barras de los bares del pueblo.
Se colocó aquella camiseta de Zidane, ya rota y con el número 10 a la espalda, que conservaba desde la adolescencia. Sacó unos pantalones blancos de un cajón que (a pesar de no ser Adidas) completaban el uniforme francés y los calcetines negros del cajón siempre reservados para el fútbol sala (por ser los únicos que no se le comían al correr). Se miró al espejo, metió la cabeza bajo el grifo y se sumergió en el silencio del agua. Un infarto helado le partió la cara de dormido en el mes de enero, sus ojos rojos de cal incrustados en el espejo. Tras secarse la cara ya estaba listo para la guerra.
Salió de su casa con el balón en los pies y llegó a la de su amigo, casi sin darse cuenta, gracias a la jugada imaginaria de regates, toques y pases contra los bordillos que había culebreado hasta allí. En aquella mañana plácida de Navidad, en los oídos de Leonardo resonaban cánticos de grada. Su corazón de perro palpitaba ante el deseo del juego. Pero tuvieron que caminar durante más de media hora hasta llegar al colegio. En aquel camino sus músculos se pusieron en marcha, de manera inversa a la que su ímpetu se apagaba ante los remordimientos del affair que estaba poniendo en práctica.
Llegaron al colegio y sus colegas de la infancia saltaban la valla. Otros daban ya toques sobre la piedra roja y el silencio, el olor a mar y el ruido de los pájaros eran las demás variables de aquel 5 de enero en la playa. Los que solían pedir de niños, pidieron de nuevo, y se conformaron los equipos. Leonardo aplicó su ritual de movilidad articular, estiramientos y ejercicios de coordinación que le habían grabado a fuego desde que era un niño. El partido comenzó. Desde el primer toque, se susurraban bromas entre los regates, se daban ánimos irónicos al más malo de todos ellos. Se humillaba al amigo con el intento de emular a Ronaldinho. Se marcaban goles, se hacían descansos que trascendían el resultado del juego.

-La otra noche, el Gómez se quedó dormido en el local de la fiesta de Nochevieja.

-¿No jodas?

-Oye, pásame el agua- se oye de fondo.

-Sí, sí, cuando se despertó no había nadie y me ha contado que estuvo lo menos media hora dando vueltas por allí.

-¿Y qué hizo?

-¡SALTAR POR LA VENTANA!

(Risa colectiva)

-¡UN LADRÓN AL REVÉS!

-Imagínate quien lo viera saltar hacia la calle, vestido con traje y corbata, y con cara de muerto.

Un trago de agua, otro viaje bajo las profundidades del grifo. El juego volvió a sus cauces, los músculos fríos después de la charla. Los movimientos más bruscos, más torpes, el nivel había decaído bastante. Son los minutos de los choques de rodillas, de las caídas tontas, de los primeros piques. Un balón salió despedido, Leonardo dio un paso que encadenó con un pequeño salto.
Y trastabilló. Silencio de muertos, mañana gélida, sudor de hielo que se evapora en la carne en llamas. La temporada había acabado para él, fractura en el quinto metatarsiano. El pie se convierte en bota, escayola, cirugía y dolor. Muchas semanas de rehabilitación hasta volver a sentirse otra vez jugador de fútbol. Mucho tiempo de espera, pero la verdad es que hacía mucho tiempo que Leonardo no se divertía tanto como aquella mañana épica en el patio de un colegio. Y de que terminó el partido de portero, nadie tenía por qué enterarse.

***

3
Misión
Óscar Rodríguez Valladares

Nos clasifican por letras, por orden alfabético. Los mejores son A, triple A si son excepcionales; los peores Z. Fallé en una misión y me hicieron Z. Allí las cosas no funcionan todo lo bien que cabe esperar: hay burocracia, tráfico de influencias, todo eso. De hecho, a menudo las cosas salen mal. Muy mal. Pero llegó aquel comunicado: me ofrecían otra oportunidad.

Las instrucciones no fueron muy precisas. No me revelaron el objetivo, tampoco el lugar ni la clase de misión. Una palabra clave y un contacto, poco más. De todos modos, no estaba en situación de exigir nada. Acepté.

Me dejaron en la A-5, en la Autovía de Extremadura, en la puerta de un local con un cartel que decía HOSTAL ERÓTICA CLUB; había también un dibujo de una chica en biquini o algo parecido. Yo sabía muy poco de los hombres, y menos aún de ese tipo de sitios. Entré.

El interior era oscuro y sonaba una música extraña; unos cuantos hombres en la barra agacharon la cabeza en un acto reflejo al verme. Mi contacto era Vicky, una de las chicas en biquini. Vicky es doble A. Me reconoció de inmediato; me sirvió una copa y me dio conversación; se me insinuó para no levantar sospechas. Subimos a una habitación.

Allí, sobre la cama, me informó de los detalles. Luego, hablamos de lo mío; me dijo que lo sentía, que yo no había tenido la culpa de aquello y que le podría haber pasado a cualquiera de nosotros, a ella misma incluso. Agradecí su apoyo. El destino era un pueblo próximo y me aconsejó llegar antes de que anocheciera. Una vez allí, sabría dónde ir, vería alguna señal. Miré a Vicky un instante allí tendida, desnuda sobre las sábanas. Me despedí deseándola suerte en su misión.

Hice autostop en el cruce. Paró un pequeño vehículo de transporte conducido por un hombre, iba lleno de botijos y platos. Hablaba, me contó cosas y le escuché; la carretera discurría entre encinas, sin muchas curvas. Después de un rato, se divisó un campanario y una cúpula al fondo. El hombre dijo que era allí.

Era justo antes de que el sol se pusiera. Bajé de la furgoneta. Algunas farolas comenzaban a encenderse de forma tímida, parpadeante; me detuve a mirar. Había un puente de piedra bajo el que fluía, lento, un río; y una calle principal con tiendas de cerámica y bares; a las afueras: una tapia blanca, larga, donde se leía CAMPO MUNICIPAL seguido del nombre del equipo y la palabra clave. Un lugar tan pequeño que los fuera de banda debían irse al pueblo vecino, pensé. Pero era el lugar, estaba seguro.

Apareces y alguien se fija en ti, siempre la persona adecuada. Ocurre así, sin preguntas, es un misterio incluso para nosotros. Yo miraba a esos chicos; sí, tenía que ser fútbol, corrían en aquel campo de tierra disputándose un objeto esférico. El hombre me llamó. Sus instrucciones: debía presentarme allí tres días por semana a esa misma hora. Era el entrenador.

Me hubiera bastado con el puesto de utillero y tener a punto todo el equipamiento: balones, botas, camisetas, todo eso. Pero me hicieron alto y fuerte, muy rápido, con una vista y reflejos superlativos.

Me probaron de portero.

Tanto daba un córner como un disparo o una falta, incluso penaltis. El procedimiento era siempre el mismo: seguía la trayectoria del balón, calculaba el impacto y sacaba los puños. En el momento preciso.

Eligieron un traje para mí, me pusieron unos guantes y unas rodilleras. Llegó el primer partido e hice lo mismo: sacar los puños. Ganamos.

Los chicos empezaron a hacerme algunas preguntas, pero también nos preparan para eso.

No podía regresar con otro fracaso, informar de nuevo que las cosas no habían salido según lo previsto, que el mal triunfaba una vez más.

Seguir la trayectoria, calcular el impacto y sacar los puños en el momento preciso, eso seguí haciendo en los siguientes partidos. No fallaba. Me aplaudían. A mí.

Un día vino un periodista de la ciudad; me estaba esperando en la salida de la caseta al final de un partido. Me hizo una foto. «Imbatible», tituló el reportaje.

El público iba a verme, decían. Paré dos penaltis en un partido y me sacaron a hombros del campo. No lograba encontrar el mérito pero, a medida que avanzó la temporada, por el juego, supe de la lucha, de la entrega y el dolor, del sabor de la victoria; y de la envidia y la avaricia de los hombres. Comencé a comprender.

Reían y Lloraban. Quise ser uno de ellos.

Último partido; estaban allí esperándome, en la grada, con Vicky. Sonó el pitido final. Me encargaron una nueva misión. Recibí instrucciones precisas: debía partir de inmediato, muy lejos. No pude festejar con el equipo.

De nuevo confían en mí, vuelvo a ser A. Tengo nuevas y mejores cualidades. Este sitio es bien distinto a aquel pueblo, aunque también aquí hay hombres. Me han asignado un importante cometido: cuidar y proteger al pequeño Koji. Exige toda mi atención. Cuando duerme, sin embargo, puedo tomarme un respiro; entonces, recuerdo con emoción aquella misión: mis días de portero en el Puenteño F.C.

Los chicos me pusieron Mazinger. Mazinger Z.

***

4
Mariana
Jorge Fernández-Bermejo Rodríguez

Mariana es colombiana. Viene a casa dos veces por semana, solo coincidimos los martes, es mi día de descanso, no me importa, es habladora, pero no chismosa. Ese día cocina, y cómo cocina, desde hace tiempo adapté mi paladar a sus ajíes, sus arepas de maíz triturado rellenas de huevo frito y demás divinidades.

Allí, en la cocina, cuando despierto, mientras pica cebolla me habla de su ojito derecho, Julio, y de sus tatuajes. Es su hijo pequeño. Me enseña una foto de whatssap con un tigre de bengala en tonos naranja cruzados por rayas negras adornando su brazo musculado. Él sigue en Colombia, sin oficio ni beneficio, metido en mil fregaos de los que Mariana no quiere enterarse. Elena es la siguiente, la madre de sus dos nietos, Marcos y Pedro, llegó embarazada a España, y su pareja se largó cuando estaba preñada del segundo, ahora todos viven con Mariana, bajo el mismo techo, y ella tira del carro como hizo siempre, porque así fue siempre en el mundo de Mariana, y ella no lo discute. Me cuenta sus visitas a la cárcel, Freddy, su hijo mayor está allí desde hace dos años, un asunto de trapicheos del que tampoco quiere enterarse, le lleva comida, intentan hablar de los buenos tiempos, y acaban llorando. Freddy le consigue la mejor marihuana que se puedan imaginar (yo la celebro todos los martes, después del café nos reímos del mundo entre caladas). Su vida ha sido dura desde siempre, y ella no lo discute, da gracias a Dios por todo lo que le ha sucedido. Ya no se acuerda casi de Fernando, su marido, ni de las zurras que le atizaba cuando llegaba borracho a casa, eso quedó atrás. Es muy religiosa, reza el rosario en voz alta y ruega por mí, y por mi familia, por sus hijos, por sus nietos, les paga misas a sus abuelos, a sus tíos, y a un hijo suyo que nació muerto, es al que más quiere. También reza por los futbolistas de la selección de Colombia, en especial reza por el pobre Escobar, incluso por los miserables que le mataron a balazos después de meter aquel aciago gol en propia puerta. No suele guardar estampas de vírgenes o de santos, pero hay una, la de “Nuestra señora del rosario de Chinquinquirá” que besa cada vez que juega la selección colombiana. El fútbol y la marihuana son sus dos válvulas de escape, hoy ha venido ataviada con una bufanda amarilla, azul y roja, pese a los treinta grados.

No me gusta el fútbol, pero ya soy experto en René Higuita, ese excéntrico portero con pinta de pirata que blocaba como un escorpión, he visto cien veces en internet el gol de Freddy Rincón contra Alemania, mientras el locutor grita aquello de «Dios es colombiano», era el favorito de Mariana, porque se llamaba como su hijo mayor, ahora ya no juega, está retirado, como Valderrama y el Tren Valencia, Asprilla o Leonel Álvarez. También me habla del negrito con cara de bueno que revolucionó el fútbol colombiano desde el banquillo, «Pacho» Maturana, con ese pelo cardado, ahora cano, que en su juventud podría haber sido el hermano mayor de «The Jackson five». Ellos nunca le han pedido nada, es más, son las únicas personas que le han dado alguna satisfacción en su vida. Mariana se lamenta de que siempre se queden a las puertas de algo grande cuando llega la hora de la verdad. Ahora sus ídolos son James y el Tigre Falcao, espera que en este mundial suban un escalón más, si en Italia no pasaron de octavos por la cantada de Higuita, y en Brasil rozaron las semifinales, toca soñar con el cielo de Moscú y coronarse por fin, sería bonito para su país querido y para ella, tanto como que fuera Cenicienta y le encajaran el zapato de cristal en su pie torturado por los juanetes.

Sentados ante el televisor, todo está preparado, debutamos ante Japón, es espectacular el colorido, un hermoso mosaico amarillo en las gradas, yo bebo Desperados, ella Coca-Cola, me siento bien a su lado, como si fuera la madre que nunca tuve, hoy soy ese hijo suyo que nació muerto y al que tanto quiere, y le pido al cielo que todo le vaya bien, que su hijo Julio no muera de un navajazo en una pelea de bandas y Freddy salga de la cárcel, que sus nietos crezcan sanos y su hija se enamore de un buen tipo que cuide de ellos, y sobre todo, pese a que ya sabemos que Colombia ha perdido su primer partido ante Japón y curamos nuestras penas con un porrito de marihuana, que pueda volver algún día a su casa con la copa del mundo reluciente entre sus manos callosas.

***

5
Japón – Colombia
Eduardo de los Santos

Cuando te fuiste, Colombia perdía contra Japón por uno a cero. No recuerdo el instante en que saliste por la puerta, ni si dijiste algo o no, ya sabes cómo soy yo con el fútbol. No me enteré. Pero sé que fue mientras Colombia aún perdía contra Japón, después del córner de Cuadrado que casi les da el empate, después de que me bebiera el alijo de guaro que escondías en la lavadora para las ocasiones especiales. Ese partido lo vi solo, a pesar de que eran tus selecciones y, joder, Alejandra, ya es raro encontrar una colombiana de ascendencia japonesa, pero más raro todavía es que a Colombia le toque contra Japón en octavos. No sé qué le picaría a tu abuelo para pasar la frontera, todos los japoneses se quedaban en Perú, te lo dije muchas veces, pero quién soy yo para cuestionar nada, ¿verdad? Si el hombre se metió en Colombia, pues por algo sería. El asunto es que aquella era una ocasión especial y por eso me acabé el aguardiente, no pensé que fuera para tanto, ni que te fuera a servir de excusa para irte así.

Y ya sabía que querías marcharte desde hacía mucho, desde que se nos fue la niña. Me seguías culpando de aquello, y no te culpo por culparme, no me malinterpretes, Ale, ahora lo entiendo; solo intento decir que te lo llevaba viendo en la cara desde hacía tiempo, que te querías ir y no sabías cómo y esa tarde viste la oportunidad cuando yo me bajé tu guaro y me quedé pendiente por ti, sí, por ti, del Japón-Colombia. El gol que no metió Cuadrado me lo metiste tú a mí cuando te fuiste de esa manera. Y Dios sabe que me lo merecía por no estar cuando lo de la niña, pero cómo dolió.

