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La fuente, de Rubén Darío

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La búsqueda del conocimiento, de la perfección, de la sabiduría. El poeta nicaragüense descubre en este poema cómo encontrarlos: mirando en uno mismo. A continuación, puedes leer La fuente, de Rubén Darío.

La fuente, de Rubén Darío

Joven, te ofrezco el don de esta copa de plata
para que un día puedas colmar la sed ardiente,
la sed que con su fuego más que la muerte mata.
Mas debes abrevarte tan sólo en una fuente,

otra agua que la suya tendrá que serte ingrata,
busca su oculto origen en la gruta viviente
donde la interna música de su cristal desata,
junto al árbol que llora y la roca que siente.

Guíete el misterioso eco de su murmullo,
asciende por los riscos ásperos del orgullo,
baja por la constancia y desciende al abismo

cuya entrada sombría guardan siete panteras:
son los Siete Pecados las siete bestias fieras.
Llena la copa y bebe: la fuente está en ti mismo.

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Pequeño gran hombre (y mujer)

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Los 4 Fantásticos fueron los primeros, pero después llegó el Hombre Hormiga. La creación del mítico Stan Lee en compañía de Larry Lieber (hermano del primero) y Jack Kirby llegó en 1962, al principio de una década donde la entonces diminuta Marvel, antaño llamada Timely (y después Atlas) cambió sin saberlo el curso de la historia del entretenimiento. Ahora, con el estudio homónimo copando la taquilla y la fatiga de superhéroes planeando sobre un Hollywood consagrado a las franquicias, el panorama es ridículamente distinto. Lo es en cuanto a venta de cómics, probablemente diminutas en comparación con la de entradas de cine, y desde luego nada que ver con la Edad de Plata generada por el propio Lee en los cincuenta y sesenta. Marvel Studios copa ahora el mercado, pero a través de las películas que desde el primer Iron Man (2008) han levantado un imperio millonario desde prácticamente cero.

"Con su incombustible optimismo y su cháchara de vendedor de motos, el achuchable abuelo Stan Lee se ha convertido en todo un personaje de ficción a la altura de sus creaciones"

Desde cero, pero basándose siempre en el material dejado por Lee, descendiente de judíos rumanos afincados en Nueva York. Con su incombustible optimismo y su cháchara de vendedor de motos, el achuchable abuelo Stan Lee (no exento de lado oscuro, como se desprende del imprescindible volumen Marvel: la historia jamás contada, de Sean Howe) se ha convertido en todo un personaje de ficción a la altura de sus creaciones. La absoluta falta de cinismo de Stanley Martin Lieber, compatible con una descacharrante habilidad para el melodrama, el engarce de historias a modo de serial y un gusto especial por los diálogos, materia prima que siempre insistió en proporcionar a sus mil colaboradores, le hace inconfundible al lector de cómics veterano.

Pero Lee, en cierto modo, llegó tarde a todo. El veterano de los Signal Corps en la Segunda Gran Guerra recibió el encargo de convertir Marvel en un justo competidor de DC, a toda marcha desde los años 30 y propietaria de Batman, Superman y la Liga de la Justicia. El neoyorquino salió entonces, mucho más de una década después de que Superman y Batman combatiesen el crimen, con Los 4 Fantásticos, una familia bien avenida embarcada en múltiples aventuras de ciencia ficción “sixties” que, paradójicamente, todavía no ha sido adaptada adecuadamente al cine (las tres películas hasta ahora no han sido producidas por Marvel Studios, sino por la insegura Fox).

"Ant-Man y la Avispa soluciona en parte algunas de las lagunas de la anterior película, un título problemático para el estudio"

Pero ojo, que después de ellos y antes que todos los demás, llegó Hank Pym, alias el Hombre Hormiga, que desembarcó en una de las revistas principales del grupo, Tales to Astonish 27. Basada en la acción acrobática de El increíble hombre menguante, que cinco años antes había firmado Jack Arnold a partir de la novela de Richard Matheson, Ant-Man (ya sea Pym o Scott Lang, su heredero y protagonista de las películas) está por tanto lejos de ser un personaje menor: vio la luz a comienzos de una década trascendental para el cómic y se las arregló para dar forma, desde abajo, a lo que vendría después. Si se preguntan a qué vienen todas estas aguas, enseguida llegamos a los lodos actuales: no pasó mucho tiempo hasta que Lee dejase caer a Hank Pym en Fantastic Four 16, empezando a cultivar esa narrativa cruzada que ahora caracteriza las películas-río de Marvel. Y cuando lo hizo fue con una sorpresa: una compañera femenina, la Avispa, que una nota a pie de página propulsaba a otro cómic distinto, el número 44 de Tales to Astonish. La familia aumentaba.

Desembarca en España Ant-Man y la Avispa, secuela del éxito de 2015 dirigida de nuevo por Peyton Reed y protagonizada por Paul Rudd. Un filme que soluciona en parte algunas de las lagunas de la anterior película, un título problemático para el estudio que gracias a la pericia de su verdadero artífice, el productor Kevin Feige, logró sin embargo convertirse en un triunfo menor (o mayor, precisamente por eso) para la compañía. Cierto es que muchos de los avatares de su producción apenas se notaron en pantalla debido a, precisamente, la escasa ambición de la misma. Las aventuras del hombre hormiga hacían todo lo posible por alejarse del modelo de relato de superhéroes para convertirse en una comedia de fantasía estructurada sobre un patrón de “heist movie” o película de robos. Pero la brusca salida del proyecto del director Edgar Wright (Baby Driver fue su proyecto de consolación) y su sustitución por Reed, un artesano vinculado a la comedia, definitivamente menos ambicioso en lo visual, manifestaba en sí misma la filosofía de funcionamiento de Marvel Studios: películas de productor, con un estilo visual parejo en todas ellas, pocas opiniones personales y una obligada sumisión a las necesidades de una maquinaria en la que cada película lanzaba el cebo de la siguiente. En todo caso, en Ant-Man resultaba hasta de una extraña coherencia: el chiste, al fin y al cabo, estaba en presentar el reverso diminuto de los grandes dioses modernos del ciclo de películas Marvel.

Ant-Man y la Avispa se estrena ahora y es, en este sentido, una secuela perfecta que encantaría a Stan Lee (de nuevo haciendo el obligado cameo, filmado hace ya muchos meses debido a su precaria salud). Disney/Marvel ofrece aquí una secuela más grande y ambiciosa, pero sin necesidad de replicar los peajes épicos de Infinity War y que, por tanto, funciona como pausa, un pequeño descanso en la eterna escalada de destrucción épica culminada (de momento) por el taquillazo del pasado mayo. Se trata de una perfecta jugada industrial. Pero hay que reconocerlo: aquí los personajes pululan libremente y sin presentaciones, lo que desembaraza a la película de la necesidad de una esquemática redención como en la primera película, y conduce la acción hasta una larga secuencia de acción en crescendo, una persecución por las calles de San Francisco que recuerda más al clímax de ¿Qué me pasa, doctor? que al blockbuster estándar de la temporada de verano. Una película más grande, por tanto, pero no necesariamente más grave, que logra conservar el primigenio equilibrio original: en Ant-Man y la Avispa el mundo no está en juego, ni siquiera hay un villano claramente definido (hay dos antagonistas cuya acción confluye al final) y el relato fluye solamente en base a un rescate, a la restitución de una disfuncional familia de inventores. ¿Realmente emotivo? En absoluto. ¿Entretenido? Sin duda. La fotografía de Dante Spinotti resarce parte de la vulgaridad de la puesta en escena de Reed, que de todas formas se muestra hábil con el tono: aquí no hay, como en los productos de Joss Whedon, una intrusiva colección de referencias “pop” en los diálogos o gags para desdramatizar el conjunto, sino una bien amalgamada comedia de fantasía con tantos puntos en común con El chip prodigioso como con Los Vengadores.

"Producto de la histeria de una producción constante, los personajes salidos de su mente comenzaron a cruzarse unos con otros"

Ahora, en la gran pantalla, la concepción del “universo cinemático Marvel”, vendida como el gran hallazgo del séptimo arte como negocio, no resulta más que una hábil extensión de un hallazgo anterior. Uno en el que Lee tuvo algo que decir. El frenético ambiente de trabajo de Stanley, incluso en su faceta más física (el de esa pequeña oficina donde trabajaba frenéticamente con su reducido equipo y su secretaria con un ojo en la máquina de escribir y otro en el plazo de entrega) favoreció el cruce en una misma página de personajes de distintas colecciones, pero un mismo universo. Producto de la histeria de una producción constante, los personajes salidos de su mente comenzaron a cruzarse unos con otros, una sinergia sencilla y lógica en el papel que ahora obsesiona a un Hollywood seducido ante este perfecto engranaje de promoción entrecruzada… pero también ante la absoluta mina narrativa que Lee propuso con una estrafalaria fórmula proveniente del papel: la creación de un universo compartido que se catapultaría hacia el infinito con la creación posterior de The Avengers, grupo del que el Hombre Hormiga, al menos sobre el papel, resulta ser miembro fundador. Así que cuidadito con las bromas: el Hombre Hormiga es un tipo importante.

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Muerte contrarreloj, en el Tour de Francia con Jorge Zepeda

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Jorge Zepeda convierte el Tour de Francia en un Orient Express, donde los ciclistas son sospechosos de un asesinato, en Muerte contrarreloj, novela publicada por Destino de la que ofrecemos un adelanto. «Me atraía mucho la posibilidad de escribir una trama de suspense en un círculo cerrado en el que unos a otros se miren las caras y se pregunten cuál es el asesino. Y qué mejor círculo que el pelotón de ciclistas en el Tour, donde las pasiones están desatadas y la épica del sacrificio, la solidaridad y la traición se encuentra al límite», revela el periodista y escritor mexicano.

 

2006

Todos lo odiaron desde que lo vieron, menos yo. Mascaba chicle incesantemente y cada tres segundos se acomodaba un mechón de pelo, como si fuera un bisoñé que temiera perder. Incluso sin esos tics habría despertado la animadversión de todo el grupo: llegó al campamento conduciendo una Land Rover de colección y descargó una bicicleta aerodinámica que los demás sólo le habíamos visto a los profesionales de élite. Tampoco ayudaba que fuera estadounidense, tuviera rostro de actor de Hollywood y ostentara la sonrisa del que siempre logra salirse con la suya. Yo lo recibí con los brazos abiertos, el recién llegado era la única posibilidad de que los otros me dejaran en paz. Desde mi arribo al campo de entrenamiento dos semanas antes, los corredores me habían hecho víctima de las novatadas que la tradición y la frustración por los duros entrenamientos podían inspirar en un campamento donde sobraban la ansiedad y la testosterona; los ciclistas hicieron un purgatorio de mis primeras semanas como profesional —si es que el pago de cincuenta euros por semana me convertía en eso—, así que agradecí la posibilidad de no ser el único blanco del abuso de los demás.

Quizá eso fue lo que nos unió: nos tomamos con filosofía los tormentos a los que nos sometían y los atribuimos a algún ritual de iniciación en contra de los aprendices. O, mejor dicho, él se lo tomó con filosofía y yo terminé por imitarlo.

—No te comas la avena; creo que escupieron en ella —me dijo la primera vez que nos dirigimos la palabra, y me ofreció una barra de proteína. Parecía más divertido que contrariado, como si el hecho de descubrirlos lo hiciera más listo que los demás.