Cómo dolió y cómo duele. Porque supongo que no, que no dijiste nada. Te limitarías a mirarme desde el umbral de la puerta con la barbilla alta, con esa mirada insoportable de samurái lastimero que ponías cuando me sentaba en el sofá después de pasarme el maldito día conduciendo, como si lo hiciera por vago, juzgándome. Lléveme a Barajas, lléveme a Atocha, venga a buscarme a Gran Vía, déjeme en esta esquina mejor, recójame en la otra acera, el día a día del que no te hablaba igual que no te hablaba de la vergüenza que pasaba cada vez que alguien me reconocía en el taxi. Espera, ¿tú no eres el que jugaba en el Atleti? A veces les costaba mucho encontrar al delantero detrás del sobrepeso y la miopía. Nunca te conté esas cosas porque no merecía la pena echártelas encima, Ale. Porque bastante teníamos con lo de la niña. Y por eso empecé a beber, no por joderte, sino porque así era más fácil lidiar con lo que pasaba.

Pero esa tarde no me preguntaste. Me pusiste la maldita mirada esa de samurái tocapelotas que te gustaba ponerme, llenita de tus ancestros, y te largaste en mitad del encuentro de tus selecciones, me convertiste en el único payaso del barrio que estaba viendo esa mierda de partido, el Japón-Colombia de octavos que me costó nuestra relación. Si no hubiera estado viendo el fútbol te hubiera podido detener, no te hubiera dejado salir de casa así como así y ahora seguiríamos juntos, aquí, felices, que éramos muy felices aun con nuestras cosas, digas lo que digas, yo sé que lo éramos y eso es suficiente.

Pero ya ha llovido mucho.

Ahora voy a dejar por fin la casa. Van a echarla abajo, ¿sabes? Van a derruirla conmigo dentro, como lo oyes, y ya es tarde para arrepentimientos. Desde el Colombia-Japón, desde que te fuiste, no me he levantado de aquí. Te esperaba. Colombia perdía por uno a cero. Dejaste la luz del garaje encendida, como dice la canción, y la nevera abierta. Se calentó todo, se derritieron los helados, se pudrió la carne. Toda la bebida se echó a perder. Y yo no apagué la luz, no cerré la nevera. Te esperé aquí sentado viendo todos los partidos que siguieron a ese, los cuartos de final, las semifinales, la final, Wimbledon entero y luego el golf, el béisbol, el fútbol americano, la liga y la Champions y las ligas y Champions de los años siguientes; me vi hasta las putas competiciones de billar que echan en Eurosports a las tres de la mañana esperándote, Ale. Esperándote siempre. Es verdad que me merecía todo esto y más por lo de la niña, pero tú te largaste y fue peor, jugaste sucio y nadie te pitó falta, ya ves qué injusticia.

Que Dios te perdone. Hoy van a destruir todo lo que construimos juntos en esta casa, y solo quería que lo supieras: que van a destruirlo todo y que al final Colombia ganó a Japón y yo ni siquiera lo pude celebrar con una cerveza fría.

***

6
Un cielo azul y oro
Estela Pérez Lugones

Juan se mira las manos. Acaba de cortarse con un vidrio roto que descansaba, traidor, entre los diarios viejos que junta cada noche para ganarse unos pesos en la ciudad dormida. Intenta detener la sangre que fluye, como un arroyo bravo, restregándose las palmas contra la ropa. Las sumerge después en el agua sucia que corre por la acera. No lo logra. Maldice. Se asusta. No es la propia muerte o la enfermedad a lo que teme. Tampoco a su padre enojado que le dirá “vos siempre el mismo idiota”. Y descargará su furia con aliento a vino, transformada en cinturón contra su cuerpo menudo, pese a sus doce años.
A Juan no le importa él, pero sí su madre. Sueña con ser otro para llevársela lejos, con sus hermanos más chicos, cuando sus gambetas[1] perfectas dibujadas en el potrero[2] de la villa[3], al lado de la autopista, le den bastante más que los pocos pesos mugrosos que gana por noche, con suerte, mientras no lo roben, a cambio de los diarios, las latas y los plásticos que pueda encontrar y llevar en su carro.
La sangre se le refleja ahora en las pupilas. Se niega a cicatrizar, como si al hacerlo temiera quedar atrapada en ese cuerpo, el de Juan, el chico que lleva la pelota atada por un hilo invisible a sus pies, para asombro de los grandes y hasta del cura, que va a verlo cada tarde y de paso le habla de Dios y la Virgen, y le promete el cielo, un mundo feliz en un más allá impreciso donde él estará en paz y sin moretones con forma de rectas en la espalda.
Juan piensa a sus doce que el cura se equivoca. Y que el único cielo posible se viste de azul y oro cada quince días, los domingos, como si fuera misa, mientras un coro angélico hecho de miles de voces canta en la Bombonera, la cancha de sus sueños del equipo de su corazón.
Jugar en Boca sueña Juan. Y el cura, de tanto haberlo visto y sorprenderse con sus goles incrustados en el ángulo, de tanto contener la bronca infernal por esa espalda marcada, de la que se enteró entre monosílabos por el propio chico, y aunque su misión sacerdotal excluya una camiseta azul y oro, y una cancha verde, sin polvo y sin miseria, consigue, sólo Dios sabe cómo, que alguien con un contacto en Boca vaya a verlo al Juan, al día siguiente, el que vendrá tras esta noche en que un vidrio traidor se está robando su sangre.
Piensa Juan en su oportunidad mientras mira sus manos llorar en rojo sobre el asfalto. Si vuelve a casa con las palmas rotas y los pesos manchados se ganará una paliza. Si abandona el carro lleno ahí, en medio de la calle desierta para buscar ayuda, también.
Imagina por un instante el césped que late. El grito parido por cincuenta mil gargantas cuando él, Juan, meta un zurdazo a media altura junto al palo del arquero y sacuda la red desde adentro. Se le ilumina la cara y se le acelera el pulso. El cielo existe, se dice. Y sale corriendo a buscar al cura.

[1] Arg.: Movimiento hecho con el cuerpo, hurtándolo y torciéndolo para avanzar con la pelota, evitando que el adversario la quite.
[2] Arg.: Terreno descampado, sin pasto, que es utilizado por niños y jóvenes para jugar al fútbol como si fuera una cancha.
[3] Arg.: asentamientos informales y muy pobres caracterizados por una densa proliferación de viviendas.

***

7
Carlos
Dimas Prychyslyy

Lo primero que aprendí fue a dejar de usar las manos. Las mismas que durante años se dedicaron a colorear princesas en cuadernos recubiertos de purpurina, las que mamá adiestró para montar las claras a punto de nieve, las que la abuela azotaba con fiereza al no conseguir enhebrar una aguja. Lo primero que aprendí fue a dejar de usar mi nombre, mi verdadero nombre. El único que sabía que me llamaba Carlos era el abuelo, decían que estaba senil, que se confundía con su hermano. A mi padre se le ponían los puños azules y la cara grana cada vez que a su hija Isabel la llamaban Carlos. Yo obedecía a Isabel como cuando me mandaban a preparar bizcochos o hacer punto de cruz. Isabel era una sombra que aparecía al salir a la calle. Carlos soñaba con césped y vestuarios. Carlos sentía cómo le hormigueaba y se le encogía una parte desconocida del cuerpo, entre las piernas, cada vez que el estadio rugía desde la pantalla del salón. Hasta el 24 de julio de 1989 Carlos nunca se había atrevido a salir de mi cuarto.

Guardé las tijeras y la trenza en una caja de zapatos. Curro, que era un amigo del colegio con el que jugábamos a escondidas, me había prestado su réplica del equipamiento del Barça. El balón llevaba tiempo escondido en un viejo cesto del cuarto de la lavadora. Me había costado seis pagas y un atraco al bolso de mi madre. Entré en el salón dando unos perfectos toques con el empeine izquierdo. Mi padre, enfundado en unos calzoncillos a cuadros, se quedó rígido. Sentí como hervía la San Miguel helada que tenía en la mano. Mi madre soltó un chillido que le estremeció los rulos al ver mi pelo cortado a trasquilones. Al oír los gritos mi abuelo salió del cuarto y comenzó a gritar: “¡Eso es, muchacho! ¡Así se hace, Carlos, hijo! ¡Métesela por la escuadra al hijo de puta ese!”.

El abuelo se llevó una tunda de guantazos que lo tuvo postrado en cama varios días. Yo no fui al colegio el resto de la semana, el puño de mi padre, frío de cerveza, me dejó un cardenal que me recordaba los colores de nuestro único vínculo. Hasta que Diego, el profe de educación física, no vino a casa, yo no me atrevía a salir del cuarto, no me atrevía a quitarme la ropa que me había prestado Curro, no me atrevía a romper el abrazo del balón. Solo repetía como un mantra mi nuevo nombre. Diego consiguió que mis padres me dieran permiso para apuntarme en el equipo de fútbol del colegio. Y me llevó a su casa para que su mujer, que era peluquera, me arreglase el estropicio que encubría una gorra. Semanas más tarde, después de que los chicos del colegio estallaran en carcajadas al verme medio calvo y con una camiseta que me quedaba grande, Diego me regaló una de mi talla con la inscripción de Carlos en la espalda. Era el número cinco. “Póntela cuando llegue el día” me dijo.

Hoy es cinco de mayo. Hoy me han admitido en un equipo zaragozano de tercera. Masculino. Han dicho que no puede figurar Carlos Custodio hasta que no pasen dos años del tratamiento hormonal. Firmaré como Isabel Custodio. Lo he decidido. He echado en la bolsa del entrenamiento la camiseta que me regaló Diego. Diminuta.

***

8
El gol
Dimas Prychyslyy

Desde el primer momento Rusia me dio miedo. No por el acontecimiento en sí, ni porque las portadas de toda la prensa europea podrían llenarse de fotos con nuestras caras mientras Putin exigía silencio ante el escándalo. Mi miedo tenía un nombre: Sergei. Mi miedo era una portería y un chaval de piernas curvadas y ojos agresivos, azules. Un gol como venganza.

A cada regate me venía un recuerdo. Cada patada que le daba al balón era como si me la propinase a mí mismo en el estómago. Las gradas enmudecían. Yo esquivaba las cuatro sombras de los centrocampistas del equipo rival. El equipo enemigo. El equipo que capitaneaba un amigo que se había convertido en mucho más que eso. Cuando la mole de Chornyi se me echó encima, recordé la primera vez que vi desnudo a Sergei en el vestuario. Estábamos en Viena, aún no nos habíamos enfrentado. Por entonces desviábamos nuestras miradas del cuerpo del otro. Esquivábamos lo inevitable, hacíamos caños con los ojos. Nunca supe lo que le pasó a Chornyi pero no logró alcanzarme. Uno de los defensas, Bloj, intentó un derrape que fui capaz de esquivar con medio salto y un cambio brusco a la izquierda. De pronto recordé la primera conversación en inglés, y la sed callada de los gélidos ojos del portero. El recuerdo de la noche en el hotel se me echó encima y el flexo de la cama apareció multiplicado en los cegadores focos del estadio. Por fin estaba ante él, ambos sudados, como entonces. Sus piernas flexionadas, alerta. Los guantes preparados para capturar mi rabia. El aliento contenido de las más de cuarenta y tres mil personas del estadio hizo que se me acelerara el pulso. El sudor me nubló los ojos. Desnudé a Sergei mentalmente. Entonces lo supe: aquel gol no llegaría nunca. Me vino a la mente la pálida cara de Marija Vasilevna, la madre de Sergei. Lancé con toda la furia que fui capaz. El balón pasó por encima del larguero. Vi cómo se empañaban los ojos inventados de Marija en los, repentinamente, derretidos ojos de Sergei. Había decidido poner punto y final a mi carrera. Los insultos de la afición caían como una fina lluvia que me consolaba. Me había vengado. Al fin era libre.

***

9
Lo más importante
Carlos Zúmer Pérez

El árbitro, junto al saque de centro, con todo dispuesto salvo lo más importante, no quiso quitarle gravedad al asunto:

– No tenemos balón.

Le explicó a los delegados de campo de los equipos que, por alguna razón, la bolsa que había entrado al estadio llena de pelotas estaba ahora completamente vacía.

– Alguna tendrán ustedes aquí.

La búsqueda exhaustiva (vestuarios, sala de material, taquillas, público, gradas) fue prácticamente estéril.

– Lo más parecido que hemos encontrado es con qué inflarlas.

Se dispusieron dos excursiones de urgencia mientras los jugadores se morían de la risa. La primera llegó, violando el límite de velocidad permitido, hasta el campo de entrenamiento del equipo local. Los utilleros volvieron al coche con cara de haber visto un fantasma.

– Está todo menos los balones. No hay ni uno.

La segunda excursión alunizó en la tienda oficial del club, en la acera de enfrente del estadio. El gerente les recibió lívido señalando las peanas vacías donde siempre estaban las pelotas a la venta. Tampoco en el almacén había nada.

Cuando la razón de la demora del inicio del partido llegó hasta los periodistas y las radios chisporrotearon de puro placer, todos los oyentes, la gente en su casa, hizo lo mismo, por instinto natural. Y comprobaron que ellos tampoco tenían nada.

Se ofrecieron, en su lugar, balones de fútbol sala, rugby e incluso pelotas de playa. Nada de eso servía para la práctica del fútbol profesional, como sabía todo el mundo. Los balones medicinales tampoco aliviaron la situación.

El partido se suspendió y la Liga de Fútbol Profesional se reunió de urgencia en su sede de la calle Torrelaguna. La primera idea fue rechazada de plano:

– Los fabricamos en masa y ya está.

– Esto no puede quedar así. La FIFA exige una investigación urgente. Revisen las cámaras del estadio, minuto a minuto.

– Creo que usted no ha entendido todavía la dimensión del problema.

Porque el problema era mundial y eso apenas tardó en saberse lo que se tarda en apilar un hashtag. Los balones de fútbol habían desparecido en todas partes y el asunto superó con mucho a los organismos del balompié. El fútbol, sencillamente, estaba demasiado globalizado, se dijeron entre codazos y suspiros nerviosos, y la política temió un pánico masivo que derrumbara la cosa bursátil y, sobre todo, los hábitos de la gente.

– Es más difícil explicar esto que la llegada de aquel platillo volante.

Y esa fue la primera línea de investigación del G20 reunido también de urgencia. ¿Podía estar el extraterrestre gastándoles algún tipo de broma pesada?

– Su comportamiento es ejemplar en los últimos seis meses. Y su actividad cerebral está convenientemente controlada.

La segunda línea de investigación se confió a los mayores expertos en objetos redondos del planeta. Estos, con ayuda de geógrafos y físicos cuánticos, concluyeron que no había anomalía alguna en todo lo esférico que pudieron encontrar y recordar, incluida la propia Tierra que los contenía.

– Estamos dando vueltas en círculos.

La queja, pronunciada por la presidenta Ivanka Trump cuando ya habían transcurrido 43 días desde la desaparición, espoleó a las autoridades a buscar soluciones alternativas. Alguien tuvo entonces una idea brillante:

– No hemos preguntado a la gente del fútbol.

Las mentes más preclaras y los individuos más excelentes de este deporte fueron llamadas a consulta. Las estrellas se encogieron de hombros. Los entrenadores negaron con la mirada perdida. Los mejores analistas y tácticos del juego realizaron largas disertaciones que acabaron en ninguna parte. Finalmente, abajo del todo de la lista, los encargados del material fueron convocados en un discreto despacho. El más viejo de todos, muy veterano, aficionado a la holística y a los sellos, dijo tranquilamente:

– Alguna tripa se ha roto en alguna parte.

Tardaron tres horas y cierta tecnología psicolingüística en extraer de su poderosa mente una explicación inteligible de lo que quería decir:

– La primera opción es que un suceso aleatorio, sin relación alguna con el fútbol y en cualquier parte del mundo, haya provocado un desgarro. Puede ser la enfermedad de una persona, la pérdida de un anillo de boda o una bombilla que se funde y que nadie sustituye. La segunda opción es que haya ocurrido algún pequeño suceso futbolístico de resultado traumático para el conjunto. Eso es lo que ustedes tienen que encontrar.

Se gastaron ingentes cantidades de dinero en buscarlo, porque cada nuevo balón que era fabricado también terminaba engullido por la nada más tarde o más temprano. Por todo el mundo se repararon porterías, se pintaron mejor las rayas de campo, se abrillantaron trofeos, se mejoraron estadios, se restañaron amistades rotas por el fútbol y parejas peleadas por el mismo.

Finalmente, dos años y cuatro meses después de la primera desaparición, cuando el mundo empezaba a acostumbrarse a vivir sin fútbol y los equipos de búsqueda habían viajado miles de kilómetros desatando nudos, las autoridades encontraron un problema terrible, horroroso, muy triste, en la persona de un niño que había renegado del Betis y se había hecho del Sevilla.

– Tiene que ser esto, tiene que ser esto.

Los padres, que habían tirado la toalla hacía muchos meses, explicaron que antes el chaval no se perdía un partido del Betis, ni un entrenamiento siquiera, pero que aquella goleada en aquel derbi le hizo cambiar para que no se rieran más de él en el recreo. Las fechas, comprobaron, encajaban al milímetro.

El presidente del gobierno la explicó la situación al niño en el salón de su casa. Todo el Real Betis Balompié acudió a darle cariño, se le hicieron regalos y se le nombró abonado vitalicio del club. El chaval, entre lágrimas, cedió a los veinte minutos.

– Yo sé que está mal lo que he hecho.

Cuando se fueron, sin estruendo alguno, todo volvió a su sitio en otros veinte minutos. Pero el asunto de la globalización del fútbol sólo podía seguir trayendo problemas.

***

10
Mundial 78
Raúl Clavero

En la planta de arriba toda la familia, excepto mi tío, el sargento, celebraba con alaridos selváticos el segundo gol de Kempes. En ese instante, tres pisos más abajo, la mujer del sótano también gritaba.

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5 poemas de Ángel García López

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Su obra ha sido reconocida con importantes premios como el Nacional de Literatura y el Nacional de la Crítica. Sus versos aparecen en antologías nacionales e internacionales. A continuación, puedes leer 5 poemas de Ángel García López.

Quien puso en ti su mano tuvo ardiendo

Quien puso en ti su mano tuvo ardiendo
la carne y perfumó su corazón.
Desde entonces mi piel se ha acostumbrado
a dormir en una sola habitación.

Después de tanto tiempo de visita
los dedos aprendieron la lección.
Las brasas de por fuera son por dentro
distintas al tocarlas como son.

Andar entre tus cosas una noche
es igual que asomarse a algún balcón.
Los brazos se hacen huéspedes sabiéndose
un jubileo y una jubilación.

Desde entonces no hay nada que no sepa
a mercado y a venta de ocasión.
Quien puso en ti su boca ha conocido
las pavesas de su incineración.

Amar es muchas veces una herida
con una cicatriz de quita y pon.
Quien deja sus dos ojos en tus labios
enferma al encontrar su curación.

Ahora recuerdo cómo anduve a tientas
hasta oírle la voz a la emoción.
Quien puso en ti su mano ha sucumbido
al fuego de su propia combustión.

Así como el atleta

Mi cuerpo es como un pájaro. Me alzo
sobre una cordillera de gorriones.
Las alas me empujaron en el salto,
se me llenó la carne de motores.

Hoy he vuelto a la vida. Libre, gano
mi oficio milagroso de ser hombre.
He tocado una nube con mis brazos
y le he robado al águila su polen.

Quise sentir el mundo, lo delgado
del límite del día con la noche.
Corrí sobre la pista del milagro
indagando el secreto del azogue.

Debí de ser gacela, ardilla, gamo
perseguidor del aire de los bosques.
Mi pecho respiraba como un campo
lastimado de músicas y flores.

Luché contra el equipo de los nardos
y el fuego de amarillos girasoles.
Competí con la pluma de los pájaros
y el latido voraz de los relojes.

Sin sentir en los músculos cansancio
llegué, libre, a la meta.
Desde entonces
traigo una lluvia nueva entre mis párpados.

¿Fui yo? Nadie creyera. El horizonte
se me llenó de cánticos y aplausos.
Hoy le vencí a la vida en el deporte
de alcanzar la alegría con las manos.

De “Tierra de nadie”

El baile

Porque tu pie no es árbol, sino vuelo,
paloma desmandada, extenso ramo,
la nota más viajera a tu reclamo
solucionó lo grávido del suelo.

Porque tu pie volaba por el cielo
con peso de sonoro miligramo,
la nota más viajera, como un gamo,
buscó lo forestal del violoncelo.

Y, entonces, fue la música. El Danubio
sonaba por un vals, y un gnomo rubio
danzaba entre los vuelos del vestido.

Tu pie giró al impulso de la orquesta,
y en los bosques de Viena una ballesta
fue preparada para herir lo herido.

De cuando nos nevaba y te reías

Llueve la nieve y llueve en tu mirada.
La nieve nieva y llueve tan deshora,
que a tus ojos, tan negros, los decora
de una pequeña ruta de nevada.

Está nevando nieve enamorada.
La nieve por tus ojos se enamora
nevando tu mirar, que nieva y llora
la aurora del nevero deshojada.

Te ha nevado la voz, y, de repente,
tu risa abre a la tarde la alegría
saltando de tu boca como un copo.

Me has lanzado una bola hacia la frente.
Y ha vuelto a sonreír tu niñería
mientras beso tu risa y te la arropo.

Besarte no es amor, es irte oliendo

Besarte no es amor, es irte oliendo
igual que huele el macho a su collera;
es saberte paloma mensajera
al gavilán las alas abatiendo.

Besarte no es amor, es ir pidiendo
besana donde hundir mi sementera;
es ser igual que el toro en la pradera
huyendo de la hembra y embistiendo.

Igual que el ciervo oculta el baluarte
donde el celo resiste y le reclama,
así mi boca llega hasta tu boca.

Porque besarte entonces, no es besarte.
Es dejar en los labios la proclama
donde la sangre asusta de tan loca.

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Carlos Pérez Merinero, escritor tan irreverente e iconoclasta como original y único

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En mi caso, leer novela negra fue la consecuencia de ver todas aquellas películas adaptadas de las novelas de Chandler, Hammett y W.R. Burnett entre otros. Cómo no sentir fascinación siendo un crío por aquellos largometrajes en blanco y negro de gabardinas, sombreros, cigarrillos, whiskys y metralletas. En aquel entonces el blanco y negro no solo estaba en las películas. También estaba presente en el barrio. Quizás porque llovía más y la lluvia potencia los claroscuros en detrimento de los colores; quizás porque el pensamiento en las postrimerías de la dictadura franquista era digital: estabas con el régimen o eras un rojo judeomasónico, o blanco o negro; quizás porque todo, en realidad, era digital: soltero o casado, la 1 o la 2 de TVE, carne o pescado, mar o montaña…

"Carlos Pérez Merinero nos contaba una historia en cada una de sus obras que flotaba, eso sí sobre un paisaje literario muy lírico y psicológico que marcaría la trayectoria del genial novelista hasta su muerte"

Ya de niño me di cuenta de una cosa: la novela negra enganchaba. Por eso la abandonaba premeditadamente y pasaba a otras cosas, para no perdérmelas, para satisfacer mi curiosidad de lector y esas pequeñas inquietudes de saber que tenemos todos. Pero irremediablemente volvía a la novela negra, hasta que volvía a dejarla de forma deliberada. Bueno, el caso es que así estuve toda la vida para llegar a un punto de no retorno, ese punto en que el yonqui se da cuenta de que está enganchado y de que no hay vuelta atrás, ese punto en que uno se da cuenta de que todo lo que se salga del género le aburre, porque la novela negra le ha explotado dentro del alma como un castillo de fuegos artificiales pringándolo todo de un esmalte que no hay aguarrás que lo haga desprenderse.

En mi caso, cuando hablo de novela negra me estoy refiriendo a la tradición americana que iniciaron Hammett y Daly y que continuaron el grandioso Chandler, Burnett, Goodis, Westlake, Himes, Thompson, Ellroy, Cain, McBain, Chase, Sallis, Crumley, Mosley o Block, entre muchos otros, porque esto es lo grande de la novela negra, que hay muchos otros con gran variedad de perspectivas convertidas en subgéneros con muy ricos matices. Ir descubriendo poco a poco a todos estos autores fue una verdadera fiesta.

En un determinado momento descubrí que también había autores españoles que hacían buena novela negra, sobre todo en el tardofranquismo, de forma bastante marginal, casi clandestina, y más tarde en la transición. Fue así como conocí a Manuel de Pedrolo y a González Ledesma, y más tarde a Andreu, Miguel Agustí, Fuster, Juan Madrid, Ibáñez, Quinto, Ribera y algunos más; bastantes más, para ser exactos, cada uno con sus perspectivas, con sus maneras de abordar el género. Pero de entre todos estos autores españoles, siempre me llamó la atención uno de ellos, alguien distinto, alguien con una originalidad fuera de lo común, alguien que no se preocupaba demasiado por las descripciones, ni siquiera por las localizaciones de sus novelas. Carlos Pérez Merinero nos contaba una historia en cada una de sus obras que flotaba, eso sí, sobre un paisaje literario muy lírico y psicológico que marcaría la trayectoria del genial novelista hasta su muerte.

"Antonio Domínguez y los duros pasajes de sexo y violencia de la novela narrados en primera persona por boca del protagonista escandalizaron a más de un gilipollas"

Carlos nace en Écija el 17 de octubre de 1950, pero desde los dos años vive en las provincias de Gerona y Palencia para terminar viviendo durante diez años en Jerez, donde cursaría el bachillerato. En 1966 llegó a Madrid para quedarse definitivamente y estudió la carrera de Económicas. En ese período recibió premios de poesía, participó en actividades relacionadas con el cine y escribió con su hermano David algunos libros dedicados al séptimo arte. Tras ejercer de profesor universitario en un colegio mayor fue guionista y director de cine y finalmente decidió dedicarse a la Literatura.

Es así como en 1981 se publica Días de guardar, su primera novela, cuyo protagonista, Antonio Domínguez, era un «cabrón con pintas» —empleando el lenguaje del propio autor—. La novela puede considerarse un hito dentro de la novela negra en España. Mientras los demás autores elegían a policías, detectives, periodistas, abogados, cobradores de deudas, etc., que investigaban un caso, Carlos elige a un delincuente mezquino, egoísta, machista y psicópata para protagonizar su novela, algo que había bordado Jim Thompson en Estados Unidos, pero muy novedoso en España. Debido a que se publicó en la colección de novela negra de Bruguera en formato bolsillo, la novela se distribuyó bien, vendiéndose una cantidad de ejemplares que en función de las fuentes oscila entre diez y doce mil. Unos cuantos miles de lectores descubrieron a un nuevo autor transgresor, irreverente e iconoclasta que Salvador Jiménez de Parga, en su ensayo sobre novela negra, efectivamente, comparó con Jim Thompson, pero que irrumpió en un ambiente en el que los tentáculos de la dictadura franquista todavía marcaban la hoja de ruta, en un país tan puritano como para llevar al número uno de la lista de superventas a Los pajaritos de María Jesús y su acordeón (que hay que joderse) y a diseñar un logo tan carca para el mundial de fútbol del 82 como el jodido Naranjito (que también hay que joderse). Antonio Domínguez y los duros pasajes de sexo y violencia de la novela narrados en primera persona por boca del protagonista escandalizaron a más de un gilipollas que, lejos de ver la calidad de la escritura o la originalidad del texto o la capacidad del autor para adentrarse en la mente de un delincuente psicópata o simplemente la novedad de narrar de esta forma dentro de la narrativa española o, en definitiva, la limpieza de la escritura de Carlos al no consignar en la trama nada superfluo o periférico, se dedicaron a criticar a un autor que ni entendían ni llegaron a entender nunca. No deja de ser curioso ni genial cómo algo que cualquier autor tarda años en quitarse de encima (el lastre literario que uno lleva dentro por causa de estudios superiores de literatura o filología —como expresaba el propio Paul Auster no hace mucho en una entrevista— y que impide escribir una buena historia sin adornos y florituras superfluas y rimbombantes), Carlos lo consigue en su primera novela.

«Y la culpa de todo la tienen los periodistas. Por mi madre, que con las tripas del mejor ahorcaba al peor. ¿Se han fijado alguna vez en la cantidad de paridas que se escriben en los periódicos? Pues si no se han fijado, fíjense. Cosas que le interesen a uno, lo que se dice cosas que le interesen a uno, hay que buscarlas con la lupa. Sin embargo, chorradas todas las que quieran. Pero eso sí, le dan un barniz los tíos que parece que nos va a ir la vida en que tal menda de nombre impronunciable gane las elecciones en Dinamarca o que en los Estados Unidos no vendan trigo a los rojazos de los rusos. La monda en bicicleta, vamos».

La novela se reeditaría en 2014, más de treinta años después de haber sido publicada en Bruguera, en la editorial Reino de Cordelia, con prólogo del escritor Óscar Urra, gran conocedor de la obra del ecijano, que comentaba en el mismo que «Carlos Pérez Merinero era el más conocido de los escritores españoles de novela negra menos conocidos», definición que queda para los anales de los prólogos por su genialidad y todo lo que implica.