Al pasar los días entendimos que no se trataba de un rito de iniciación: simplemente nos tenían miedo. De los cuarenta y seis corredores que arrancamos el campamento, la organización Ventoux retendría apenas a veintisiete y sólo los nueve mejores participarían en el primer equipo, el que es llevado a las pruebas que verdaderamente importan.

Un mes más tarde, cuando el entrenamiento se hizo más exigente y las jornadas se convirtieron en travesías de ciento sesenta kilómetros e incluyeron parajes escarpados, comprendimos que el miedo que inspirábamos estaba justificado: éramos mejores. Steve Panata rodaba con una cadencia natural y una elegancia como nunca antes había visto ni volví a ver; devoraba kilómetros sin esfuerzo aparente a una velocidad que a otros obligaba a doblarse sobre el manubrio. Yo lo compensaba con una anomalía fisiológica que en otras circunstancias me habría convertido en fenómeno de circo: el adn de mi padre, un nativo de los Alpes franceses, y los genes colombianos de mi madre, de ancestros andinos, debieron habérsela pasado muy bien, porque terminaron por dotarme de un tercer pulmón. No es que lo tuviera, pero los niveles de oxigenación de mi sangre son tales que, para efectos prácticos, me permiten correr dopado.

Una vez en carretera, Steve y yo comenzamos a tomar venganza de las afrentas sufridas: lo hacíamos casi sin proponérnoslo, aunque sin ingenuidad. Él me sonreía malicioso veinte o treinta kilómetros antes de la meta fijada por los instructores y tras un gesto de comlicidad acelerábamos el ritmo, sutilmente al principio, para que los otros no se dieran por vencidos y se exigieran un esfuerzo adicional; diez kilómetros más tarde, cuando percibíamos que el grupo se encontraba al límite, acelerábamos para dejarlos atrás. Pero no antes de que Steve diera la estocada final: comenzaba a relatar en tono tranquilo la última película que había visto, como quien conversa en un bar y no se encuentra subiendo una cuesta que le quita el resuello a todos los demás. Al temor que inspirábamos se sumó el resentimiento. Alguna vez pensé que, encerrados en esos retiros de montaña en Cataluña, entre docenas de aspirantes cargados de encono y decididos a convertirse en profesionales a cualquier costo, nos exponíamos a una golpiza capaz de poner en riesgo nuestras propias carreras. Para todos esos chicos —yo incluido—, superar el corte que harían los entrenadores del Ventoux era lo único que los separaba de un trabajo mediocre y sufrido en una granja o una fábrica; un par de ellos francamente eran carne de presidio. No era el caso de Steve, para quien el ciclismo profesional era una opción más, entre otras, de un futuro necesariamente pródigo y holgado. Una razón más para odiarlo. Y había otras: por ejemplo, que desplegara un encanto irresistible cuando se lo proponía, sobre todo entre mujeres, directivos e instructores. Un encanto que provocó más de una bataola con los parroquianos en las pocas ocasiones en que el grupo se escapó a algún bar de la zona, aunque fuese para tomar una cerveza de raíz; un flirteo descarado o un intercambio de servilletas con números de teléfono garabateados bastaban para desencadenar una reyerta con frecuencia zanjada a golpes.

Para alguien tan proclive a provocar la envidia y el resentimiento en los demás, Steve era notoriamente incapaz de defenderse a sí mismo. Toda la elegancia que exhibía sobre una bicicleta o en una pista de baile se convertía en torpeza al momento en que comenzaba el reparto de bofetadas: logramos salir más o menos indemnes una y otra vez gracias a mi entrenamiento de policía militar y mi experiencia en el ejército bregando con borrachos exaltados en bares de mala muerte.

Con el tiempo conseguimos neutralizar los ataques de nuestros malditos acosadores, aunque no antes de que tuviera que enfrentarme a golpes con el matón del grupo, un tipo de Bretaña duro y rudo, con muslos y cara de bulldog; pesaba diez o doce kilos más que yo, pero él no había crecido en un barrio marginal de Medellín ni pasado tres años en cuarteles de Perpiñán. Yo había desarrollado una estrategia de supervivencia que consistía básicamente en evitar todo tipo de conflicto, algo para lo cual mi temperamento se presta a las mil maravillas: una estrategia que funciona a condición de utilizar toda la violencia posible en las raras veces en que el conflicto resulta inevitable, como en esa ocasión en que tuve que salir en defensa de Steve.

Ivan, el bretón, dañaba una y otra vez las llantas de la bicicleta de mi amigo durante las noches, lo cual nos obligaba a emprender reparaciones frenéticas de último minuto para responder a tiempo al llamado de los instructores. Una mañana descubrimos que la bicicleta había desaparecido; la sonrisa burlona con que nos recibió Ivan dejaba en claro quién era el responsable de la ocurrencia. Asumió, supongo, que esta vez Steve por fin lo encararía: eso lo distrajo, nunca me vio venir. Impulsé mi antebrazo con toda la fuerza de que era capaz y asesté con el codo un golpe sobre su rostro; lo alcancé justo entre la mandíbula y la sien. El imbécil cayó de fea manera mientras sus secuaces contemplaban atónitos la inconcebible agresión. Tampoco se esperaban lo que siguió: agarré a patadas el cuerpo hecho ovillo del matón hasta que reveló el lugar donde había escondido la bicicleta. Tras ese incidente nos dejaron en paz.

Ayudaron también las maneras cortesanas que Steve comenzó a desplegar para con los otros corredores. Repartía con generosidad el contenido de los paquetes que recibía de Estados Unidos, cargados de discos con música, geles y barras de proteína, zapatos de deporte, camisetas; un sutil cohecho que pronto arrojó dividendos. Cuando terminó la temporada de entrenamiento nos trataban como si fuéramos los jodidos dueños de la carretera.

A veces me pregunto si la profunda amistad que terminaría definiendo nuestras vidas se selló con esa alianza inicial basada en la protección mutua; al menos en mi caso así fue. Incluso con lo que sucedió años después, sigo convencido de que había algo genuino y hondo en esa cofradía incondicional y de absoluta lealtad que forjamos desde el primer momento.

En realidad, los dos nos fascinamos mutuamente. Cuando nos conocimos él tenía veintiún años, yo veintitrés. Steve había crecido entre algodones como hijo único y mimado de una pareja de abogados prominentes de Santa Fe, Nuevo México. Sus padres consintieron y apoyaron su obsesión por la bicicleta y lo dotaron de instructores semiprofesionales cuando decidió participar en las competencias juveniles de su país: terminó arrasando en todas ellas, siempre rodeado y protegido por una pequeña troupe financiada primero por su familia y luego por los patrocinadores, atraídos por el potencial que exudaba este chico de oro.

Pero ahora, en el norte de España, por primera vez en su vida Steve se encontraba en territorio hostil; a su pesar, los suyos habían asumido que nunca llegaría a la cima del ciclismo de ruta sin pasar por el endurecimiento que ofrecían los equipos europeos y sus implacables entrenamientos. Quizá por ello parecía hipnotizado por mi capacidad para sobrevivir en escenarios que le resultaban exóticos y fascinantes, y para mí eran una mierda. Empujado por las circunstancias me convertí en lo que soy, como es el caso de los que no se llaman Panata; terminé siendo ciclista —como otros acaban de oficinistas o vendedores— porque ese fue el tronco al que pude aferrarme cuando simplemente intentaba mantenerme a flote en medio de la corriente. Steve, en cambio, formaba parte de los seres humanos cuyo futuro es consecuencia de un inevitable designio.

Él interpretaba como un derroche de libertad la casi orfandad en la que crecí. Mi padre, un militar francés agregado durante años a diversas embajadas en Latinoamérica, se había separado de mi madre, una bogotana de origen peruano y de familia venida a menos, cuando yo aún no cumplía los nueve. A partir de ese momento pasé los veranos en una cabaña de los Alpes adonde él decidió retirarse, y el resto del año en una casa de ladrillo rojo a las afueras de Medellín. Viví una infancia de abandono por los agotadores turnos de enfermera que cumplía mi madre en dos hospitales diferentes; con el tiempo entendí que simplemente buscaba un pretexto para mantenerse a distancia del hijo de un matrimonio precipitado por un embarazo no deseado. Más tarde, en la adolescencia, estuve convencido de que ella esperaba que un día yo no regresara de alguno de los viajes que emprendía cada verano a Francia, algo en lo que me habría encantado darle gusto si mi padre no hubiera estado igualmente urgido de deshacerse de mí cada vez que lo visitaba: pagar el viaje y recibirme durante cinco semanas era una obligación que el coronel Moreau cumplía con estricto rigor, aunque sin ningún entusiasmo. Es probable que hubiera terminado por ser reclutado por alguna de las bandas de adolescentes que aterrorizaban el barrio, de no haber llegado la bicicleta en mi rescate. Sin proponérselo, mi madre fue la responsable: los turnos extras y un aumento de salario le permitieron mudarnos de San Cristóbal, un pueblo de la periferia, a San Javier, un barrio popular de Medellín. Si bien fue un ascenso social, también fue un descenso orográfico que me condenó a recorrer a pie los casi siete kilómetros cuesta arriba que me separaban de la escuela, por lo que tenía que levantarme a las 4.30 para llegar a tiempo a la primera clase. En algún momento debió de apiadarse de mis desvelos, porque un día apareció con una bicicleta grande y pesada de segunda mano, seguramente robada; una bicicleta que llamábamos «de albañil», pero que cambió mi vida.

Paradójicamente, fue la holgazanería lo que me transformó en escalador. Mi nueva montura me permitió recorrer el despertador a las 5.30; más tarde comencé a cronometrar mis trayectos para prolongar el tiempo de sueño. Terminó convirtiéndose en una obsesión: cada semana intentaba recortar en uno o dos minutos la duración del camino a la escuela. Disminuí el peso de la mochila, aprendí a sacar provecho de cada curva, conté las ocasiones en que aplicaba el freno y las reduje al mínimo indispensable. Algunos de mis compañeros se burlaron de las viejas botas rotas que comencé a usar en la escuela, aunque no me importó: sus gruesas suelas me permitían alcanzar mejor los pedales y reducir en tres minutos el trayecto.

Una maestra se dio cuenta del violento frenado con el que llegaba cada día, seguido de una pausa para consultar la hora y apuntarla en mi libreta; me preguntó el motivo y luego leyó con curiosidad mi tabla de anotaciones. Una semana más tarde me habló de una carrera para ciclistas aficionados, ella era una de las organizadoras. Al principio me pareció absurda la posibilidad de competir, ridícula incluso: mis botas rotas y mi tosca bicicleta no empataban con las imágenes que había visto de los ídolos colombianos enfundados en coloridos atuendos, montados en máquinas aerodinámicas. Pero no había manera de decir que no; la mitad del salón, al menos la parte que ya había cumplido trece años, estaban enamorados de la maestra Carmen. Su entusiasmo infatigable, la sonrisa cálida, los ojos verdes, y sobre todo la manera en que trepidaba su falda al caminar, la convertían en la heroína de nuestros sueños húmedos.