«Cuando vuelvo al cuarto ella duerme como una bendita. Serán gilipollas, desagradecidas y todo lo que ustedes quieran, pero tengo que reconocer —si tengo una virtud, esa es la de ser objetivo— que están buenísimas. La ves así, durmiendo, en pelotita viva, y te dan ganas de olvidarte de que es lunes y de que la tienes un poco floja y de ponerte sobre ella y tirar de vareta. Se iba a despertar con toda la mandanga dentro».

"En 1982 la editorial Cátedra publica Las reglas del juego, otra crook story hilarante en donde unos delincuentes de medio pelo planean secuestrar al presidente de la FIFA en pleno mundial del ochenta y dos"

Una novela pionera en España, sin duda, en una época en que se publican algunos títulos de otros escritores que van a marcar la pauta en el noir español. En 1977 se publica Los mares del Sur, de Vázquez Montalbán, que establece el canon de detective chandleriano a la española. En el mismo año se publica Demasiado para Gálvez, de Jorge Martínez Reverte, que indaga en el descubrimiento de diversas tramas financieras a través de su protagonista, un periodista llamado Gálvez. En 1980 se publica Un beso de amigo, de Juan Madrid, que elige a un cobrador de deudas llamado Toni Romano para llevarnos por las calles y la noche de Madrid, evitando así al estereotipo de detective americano que en España no existe como tal. En ese mismo año se publica Prótesis, de Andreu Martín, que nos narra de forma dura y violenta la historia de unos delincuentes y un policía. También en el mismo año la editorial Edelvives, en su colección Ala Delta, publica La triple dama, de Julián Ibáñez, una novela cuyo protagonista es un antiguo futbolista que recibe una oferta de trabajo del presidente de su antiguo club, un trabajo nada convencional, por supuesto. Y en 1981 es cuando aparece Días de guardar.

Carlos sigue la línea trazada en su primera novela, y en 1982 la editorial Cátedra publica Las reglas del juego, otra crook story hilarante en donde unos delincuentes de medio pelo planean secuestrar al presidente de la FIFA en pleno mundial del ochenta y dos, que se celebra precisamente en España. La novela empieza con un atraco frustrado. A partir de ahí el lector empieza a ver por dónde van a ir los tiros. Que la cosa se complica con unos giros de los acontecimientos impredecibles nos lo va contando Luisito, el protagonista, que quiere ser un gángster para eludir el trabajo en la churrería de su abuela. La novela no es precisamente un canto a la esperanza, con una carga de crítica social considerable. Eso sí, las dosis de humor que seguirían presentes en las restantes novelas de Merinero, por lo menos en las de la primera época, son memorables. Baste decir que en uno de los capítulos, en el que Luisito acude con Ortega (el jefe de la banda) a sonsacar información a un tipo al que encuentran en la cama con su amante, el chico, que como se ha dicho es el narrador, se está cagando y mal que bien puede realizar su cometido.

«—¡Vamos, a qué esperas! ¡Dispárale! —dijo Ortega.

Que me cagaba, es que me cagaba. Me dejé de disparos y de leches. Lo primero es lo primero.

—¡Espera… espera un momento —y salí entacado de la habitación.

—¿Adónde vas? —se desgañitó Ortega.

No le respondí. Me puse a abrir y cerrar puertas como un descosido hasta que di con el cagódromo. Me fui hasta la taza con una sed de justicia que sólo ella podía apagar y me bajé los pantalones y calzoncillos —perdiditos de caca, por cierto— con una velocidad que ni Frégoli (un transformista que según contaron un día en la tele era virguero para estas cosas) ni hostias».

O cuando la banda se va a la casa de campo de Ortega, y Luisito se hace ilusiones porque cree que van a preparar el golpe y lo que hacen es prepararse y comerse un conejo al ajillo.

«Mis expectativas de asistir a una reunión de esas de película pronto cayeron por tierra. En cuanto que llegamos a la casa lo primero que hicieron Ortega y Tito fue irse a descuartizar un conejo para prepararlo al ajillo. ¡En vez de sentarse alrededor de una mesa con Bernedo y conmigo para trabajar en el proyecto, van los tíos y se marchan a la cocina a hacer un conejo al ajillo! Bonita manera de empezar un plan de esta envergadura, me dije, pero como donde hay patrón no manda marinero me metí la lengua en el culo y me fui con Bernedo a la puerta a fumarme un cigarrito».

La editorial El Garaje la reedita ahora, en 2018, y se presenta el sábado 14 de julio a las 12.30 h. en la librería Sin Tarima (calle magdalena 32). Harán de oficiantes su hermano David, Carlos Rodríguez Crespo, escritor y estudioso de la obra de Merinero, Manuel Blanco Chivite, periodista y ex convicto por su lucha antifranquista, y Paco Gómez Escribano, es decir, mi menda, para el que es un honor asistir a la presentación junto a David, Manuel y Carlos.

"En 1986, de la mano de Júcar, en su mítica colección Etiqueta Negra, ve la luz La mano armada, una novela, según el propio autor, antifranquista"

En 1983 (otra vez Bruguera y la colección Libro Amigo) se publica El ángel triste al precio de trescientas veinticinco pesetas. El protagonista de la misma vuelve a ser un tipo solitario, introvertido y de alguna manera feliz al haberse convertido en un anacoreta dentro de su propio salón, encerrado y viendo películas. Hasta que esa paz se trunca por razones externas.

En 1986, de la mano de Júcar, en su mítica colección Etiqueta Negra, ve la luz La mano armada, una novela, según el propio autor, antifranquista. Y así es. Merinero vuelve a meterse en la piel de un indeseable, que en este caso es un policía, que a la vez es el narrador en primera persona, en la que tan cómodo se encuentra el autor, de la historia. Carlos Rodríguez Crespo lo explica fenomenal en la revista Jot Down:

«En La mano armada volverá a recuperar parte de estos elementos constituyentes pero optando por ridiculizar a la policía franquista. Si bien la obsesión por las relaciones sexuales, la referida cosificación de la mujer y, en suma, la dominación masculina forma parte de un universo representacional común, en esta ficción el narrador, que igualmente escribe en primera persona, es un policía franquista que participa en una célula secreta, La mano armada, constituida con el objetivo de reprimir y asesinar a núcleos insurgentes contrarios al régimen del general Franco. El lenguaje procaz y el cinismo del narrador, unidos a pasajes de hilaridad ciertamente insurgentes, componen un fresco que anima una interpretación entre la empatía y el rechazo, con el trasfondo de una crítica desprovista de concesiones al aparato policial de los sesenta del pasado siglo. La novela, publicada en diciembre de 1986 por la editorial Júcar, dentro de su colección Etiqueta Negra, bien puede entenderse como una aproximación al terrorismo de Estado, en un año en el que la crítica a la dictadura ya estaba normalizada y los GAL planeaban en el debate público, y obviamente los atentados perpetrados por ETA: en este sentido, La mano armada cumple la función de revisar la genealogía de tales acciones terroristas permitidas, si no promovidas, por altas instancias políticas».

Después vendrían El papel de víctima (1988), Llamando a las puertas del infierno (Premio Alfa 7 de novela policíaca, 1988), Las noches contadas (1990), Desgracias personales (1993), Razones para ser feliz (1995), Caras conocidas (2003), Sangre nuestra (2005), La niña que hacía llorar a la gente (2010), La estrella de la fortuna (2016), La santa hermandad (2017) y Carlos Pérez Merinero: Obra póstuma (2018), que incluye las novelas Salido de madre y La casa de todos.

"Desgraciadamente, Carlos Pérez Merinero muere en el año 2012, así que a partir de ahí todas las novelas son reediciones o novelas póstumas"

Razones para ser feliz, Sangre nuestra y La niña que hacía llorar a la gente son novelas tardías, de una época en la que el autor se había retirado del mundo y vivía con su madre en un piso del barrio de la Concepción, medio aislado y convertido en una especie de anacoreta, como alguno de sus personajes. Las tres forman parte de la trilogía Fronteras de la inocencia, y en las tres los protagonistas son niños, niños malditos y traumatizados. En esta etapa, Carlos gusta de experimentar con diversas opciones narrativas, como la segunda persona del singular y la primera persona del plural que, si bien están ya inventadas, son difíciles de utilizar sin romper el ritmo de las novelas.

Desgraciadamente, Carlos Pérez Merinero muere en el año 2012, así que a partir de ahí todas las novelas son reediciones o novelas póstumas que David, su hermano, va rescatando afortunadamente del cajón, para goce y deleite de la corte merinerista que, sin ser una secta, es sin embargo un club selecto y reducido que ha convertido a Carlos y a sus novelas en un escritor de culto cuyas obras también son de culto. Novelas, sobre todo las antiguas, que hoy en día solo es posible conseguir en las tiendas de segunda mano y a veces ni eso, para vergüenza de un país que no sabe cuidar de su memoria histórica literaria y en general de toda su memoria artística.

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Autor: Carlos Pérez Merinero. Título: Las reglas del juego. Editorial: El Garaje. Venta: Amazon y Casa del libro

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Kiko Matamoros

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Siempre he creído que compartir la cultura no deber ser algo relacionado con las élites culturales ni con los grandes referentes. Intento investigar, no quedarme en lo convencional, y poner en valor otros puntos de vista. Quizás esta mirada sea consecuencia de mi biografía o de mi trabajo fotográfico. Por eso me parece muy interesante poder compartir en Zenda este reportaje que he realizado a Kiko Matamoros, un tío peculiar, mediático, pero sobre todo una persona con una tremenda humildad que muchas veces no se refleja en el personaje que él mismo ha vendido en los medidos de comunicación.

Pude compartir con él una conversación divertida, personal y en algunas situaciones íntima. De una intimidad que realmente interesa, y a mí me seduce: hablando sobre literatura, cine, deporte, toros y la vida en general.

Kiko es una persona con una gran sensibilidad, sincero —aunque no guste—, pero sobre todo una persona comprometida con y para la cultura desde un punto de vista que no estamos acostumbrados a contemplar en personajes de su esfera profesional.

Es un gran apasionado del cine italiano —devoto de Mastroianni y de una pléyade de directores— y, cómo no, de los libros.

Le indigna la dejación que ha habido por los representantes políticos del mundo de la cultura, cree que es triste y no nos corresponde como sociedad.

Se considera un cínico, en el sentido menos innoble de la palabra. Afirma que se ha convertido en una persona indulgente que, a fuerza de defraudarse a sí mismo, ha acabado aceptando con naturalidad, y cierta deportividad, que los demás le defrauden.

Respecto a la pregunta de si seguiría el paso de algunos colegas de publicar me contesta:

“Sé que gozaría de una situación privilegiada, y ya me han llegado los cantos de sirena, pero respeto y admiro tanto el trabajo de los buenos profesionales que lo consideraría un ejercicio de oportunismo y un fraude”.

Aquí podemos saber más sobre sus gustos literarios:

De mis primeras lecturas, allá por los setenta y ochenta, me entusiasmaron los autores de la Generación Perdida, incluida Djuna Barnes, más tarde la Beat Generation y el realismo sucio de Bukowski. De autores en lengua española los del Boom hispanoamericano y de los españoles Cela, Goytisolo, Delibes y Marsé.

De los primeros libros que me impactaron en sentido positivo recuerdo El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que estaba en la biblioteca de casa. También recuerdo que le cogí a mi padre Torotumbo, de Miguel Angel Asturias: me impresionó el contenido por mi juventud.

Me gusta la poesía. Admiro a Baudelaire, el Belmonte de este género, Neruda y César Vallejo especialmente.

Valoro mucho el humor en la literatura, el siglo de Oro es una mina en este sentido. Un libro que me fascina es El novio del mundo, de Felipe Benítez Reyes, que entierra sus raíces en la novela picaresca.

De la narrativa extranjera más actual me quedo con Philip Roth, Bolaño y Sam Savage, un descubrimiento relativamente reciente.

Nos recomienda este libro a los lectores de Zenda:

Empiezo a creer que es mentira, de Carlos Mayoral.

Me gusta mucho la apuesta de Círculo de Tiza, una editorial independiente que dentro de sus limitaciones cuenta con un catálogo admirable. Esta obra es una mezcla de ficción y realidad en la que los protagonistas son el autor y la literatura, en un juego imaginativo que provoca la complicidad del lector. La audacia y la elegante capacidad narrativa de Mayoral son innegables. Creo que estamos ante un escritor que nos va a dar grandes satisfacciones.

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El Napoleón de Notting Hill, de G. K. Chesterton

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El Napoleón de Notting Hill (Huso Editorial), de G. K. Chesterton, escrita en 1904, y cuya trama transcurre en Londres en 1984, es simultáneamente una fantasía futurista, una sátira política, un cuento profético y una novela desbordante de poesía, inteligencia, aventuras, y humor. Chesterton fue un escritor y periodista británico de inicios del siglo XX. Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes. En esta obra dos personajes contrapuestos y complementarios libran, cada uno a su manera, una batalla contra la inercia de una época que ha perdido la fe en las revoluciones. Zenda publica el arranque de esta novela singular.

 

El hombre de verde

MUY POCAS PALABRAS hacen falta para explicar por qué Londres, de aquí a cien años, será muy parecido a como es hoy, o mejor dicho, ya que debo hablar desde un pasado profético, por qué el Londres del comienzo de mi historia era muy parecido al de aquellos días envidiables en que yo aún vivía.

La razón para ello podemos resumirla en una oración. La gente había perdido absolutamente la fe en las revoluciones. Todas las revoluciones son doctrinales —tanto la francesa como la que introdujo el cristianismo. Y el sentido común nos dirá que no es posible alterar todas las cosas, costumbres y convenciones existentes, a menos que uno crea en algo externo a ellas, algo positivo y divino. Ahora bien, Inglaterra, durante este siglo, perdió toda fe en ello. Creía en una cosa llamada Evolución. Y decía: Todas« las transformaciones teóricas han terminado en sangre y hastío. Si hemos de cambiar, cambiemos de forma lenta y segura, como los animales. Las únicas revoluciones exitosas son las de la Naturaleza. No ha habido ninguna reacción conservadora a favor de las colas».

Y algunas cosas sí que cambiaron. Las cosas a las que no se daba mucha importancia se perdieron de vista. Las cosas que no solían ocurrir con frecuencia dejaron de ocurrir del todo. Así, por ejemplo, la fuerza física concreta que controlaba el país, los soldados y la policía, se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta casi desaparecer. La gente unida hubiera podido barrer en diez minutos a los escasos policías; si no lo hacían era porque no creían que aquello fuera a reportarles el menor beneficio. Habían perdido la fe en lasrevoluciones.

La democracia había muerto; pues a nadie le molestaba que la clase gobernante gobernara. Inglaterra era ahora prácticamente un despotismo, mas no un despotismo hereditario. El cargo de Rey era asignado a un funcionario cualquiera. A nadie le importaba cómo ni a quién. Era sólo una especie de secretario universal.