Aun cuando todos los competidores calzaban mejor que yo, me consoló que hubiera otras bicicletas como la mía. Corrí decidido a impresionar a mi maestra: partí veloz desde la meta misma, sorprendido por la facilidad con que dejaba atrás a todos, y ni siquiera hice algo diferente a lo que acostumbraba cada día camino de la escuela. Pronto entendí la razón: los demás corrían para soportar los treinta y dos kilómetros que los separaban de la meta. Yo estaba fundido en el kilómetro diez; pronto comenzaron a rebasarme los primeros. Faltando cinco kilómetros para el final, era el último de la competencia. Fue mi primer contacto con el tormento de la carretera: las piernas convertidas en hilos, cada pedalazo soportado desde el abdomen, donde sentía que alguna víscera se desgarraba. Fue también mi primer contacto con el enemigo que todo ciclista lleva dentro y que le incita a renunciar al suplicio; me decía que ya había hecho lo suficiente, que era el más joven de la carrera, que mejor abandonar que llegar al final, pero me imaginé la decepción de Carmen y decidí que no desertaría y tampoco sería el último. Me concentré en la espalda del corredor que rodaba treinta metros adelante de mí y puse en cada pedal todo lo que tenía, lo alcancé y busqué la siguiente espalda. Pronto olvidé el cansancio. Cuando llegué a la meta vomité y me quedé doblado un rato por el dolor que acuchillaba un costado de mi cuerpo, aunque no me moví de allí: quería contar los corredores que llegaban después de mí. Fueron diez. Antes de retirarme, Carmen me abrazó y me dio un beso en la mejilla. A partir de ese día dediqué las tardes a recorrer las colinas de los alrededores. Diseñé tramos más largos, medí y recorté el tiempo de traslado, leí todo lo que Carmen me dio sobre alimentación y técnicas de competencia, y traté de asimilar y poner en práctica lo que podía dentro de mis limitaciones. Mis piernas crecieron y jubilaron a las botas, aunque tardaría mucho tiempo en ganar una carrera. Me bastaba el entusiasmo de Carmen y darme cuenta de que, al terminar cada competencia y detenerme en la meta, cada vez era mayor el número de corredores que llegaban después de mí.

En aquellos largos entrenamientos por mi cuenta se forjó el corredor que ahora soy. El aprendizaje de las técnicas y las estrategias vendría después, pero allí construí la verdadera sustancia de la que está hecho un ciclista profesional: la capacidad para infligirse dolor, llevarse al límite y continuar. Me exprimía en pendientes imposibles con la convicción de que ese sufrimiento me acercaba a Carmen, me hacía merecedor de su atención y su cariño.

Empero, su desaparición dos años más tarde al ser promovida a una escuela privada de Bogotá sacudió mi pequeño universo y me sumió en la desesperación. Tras algunas semanas atormentadas, quedé convencido de que podría recuperarla por medio de la bicicleta: mi fama como corredor llegaría hasta la capital y terminaría uniéndome a ella. Hice de la bicicleta mi instrumento de tortura y redoblé mis masoquistas sesiones de entrenamiento; el dolor se hizo mi mejor amigo.

Fue en esa época cuando desarrollé la otra manía con la que se me conocería: medir, cronometrar, contar y registrarlo todo. Años después, mis compañeros, comenzando por el propio Steve, se burlarían de mi obsesión con los números y más de uno me llamaría «el contador», con ganas de molestar. Sin embargo, tarde o temprano todos ellos me preguntarían cuántos kilómetros faltaban para llegar a la meta o el lugar que ocupaba en la clasificación un corredor que se desprendía del pelotón y se lanzaba a la fuga. Nunca me molestó ser su jodida Wikipedia en lugares donde nadie puede usar su celular. También fue en las sierras de Medellín donde me di cuenta de que los demás no padecían la extraña relación que mantengo con mi propia transpiración: es una putada ser alérgico al sudor que produce tu cuerpo justo cuando vives de hacerlo sudar. El clima de mi tierra ya se había encargado de sacarme sarpullidos y ponerme a frecuentar polvos y ungüentos en busca de alivio, y no es que lo hubiese descubierto hasta el momento en que subí a una bicicleta, pero hasta entonces había sido una molestia confinada a los días de excesivo calor. Ahora la irritación se convertía en un tatuaje encarnado en zonas del cuerpo de las que un adolescente no debería sentirse avergonzado, o al menos no por esas razones.

Sudando y contando terminé por convertirme en una figura familiar en las carreras que se celebraban ciertos fines de semana en la región. En algún momento dejé de contar a los corredores que llegaban después de mí y comencé a hacerlo con los que arribaban a la meta antes que yo; me atormenté sobre los pedales hasta conseguir que cada vez fueran menos.

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Autor: Jorge Zepeda. Título: Muerte contrarreloj. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Spinoza, creador del dios en el que creía Einstein

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(apuntes de filosofía para jóvenes, octava entrega)

 

Cuando a Albert Einstein le preguntaban si creía en Dios (una impertinencia que ocurría a menudo, pues ya se sabe lo incómodos que se sienten los norteamericanos con los ateos), siempre contestaba lo mismo:

—Creo en el Dios de Spinoza.

En su Historia de la Filosofía Occidental, Bertrand Russell comienza el capítulo dedicado a Spinoza de esta cariñosísima manera:

Baruch de Spinoza (1632-1677) es el más noble y el más amable de los grandes filósofos. Intelectualmente, algunos otros lo han superado, pero éticamente es supremo.

El neurocientífico de moda, Antonio Damasio, escribió un libro titulado En busca de Spinoza, donde sitúa a nuestro filósofo como antecedente de las modernas teorías de las emociones y los sentimientos.

"Spinoza fue perseguido por la ortodoxia judía, que le montó una especie de auto de fe tremebundo"

Multitud de colegas —si esta palabra resulta adecuada— han glosado el pensamiento spinosista, desde John Dewey a Gilles Deleuze. Mereció dos sonetos de Borges: Las traslúcidas manos del judío / labran en la penumbra los cristales (…). Un hombre engendra a Dios. Es un judío / de tristes ojos y de piel cetrina (…).  Aparece en relatos de aquí (Juan Bonilla, Las gafas de Spinoza) y de allá (Isaac Bashevis Singer, El Spinoza de la calle del Mercado)… y así podríamos seguir. Hasta en novelas policíacas se ha llegado a utilizar sin pudor el encanto intemporal y trasversal de Spinoza.

Un encanto, sin embargo, que si bien hoy es unánimemente apreciado, en su momento faltó, y de qué manera. Spinoza fue perseguido por la ortodoxia judía, que le montó una especie de auto de fe tremebundo (los detalles, en La sinagoga vacía, de Gabriel Albiac); por la cristiana, que incluyó su obra en el Índice, y hasta por los funcionarios de la corte holandesa, que prohibieron su Tratado teológico-político (lo único que se atrevió a dar a la imprenta en vida, y aun anónimamente y dando pistas falsas sobre el editor y lugar de publicación) con este argumento: se trata de un libro concebido en el infierno conjuntamente por el judío apóstata y el diablo. No por nada en su tumba aparece el anagrama con que a veces sellaba su correspondencia: CAVTE (sé precavido, ten cuidado).

Y todo por creer en un Dios inseparable del mundo, que solo se revela a través de la armonía de lo existente y, por supuesto, es ajeno a la actividad y destino de los seres humanos… un Dios, por decirlo con sus propias palabras —Deus sive Natura—  identificable con la Naturaleza. Muy en la línea del Ser de Parménides, aunque con ese suave perfume ecologista.

"Hegel dejó escrito que todos los filósofos han sido, en un primer momento, spinosistas"

El pensamiento de Spinoza tiene su parte más sustanciosa en la Ética, obra que entresacaron de sus papeles para publicarla póstumamente. Es un libro difícil, duro de recomendar al aprendiz de filósofo que frecuenta estas páginas, porque al bueno de Baruch no se le ocurrió otra cosa que exponer los preceptos éticos como si fueran axiomas eucledianos, buscando una demostración de los mismos según el orden geométrico, tal como reza el título completo. Pero, aisladas las sentencias y sobrevolando el texto, el resultado es una grata mezcla de psicología y metafísica, aunque compleja de manejar, porque un panteísmo tan radical, donde todo (naturaleza, seres, sentimientos) es —somos— parte de una única sustancia divina plantea problemas a la hora de encajar piezas como el libre albedrío o la existencia del mal. Que la aceptación de la finitud, incluyendo el sufrimiento y la muerte, sea para Spinoza no sólo consustancial al ser humano, sino precisamente la fundamentación de la felicidad, es la lección que más nos gusta.

Hegel dejó escrito que todos los filósofos han sido, en un primer momento, spinosistas. Es una buena pista para los jóvenes que os queréis iniciar en esta disciplina.

 

Próximo capítulo: Leibniz, fundador de la filosofía alemana

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Las bicicletas son para el verano

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Dolores Payás era el nombre que siempre aparecía tras la frase “traducido por” en las ediciones en español de un gran escritor inglés, Patrick Leigh Fermor. Ella era (y sigue siendo para muchos lectores), la voz barroca, misteriosa, aventurera, sintácticamente compleja, de Paddy.

"Desde una bicicleta china es un libro divertido y brillante, escrito desde la humildad profesional del diario de a bordo, con mucha experiencia lectora, mucho mundo y una ironía a prueba de decepciones viajeras y/o amorosas"

Luego nos regaló a los lectores fermorianos aquel librito mágico llamado Drink Time, bellamente editado por Acantilado, en cuya portada aparece la que, en mi opinión, es la foto más entrañable de Leigh Fermor, y entonces algunos nos dimos cuenta del penetrante y dulce ojo de escritora que Dolores Payás tiene cuando se desliza con suavidad por encima de su capacidad profesional para pensar en dos lenguas a la vez.

Por eso, al llegar a mi oficina el enorme sobre acolchado con su último libro, me ilusionó saber que me esperaban horas felices de lectura junto a esta mujer inteligente. Y no me equivoqué: Desde una bicicleta china, editado por Harper Collins, es un libro divertido y brillante, escrito desde la humildad profesional del diario de a bordo, con mucha experiencia lectora, mucho mundo y una ironía a prueba de decepciones viajeras y/o amorosas.

Dolores Payás, foto de Miki Lerín

"Entrar en estos 22 cuentos chinos es hacerlo de la mano de una mujer vital, valiente, muy lectora y singularmente lúcida que nos seduce, nos divierte, nos enseña e incluso nos hace alguna que otra confidencia"

Durante unos años la escritora tuvo a China casi de segunda residencia y como por muy lejos que uno vaya siempre lleva consigo esa especie de alter ego que es la voz narrativa, la salida natural a aquella experiencia surrealista y alucinante fue escribir, claro. El florilegio de personajes, viajes, experiencias, sensaciones, asombros acumulados por Dolo mientras paseaba por la apabullante ciudad de Beijing sobre una destartalada bicicleta alquilada se desparramaron en un conjunto de narraciones breves a modo de cuentecitos muy cercanos unos, casi de mitología posmoderna otros, y algunos (quizás mis favoritos), auténtica lección de Historia sabiamente contada con mucha documentación, destellos de humor y una perfecta, impecable gramática (De dioses y transacciones 1 y 2) que es, en realidad, como debe ser contada cualquier cosa.

Entrar en estos 22 cuentos chinos es hacerlo de la mano de una mujer vital, valiente, muy lectora y singularmente lúcida que nos seduce, nos divierte, nos enseña e incluso nos hace alguna que otra confidencia. Desde una bicicleta china es como hacer un viaje con una amiga entrañable, esa que siempre es capaz de revivir las reuniones más tristes o aburridas con un comentario divertido, una sonrisa o un abrazo. No se lo pueden perder.

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Autor: Dolores Payás. Título: Desde una bicicleta china. Editorial: HarperCollins. Venta: AmazonFnac 

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Insomnio, de Dámaso Alonso

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Este poema está incluido en Hijos de la ira, una obra inconformista e innovadora publicada en los duros tiempos de la posguerra. A continuación, puedes leer Insomnio, de Dámaso Alonso.

Insomnio

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán,
ladrando como un perro enfurecido,
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad
de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

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Las fronteras están para atravesarlas

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Cambio de rasante es una novela negra que sitúa a A&V Rojo, detectives privados —a los que su autora Jimena Tierra había implicado previamente en Equinoccio—, en una historia de desapariciones y crímenes dentro del escenario perfectamente reconocible como la Universidad Menéndez Pelayo (Santander).

 

2013. Campo de concentración de Dachau. Una de las prisiones en las que más experimentos médicos ilegales e inhumanos se realizaron durante la II Guerra Mundial y cuyo funcionamiento interno describe Viktor Frankl en su obra El hombre en busca de sentido. Cuentan las malas lenguas que muchos de los datos obtenidos en aquellas prácticas han servido de avance científico en la posteridad, aunque también se dice que algunos de esos resultados fueron falseados. Aún se respira el horror que emana de los cimientos, hedor que impregna a Jimena Tierra activando sus mecanismos literarios.

"Cambio de rasante abre una brecha incisiva sobre un tema que suele tratarse de soslayo, quizás por el temor que supone al que menos la padece: la vejez"

2016. Elisabeth Parrish, ejecutiva de la compañía Biotecnología BioViva, se convierte en paciente cero, inyectándose una terapia génica que solo se había probado antes en ratones y cuyo fin es frenar el envejecimiento. Se comenta que algunos miembros del comité de la empresa han dimitido como consecuencia del conflicto ético que les supone. La autora escribe a María Blasco Marhuenda, directora del CNIO y experta en la materia, para informarse acerca de las características y efectos secundarios que puede acarrear tal experimento.

A partir de entonces, bulle una cuestión que está en el aire, que requiere de una crítica profunda y reflexiva, y de la que Jimena Tierra se sirve para desarrollar la trama de Cambio de rasante. 

En un mundo que tiende a la concepción económica de Estado que proponía Stuart Mill desechando a los ciudadanos improductivos, Cambio de rasante abre una brecha incisiva sobre un tema que suele tratarse de soslayo, quizás por el temor que supone al que menos la padece: la vejez.

Escribe Rosario Curiel —finalista de los premios de novela Fernando Lara y Nadal— estas palabras en su prólogo:

Cambio de rasante denuncia la historia de la gente metida en latas de conserva a las que llaman vida (supuestamente) feliz. Desde la decadencia del ser humano, un ser que malvive entre paredes mugrientas de recuerdos robados, late el engaño en el que se apoyan muchas vidas. Asistimos aquí a la crisis del individuo moderno: un individuo-simulacro que se mueve entre apariencias de sentimientos. Para llegar a tiempo a ser nosotros mismos hay que reinventar el tiempo, convertir la duda en sistema fiable de conducción.

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Autor: Jimena Tierra. Título: Cambio de rasante. Editorial: Tierra Trivium. Venta: web de la editorial

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Moccia haciendo el candado

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Ni Yakuza, ni Triadas, ni Ndrangheta. Hay dos organizaciones criminales a las que ningún país escapa. Su maléfica influencia se expande como una plaga.

La primera es el aparentemente inocuo gremio de fabricantes de candados. Cuando los tutoriales en YouTube empezaron a mostrar cómo podían forzarse sus productos, las alarmas se dispararon en el sector. Luego sus mentes maléficas acertaron a revertir el proceso y lograron ingentes beneficios: aprovechar la estupidez connatural de adolescentes y turistas paletos, incitándolos a jarbar con candados las barandillas de cualquier puente.

La última víctima de tal práctica ha sido el nuevo puente de los Carniceros en Liubliana (Eslovenia), donde no sólo cuelgan ya candados de todo tipo —incluso pitones de bicicletas—, sino que varias de sus estatuas han sido engrilletadas con alevosía y premeditación.

Esta maléfica estrategia ha sido posible gracias al inestimable concurso de Federico Moccia. Guionista, vapuleado director cinematográfico —su cinta Palla al centro no es de este mundo— y sobrevalorado escritor romántico; Moccia no titubeó en prestar su talento al servicio de tal causa.

"Hordas de zombis melifluos vagan por el mundo acerrojando pretiles, creyendo ejecutar un ritual de arrebatado romanticismo"

Su victoria cuajaría en A tres metros sobre el cielo y Tengo ganas de ti, donde hizo pasar como símbolo de amor eterno a vulgares utensilios de cerradura. Bajo su pérfido embrujo, primero sucumbiría el Puente Milvio en Roma. Luego, ya en París, el de las Artes y el puente Nuevo. Las dos urbes debieron afrontar costosas labores para rehabilitar esas pasarelas y por eso han establecido duras medidas sancionadoras contra dicha práctica. Pero ya es tarde. Hordas de zombis melifluos vagan por el mundo acerrojando pretiles, creyendo ejecutar un ritual de arrebatado romanticismo.

Similar perversidad criminal alienta el ramo de fabricantes de calzado deportivo. No contentos de usar la explotación laboral infantil, ciertas marcas ingeniaron una añagaza para que sus clientes desechen las zapatillas usadas y compren otras nuevas.

Así se explican los millares de bambas con los cordones enlazados que penden de tendidos electricos por el mundo. Resulta bastante aleccionador el retrato que, en clave de mordaz parodia, incluye la película Wag the Dog (New Line Cinema, 1997), dirigida por Barry Levinson y distribuida en España como La cortina de humo.

La cinta versiona, muy libremente, la recomendable novela de Larry Beinhart Héroe americano (Nation Books, 1993). De hecho, la trama del libro caricaturizaba una conspiración en favor del entonces presidente George Bush padre. El filme, sin embargo, se rueda bajo la era Clinton y el escándalo de Monica Lewinsky.

"Wag the Dog merece hoy un detenido visionado en plena era de bulos, trolas y mentiras"

Dicho panorama alumbró una feroz sátira en celuloide, donde se crucifican los tejemanejes de la alta política en Washington, los servicios de inteligencia, la doblez de Hollywood e incluso la Balada de los Boinas Verdes, himno oficioso de las fuerzas de operaciones especiales.

Una secuencia memorable de la peli muestra a los protagonistas, encarnados por Robert de Niro y Dustin Hoffman, enredando decenas de playeras a las líneas de electricidad, para simular que es una muestra de la voluntad popular estadounidense, por traer de vuelta a casa a un supuesto héroe militar capturado por el enemigo.

Wag the dog merece hoy un detenido visionado en plena era de bulos, trolas y mentiras (fake news y posverdades, si usted ignora el inglés o es un cursi de marras), sobre todo por su facilidad para arrancar carcajadas al espectador.

Pero nadie entre los novelistas alcanzó tan depurado nivel de propaganda empresarial como el escritor anglocanadiense Arthur Hailey. Pluma de gran intuición, Hailey estudió al detalle el trasfondo y los usos de los sectores industriales donde ambientaba sus novelas. Eso convirtió a sus libros en auténticos superventas de su época, que pasarían luego al cine y la televisión.

Sus obras “surgían” oportunas cuando ciertos sectores atravesaban crisis de imagen o eran abiertamente cuestionados por sus sucios tejemanejes, como por ejemplo el “escándalo de la Lockheed” o el vampirismo de las eléctricas en los EEUU.

El buen Arthur convirtió las tramas de algunos de sus volúmenes más afamados (Aeropuerto, Traficantes de dinero, Apagón) en exhaustivas radiografías de corporaciones aeronáuticas, bancarias o energéticas. Además sabía crear unos protagonistas cuasi virginales, a quienes oponía antagonistas perfectamente dibujados, responsables de todas las vicisitudes, ilegalidades o irregularidades que acontecían.

Sólo su primer gran éxito, Hotel (Doubleday, 1965) donde destripaba los entresijos de un establecimiento de élite, escapó a esa tendencia, y prueba de ello es que aún sigue generando secuelas televisivas. Tan sólo en España —país donde el turismo constituye la mayor fuente de ingresos desde la dictadura franquista a la fecha— se publicaría una novela que pudo competir con la de Hailey: Torremolinos Gran Hotel, de Ángel Palomino (Alfaguara, 1973).

Dicho autor había dirigido un establecimiento del ramo y trabajado luego en grandes cadenas como Meliá, y de ahí el verismo en las situaciones relatadas. Lamentablemente, su ideología (reconocido oficial franquista y profesor de la Academia Militar de Toledo, su patria chica) pesó mucho en contra de su calidad narrativa. Especialmente tras devenir en apologista del golpismo durante la Transición, usando la tribuna del extinto diario El Alcázar, órgano de la ultraderecha nacional.

Pero ojalá los adeptos al candadismo leyeran alguna de las novelas citadas, en vez de al pérfido Moccia. Muchas ciudades lo agradecerían.

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La placa de la Munich

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No era la primera vez, por supuesto, que la columna de aquel español, con la que acompañaba religiosamente el desayuno cada lunes a media mañana desde hacía años, lo había conmovido de un modo personal, pero esa mañana de junio lo sintió de un modo diferente. No se trataba en esta ocasión de una ensoñación, de una invitación, abierta a todo lector, a transportarse imaginariamente a otras latitudes o a otras épocas añoradas; sino de una interpelación directa, concreta e individual, a la acción; aquí y ahora, chaval, te toca. Y antes de acabar la página, se vio fantaseando con darle cumplimiento.

Aunque la determinación inmediata se desdibujó con el primer timbre del teléfono y la voz que reclamaba su presencia en la oficina, algo quedó dentro de él: esta vez la aventura no era en un mar lejano sino a veinte cuadras del centro de su querida Buenos Aires, de modo que decidió conservar la sensación cercana de posibilidad, por si acaso, más adelante…

El feriado del nueve de julio, en la revista del diario La Nación, que lo republicaba una semana sí y una no, y que él hojeaba solamente de vez en cuando si no había nada mejor que hacer, volvió a encontrar la columna aquella y revivió la interpelación en firme, el emplazamiento certero, y una sensación que iba tomando forma de pregunta. ¿Por qué no intentarlo?

"Dio un acercamiento aparentando curiosidad turística, para estudiar, con fotografías incluidas, el objeto tras el que se disponía a ir"

Era una oportunidad tal vez única, un paso más allá de la foto en el 221b de Baker Street o frente al castillo de Carcassonne que se hubiera sacado con placer pero también con el inevitable pesar de no ser actor de la historia, real o ficticia, sino espectador demasiado tardío. Nada saben de la vida quienes afirman que no es posible sentir nostalgia por lo que no se ha llegado a vivir. Ahora lo sabía, allí había tela. De modo que decidió tomárselo en serio y concebir un plan.

Pasaron aún unos meses, sorteando nimiedades urgentes, en los que avanzó lento pero seguro. Dio un acercamiento aparentando curiosidad turística, para estudiar, con fotografías incluidas, el objeto tras el que se disponía a ir, que no era de bronce sino de sólido algarrobo con una caligrafía tallada que recordaba a los cuentos de los hermanos Grimm, y el modo de sujeción que lo mantenía amurado y que él se disponía a violar. No faltaron tampoco algunas rondas a distintas horas, relevando el movimiento del pasaje peatonal Presidente Ortiz y de las calles aledañas, los puntos ocultos a la vista de los automovilistas que circulaban por Junín, la eventualidad de la presencia del uniformado en la esquina de Quintana en la madrugada y la de serenos y porteros que permanecían toda la noche en la entrada de los edificios residenciales y que podrían delatar la operación a medio realizar, la ubicación de las cámaras de seguridad de los comercios vecinos y las del centro de monitoreo de la Policía Federal que convertían la idea en algo muy diferente a un juego sin consecuencias, y las vías de acceso y escape posibles, ya que segura no había ninguna, al menos las menos peligrosas, teniendo en cuenta todo lo anterior.