De esta forma en Londres todas las cosas marchaban muy tranquilamente. Esa confianza vaga y algo deprimida en que las cosas ocurrirán tal como han ocurrido siempre, que es un estado mental al que tienden los londinenses, se había convertido en axioma. Realmente no había razón alguna para hacer otra cosa que lo que se había hecho el día anterior.

No había por tanto razón alguna para que los tres jóvenes que siempre caminaban juntos hasta el Ministerio, no hiciesen juntos el mismo trayecto en esta mañana particularmente invernal y nublada. En aquella época todo se había vuelto mecánico, y muy especialmente los empleados del gobierno. Todos los empleados acudían a sus puestos regularmente. Tres de estos empleados siempre caminaban juntos por la ciudad. Todo el vecindario los conocía: dos de ellos eran altos y el tercero bajito. Y esta mañana el empleado bajito se retrasó unos segundos cuando los otros dos pasaron frente a su puerta: él podía haberlos alcanzado con tres zancadas, o podía fácilmente haberlos llamado. Pero no lo hizo.

Por una razón que no será comprendida hasta que todas las almas sean juzgadas (si es que son juzgadas alguna vez; esa idea era catalogada por entonces de adoración fetichista), el empleado bajito no avanzó al encuentro de sus dos compañeros, sino que caminó lentamente detrás de ellos. Era un día gris, sus trajes eran grises, todo era gris; pero llevado por un extraño impulso, anduvo calle tras calle, barrio tras barrio, contemplando las espaldas de los dos hombres, quienes habrían girado en redondo si sólo los hubiera llamado. Ahora bien, hay una ley escrita en el más oscuro de los Libros de la Vida, y es :ésta si miras una cosa novecientas noventa y nueve veces no corres peligro alguno; pero si la miras por milésima vez, correrás el riesgo aterrador de verla por primera vez.

Así pues, este pequeño funcionario del Gobierno miraba los faldones de los altos funcionarios del Gobierno, y calle tras calle, esquina tras esquina, no vio más que faldones, faldones, y otra vez faldones. Entonces, sin que él supiese en absoluto por qué, algo le sucedió a sus ojos.

Dos dragones negros caminaban de espaldas frente a él. Dos dragones negros lo miraban con ojos infernales. Los dragones caminaban de espaldas, es cierto, pero no obstante mantenían los ojos clavados en él. Los ojos que él veía eran, en realidad, sólo los botones traseros de las levitas; si lo miraban de ese modo era tal vez porque anidaba en ellos la memoria de su insignificancia.

La raja entre los faldones era el perfil de la nariz del monstruo: cada vez que el viento invernal los hacía ondear, los dragones se relamían. Fue sólo una fantasía momentánea, pero se incrustaría para siempre en el alma del pequeño empleado. Nunca pudo volver a pensar en hombres con levita sino como dragones caminando de espaldas. Más tarde explicaría, con mucho tacto y amabilidad, a sus dos amigos funcionarios, que (si bien sentía por ellos un inefable aprecio) no podía dejar de considerar seriamente sus caras como una especie de colas. Colas apuestas, admitió, colas elevadas en el aire.

Pero a cualquier amigo verdadero que desease ver sus caras, les dijo, deberían permitirle que les diese la vuelta respetuosamente, a fin de poder verlos por detrás. De este modo vería a los dos dragones negros de ojos ciegos. Pero cuando los dos dragones negros saltaron por primera vez entre la niebla sobre el pequeño empleado, tuvieron sencillamente el efecto que tienen todos los milagros: alteraron el universo. El empleado descubrió un hecho conocido por todos los románticos: que las aventuras suceden en los días grises, no en los días soleados. Cuando la cuerda de la monotonía alcanza su máxima tensión, estalla engendrando una canción. Apenas se había fijado antes en el clima, pero bajo la siniestra mirada de aquellos cuatro ojos inertes, miró en torno y reparó en la extraña inercia del día.

Hacía una mañana fría y opaca, sin neblina, pero con esa penumbra de nube o nieve que lo baña todo en un crepúsculo verdoso o cobrizo. En días como ,ésos la luz no parece venir del cielo sino ser una fosforescencia adherida a las cosas mismas. El peso del cielo y de las nubes es como el peso de las aguas, y los hombres se mueven como peces, sintiéndose en el lecho de un mar. Todo cuanto hay en una calle de Londres viene a completar esta fantasía: los mismos coches y cabriolés semejan criaturas pelágicas con ojos de fuego. En un inicio lo había sobresaltado toparse con dos dragones. Ahora se hallaba entre dragones abisales, dueños de las profundidades del mar.

Los dos jóvenes que caminaban delante, al igual que el bajito, iban bien vestidos. El diseño de sus levitas y sus sombreros de seda tenía esa exuberante sobriedad que hace que el horrendo petimetre moderno sea un ejercicio predilecto de los dibujantes de su ;época ese elemento que Mr. Max Beerbohm ha expresado admirablemente al hablar de ciertas« congruencias de la tela oscura y la rígida perfección del lino».

Caminaban a paso de caracol relamido, y hablaban entre pausas inacabables, esbozando una oración aproximadamente cada seisfarolas.

Avanzaban despacio de farola en farola, con semblantes tan inmutables que podría decirse, fantasiosamente, que las farolas pasaban lentamente junto a ellos, como en un sueño. Entonces el pequeño corrió súbitamente hacia ellos y les dijo:

—Quiero cortarme el cabello. Sabéis¿ de alguna tiendecita donde pelen bien? Estoy cansado de ir al barbero y que me vuelva a crecer.

Uno de los hombres altos lo miró, con aire de naturalista afligido.

—Pero vaya, si aquí hay un lugarcito —gritó el pequeño, con una suerte de alegría tonta, al ver la ventana de un elegante salón de belleza, abruptamente encendida en medio de la niebla crepuscular—. Sabéis, a menudo tropiezo con barberos cuando paseo por Londres. Almorzaré con ustedes en Cicconani’s. Me gustan con locura las barberías, ¿sabéis? Son mil veces mejores que esas carnicerías repugnantes —y desapareció al pasar junto a laentrada.

Con un monóculo atornillado en su ojo, el hombre llamado James se quedó mirando fijamente el espacio que antes ocupara el hombrecillo.

—¿Qué diablos te parece ese sujeto? —preguntó a su compañero, un joven pálido de nariz prominente.

El joven pálido reflexionó a conciencia durante unos minutos, y luego dijo:

—Debe haberse golpeado la cabeza cuando niño, digo yo.

—No creo que sea eso —respondió el honorable James Barker—. A veces pienso que es una especie de artista, Lambert.

—¡Pamplinas! —exclamó lacónicamente Mr. Lambert.

—Confieso que no logro descifrarlo —prosiguió Barker, absorto—. Cada vez que abre la boca dice una sandez tan supina que llamarlo imbécil sería la descripción más tímida. Pero hay algo bastante curioso en .él Sabes¿ que tiene la más rara colección de lacas japonesas de Europa? Has¿ visto alguna vez sus libros? Todos de poetas griegos y franceses medievales, y cosas así. ¿Has estado alguna vez en su apartamento? Es como estar dentro de una amatista. Y entre todo eso, se mueve y habla como… un alcornoque.

—Al diablo con todos los libros. Incluidos tus libros de cuentas—dijo el franco Mr. Lambert con amistosa simplicidad—.Tú eres el que entiende de esas cosas. ¿Qué piensas tú de ?él

—Él está más allá de mi comprensión —replicó Barker—. Pero si quieres mi opinión, te diré que es un hombre que gusta de eso que llaman nonsense —las bromas artísticas y ese tipo de cosas. Y creo seriamente que ha dicho tantas cosas sin sentido que se ha trastocado casi por completo, y no distingue la cordura de la locura. Ha dado la vuelta al mundo mental, por así decirlo, y ha encontrado el sitio donde Este y Oeste son lo mismo, y la idiotez extrema es tan válida como el sentido común. Pero yo no puedo explicar esos juegos psicológicos.

—No puedes explicármelos a mí —repuso Mr. Wilfrid Lambert, confranqueza.

Mientras subían por las largas calles hacia su restaurante, el cobrizo crepúsculo se fue aclarando lentamente hasta un amarillo pálido; y cuando llegaron, ya podían verse el uno al otro a la luz de un tolerable día invernal. El honorable James Barker, uno de los funcionarios más poderosos del gobierno inglés (por entonces un gobierno rígidamente oficialista), era un joven delgado y elegante, con un rostro noble e inexpresivo, y adustos ojos azules. Tenía una gran capacidad intelectual, esa capacidad que hace a un hombre ascender de trono en trono para luego morir cargado de honores sin haber divertido ni iluminado la mente de un solo individuo. Wilfrid Lambert, el joven cuya nariz parecía empobrecer el resto de su cara, tampoco había contribuido mucho al mejoramiento humano, pero tenía la honorable excusa de ser un idiota.

Lambert podía ser tachado de tonto; Barker, pese a todo su ingenio, pudiera ser considerado un necio. Pero tontería y necedad se perdían en la insignificancia al lado de los atroces y misteriosos tesoros de estupidez acumulados en el pequeño personaje que los esperaba a la entrada del restaurante Cicconani’s. Aquel hombrecito, cuyo nombre era Auberon Quin, se asemejaba simultáneamente a un bebé y a un búho. Su cabeza redonda, sus ojos redondos, parecían dibujados juguetonamente con compás por la naturaleza. Su cabello negro y lacio, y su levita ridículamente larga le daban la apariencia de un Noé infantil. Cuando entraba a una sala con desconocidos, estos lo confundían con un niño, y querían sentarlo sobre sus rodillas, hasta que hablaba, y entonces se daban cuenta de que un niño hubiera sido más inteligente.

—Llevo bastante rato esperando —dijo Quin, gentilmente—. Es terriblemente gracioso verlos llegar por la calle al fin.

—¿Cómo? —preguntó Lambert, mirándolo sorprendido— Tú mismo nos dijiste que viniéramos aquí.

—Mi madre solía decir a la gente que fueran a lugares —dijo elsabio.

Estaban a punto de entrar, con aire resignado, al restaurante, cuando algo en la calle atrajo su atención. El día, aunque frío y blanco, era ahora muy claro, y al otro lado de la deslustrada acera, entre las monótonas terrazas grises, se movía algo muy distinto a cuanto podía verse en millas a la redonda — algo que tal vez no hubiera podido encontrarse en toda Inglaterra en aquel tiempo—: un hombre vestido con colores brillantes. Le pisaba los talones un pequeño gentío.

Era un hombre alto y majestuoso en uniforme militar verde con grandes rebordes plateados. De un hombro le colgaba una capa corta de piel verde, un tanto similar a la de un húsar, cuyo forro lanzaba intermitentes destellos de un carmesí leonado. En su pecho relucían medallas; llevaba la estrella con cinta roja de alguna orden extranjera; una larga espada recta de puño resplandeciente resonaba tras él por el pavimento. El desarrollo pacífico y utilitario de Europa por aquella época había relegado tales costumbres a los Museos. La única fuerza armada que quedaba, un pequeño pero bien organizado cuerpo de policía, solía vestir de manera opaca e higiénica. Pero incluso quienes aún recordaban a los últimos Guardias y Lanceros desaparecidos en 1912, debieron reconocer de un vistazo que aquel no era, ni nunca había sido, un uniforme inglés, convicción que venía a reafirmar el rostro amarillo y aquilino, como de un Dante esculpido en bronce, que emergía del cuello verde del uniforme, coronado de cabellos blancos: un rostro intenso y distinguido, pero no inglés.

Sería difícil expresar con palabras la magnificencia con que caminaba por el medio de la calle aquel caballero vestido de verde. Su sencillez y su arrogancia eran tan profundamente naturales que los transeúntes ordinarios se quedaban mirándolo; era algo que tenía poco que ver con sus gestos y expresiones conscientes. A juzgar por sus movimientos meramente temporales, este hombre parecía más bien preocupado e inquisitivo, pero inquisitivo con la curiosidad de un déspota, y preocupado con las responsabilidades de un dios. A sus espaldas lo seguían los ociosos y los atónitos; en parte por el asombro de su brillante uniforme, es decir, en parte por ese instinto que nos hace seguir a quien parece un loco, pero mucho más por el instinto que hace a todos los hombres seguir (y adorar) a cualquiera que decide comportarse como un Rey. Tenía en grado tan sublime aquella cualidad de realeza —a saber, la incapacidad de percatarse de la existencia de otros— que la gente lo seguía como se sigue a un Rey, para ver de qué o de quién se percatará primero. Y como hemos dicho, a pesar de este sereno esplendor, tenía constantemente el aire de estar buscando a alguien: aquella expresión inquisitiva.

Súbitamente, la expresión inquisitiva se desvaneció sin que nadie supiera porqué, y en su lugar apareció una expresión satisfecha. Entre la atención embelesada de la turba de curiosos, el magnífico caballero de verde se desvió de su trayectoria recta por el medio de la calle y caminó hasta una acera. Se detuvo frente a un gran anuncio de Mostaza de Colman, sobre una valla de madera. Sus espectadores casi contenían el aliento.

De un pequeño bolsillo de su uniforme sacó un cortaplumas, e hizo con él un corte en el papel extendido. Completando la operación con los dedos, arrancó una tira o jirón de papel, de color amarillo y contorno completamente irregular. Y entonces aquel egregio ser se dirigió por primera vez a sus curiosos adoradores:

—¿Puede alguien prestarme un alfiler? —dijo, con agradable acento extranjero.

Mr. Lambert, quien casualmente era el que estaba más cerca, y solía llevar innumerables alfileres con el fin de prenderlos a otros tantos ojales, le ofreció uno, que fue recibido con desusadas pero señoriales reverencias, e hiperbólicas muestras de agradecimiento.

El caballero de verde, con un aire de absoluta complacencia, e incluso de vanidad, prendió con el alfiler el trozo de papel amarillo a la seda verde con encajes plateados de su pechera. Luego volvió a girar la vista en torno, escrutador e inconforme.

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Autor: G. K. Chesterton. Título: El Napoleón de Notting Hill. Editorial: Huso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Una carta desde Irak

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Queridos zendianos:

Es así como se empieza una carta, ¿no? Pues bien, os escribo desde el Mar Rojo, navegando en un buque de guerra entre Irán, Irak, Pakistán y el Golfo Pérsico. Si miro el calendario, algo que intento evitar todo lo posible, me doy cuenta de que llevo dos meses fuera de casa. Los hombres también lloran, qué coño, y creo que es una tontería ocultar que en algunas ocasiones uno se puede llegar a sentir muy lejos de sus seres queridos. De los amigos, de los hermanos, del sofá de casa. De alguna manera todos vosotros pasasteis a ser parte de mi familia desde el primer momento en el que publiqué en esta plataforma. Muchos os habéis animado a escribirme para comentar mis artículos, darme vuestras opiniones, debatir sobre algunos libros y tener un contacto medianamente continuado a través de las redes sociales.