Un día que volvía de un sitio cercano y decidió pasar por allí menos por una necesidad estratégica que por sentir la emoción de lo que se proponía, notó con intranquilidad que faltaban dos de los botones de madera que cubrían los tornillos, y temió que alguien pudiera anticiparse. Ganarle de mano, como en el juego de truco. Si los condenados botones había estado allí durante 90 años, dos de ellos no iban a caerse de pronto y porque sí, en la misma semana. Debía pasar cuanto antes a la fase de acción.

***

El jueves que había señalado en el calendario se inventó una reunión fuera de la oficina y se dirigió al barrio de la Recoleta para tantear el terreno y coger ambiente. En la terraza exterior de la histórica Biela, mientras deshojaba su paquete de Marlboro, pidió al mozo, a quien conocía de otras veces, dos medialunas de manteca y un café de París, de los especiales, con su bocha de crema de vainilla helada, mezcla de whisky y Tía María, y el charlotte caliente, separado en su pequeña ollita de cobre; y se dispuso a seguir, por tercera vez en diez años, las peripecias del capitán corsario Pepe Lobo por las páginas del libro que, por casualidad, lo acompañaba a todos lados esa semana. Aunque, pensó, hubiera sido más adecuada a la circunstancia la historia de Max Costa, bailarín mundano, y compatriota además.

Entre sorbo y sorbo, entre párrafo y párrafo, y entre pitada y pitada, se dejaba atraer por la conversación que dos señoras, muy señoras y muy del barrio, mantenían animadamente en la mesa contigua. La gente de dinero siempre habla de dinero, reflexionó; la gente de casta nunca habla de dinero sino de cosas costosas. Ellas charlaban de amigas y de parientes, de sacramentos, de viajes y reuniones, de una nieta —a la que él imaginó bonita y fresca, bien educada— y de su prometido, que era una decepción, naturalmente, para las expectativas de una familia bien en la que a pesar de su origen suburbial, él mismo, estaba seguro, hubiera encajado como un almohadón pequeño de hilo dorado en un salón de visitas amueblado al estilo rococó de Luis XV. Por un tiempo, al menos. Hasta que la carroza se convirtiese en calabaza.

Una de ellas había enrollado un papel blanco de servilleta y hacía, jugando o quizás para entretener los nervios, ademán de fumar, y él, por solazarse —esa era la palabra— en el personaje, se volvió para ofrecerle fuego, con toda la galantería que había desarrollado por herencia de sangre y de lectura, y con la pizca justa de broma que pedía el momento. Su gesto fue bien recibido, encajado con una risa coqueta y ruidosa. Gracias, pero no fumaba la señora, ni lo había hecho nunca, le gustaba jugar y avergonzar, de paso, a su compañera de tertulia. Hubo un coqueto pedido de disculpas por parte de su amiga, sonrojo y todo. Respondió él con la mejor sonrisa de buen chico de la que fue capaz, que era mucho decir.

"Cada tanto echaba una mirada al viejo restaurant clásico, contiguo a la cafetería, cerrado y puesto para demolición"

El café estaba especialmente delicioso, con su contraste de temperaturas y de sabores, la copa frondosa del gomero le protegía de los rayos del sol de primavera que se acercaba ya al mediodía, y él se sentía a sus anchas. Cada tanto echaba una mirada al viejo restaurant clásico, contiguo a la cafetería, cerrado y puesto para demolición. Le divertía estar allí, a pesar de lo triste del trasfondo, imaginando la incursión nocturna; y le enorgullecía, sobre todo, aquel claroscuro —sin saber del todo cuál era el claro y cuál el oscuro— del que nadie alrededor podía sospechar: ser capaz de cenar con siete cubiertos en el salón comedor del Four Seasons con la misma soltura y familiaridad con la que podía pedir un choripán con chimichurri en un tugurio de la calle Brasil al norte, en el barrio de Constitución, y viceversa.

Después de pagar la cuenta y dejar la propina de rigor, algo excedida, y antes de retirarse a su despacho cercano a Tribunales, les deseó que tuvieran buenos días, qué gusto conocerlas incluido, a las dos señoras de la mesa de al lado. A los pocos pasos, ya de espaldas, no se molestó en disimular una sonrisa guasona al oír a una de ellas:

—¡Qué chico tan amoroso! Me pregunto si estará soltero.

Reprimió, eso sí, la tentación de volverse y preguntarle por el nombre de su nieta.

***

Su compinche pasó a buscarlo a la una de la madrugada, pero aún se demoraron un par de horas esperando el cierre de los comercios —la Biela cerraba la puerta a las dos y aún podían quedar algunos clientes— y la lluvia que se avecinaba y que, posiblemente, vaciaría la calle, ayudando a cubrir su acción de ojos indiscretos.

El otro era un chico joven y bonachón, de rasgos árabes y nobleza acorde, crecido en las difíciles calles de Ramos Mejía, a quien un oportuno amor por el deporte había salvado de las drogas y tal vez de la cárcel. Le había propuesto la aventura y contado la razón, y había respondido aquel que sí, compadre, que se apuntaba. No lo había elegido al azar. La confianza plena que sentía por él, cimentada en una sincera amistad a pesar de la diferencia de edad, y la sangre de aquel tipo, enfriada en sus salidas nocturnas con la mochila tintineando de latas, lo convertían en un compañero ideal para la faena que les esperaba. Y tenía auto, además; o lo tenían sus padres. Un detalle no menor a la hora de tener que largarse de allí si es que el objetivo tras el que iban pesaba lo que él calculaba a ojo de buen cubero.

Salieron con las primeras gotas, vestidos de negro gastado, pasamontañas en el bolsillo él y capucha su colega. Una mochila con todo lo necesario: una toalla grande, pinza, linterna, su destornillador eléctrico y el de su amigo, y uno normal, de toda la vida, por si acaso.

Tras dos vueltas a la manzana para reconocimiento táctico del terreno, las justas para no levantar sospechas, él quiso dejar el vehículo lo más cerca posible pero su compañero, astuto y hecho al asunto, advirtió que el coche no sería refugio seguro si lo tomaban las cámaras y algo salía mal, por aquello de la patente y todo eso, por lo que decidieron dejarlo estacionado a doscientos metros, único sitio donde unos árboles lo ocultaban de la línea de visión de la cámara de la esquina, en ese barrio de alcurnia plagado de ellas. Habría que correr el riesgo a pie esas dos cuadras.

"Ninguno de los dos dijo, ni pensó, que ese era el último instante en que aún podían echarse atrás sin consecuencias"

El reloj marcaba cerca de las cuatro de la madrugada. Antes de bajar del coche, repasaron dos veces más la parte previsible del plan y luego, a cara descubierta, caminando como dos turistas que tratan de dar con su hotel de vuelta del bar, enfilaron los pasos hacia su destino rodeando por Ayacucho hacia Quintana para llegar por el otro extremo.

Ya cerca del sitio, a cierta distancia sobre el pasaje Ortiz, sintiendo la presencia de su amigo junto a él, igual de dispuesto, se fumó el último cigarrillo, la brasa en el hueco de la palma izquierda, protegiéndola del agua que caía y de los posibles curiosos. Ninguno de los dos dijo, ni pensó, que ese era el último instante en que aún podían echarse atrás sin consecuencias. Era la hora de la verdad.

El objetivo estaba demasiado alto, incluso para su metro noventa, así que pisando sobre el fémur horizontal del otro, que aguantaba con una rodilla en tierra y la vista yendo y viniendo a cada esquina, se encaramó sobre la pared de madera lustrada, entre las dos ventanas cubiertas para siempre con papel de obra. Removió con más rapidez de la que esperaba los tapones de madera que aún quedaban y dirigió, con la mano firme y el corazón tembloroso, la punta del destornillador eléctrico al primero de los ancianos y gruesos tornillos a los que les llegaba, después de años de servicio, el día de su jubilación.

"Con una ligera presión para que no hiciera ruido, cerró la tapa del baúl del auto sobre el trofeo envuelto en toalla, con el hecho consumado"

La humedad del ambiente, la velocidad del pequeño motor y, tal vez, el tesón de la mano callosa e inmigrante que lo había amurado allí, hacían resbalar sobre la cabeza del tornillo, que se lastimaba con la insistencia, la punta de la herramienta, cuyo runrún eléctrico comenzaba a ponerlos nerviosos. Cambió entonces de instrumento y con el destornillador de la vieja escuela, que por fortuna había traído —noventa grados esforzados con cada giro de la muñeca ya dolorida— fue quitando el pequeño estorbo color de bronce.

La misma suerte corrieron luego los otros tres y, con aquella plancha de madera en los brazos de su amigo, envuelta en la toalla que habían traído, en fila india y ambos con las capuchas bien caladas sobre los ojos, se alejaron por el sudeste para escapar, como habían previsto, a pie por Guido hacia Ayacucho.

Al doblar la esquina —la vista abajo y a la pared—, le recordó desde atrás la voz conocida. Media cuadra hasta pasar por debajo del Gran Hermano que vigilaba enfrente y arriba, y luego cruzamos en diagonal antes de llegar a la otra esquina donde espera la otra cámara de la policía. Sin prisa pero sin pausa, y que Dios nos ayude. A último momento, sin embargo, pasando justo debajo, no pudo evitar mirar hacia aquel panóptico que lo inquietaba.

***

Con una ligera presión para que no hiciera ruido, cerró la tapa del baúl del auto sobre el trofeo envuelto en toalla que su cómplice, con el hecho consumado, acababa de depositar con cuidado, y sintió por primera vez que lo habían logrado.

Apenas dentro del auto, satisfecho, se le escapó una sonrisa de nervios, como un mal jugador de póker al que le hubiese salido una mano muy buena. El otro, más templado, que lo había sorprendido en pleno sentimiento, no había terminado de decirle que guardara esa mueca para la casa, que estas cosas no terminan hasta que terminan, cuando vieron el resplandor azul.

"Perdieron dos segundos de demora involuntaria para contener el aliento, usaron otros dos para quitarse a toda prisa las camperas y los buzos oscuros, que arrojaron debajo de los asientos"

Una sirena de policía, silenciosa todavía, en plan de patrullaje o incluso de pesquisa, que subía lentamente desde atrás por la calle Ayacucho. Buscaban, sin dudas avisados por el centro de monitoreo, a dos energúmenos encapuchados que habían cruzado justo bajo las cámaras de seguridad con un objeto contundente que bien podía tratarse de un televisor robado, en sus propias caras.

Perdieron dos segundos de demora involuntaria para contener el aliento, usaron otros dos para quitarse a toda prisa las camperas y los buzos oscuros, que arrojaron debajo de los asientos; y otros dos para respirar aliviados cuando el patrullero dobló por Guido con dirección a avenida Callao, posiblemente imaginándolos aún a pie y con el objeto robado en brazos. Gracias a la precaución inicial que tuvieron al llegar, lo más seguro era que les hubieran perdido el rastro al doblar y subir al coche. Aún así, condujeron varias cuadras por las calles internas hasta que en Corrientes decidieron salir a las avenidas, directo al departamento en el viejo barrio de Monserrat.