Total, que también se os echa de menos.

"Fue al terminar de leer Limónov, de Emmanuel Carrère, cuando supe que a los lectores de Zenda nos une algo mucho más poderoso que la distancia: el amor por los libros"

Sin embargo, hace un par de días, me sentí muy cerca de todos vosotros. ¿Cómo? Fue al cerrar un libro. Fue al terminar de leer Limónov, de Emmanuel Carrère, cuando supe que a los lectores de Zenda nos une algo mucho más poderoso que la distancia: el amor por los libros.

Y sé que todo esto suena a cursilada que te cagas. Pero es la verdad. El primer pensamiento que me vino a la cabeza nada más llegar al punto y final de esta obra inclasificable fue este: ¿cómo les explico yo a la gente de Zenda que están obligados a leer esta maravilla de la literatura? Me acordé de vosotros a más de cinco mil kilómetros de distancia. Por lo tanto, para qué negarlo, os habéis hecho un hueco entre las personas importantes que conforman mi vida.

"Escritor, poeta, vagabundo y fundador del partido nacional bolchevique, que fue prohibido. Acabó en la cárcel, acusado de tentativa de golpe de Estado"

Y como yo siempre quiero lo mejor para la gente que me rodea, os escribo esta carta para recordaros que tenéis una lectura obligatoria. Limónov, ganadora del Premio Renaudot, el Premio de la Lengua Francesa y galardonada con el Prix des Prix 2011. Casi nada. Si ya es desconcertante que una sola obra obtenga tantos premios, más sorprende cuando nos damos cuenta de que estamos hablando de una biografía. La vida de un hombre de carne y hueso. Escritor, poeta, vagabundo y fundador del partido nacional bolchevique, que fue prohibido. Acabó en la cárcel, acusado de tentativa de golpe de Estado, donde siguió escribiendo algunos libros. Carrère no solo consigue elaborar un retrato dinámico y acertado de Eduard Limónov, sino que además lo hace de la Rusia de los últimos cincuenta años. Y conste que no soy muy dado a las biografías ni a los libros de historia, pero Emmanuel consigue exprimir todo el jugo a las aventuras de este personaje, presentando una trama con una crudeza y naturalidad tan fascinante que nos mantendrá boquiabiertos desde los primeros pasajes.

¿Que qué he sentido mientras leía Limónov? Pues algo muy parecido a lo que experimenté con Patria, de Aramburu.

"Limónov, a su vez, es una de esas historias reales que nos recuerda de qué está hecho el ser humano"

Envidia, señoras y señores. Envidia en mayúsculas. Envidia pura y dura de la narrativa de este autor. Envidia de esa capacidad para adornar historias reales con toques de ficción. Envidia del dominio de la historia del mundo, de los países y su gente. De esa habilidad propia de los maestros para analizar la cultura soviética, el paradigma político del momento, los pensamientos parcos de una gran parte de la sociedad. Envidia, una vez más, de esa voz única e inigualable que hace a Carrère destacar en el panorama literario.

Qué bonito es leer, joder. Qué bien sienta sumergirse en una obra de este tipo cuando todo parece que ha perdido el sentido a nuestro alrededor. Si alguien pensaba que iba a hablar en esta carta sobre los edificios derruidos por los misiles y los coches agujereados por impactos de proyectiles que adornan las calles de algunos países arábigos, es porque aún no me conoce del todo. De vez en cuando viene bien enrolarse en una aventura de este tipo y ver otros lugares del planeta, diferentes culturas, distintos modos de vida. Pobreza, analfabetismo, hambre, miseria, guerra. Caos. Después de todo, es probable que sea necesario recordar que hay países que ni siquiera tienen la oportunidad de criar a sus hijos con un libro entre las manos.

Limónov, a su vez, es una de esas historias reales que nos recuerda de qué está hecho el ser humano. Los estratos sociales. Los imperios.

Queridos compañeros, en pocas semanas estaré de vuelta en España y podremos seguir hablando de libros, de juntar letras y sobre algunos escritores. Con cervezas y aceitunas mediante, siempre. Uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve tan lejos.

Un fuerte abrazo desde mares calurosos, zendianos.

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Autor: Emmanuel Carrère. Título: Limónov. Editorial: . Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Un novelón de cien páginas

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Fragmento de la portada de Duelo, de Eduardo Halfon. Foto de Larry Lilac.

A veces basta una frase para que un libro te seduzca. Esa frase suele ser la primera, claro, o una de las que encontramos en las primeras páginas. Duelo, de Eduardo Halfon, arranca así: «Se llamaba Salomón». Tres palabras. Al llegar al punto ya me había atrapado.

El primer párrafo de un libro es casi tan importante como el último. Hablo de mí, cómo no, de un lector como otro cualquiera, con sus manías y vicios (por ejemplo, no leo nunca los textos de contraportada, quizá porque me ha tocado escribir alguna que otra).

Aunque el primer párrafo de Duelo es corto, ocupa algo más de una página porque Libros del asteroide publicó esta novela el año pasado en un formato pequeño, de 12,50 por 20 centímetros. Pero la cantidad de palabras de una novela no guarda ninguna correspondencia con su calidad. Con un centenar de páginas, Duelo es un novelón y, como dijo Manuel Hidalgo sin miedo a exagerar, una obra maestra.

En el primer párrafo muchos libros nacen o mueren. Y este Duelo merece que viva en muchos lectores, como podéis juzgar por el primer párrafo:

"Siempre me lo imaginaba pálido y desnudo, y siempre flotando boca abajo cerca del viejo muelle de madera"

«Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago de Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala. Que el hermano mayor de mi padre, el hijo primogénito de mis abuelos, el que hubiese sido mi tío Salomón, había muerto ahogado en el lago de Amatitlán, en un accidente, cuando tenía mi misma edad, y que jamás habían encontrado su cuerpo. Nosotros pasábamos todos los fines de semana en el chalet de mis abuelos en Amatitlán, a la orilla del lago, y yo no podía ver ese lago sin imaginarme que de pronto aparecía el cuerpo sin vida del niño Salomón. Siempre me lo imaginaba pálido y desnudo, y siempre flotando boca abajo cerca del viejo muelle de madera. Mi hermano y yo hasta nos habíamos inventado un rezo secreto que susurrábamos en el muelle —y que aún recuerdo— antes de lanzarnos al lago. Como una especie de conjuro. Como para ahuyentar al fantasma del niño Salomón, por si acaso el fantasma del niño Salomón aún estaba nadando por ahí. Yo no sabía los detalles de su accidente, y tampoco me atrevía a preguntar. Nadie en la familia hablaba de Salomón. Nadie siquiera pronunciaba su nombre.»

Si quieres seguir leyendo, en la web de la editorial puedes catar nueve páginas. Además, en Zenda ya colgamos una reseña escrita por José Luis Martín Nogales, que destacó estas líneas de la novela:

«De niño, si yo dejaba comida en el plato, mi abuelo, en vez de regañarme o decirme algo, sólo extendía la mano en silencio y se terminaba toda la comida él mismo. De niño, mi abuelo me decía que el número tatuado en su antebrazo izquierdo (69752) era su número de teléfono, y que se lo había tatuado ahí para no olvidarlo. Y de niño, por supuesto, yo le creía.»

Eduardo Halfon. Fotografía de Jeosm

Eduardo Halfon. Fotografía de Jeosm

Y si te apetece conocer un poco más a este escritor nacido en la ciudad de Guatemala en 1971, puedes pasarte, también aquí, por una entrevista de Ana Mendoza a Halfon. El siguiente intercambio de preguntas y respuestas encaja como un guante en este diario apátrida que tan poco mantengo:

«—Realmente, ¿la literatura puede ayudar a entender el Holocausto?

—No. Lo que sucedió es incomprensible y yo, después de escribir sobre estas cosas, estoy peor, lo entiendo menos, me siento más lejos de todo aquello. No me ayuda en nada, me desayuda. Parafraseando a Tolstoi, yo me pregunto: ¿por qué escribo sobre estos temas? Porque es más difícil no escribir sobre ellos. Sería más difícil para mí renunciar a escribir sobre mi pasado, pero no sé por qué lo hago. La historia de mi familia la tengo muy metida dentro de mí.

—¿Te ves escribiendo sobre otras cosas?

—Escribir sobre temas relacionados con mi pasado familiar es complicado, para mí, para mi familia. Sería más fácil esconderse tras el velo de la ficción o de lo policíaco, y ya está. Y no tendría que estar contestando preguntas sobre qué tanto es real, y por qué mezclas tu vida con la ficción. No sé la respuesta. Yo empecé así y así sigo escribiendo. Sé que es poderoso, me dicen los lectores que es poderoso, o sea, que funciona. En última instancia, lo que quieres es comunicar algo, compartir algo…

—¿Cómo consigues contar sin dramatismos y con ciertas dosis de humor estas historias de tu pasado familiar, tan trágicas en el fondo?

"Sería más fácil esconderse tras el velo de la ficción o de lo policíaco, y ya está. Y no tendría que estar contestando preguntas sobre qué tanto es real"

—Yo soy muy contenido, soy cuentista. Soy de libros muy breves. Duelo es una novelita cortísima, o un cuento largo, pero sentirás lo mismo, sentirás una contención del lenguaje, muy cuidado. Es mi voz, es mi manera de contar. Me encantaría poder escribir un libro de 300 páginas, y a mis editores también les encantaría porque es más normal, más vendible. Yo escribo el relato que me pide ser escrito, no impongo una extensión. Me dejo llevar y se van apareciendo cosas en el camino. Es todo muy intuitivo, muy espontáneo, muy musical. Lo siento más que lo pienso, pero es mi manera de contar.»

Duelo, novela de Eduardo Halfon

Llegados a este punto, poco o casi nada importa que las novelas de Halfon, o las de cualquiera, sean reales o ficticias, ¿no?

El último párrafo y la última frase de un libro son cruciales. A duras penas he aguantado la tentación de copiar aquí cómo termina Duelo. Me duele no haberlo hecho. Tendréis que leer el libro.

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Autor: Eduardo Halfon. Título: Duelo. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Elegía, de Miguel Hernández

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He publicado ya una selección de sus poemas y también unos de sus versos más representativos, Nanas de la cebolla. Ahora le toca le turno a Elegía, de Miguel Hernández.

Elegía, de Miguel Hernández

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
con quien tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

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Bushido para la vida cotidiana (III): Dinero

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El título de esta entrada es deliberadamente provocador. Quería llamar tu atención y celebro ver que lo he conseguido. Para tu consuelo (o tal vez decepción), no seré tan prosaico. Por supuesto que hablaré de dinero, dado que, como sostiene «Ō-sensei» Morihei Ueshiba, «la economía es la base de la sociedad. Cuando la economía es estable la sociedad se desarrolla. La economía ideal une lo espiritual con lo material y las mejores mercancías con las cuales comerciar son la sinceridad y el amor», pero no me limitaré a él.

"En nuestra cultura se nos bombardea con mensajes contradictorios, casi esquizofrénicos, mezclando las viejas letanías tipo «el dinero es malo» con patrones de éxito vinculados al éxito material"

En nuestra cultura se nos bombardea con mensajes contradictorios, casi esquizofrénicos, mezclando las viejas letanías tipo «el dinero es malo» con patrones de éxito que, de un modo u otro, se encuentran vinculados al éxito material. También hay libros sobre cómo convertirse en rico (o millonario, que no es lo mismo) al instante, sobre cómo «llevarse bien» o reconciliarse con el dinero o que llegan a plantear que se puede vivir como se quiera trabajando cuatro horas a la semana. La confusión está servida. Pero detengámonos un instante: ¿qué es el dinero? ¿Qué se espera de él? A decir verdad, lo que cualquiera busca en él es seguridad, libertad y/o experiencias (desde las más materiales a las más espirituales).

Indudablemente, para poder optar a todo eso, y sea cual sea nuestra motivación, tenemos que vérnoslas con el mundo real (nada existe por y para sí mismo). Debemos cultivar la cortesía y las habilidades sociales que, en definitiva, no son más que hacer que la otra persona se sienta cómoda, valorada y respetada. Es por ello que, más allá de la cuestión económica, el decoro, la etiqueta, las buenas maneras, y esas cosas que en tiempos de internet parecen habérsenos olvidado, deben constituir una parte importante de nuestro desarrollo personal (y social).

En esta nota hablaré de la administración de la casa (y el buen nombre), no en un sentido doméstico (¡para eso os recomiendo a Marie Kondo, que sabe infinitamente más que yo y de la cual he aprendido grandes consejos fundamentales para la vida casera y mental!), sino como señal de respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás. Por supuesto, también dedicaré algunas palabras a la etiqueta y las buenas maneras desde una perspectiva samurái.

"Mishima, en sus Lecciones espirituales para jóvenes samuráis, señala que «es precisamente para dar cierto orden a las relaciones por lo que existe la etiqueta"

El Hagakure adopta una posición aparentemente contradictoria respecto a los bienes, aunque tal aparente disonancia se disuelve tan pronto uno profundiza en sus palabras. Por una parte, Yamamoto sostiene que algunos jóvenes de su época tendían al pavoneo y la búsqueda de interés personal (asunto que tal vez pueda extrapolarse a la nuestra), y, por otra, amonesta a aquellos que caen en la dejadez o el descuido al considerarlo una falta de respeto. También reprocha a aquellos jóvenes con tendencia a la sobriedad económica esta actitud (la frugalidad, sin embargo, sí es defendida por Daidōji Yūzan, autor de El código del samuray: El espíritu del bushido japonés y la vía del guerrero). En el fondo de la cuestión, se halla la defensa de las obligaciones para con los demás, —lo que se denomina GUIRI, u obligaciones personales y sociales— (piensa en esa amiga o amigo tacaño…).

En este sentido, Yamamoto ofrece consejos cotidianos que encierran una profunda enseñanza espiritual. Por ejemplo, que debemos despedirnos de nuestros amigos e invitados de un modo amable al final de una reunión. Hacerlo de mala gana sería estropear la velada. Es, sin duda, algo a considerar si debemos seguir valorando la amistad de aquellos que se despiden de nosotros entre bostezos, casi como si estuvieran echándonos. A nosotros, por nuestra parte, nos corresponderá no excedernos en la duración de nuestra visita.

A propósito de la etiqueta, Mishima, en sus Lecciones espirituales para jóvenes samuráis, señala que «es precisamente para dar cierto orden a las relaciones por lo que existe la etiqueta, que es capaz de mantener la dignidad del hombre, y sólo dejando traslucir a través de la etiqueta la naturaleza humana es como se aumenta el poder sobre el prójimo». Entendiendo el «poder» en un sentido amplio. A este mismo aspecto se refiere cuando defiende la belleza, incluido el cuidado en la vestimenta, o su gusto por el quimono de algodón espeso de kurume y un hakama de Ogura.