Una vez allí, y con la placa de la Munich a salvo en el quinto piso, fueron, un poco más amigos que antes —es decir, con una historia más a cuestas— a disfrutar de un asado a punto en la parrilla de la esquina; la cual, abierta casi las veinticuatro horas, era la gloria de los taxistas nocturnos y, ahora se enteraban, también de los buscadores subrogantes de aventuras trasnochadas.

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Un día en la vida de Galeano

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Un día en la vida de Galeano es un texto del escritor argentino Jorge Fernández Díaz publicado dentro de Te amaré locamente, un libro de apuntes sobre la seducción, la vejez, el barrio, el crimen y los dioses, héroes y villanos. 

 

El hombre que sueña prodigios tiene sueños insignificantes en la cama. Pero su mujer entra en la noche como en el cine, y a primera hora, mientras desayunan café con leche y jugos y frutas, Helena lo humilla contándole las peripecias que ha vivido con los ojos cerrados. La compañera de Galeano soñó una vez que los dos hacían una larga cola, en un aeropuerto irreconocible, y que todos los pasajeros llevaban sus almohadas bajo el brazo. Había una máquina que escaneaba las almohadas para descubrir si los ciudadanos habían tenido sueños peligrosos. Eduardo y Helena permanecían en esa fila esperando su turno, temiendo que la detectora de sueños incorrectos hiciera sonar su chicharra y ellos tuvieran que pagar de algún modo por esos pecados nocturnos. Eduardo, por supuesto, anota esos cuentos; ella sueña obras maestras.

"Galeano es inmune al diario, y apenas utiliza la televisión para ver fútbol"

Desde hace mucho tiempo, Galeano y su mujer han decidido eliminar de su dieta diaria el almuerzo. Les cortaba el día, y el escritor se sentía embotado: parecía una boa que se había comido una vaca, y entonces vagaba por las horas arrastrando los pies, hecho un zombi. Es por eso que en su casa de Malvín se desayuna de manera opípara y se cena fuerte y caliente. En el medio, sólo algunos bocadillos, ciertos cafés al paso y poco más. Pero ese desayuno es uno de los grandes momentos de dicha, no sólo porque Helena narra sus sueños de Paramount, sino también porque ella posee una voracidad sin límites por las noticias. Galeano es inmune al diario, y apenas utiliza la televisión para ver fútbol. Pero Helena es diarómana y radiómana, está hiperinformada, y le gusta leerle a su marido notas que le producen alegría o indignación, y contarle cosas que ha escuchado en la radio o que ha visto en la pantalla. Desayunando con los Galeano es un programa abierto al mundo.

Luego el escritor comienza su trabajo. Que no tiene horarios ni rutinas fijas. Escribe sólo cuando le pica la mano. Es la mano la que decide, él no le puede dar órdenes. Esa extraña debilidad proviene de un día remoto, en un bar cubano, cuando Galeano apreciaba las maravillas que un negro genial le sacaba a su tambor. Eduardo se le acercó en un momento de la velada y le preguntó cuál era su secreto. El negro le respondió: “Yo sólo toco cuando me pica la mano”. Se sintió representado Galeano por ese capricho artístico. Si no escribe con esa “picazón”, todo lo que surge es un poco ortopédico. Si se obliga no sale nada verdadero, porque es a contracorazón. En cambio, cuando le pica la mano todo fluye.

"Para que las ideas y las historias no se las lleve el viento, escribe en una libretita de dos centímetros por tres"

Su método es absolutamente original. Para que las ideas y las historias no se las lleve el viento, escribe en una libretita de dos centímetros por tres. Una miniatura que pesa como una pluma y entra en un puño cerrado: allí Galeano garabatea escrupulosamente citas, referencias, ocurrencias, datos y oraciones. Esas miniaturas sólo se consiguen en Florencia y en Venecia, aunque últimamente una lectora argentina las está fabricando especialmente para su héroe literario. La levedad de esas libretas pigmeas le permite a Eduardo cargarlas en un bolsillo del pantalón y perderlas con cierta facilidad. Abriendo al azar una de ellas hay en una hoja diminuta, escrita con letra precisa pero pequeña, un consejo que Maradona le dio a Messi hace dos años. Diego se refería al arte de los tiros libres. Le decía a Lionel: “No le saqués tan rápido el pie a la pelota porque así ella no sabe lo que vos querés”. Una recomendación metafísica.

Más adelante, en la misma libreta, Galeano anota una frase de su nieta de cinco años. Se llama Lila y resume en esa corta línea el gran problema existencial del hombre moderno. Dice Lila, anota su abuelo: “Yo siempre quiero estar donde no estoy”.

Galeano es un recolector, busca todo el tiempo en la vida y en los libros mariposas milagrosas, pretende lo imposible: que el gas de la creatividad humana no se ventee, que en su red queden atrapadas las pepitas de oro de la memoria del hombre, que no se pierdan en el río caudaloso de la existencia las enseñanzas del mundo y la memoria. Es una tarea agotadora, incesante, de algún modo enciclopédica, y es por eso que sus libros son un libro único y siempre distinto, una larga miscelánea, una serie de cajones de objetos preciosos que se enhebran de un modo enigmático.

Eduardo recorta diarios, subraya libros, navega por Internet. Puede pasarse diez horas en una biblioteca. Cuenta con una red de amigos que le acercan diamantes literarios. También compra volúmenes usados en la feria de Tristán Narvaja, ese fabuloso mercado de pulgas donde se pueden encontrar desde incunables hasta dentaduras.

"A Eduardo le da mucho placer escribir, y también mucho trabajo"

Muchas veces busca, pero muchas más encuentra involuntariamente perlas de la vida. Como cuando descubrió en un documento de 1912 un suceso desconocido de 1701. Lo rescató y allí está impreso en el segundo volumen de su obra crucial Memoria del fuego. Dice textualmente: “Los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el río Pilcomayo, hace años o siglos, y llegaron hasta la frontera del imperio de los incas. Aquí se quedaron, ante las primeras alturas de los Andes, en espera de la tierra sin mal y sin muerte. Aquí cantan y bailan los perseguidores del paraíso. Los chiriguanos no conocían el papel. Descubren el papel, la palabra impresa, cuando los frailes franciscanos de Chuquisaca aparecen en esta comarca, después de mucho andar, trayendo libros sagrados en las alforjas. Como no conocían el papel, ni sabían que lo necesitaban, los indios no tenían ninguna palabra para llamarlo. Hoy le ponen por nombre piel de Dios, porque el papel sirve para enviar mensajes a los amigos que están lejos”.

A Eduardo le da mucho placer escribir, y también mucho trabajo. Tiene un sillón cómodo en casa donde traslada las anotaciones de sus libretas a cuadernos. Usa dos lapiceras, una roja y otra negra. Y después de mucha resistencia, añadió últimamente una computadora para la versión final. Puede pasarse una mañana entera con una frase. Guarda siempre sus cuadernos porque la tinta negra muestra la primera intención, y la roja las correcciones y los agregados. Esos cuadernos son como mapas de la búsqueda del tesoro. El tesoro es la palabra escondida. La palabra exacta.

"Antes había tiempo para perder el tiempo. La vida moderna mató el arte de la conversación, que ya no es rentable para los bares ni para los seres humanos"

Más tarde Galeano sale de casa y se dirige al centro o a Carrasco. Camina tres horas. Y ese ejercicio le resulta fundamental. Se considera, ante todo, un caminante. Dice que mientras camina las palabras le caminan por dentro. Que es un caminante caminado. Y que tiene suerte de vivir en Montevideo, porque eso le ahorra una fortuna en psicoanálisis. Galeano camina escribiendo, se detiene de tanto en tanto, anota algo en su libreta, y sigue a paso vivo. La gente lo saluda pero no lo molesta. Sabe o intuye que ese tipo anda metido en sus cosas y que tal vez esté un poco loco. Todos los artistas verdaderos lo están.

En algún punto de esa caminata el cazador de palabras recala, indefectiblemente, en el Café Brasilero, su segundo hogar. Ese templo es ya una leyenda literaria de Iberoamérica. Eduardo Galeano prácticamente no tuvo educación formal: sólo hizo la primaria y un año de la secundaria. Se formó en los cafés de Montevideo, donde escuchaba a los grandes narradores orales. Esos narradores contaban mentiras que decían la verdad. Galeano las atesoraba y fue así como escuchando aprendió a decir. Antes había tiempo para perder el tiempo. La vida moderna mató el arte de la conversación, que ya no es rentable para los bares ni para los seres humanos.

El autodidacta se ha convertido en uno de los escritores más populares de América Latina. Y además, viaja muy seguido a España, Italia y Francia, donde sus libros son un fenómeno editorial. También enseña en universidades norteamericanas. “¿Cómo puede ser que un progresista, un antiimperialista visceral, tenga tanto éxito en Estados Unidos?”, se preguntan despectivamente algunos de sus críticos de izquierda y de derecha. Eso le hace mucha gracia a Galeano, que cita a Ambrose Bierce: “Quien no tiene enemigos no merece tener amigos”. Pero lo cierto es que tardó mucho en poder entrar en el gran país del norte. Y admite que él mismo tuvo la culpa, puesto que cuando rondaba los 17 años pidió la visa y le dieron un formulario para llenar. Galeano creyó sinceramente que se trataba de un test de inteligencia. A la pregunta “¿Se propone asesinar al presidente de Estados Unidos?”, el adolescente respondió: “Sí”. Eso lo dejó fuera del turismo y de los ambientes académicos estadounidenses, donde ahora está tan a gusto.

"De regreso de cualquiera de esos viajes, lo espera la ceremonia del Brasilero, donde lee, escribe y se reencuentra con amigos"

De regreso de cualquiera de esos viajes, lo espera la ceremonia del Brasilero, donde lee, escribe y se reencuentra con amigos. Galeano cultiva la amistad con ignotos y famosos. Es amigo desde hace muchos años de Serrat. Hace unos años, Eduardo le dijo a Joan: “Vos no podés seguir así, lo tuyo es grave. Vos no conocés el fainá”. Esa delicia es femenina en Buenos Aires y masculina en Montevideo. Pero hay pocos lugares en el mundo donde no se la conoce. En Italia, de donde proviene, casi nadie sabe de su existencia, salvo quizás en algunos lugares de Génova. Serrat seguía igualmente remiso; a Galeano el asunto le parecía de extrema urgencia. Lo llevó hasta el bar Los Olímpicos, otro santuario popular de la gastronomía, y la aparición de semejante celebridad armó un gran revuelo entre los parroquianos. El fainá era lo que Galeano más extrañaba en sus exilios. Pero Joan Manuel parecía inapetente. Hasta que comenzó a comer y a comer, y entonces no podía parar.

Helena es una excelente cocinera. Espera a su compañero al regreso de cada extenuante caminata con la cena prometida y con vino. Se conocieron en 1976. Ella es tucumana y estudió abogacía, aunque nunca ejerce. Escapando de las dictaduras militares, marcharon juntos al exilio. En Brasil los recibieron Tom Jobim y Chico Buarque. Pero no había muchas oportunidades laborales y siguieron viaje hacia Berlín; después se afincaron en España. Y regresaron a Montevideo en 1985. Helena es editora en jefa de su obra, podría figurar tranquilamente como coautora. Libra batallas homéricas por la prosa de Galeano. “Nos peleamos por las palabras —admite—. Ella viene con el hacha y yo me resisto.” Una vez Onetti le dijo a Eduardo: “Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”. Para darle prestigio a esa frase, Onetti mentía que era un proverbio chino. Sin embargo, al final de las pulseadas que el hombre y la mujer tienen por un adjetivo o por una oración entera, Galeano se pregunta: “¿Esto es mejor que el silencio?”. No. Y entonces lo elimina. El último libro, Los hijos de los días, fue escrito once veces, buscando un estilo cada vez más concentrado. Cortar, cortar y cortar. Rulfo supo también ser su amigo y hacerle cariñosas recomendaciones: “¿Ves, Eduardo? —le dijo un día señalándole un lápiz de dos extremos utilitarios—. Mira bien. No se escribe con esto (la punta) sino con esto (la goma de borrar)”. Y es por eso que al final, Eduardo siempre le da la razón a Helena.

"El fútbol es una cultura, un universo vibrante que atraviesa la existencia y la literatura de Galeano"

Juntos lidiaron con esta nueva antología de sensibilidades. Les ordenó el caos y a la vez les impuso una cárcel, la estructura elegida: el calendario de un año completo. De cada día nace un texto, porque estamos hechos de átomos pero también de historias, dice el cazador de palabras. De nuevo es un arcón de joyas inesperadas y exquisitas. El 21 de junio, Galeano escribe “todos somos tú”, algo que traía la corriente y que su tamiz no dejó pasar de largo. “En el año 2001, resultó sorprendente el partido de fútbol entre Treviso y Génova. Un jugador del Treviso, Akeem Omolade, africano de Nigeria, recibía frecuentes silbidos y rugidos burlones y cantitos racistas en los estadios italianos. Pero en el día de hoy, hubo silencio. Los otros diez jugadores del Treviso jugaron el partido con las caras pintadas de negro”.

El fútbol es una cultura, un universo vibrante que atraviesa la existencia y la literatura de Galeano. Parece extraño pensar que Eduardo se llegaba a pelear a trompadas en la cancha y que ahora ese mismo hombre, sin dejar de hinchar por el Nacional, es capaz de relativizar las camisetas y los colores y las identidades simplemente para gozar del buen juego, de esa magnífica danza con pelota. Se liberó del fanatismo, pero ahora es fanático de la estética. Y está seguro de que los hinchas furiosos no disfrutan del fútbol. Galeano disfruta muchísimo de “esa fiesta de las piernas que juegan y de los ojos que ven”, y está muy atento siempre a sus relatores. A los ideólogos del fútbol. Acaba de anotar en su libretita la frase de uno de ellos, que elogia a un gran ejecutor de pelota parada: “Es un erudito en la definición”.

"La realidad contiene muchas realidades, pero sin la imaginación de Galeano no podría contarse"

El cazador es un erudito de la fluidez. Busca que sus libros tengan un arroyo subterráneo que lleve al lector de los prolegómenos a los epílogos. Un arroyo secreto. Se sirve de su larga experiencia, y mezcla en todo eso sus distintas vocaciones y oficios. Galeano es periodista y lector, pero también de algún modo historiador, memoralista y antropólogo a la hora de escribir. En Los hijos de los días hay muy poca ficción. La realidad contiene muchas realidades, pero sin la imaginación de Galeano no podría contarse. Sin esa imaginación que se afila caminando no se podría traducir la realidad. Es por eso que narra, no con el cartesianismo del ensayo, sino con la imaginación de la novela. Pero no inventa nada. Se aferra siempre a la realidad real, esa dama demente y cambiante y resbalosa.

Aunque su tarea, como se dijo, parece infinita, y sus libros son apenas capítulos de un libro mayor, Galeano se deprime al terminar. Siente los mismos síntomas de puerperio que cualquier novelista. A continuación, entra en pánico. Se acabó todo. No podré volver a escribir. Pero luego de esos malos presagios, un día de repente la realidad toca a la puerta. Y él la reconoce de inmediato y todo recomienza.

"Pudo haber sido un escritor de Montevideo, pero avanzó hacia América Latina"

Si cualquiera le preguntara, a lo largo del día, de qué trata profundamente su obra, Galeano aceptaría de manera cortés que es la extensa autobiografía de un lector y de un recolector de signos. El intento del corazón por recuperar los fulgores del arcoíris terrestre. “Que es mejor que el celeste, tan mutilado por el machismo, el racismo, el militarismo y el oscurantismo —advierte—. Los seres humanos somos mucho mejor de lo que nos contaron que fuimos.”

Pudo haber sido un escritor de Montevideo, pero avanzó hacia América Latina. Y después se abrió al mundo. “Las fronteras del mapa y del tiempo —dice— son enemigas de la libertad creativa. No importa de dónde venga la historia, la escribo si me pica la mano.”

Luego de cenar y cambiar risas e informaciones, los Galeano salen a caminar otro rato y a hacer la digestión. Caminan en la noche mientras las ideas les caminan por dentro. Caminantes caminados que van rumbo a la cama y al sueño. A veces leen un poco antes de dormirse. Y se duermen al final sobre sus almohadas de sueños incorrectos.

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*Este texto fue publicado en el suplemento ADN Cultura del diario La Nación y en el libro Te amaré locamente (Planeta)

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50 tuiteos sobre literatura (65)

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[Foto: @perezreverte]

Tuiteos de @perezreverte sobre libros y escritores:

—”Una deuda pequeña hace un deudor. Una cuantiosa hace un enemigo” (Lucio Anneo Séneca, romano nacido en Hispania).

—”No te extrañe que tus viajes al extranjero de nada te aprovechen, cuando te llevas a ti mismo de un lugar para otro. Te agobia lo mismo que te impulsó a salir” (Lucio Anneo Séneca, romano nacido en Hispania, citando a Sócrates, griego).

—mabelsa2000: Séneca el Joven nació en Córdoba. Para los Torras de este mundo, un cráneo producto de un ADN defectuoso.
Para mí, un cráneo privilegiado.
—quimgonter: El cráneo defectuoso debe de ser el tuyo, intentando hacer pasar por “español” a Séneca.
—No li presti atenció a aquesta espanyolista fanàtica. I menys, quan tothom sap que Sèneca era català (Senequet, l’anomenava Neró en la intimitat).

—J_Villan: Casi una vida viajando para terminar en Séneca. Solo nos queda la cicuta. Cortarme las venas me da miedo… La sangre…
—”¿Me preguntas cuál es el camino hacia la libertad? Cualquier vena de tu cuerpo” (Lucio Anneo Séneca).

—Empepinao86: Permítame una pregunta que seguro que está harto de contestar, pero no encuentro nada al respecto y necesito saber la respuesta para evitar más discusiones. Nuestro idioma, ¿es español o castellano? Muchas gracias y un saludo.
—Yo casi siempre lo llamo español. Hace tiempo dejó de ser una lengua más de España, el castellano, para convertirse en la lengua global de 550 millones de hispanoparlantes, conocida en casi todo el mundo como español. Y eso no es una opinión, sino un hecho.

—javierincera1: Hace algún tiempo, D. Arturo, usted respondió a esa pregunta en Twitter así: “Castellano en España y español fuera de España”, creo.
—Pues, si he de serle sincero, cada vez tengo más gana de llamarlo español en todas partes.

—xicumayans: Y usted con sus niveles de respeto y educación es un escritor español, gracias a que para eso no se necesitan votos.
—Se equivoca, criatura. Y se equivoca mucho. A mí me votan mis lectores. Yo no voy en listas cerradas de partidos, repletas todas ellas, sin distinción de ideología, de compadres y golfos.

—Mariadc96: Me gustaría saber su opinión acerca de la figura del hidalgo en ‘El Lazarillo de Tormes’. ¿Le parece un falso hidalgo?
—El escudero es un verdadero hidalgo, pero pobre como una rata y esforzado en aparentar lo que no tiene. Le deseo suerte en el cole.

—txaro1470: Señor Reverte, qué ilusión que haya podido contactar con usted. Mi pregunta es si me puede aconsejar algún autor o libro que sea de narrador externo observador. Muchísimas gracias por atenderme.
—’Al sur de Granada’ y ‘El laberinto español’, de Gerald Brenan. Por ejemplo.

—txaro1470: Muchísimas gracias. ¿Estarán traducidos al español? Por el nombre del autor, lo digo.
—Lo están.

—juanmasanchez38: Don Arturo, ¿qué opinión le merece el libro de Hugo O’Donnell sobre la batalla de Trafalgar?
—Es un buen libro, o así me lo pareció.

—Privateer_Drake: Me han encargado un trabajo en clase acerca de las ventajas que tiene un libro sobre una película, cuando ambos narran la misma historia. Como sé que a usted le gustan tanto el cine como la literatura, ¿podría echarme una mano al respecto? Muchas gracias.
—El libro permite que el lector proyecte en él su imaginación y lo reescriba en su cabeza, haciendo que cada libro sea distinto según el lector. La pelicula es el resultado de la lectura concreta y única de un director. Te lo da todo hecho, e impide personalizar la historia.

—Privateer_Drake: ¿Y es correcto decir que el libro implica un proceso intelectual más complejo que ver una película?
—Por supuesto. Obliga a ello.

—22Juntos: Acabo de comprar su libro, @perezreverte, a mi señora @Evernien y surge la duda o sugerencia de una recopilación de los artículos de Historia de España o si tendremos que conformarnos vía web o ‘XL Semanal’. ¡Gracias!
—Está previsto que se publiquen el año próximo, como libro.

—rastrojul: Antes de nada, gracias por sus libros, es un placer. ¿Podría usted recomendar un libro que explique o hable sobre la historia de España? ¿Alguna lectura desenfadada que explique se dónde venimos y hasta dónde hemos llegado? Con los tiempos que corren vendrá bien.
—Uno, profesoral: ‘Historia mínima de España’, de Juan Pablo Fusi. Otro, divulgativo: ‘Historia de España para escépticos’, de Eslava Galán.

—MeoCid: Una pregunta que espero que no suene grosera. Me imagino que es por cuestiones económicas que ya no escribe más ‘Capitán Alatriste’, pero si no es por eso… ¿puede decir por qué es? Soy muy fan de la saga. ¡Saludos!
—Hay otras historias que quería y quiero escribir antes de desaparecer. Si vivo lo suficiente, o sea, mucho, volverá Alatriste.

—ManuCarmona8: Disculpe la molestia. Soy gran fan de Sherlock Holmes, me fascina cómo resuelve los casos y su pasión por la “ciencia de la deducción”. ¿Conoce algun otro personaje literario de similares características? Muchas gracias.
—Hércules Poirot, detective belga, personaje de Agatha Christie. No es tan bueno como lo de Holmes, pero está muy bien.

—e1retrovisor: Una pregunta, y muero de curiosidad. ¿Verá el partido del Atlético de Madrid con el Marsella que comienza en un rato? ¡Saludos!
—El fútbol no es lo mío. Y más (o menos), teniendo como tengo esta noche a mano un libro de Curzio Malaparte. Que tenga feliz partido y ganen los buenos.

—croiszant: Buenas noches, @perezreverte. He leído varios libros tuyos y me fascinan las historias que narras en ellas, cada joyita que encuentras entre esas hojas. Mi pregunta es: ¿cómo obtienes la inspiración para escribir tus historias? ¿Te cuesta obtenerla o sale naturalmente? Un saludo.
—Sale de 60 años leyendo y viviendo cosas. Si me costara, me dedicaría a otra cosa. Lo que sí cuesta de verdad, lo que verdaderamente da mucho trabajo, es sentarse a escribirlas durante días y meses y años.