Podemos, pues, considerar la etiqueta y el cuidado personal como signos de respeto hacia los demás.

"A la luz de estas reflexiones cabe reiterar que etiqueta, decoro y cuidado personal no deben verse como meros elementos frívolos"

En este sentido, también en la mayor parte de textos sobre el bushido se alaban la parquedad en palabras (cuanto menos hablemos, menos estupideces diremos, no falla), la compasión, la hospitalidad o el respeto por los mayores. Inazo Nitobe, en El bushido: El alma de Japón, dice: «el decoro, surgido de una motivación de benevolencia y modestia, e impulsado por los sentimientos compasivos hacia la sensibilidad de los demás, es siempre una elegante expresión de simpatía».

También la renuncia a la queja es una constante en los tratados sobre el bushido. Pensémoslo un instante; traigamos a la conciencia la imagen de ese amigo o amiga que siempre se está lamentando por todo, pero que nunca hace nada por cambiarlo. O recordémonos a nosotros mismos en dicha circunstancia. La queja no suele resolver gran cosa y es un enorme tostón tanto para nosotros como para quienes nos rodean. Mejor nos olvidamos de ella. ¿Qué podemos cambiar? ¿Qué debemos asumir? No hay otra: acción y templanza.

A la luz de estas reflexiones cabe reiterar que etiqueta, decoro y cuidado personal no deben verse como meros elementos frívolos, sino como otra de las maneras de establecer relaciones armoniosas con los demás.

Y a propósito de la frivolidad, ¿retomamos la cuestión del dinero? ¿Qué puede decirnos el bushido al respecto? ¿Cómo podemos servirnos del código del guerrero para vivir una vida más plena?

"Si queremos prosperar en la vida debemos hacer gala de un profundo respeto hacia los demás"

Trataré de ilustrarlo con un ejemplo. Y nada mejor en este contexto que recurrir a un escritor o escritora que trata de abrirse camino a través de la selva de manuscritos inéditos y sueños truncados. Por supuesto, en el fondo de su corazón se halla la idea de que, en el caso de que consiga que publiquen su magnífica novela («no te dejará indiferente»), logrará ser rico y famoso. Dejemos que la realidad se vaya desnudando suavemente… Mientras tanto, nuestro escritor o escritora se encuentra en la casilla de salida. Necesita destacar, necesita gritar a los cuatro vientos que hay un antes y un después en la historia de la literatura a partir de su trabajo. Y lo hace a través del autobombo, el lamento y la descalificación del universo editorial, la «competencia» e incluso los lectores y lectoras. Bien, no necesito una bola de cristal para saber que nuestro aspirante no logrará hacer «dinero».

Todo le iría mucho mejor puliendo su escritura (receta exprés: escribiendo mucho y leyendo más todavía) e ir cultivando una masa crítica de lectores y lectoras a través de la cortesía, el respeto, la tolerancia, la gratitud y la educación. Lo mismo podría aplicarse a la búsqueda de editorial.

"Ni las palabras huecas ni la protesta constante son buenas aliadas"

En otras palabras, si queremos prosperar en la vida —cada cual a su ritmo y de acuerdo a sus inclinaciones e intereses— debemos hacer gala de un profundo respeto hacia los demás. Debemos mostrar una actitud de servicio, solidaridad y cooperación. Ni las palabras huecas ni la protesta constante son buenas aliadas. Al contrario, son dos de los enemigos a abatir, ya que sólo nos boicotearán y harán que nuestro progreso sea o bien lento o bien inexistente.

Asimismo, tenemos que desarrollar una fuerte confianza en nosotros mismos, sin caer en la altanería o el aborrecible narcisismo. Esta confianza debe basarse en que el único fracaso reside en no intentar nada, en la idea de que permanecer en la complacencia o en la queja son estrategias abocadas al fracaso. Cultivando nuestros puntos fuertes, mejorando los débiles, aplicando sin cesar la idea del kaizen (o mejora constante), afilando nuestras armas, fluyendo como el agua en lugar de como el hierro y trazando un plan flexible pero preciso, lograremos abrirnos paso incluso a través de un ejército enemigo.

La clave reside en la acción, y es por ello que la próxima entrega estará dedicada a analizar cómo podemos calibrarla, cómo ajustar el timing y maximizar la potencia de nuestros «ataques».

Banzai!!!

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La excitante vida de un novelista de provincias

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“Si un novelista les cuenta que la escritura de su novela ha resultado una aventura, desconfíe. Nunca lo es”, confiesa Álber Vázquez, autor de Muerte en el hielo, obra publicada por La Esfera de los Libros con este subtítulo: La novela del San Telmo y los españoles que descubrieron la Antártida.

 

Cuando me propusieron escribir este artículo, lo primero que hice fue preguntarme si algo así era posible. Uno sabe cómo uno escribe y, en fin… tampoco hay gran cosa que contar. Sin embargo, dado que esta es una sección propia de Zenda y que otros han hecho antes esto que ahora estoy haciendo yo, derechito me fui al ordenador y leí, con tanta atención como pasmo, las aventuras que otros colegas de profesión narran aquí. Y madre mía. Madre mía. ¡Madre mía!

¿De verdad que a vosotros os pasan cosas tan grandiosas cuando escribís una novela? ¿U os lo estáis inventando? Porque, honestamente, si yo miro hacia dentro, si me veo a mí mismo escribiendo una novela como Muerte en el hielo, sólo veo a un tío sentado durante horas y horas y más horas frente a un ordenador. A veces, se levanta y se prepara un té. A veces, bebe un poco de agua. Y ya está, no hace mucho más. Porque, ojo, aquí va una verdad irrebatible: escribir novelas es la cosa más aburrida para cualquiera que no sea el que las está escribiendo. ¿También cuando, como es el caso, la novela narra aventuras insólitas que ocurren en parajes extraordinarios durante una época de la que ya nadie queda vivo? También, sí.

"Escribir, amigos, es un proceso aburrido donde la épica no tiene cabida"

Otras disciplinas artísticas son, digamos, mucho más vistosas. Por ejemplo, tengo un amigo pintor que frecuentemente invita a todo quisqui a su estudio. “Ven, pásate un día y charlamos un rato”. Y es verdad que así sucede, y que hasta tiene su encanto, su gracia. Tú vas, el tío te saca una cervecita que tiene en una nevera de playa y la conversación fluye mientras él no para de pintar. Incluso para el que no le guste la pintura, ver a un artista profesional trabajando en su estudio tiene su cosa.

Pero, ¿y los novelistas? ¿Tú cómo le dices a alguien que se venga a verte escribir? Pues con dos copas de más, como hice yo una vez en una noche tonta, a eso de las tantas, con esa voz que uno se escucha mágica pero que suena densa y espesa: “Vente un día y me ves escribir“, le solté a una señora. La mujer, todo quede dicho, previamente había mostrado cierto interés por mi trabajo y hasta aseguraba haberse leído “algo”. Así que, mira, la ocasión la pintan calva y los borrachos siempre dicen la verdad. “Lo dicho…, ¿te vienes a mi casa y me ves trabajar?”.

De inmediato, la mujer se excusó como pudo y puso tierra de por medio. No se lo reprocho, pues yo mismo, mientras hablaba y a pesar de las copas de más, me soné pervertido, algo depravado, poco limpio. ¿Quién en su sano juicio querría ver a un señor absorto en la escritura durante dos o tres horas? ¿Qué clase de experiencia es esa? ¿Cómo crece un ser humano siendo partícipe de ella? No, de ninguna manera. Escribir, amigos, es un proceso aburrido donde la épica no tiene cabida. Yo no iré a ver escribir a nadie. Ni siquiera a escritores que admiro muchísimo. ¿Para qué? ¿Qué clase de relación extraña se entabla ahí?

"El novelista es, por definición, un mentiroso y, como tal, no dudará en mentir acerca de su propio proceso creativo"

Sin embargo, a la gente sí que le gusta que le cuenten cómo se escribe una novela. Esta sección es buena prueba de ello. Uno quiere saber más de aquello que disfruta, pero no quiere saber que ese conocimiento adicional es una sosería. ¿Cómo suplimos, los autores, ese escollo? Con milongas. Si un novelista les cuenta que la escritura de su novela ha resultado una aventura, desconfíe. Nunca lo es. Nadie va de país en país, de continente en continente, nadie se documenta durante cinco años para escribir veinte páginas muy difíciles. ¿Que muchos autores lo afirman? Sí, pero mienten como bellacos, mienten porque saben que la realidad es desoladora, que ellos escriben en ropa interior y albornoz, que es como se escriben las novelas, y no en una piscina con el cuerpo en el agua y el ordenador apoyado en el borde. Nadie escribe novelas en bares castizos, nadie escribe en retiros montañeses, nadie lo hace arrebatado por la inspiración mientras sorbe pensativamente un daiquiri.

El novelista es, por definición, un mentiroso y, como tal, no dudará en mentir acerca de su propio proceso creativo. Al menos, para convertirlo en algo, si no atractivo, sí mínimamente presentable.

¿Cómo se gestó y se llevó adelante mi novela Muerte en el hielo? Si he de ser sincero, no recuerdo dónde escuché por primera vez la historia del San Telmo. No se trata de un suceso que ha permanecido en el más escrupuloso de los secretos, pero tampoco se ha divulgado a los cuatro vientos. Cuando yo escribía sobre aquellos hombres y sobre su epopeya, dudo mucho de que en España hubiera más de media docena de personas interesadas en el asunto. Yo, entre ellas.

"Nunca trabajé en calzoncillos, ni sin ducharme, ni encerrado a cal y canto durante cientos de horas"

Pero es que el asunto es el descubrimiento español de la Antártida. ¿Qué? Eso mismo. La gente se muestra un tanto escéptica ante una afirmación de estas características, pero yo tengo el absoluto convencimiento de que fue así, de que España descubrió la Antártida, y no Inglaterra, a quien se le atribuye dicho descubrimiento.

He escrito una novela bien gorda contando los detalles. Ánimo, léansela, léansela, y verán cómo tengo razón.

E imaginen que la escribí de la más esforzada de las maneras. Rebuscando entre legajos, viajando a países lejanos, accediendo a información confidencial e historias por el estilo. Jamás pasé un verano entero sentado a la mesa del salón de mi casa. Jamás escribí en un ordenador comprado en el Carrefour. Jamás encargué pizzas por teléfono, porque la vida ni el tiempo me daban para más. Nunca trabajé en calzoncillos, ni sin ducharme, ni encerrado a cal y canto durante cientos de horas.

Y, por supuesto, ninguna chica vino jamás a verme trabajar. Después, me hice pintor, eso sí, y, el día menos pensado organizo una exposición. ¿Alguien quiere venir a mi estudio a verme trabajar? Tengo cervezas frías y una cháchara inagotable.

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Agua verde, cielo verde, de Mavis Gallant

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Flor McCarthy lleva una existencia que a muchos podría parecerles idílica. Después del traumático divorcio de su madre, que ya no puede soportar seguir viviendo en América, ambas emprenden un viaje por Europa: Venecia, Cannes y París. Pero el encanto es solo aparente, madre e hija dependen de la caridad de sus familiares y, oculta tras un velo de falso glamour, aparece frente a ellas la locura de un desarraigo marcado por la dependencia física y emocional. La vida de Flor se va transformando en una pesadilla expuesta ante las miradas de aquellos con quienes se encuentra a lo largo de los años. Su búsqueda de protección aflora tras cada encuentro en una clara derivación de su necesidad de contar con un hogar al que regresar.

Mavis Gallant (Montreal, 1922-París, 2014) despliega todo su talento en este testimonio whartoniano del descenso a los infiernos de dos mujeres unidas por una enfermiza relación maternofilial. Es el deslumbrante debut novelístico de una de las narradoras canadienses más reconocidas del siglo XX. The New Yorker publicó en 1951 el que sería su primer relato: “Madeline’s Birthday”, donde publicaría más de un centenar de relatos a lo largo de su vida. Aparte de Alice Munro, Mavis Gallant es una de las pocas plumas canadienses cuyas obras aparecieron con regularidad en esta revista.

Zenda publica las primeras páginas de esta novela.

 

Salieron a pasar el día fuera y lo dejaron ahí de la forma más subrepticia y taimada que se pueda imaginar. Sin embargo, esa misma mañana, durante el desayuno, sentados con él en la terraza del hotel, a unos centímetros del Gran Canal, sus caras no habían delatado ni por asomo la traición que estaba por llegar. Si él hubiese tenido a mano algo lo bastante largo, una escoba, por ejemplo, podría haber removido la densa capa de suciedad matutina, las naranjas partidas, los melones pulposos, los trozos de lechuga podridos, negros bajo la superficie, verdes sobre ella. El agua desplazada por las góndolas bañaba los pies de la terraza; recordaría ese golpeteo suave y sordo toda su vida. En la mesa les había oído decir que nunca 12 más regresarían allí en agosto. Le instaron a comer y lo invitaron a fijarse en los gondoleros, pero él rechazaba todo lo que le ofrecían. La mañana transcurrió como de costumbre, salvo porque, al cabo de unos minutos, acompañado de la tía Bonnie y Florence, se vio a bordo de un barco que traqueteaba rumbo al Lido. Flor y la tía Bonnie se abrieron paso hasta la proa y se sentaron juntas en un banco, y luego la tía Bonnie tiró del brazo de George para que se apoyase, precariamente, en su regazo. Era imposible sentarse con comodidad, pues su tía llevaba sobre los muslos una bolsa de playa repleta de toallas. De pronto, el viento levantó la larga cola de caballo de Flor, que golpeó la cara de George. El pelo de su prima tenía un olor cálido y cobrizo, como su color. No podía decir que se tratara de algo desagradable. En cualquier caso, aquello era un ultraje, y empezó a quejarse, preguntando «¿Dónde están?», aunque hacía tanto viento que nadie pudo oír ni una sola palabra.

Estuvo en la playa buena parte de la mañana, hasta que se plantó frente a la tumbona de la tía Bonnie y volvió a preguntar: «¿Dónde han ido? ¿Van a volver?».

La tía Bonnie bajó el libro que estaba leyendo y miró a George con el ceño fruncido y una expresión de inquietud en la cara —una cara vieja y asustada, en su recuerdo—. La mujer estaba sentada bajo una serie de discos menguantes: primero la enorme sombrilla a rayas, luego su paraguas desteñido y, por fin, un sombrero de paja incoloro. Le dijo:

—A ver, Georgie, han salido a pasar el día fuera. Querían tener un ratito para ellos, no seas egoísta. Están viendo cuadros antiguos, nada más. Sabíamos que preferías la playa a los cuadros…

—Si por mí fuera, estaría viendo cuadros —la interrumpió George.

—… así que te hemos traído a la playa —terminó la tía Bonnie, sin ni siquiera prestarle atención—. No deberías ser siempre tan egoísta. Tu madre nunca dispone de tiempo libre. Para ella este viaje no tiene nada de divertido.

Se las habían apañado a la perfección. Primero salieron a la calurosa terraza y le ofrecieron gondoleros, y luego lo abandonaron completamente, dejándolo con la tía Bonnie y Flor.

Incluso años después, cuando hablaban de aquel día y sus padres se preguntaban cómo se les había ocurrido escabullirse así, sin previo aviso y sin dar ninguna explicación, incluso cuando reconocían que era lo peor que se le podía hacer a un hijo, incluso entonces, mostraban una irritante autocomplacencia por su actitud. Él había sido un chiquillo caprichoso, quejica y mimado, y algunos, como la tía Bonnie, sostenían que sus padres casi le tenían miedo. Sus primos de la familia Fairlie lo apodaban «el Monstruo», mientras que sus parientes por parte de madre, más serios y preocupados, solían comentar que no lo estaban preparando de forma adecuada para los sinsabores y los batacazos de la vida, y que no tendría nada que agradecer a sus padres en el futuro. Pero George, la verdad sea dicha, había salido bien. A los diecisiete años, personificaba la triunfante justificación de una etapa que fue infernal para sus padres. «Dios santo, a los cinco años era un auténtico bicho», solía decir su madre, sonriendo y negando con la cabeza. «¡Y a los siete!» En aquella ocasión les fastidió las vacaciones en Venecia, aunque ellos siempre terminaran por asumir toda la responsabilidad: no deberían haber salido a pasar el día sin él, escabulléndose en cuanto les dio la espalda. Aquello podría haberlo marcado de por vida. Lo que constituía, sin duda, una posibilidad aterradora. Como suele ocurrir con los peligros evitados, les gustaba sacar el tema a colación. «George, ¿te acuerdas de aquel día en Venecia con Bonnie y Flor?»

¡Como para no acordarse! Aún conservaba seis pequeñas conchas que había recogido en el Lido. Se acordaba de las sombrillas brillantes, inclinadas por el viento cálido, y de su prima Flor, de catorce años, delgada y roja como un cangrejo, sentada bajo una sombra circular, muy erguida, cavando un hoyo en la arena con los dedos y escudriñando el mar sereno. Le habría importado un pimiento que George se ahogase. Él se dedicaba a corretear por la arena, de aquí para allá, solo. Tenía la 15 piel rosácea y el pelo rubio, estaba un pelín entrado en carnes y se sentía profundamente herido. El mar estaba tan liso, tan tranquilo y tan denso por el calor que casi se podría caminar sobre las aguas. Recogió conchas negras, marrones, a franjas de color crema y rosa, de bordes levísimamente ondulados. La tía Bonnie se las metió en el bolsillo y se las llevó a Venecia para que no las perdiera, y George aún conservaba seis. Las guardaba en una caja de zapatos, junto con otras mil cosas de las que jamás se desharía. Guardaba otro recuerdo de Venecia: una cuenta de cristal. Era de un collar de Flor; su prima se lo había comprado ese mismo día en un puesto callejero, justo frente al muelle donde atracó el barco al volver del Lido. El reloj de la piazza dio las doce del mediodía, y el aire se llenó de palomas y del sonido del metal. Estaban bajando ordenadamente del barco cuando, de repente, Flor se alejó como un rayo y volvió con el collar. A la tía Bonnie ni siquiera le dio tiempo a acabar su frase: «¿Te gustan las cuentas de cristal, Flor? Porque, si es así, prefiero comprarte algo decente…». El hilo del collar se rompió en cuanto Flor intentó ponérselo. Las cuentas de cristal se esparcieron por todo el pavimento y las palomas las persiguieron, aleteando, confundiéndolas con granos de maíz. El collar roto y el viento cálido alteraron a Flor, que comenzó a desenhebrar las cuentas que aún tenía en las manos para luego arrojarlas junto a las otras con un gesto violento.

—¡Estate quieta! —le gritó su madre, pues todo el mundo estaba mirando y Flor parecía un tanto desquiciada, con el cabello al viento y el vestido levantado por una ráfaga de aire que reveló sus enaguas almidonadas y sus muslos quemados.

El pequeño George se inquietó de pronto ante lo que pudieran pensar aquellos desconocidos, y echó a correr de un lado a otro, frenéticamente, para recoger de entre los pies de la gente las grandes cuentas con forma de gragea. Cuando se irguió, con las manos repletas de ese tesoro, vio que Florence parecía enfadada y, al mismo tiempo, divertida. Aún tenía las manos abiertas, como si estuviese dispuesta a darle un empujón a cualquiera. Aunque a lo mejor George solo se lo imaginó, pues unos segundos más tarde su prima caminaba tranquilamente a su lado, de vuelta al hotel, y le dijo, con voz sosegada, que podía quedarse con todas las cuentas.

Aún conservaba una, con la que solía juguetear, poniéndosela en la palma de la mano, antes de los exámenes. Había otras ocasiones, muchas, en las que decía: «Dios, ayúdame esta vez y no volveré a importunarte», cuando en realidad se estaba encomendando a la cuenta de cristal, y quizá incluso dirigiéndose a ella. Era un poderoso talismán, el fragmento de un día, el recordatorio de que alguien, en una ocasión, le había deseado la muerte, y a pesar de todo seguía vivo.

Ah, no cabía duda de que Florence le había deseado la muerte. Aquel día, después del almuerzo, Flor y él se asomaron por una barandilla de madera desvencijada para observar un pequeño carguero en el que estaban embarcando lo que, en su recuerdo, parecían postes telefónicos, aunque debía de estar equivocado. Flor se inclinó hacia delante, apoyando los brazos delgados y morenos en la barandilla, colocando la cara casi a la misma altura que la de su primo. Entonces se giró y lo miró, esbozando una ligera sonrisa con los ojos entrecerrados, como se gira y mira la gente que está tomando el sol en la tórrida arena. Él le estaba devolviendo tímidamente la sonrisa cuando se cruzó con los ojos de su prima, verdes como el agua, inflamados de aversión, y ella le dijo: «Estaría chupado empujar a alguien desde aquí. Podría empujarte». George recordaba el agua verde y densa, que se fundía con el cielo, y el peso de las nubes amontonadas en el horizonte, que se fueron acercando y cubrieron la laguna. En una ocasión, se había caído al estanque de la casa de su abuela —la abuela Fairlie que Florence y él compartían—. Estaba de pie en una barca cuando dio un paso en falso y cayó al agua, que se mantenía sucísima para deleite de las argentinas, peces amantes de la inmundicia que se alimentaban de mosquitos y chiflaban a su abuela —y que de adultos tenían el tamaño de los alevines de foxino—. Estos diminutos peces lo rodearon como flechas 18 mientras flotaba en el estanque, inmóvil, y sintió en las mejillas el suave golpeteo de sus cabezas. La parte más agobiante del recuerdo era que él se había quedado ahí, pasivo, con aquella agua musgosa cubriéndole la boca. Debía de haber estado flotando boca arriba, pues recordaba el cielo. El jardinero oyó el plaf y lo sacó del agua. Estaba perfectamente, aunque no boca arriba, sino braceando y chapoteando boca abajo.

Aunque en Venecia no se le pasó por la cabeza nada de aquello. No fue hasta mucho más tarde cuando superpuso los dos recuerdos, un cristal sobre otro. En Venecia no respondió, pues no le dio tiempo. Ni siquiera hubo tiempo para la rabia o el miedo. La tía Bonnie los esperaba, acabada su siesta. Iban a reunirse con ella en la piazza, y darían de comer a las palomas y escucharían a la banda. Siguió a Flor apresuradamente con sus piernecitas rollizas, atravesando el calor como si fuera agua, con la cabeza gacha. Hicieron una parada para subirse a una báscula pública que les leyó la suerte, además del peso. Sus predicciones aparecieron en cartulinas rectangulares de colores. La de George rezaba: «No rechaces ninguna invitación esta noche», y la de Flor le instaba a cuidarse más el hígado y le decía que pronto se despediría de alguien que se marcharía en tren.

—Mamá nos está esperando —dijo Flor, tirando la cartulina que contenía su suerte.

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Autor: Mavis Gallant . Título: Agua verde, cielo verde. Editorial: Impedimenta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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La fascinante aventura visual de Daniel Mordzinski (II)

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En esta segunda entrega del libro de fotografías de Daniel Mordzinski con textos míos, en el prólogo sigue diciendo Caballero Bonald: “El título general de Ciudades para a(r)mar concuerda muy bien con el carácter de estas fotografías. Hay un enfoque dialéctico —amar, armar— que remite en este caso a lo que la propia imagen tiene de espontánea y elaborada, a lo que pasa de ser una sorpresa repentina a una fijación emocional”.

Ushuaia. Argentina

En 1831, Robert FitzRoy, capitán del Beagle, publicó un aviso en un diario ofreciendo un puesto de trabajo:

«Se necesita naturalista dispuesto a navegar durante varios años alrededor del mundo explorando regiones desconocidas».

La expedición, financiada por el Gobierno inglés, tenía entre sus fines completar los mapas de la costa sur de Sudamérica, en donde se encuentra Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, en el corazón de Tierra del Fuego.

Quien se presentó fue un aficionado naturalista de 22 años llamado Charles Darwin que, con los dos volúmenes de Personal Narrative, de su admirado Humboldt, se embarcaría durante nueve años en una de las aventuras científicas más relevantes, que derivarían, en 1859, en El origen de las especies.

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La tarde en la que acabó el mundo

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La tarde en la que acabó el mundo se besaron en la ventana, enlazados el uno con el otro. La luz declinaba afuera, apagándose poco a poco: todavía era rojiza y dorada en la distancia, tras los edificios que se recortaban en ella, mientras las primeras sombras oscurecían los ángulos de calles y edificios. Abajo no había pánico, ni carreras, ni gritos de desesperación. Una multitud serena caminaba despacio por la ciudad: parejas abrazadas, niños que iban de la mano de sus padres, ancianos parados un momento en las aceras, que miraban alrededor como quien busca identificar un rostro o un recuerdo. En los semáforos destellaban intermitentes las luces color ámbar, los coches se dejaban en la calle con las puertas abiertas, y algunos de sus propietarios ni siquiera apagaban el motor antes de alejarse lentamente, sin mirar atrás.

"Por toda la ciudad la gente se decía adiós igual que si fuera Navidad"

Las últimas tiendas se vaciaban, aunque nadie encendía los rótulos luminosos ni los escaparates. No había saqueos, ni disturbios; los policías caminaban en calma, despojándose indiferentes de sus armas y sus insignias. Los bomberos no tenían nada que hacer: estaban sentados en las escaleras de sus parques y en la puerta de los garajes, ociosos junto a sus camiones cromados y rojos, sonriendo a quienes los saludaban despidiéndose. Por toda la ciudad la gente se decía adiós igual que si fuera Navidad, estrechándose amable la mano o besándose en la cara. Casi todos sonreían serenos y melancólicos, como después de una cena o una fiesta agradable. En las aceras, inmóviles pese a no llevar correa ni estar atados, algunos perros aguardaban pacientes a sus amos, lamiendo las manos de los niños que, al pasar por su lado, los acariciaban.

"Todo se oscurecía lentamente, y él propuso encender una luz; pero ella movió con infinita dulzura la cabeza y le puso dos dedos en los labios, como para rogarle que no pronunciase más palabras"

El edificio estaba sin gente, desiertas las escaleras y vacíos los pisos. No había otro sonido que una música antigua, como de viejo gramófono, que sonaba en algún lugar cercano y llegaba a través de la ventana. En la habitación, el televisor estaba apagado. La luz decreciente oscurecía los lomos de los libros en sus estantes hasta hacer ilegibles las letras doradas de los títulos, y apagaba el rojo intenso del vino en las grandes copas de cristal que estaban sobre la mesa. Había un cuadro en la pared: un lienzo antiguo hecho de claroscuros, del que ya no podía verse otra cosa que trazos de sombras. Todo se oscurecía lentamente, y él propuso encender una luz; pero ella movió con infinita dulzura la cabeza y le puso dos dedos en los labios, como para rogarle que no pronunciase más palabras. De manera que permanecieron callados junto a la ventana, el uno junto al otro, haciéndose compañía en la última claridad del último día.

"Cuando bajaron de nuevo los ojos, la calle estaba casi vacía"

Se estaba bien allí, pensaron. Aguardando inmóviles y tranquilos mientras veían desvanecerse mansamente todo. Jamás, hasta esa tarde, imaginaron que pudiera ser así, en aquella inusitada paz desprovista de miedo o remordimientos. Alzaron la vista al mismo tiempo para mirar arriba, sobre la ciudad. En el cielo sin nubes ni viento, cuyo color cambiaba del rojizo nacarado a un azul cada vez más oscuro, más allá de la línea de edificios y tejados que se recortaba en el horizonte de la ciudad, se deshacía la estela de condensación del último avión que había cruzado el cielo del mundo. Cuando bajaron de nuevo los ojos, la calle estaba casi vacía. Entre la última gente que se decía adiós en las aceras vieron rostros que se parecían a los de seres queridos muertos mucho tiempo atrás. Y cuando la luz decreció más y la ciudad empezó a velarse definitivamente de sombras, todavía les fue posible distinguir al extremo de la calle, a lo lejos, la rueda del kiosco de feria que seguía dando vueltas silenciosas en el parque vacío, con un niño solitario subido a uno de los caballitos.

"Entonces él movió la cabeza, resignado, mientras sonreía a las sombras que ya lo anegaban todo"

Él abrió la boca para decir una última palabra que lo resumiese todo, pero ella volvió a ponerle los dedos sobre los labios. Luego, estrechándose contra él, lo besó por última vez. Después se apartó un poco y volvió a mirar la calle casi desierta, los últimos transeúntes alejándose despacio por las aceras. Sonaba todavía, a través de la ventana, la música apagada del viejo gramófono. A lo lejos, en el parque, los caballitos de feria seguían dando vueltas en la penumbra, aunque el niño había desaparecido. Eso fue lo único que hizo que él sintiera, por un instante, un estremecimiento de melancolía, o de incertidumbre. Ella pareció advertirlo y se enlazó de nuevo a su cintura. Entonces él movió la cabeza, resignado, mientras sonreía a las sombras que ya lo anegaban todo. Luego le pasó a ella un brazo por los hombros, estrechándola contra sí. Y de ese modo, abrazados, muy quietos y serenos, vieron extinguirse la última luz.

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Publicado en abril de 2011 en XL Semanal.

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