—pacozegers: No he logrado encontrarme con usted en el Café Gijón.
—Ya apenas voy. Demasiados fantasmas en sus espejos.

—Leo_cierzoazul: Buenas noches, @perezreverte. Acabo de iniciarme en esta red y he observado su cercanía en ella. Como gran admiradora suya, me gustaría decirle que guardo la esperanza de que vuelva a contar historias con mujeres protagonistas como Teresita Mendoza. Un saludo.
—Haré lo que pueda. Gracias y un saludo.

—RMcClaw: Don Arturo @perezreverte, dicen que en tenis lo más difícil es cerrar un partido. En una novela, ¿lo más difícil es el final?
—Los finales suelo tenerlos previstos y muy trabajados. Lo más difícil es la parte central. Para ser exactos, el segundo cuarto de la novela y parte del tercero. Por lo menos, para mí.

—kikerekikere: Curioso, desconocía esa forma de trabajar. Pensaba que el libro se va haciendo trabajándose como una masa, como un todo que se va estructurando y tomando la debida consistencia. Qué bueno es aprender.
—Cada cual tiene su sistema.

—EEstrafalario: Don @perezreverte, ¿usted cree que abusar del simbolismo en una novela es malo?
—Depende de lo bueno (o malo) que sea el autor y lo buena (o mala) que sea la novela.

—Mitsuki_Raimei: Don Arturo, trato de escribir una poesía de mi invención y quiero introducirle la palabra “tortuoria” para definir una celda. Sin embargo, veo que el vocablo no parece existir. ¿Sería correcto añadirlo? Le ruego ayúdeme con esta duda, buen hombre.
—En poesía se permite casi todo, fíjese en Góngora. Así que no se corte.

—emicoplas: Hola, @perezreverte. ¿Me podría recomendar un libro (o varios) que expliquen bien la guerra en la antigua Yugoslavia?
—’Fantasmas balcánicos’ (‘Balkan Ghosts’), de Robert Kaplan.

—galdeyt: Hola, somos alumnos de 4 de ESO, y estamos haciendo un trabajo sobre ti y tu obra. ¿Cuál es tu escritor favorito, al que considerarías tu referencia? ¿Qué libro tuyo es tu favorito? ¿Qué fue lo que te hizo dejar el periodismo y dedicarte a la literatura?
—Dos: Alejandro Dumas cuando era joven, y Joseph Conrad ahora. Mis libros favoritos de ellos, ‘Los tres mosqueteros’ y ‘Lord Jim’. Estaba cansado de patear el mundo y quería contar mis propias historias. Suerte con el trabajo, y gracias por ocuparos de mí.

—Benjaedwards: Señor @perezreverte, quiero leer una novela de Umberto Eco. ¿Cuál me recomienda?
—’El nombre de la rosa’, por supuesto. Es la única novela de Eco que le recomiendo.

—mroygt: ‘El péndulo de Foucault’. ¿No?
—No.

—laraguirado74: Puede que nadie me crea, pero he leído ‘El péndulo de Foucault’ no menos de 5 veces… y el personaje de Jacopo Belbo me parece sublime. Muy fan.
—Lo creo. Cada cual tiene sus gustos, y casi todos los gustos son respetables. El suyo lo es, sin duda, aunque en este caso yo no lo comparta. Un saludo.

—trinivc: ‘La isla del día de antes’.
—No.

—DaniMilan12: ‘Baudolino’, sin reservas. Después de ‘El nombre de la rosa’, claro.
—No.

—Gabriellezsg: Eh, ¿y ‘Baudolino’?
—No.

—Gabriellezsg: Sí.
—Usted sí, yo no. Empate. Un saludo.

—MarbluuMaria: Pues ‘Baudolino’ no está nada mal
—Ningún libro está mal para el lector que lo aprecia. Nos pasa a todos.

—DaniMilan12: ¿Y de Fitzgerald?
—’Suave es la noche’ y ‘El gran Gatsby’. La primera es larga, la segunda corta, y las dos me parecen magníficas.

—DaniMilan12: Leídas ambas, comparto su opinión. Tengo pendiente ‘A este lado del paraíso’, a ver qué tal. Muchas gracias por su tiempo.
—Permítame entonces, si le interesa mucho Scott Fitzgerald, que le recomiende una obra maestra, relativamente poco conocida: ‘El desencantado’, de Budd Schulberg. Si no me equivoco, me lo agradecerá toda la vida. Un saludo.

—lauracmatesanz: Buenos días, entre mis libros favoritos se encuentran ‘El conde de Montecristo’ y ‘Los miserables’. ¿Me podría recomendar algunos libros para leer y que sean de cabecera? Muchas gracias.
—¿Ha leído ya ‘Los tres mosqueteros’?… Añada ‘El jorobado’, de Féval, ‘Scaramouche’, de Sabatini, ‘Las cuatro plumas’, de Mason, ‘Historia de dos ciudades’, de Dickens, y ‘Beau Geste’, de Wren. Por ejemplo.

—Spiritual__trip: ¿Qué libro de Coelho me recomienda? Gracias.
—No recomiendo libros de Coelho. Dicho sea con todo el respeto para quienes sí lo aprecian y lo leen. Cada cual tiene sus gustos, y los míos no son ésos.

—JaviFajardo31: Don Arturo @perezreverte, ¿qué libro de Valle-Inclán me recomienda? Muchas gracias y un saludo.
—La serie de ‘El ruedo ibérico’.

—MarinaRiveraR: ‘La tabla de Flandes’, ‘El maestro de esgrima’, ‘La reina del sur’, ‘La carta esférica’, ‘La piel del tambor’… @perezreverte, ¿cuál me aconseja para la próxima lectura? ¡Saludos y gracias!
—’El club Dumas’.

—JorgeMolineroH: En el mayor de los desacuerdos con don @perezreverte. ‘El maestro de esgrima’ a años luz. Es lo que tienen los grandes libros: a saber; que se pueden permitir el lujo de cuestionar a sus propios autores.
—Es que, si se fija en el tuiteo, ésa ya la había leído. Pero gracias por el apunte. Un saludo.

—jmcolmenero: Don Arturo @perezreverte, ¿algún libro recomendable sobre la temática de “hacer las américas”?
—Si se refiere a las Américas de la Conquista, ‘Cuando los dioses nacían en Extremadura’, de Rafael García Serrano. Sobre la emigración española (asturiana) del siglo XX, ‘Mamá’, del argentino Jorge Fernández Díaz, @fernandezdiazok.

—CarlosDiaz11: Hola, don Arturo (@perezreverte). ¿Sería tan amable de recomendarme una novela histórica sobre el Reino Astur?
—No conozco ninguna, lo lamento.

—JulioLlorente4: ‘El Reino del Norte’, de José Javier Esparza.
—Bonito título. Gracias.

—CarlosDiaz11: Lástima, me parece un periodo fascinante de nuestra historia. De todos modos, gracias por responder a este humilde admirador. ¿Tendremos tercera entrega de Falcó?
—La terminé la semana pasada. Se publicará en otoño.

—CarlosDiaz11: Fantástico. Aprovecho para agradecerle el guiño que le hizo al occidente asturiano, con la mención de Luarca y Navia, en Eva. Como naviego, me hizo mucha ilusión.
—Pues si es usted asturiano, le recomiendo un libro que acabo de recomendar a otro amigo tuitero: ‘Mamá’, de @fernandezdiazok.

—gori3006: Acabo de terminar ‘Eva’. No puedo empezar otro libro aún. Necesito tiempo para digerir el “duelo” o la nostalgia. ¿Le pasa a usted lo mismo cuando lee un librazo?
—Al contrario. Me abalanzo sobre el siguiente para evitar ese vacío.

—rodrigostrummer: Buenas tardes, @perezreverte. Me gustaría leer alguna novela histórica sobre los Tercios. ¿Me recomienda alguna? Gracias por su atención.
—Está feo que me señale a mí mismo, pero ya que pregunta, ¿conoce ‘El sol de Breda’?

Charlando con @halconada en Buenos Aires. La cocina interior de una novela. Una de esas entrevistas en las que, gracias al excelente entrevistador, te sientes a gusto.

(Esta serie está ilustrada a menudo con fotos de las bibliotecas de los lectores junto al logo de Zenda. Si alguien quiere colaborar con la suya, y van a hacer falta muchas, puede enviarlas por Twitter a la cuenta @Rogorn o a este hilo del foro Zendalibros, donde también se puede comentar)

Todas las entregas de ’50 tuiteos sobre literatura’

La entrada 50 tuiteos sobre literatura (65) aparece primero en Zenda.

Poema 20, de Pablo Neruda

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Son de los versos más recitados, con los que sus seguidores y los amantes de la poesía recuerdan al poeta chileno cada día. A continuación puedes leer el Poema 20, de Pablo Neruda

Poema 20, de Pablo Neruda

Puedo escribir los versos más tristes está noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche esta estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

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10 frases de Balzac

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Honoré de Balzac​ fue uno de los máximos exponentes de la novela realista. Autor de clásicos inmortales como Eugenia Grandet. A continuación, puedes leer 10 frases de Balzac.

10 frases de Balzac

1 «El tiempo es el único capital de las personas que no tienen más que su inteligencia por fortuna»

2 «El anciano es un hombre que ya ha comido y observa cómo comen los demás»

3 «Ceder a un vicio cuesta más que mantener a una familia»

4 «En las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte»

5 «En la venganza el más débil es siempre más feroz»

6 «La ignorancia es la madre de todos los crímenes»

7 «Un efecto esencial de la elegancia es ocultar sus medios»

8 «Los seres más sensibles no son siempre los seres más sensatos»

9 «La gloria es un veneno que hay que tomar en pequeñas dosis»

10 «Es necesario ser casi un genio para ser un buen marido»

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La semana en Zenda, en 10 tuits

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Hoy no termina el  mundial de Rusia —faltan las semifinales—, pero sí que acaba el plazo para participar en nuestro concurso de relatos #historiasdefútbol. Esperamos que hayáis disfrutado escribiéndolos. Todavía tenéis tiempo hasta las doce horas de este domingo para publicar los últimos en nuestro foro

A continuación, os proponemos un resumen de nuestra semana, con 10 tuits, como siempre.

La semana en Zenda, en 10 tuits

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Colinas como elefantes blancos, un cuento de Ernest Hemingway

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Dos personajes en una estación de tren. Un diálogo de 35 minutos que es historia de la literatura. A continuación puedes leer Colinas como elefantes blancos, un cuento de Ernest Hemingway.

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. Elnorteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.

-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

-Hace calor -dijo el hombre.

-Tomemos cerveza.

-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.

-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.

-Sí. Dos grandes.

La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.

-Parecen elefantes blancos -dijo.

-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.

-No, claro que no.

-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.

La muchacha miró la cortina de cuentas.

-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?

-Anís del Toro. Es una bebida.

-¿Podríamos probarla?

-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.

La mujer salió del bar.

-Cuatro reales.

-Queremos dos de Anís del Toro.

-¿Con agua?

-¿Lo quieres con agua?

-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?

-No sabe mal.

-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.

-Sí, con agua.

-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.

-Así pasa con todo.

-Sí -dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.

-Oh, basta ya.

-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.

-Bien, tratemos de pasar un buen rato.

-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?

-Fue ocurrente.

-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?

-Supongo.

La muchacha contempló las colinas.

-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.

-¿Tomamos otro trago?

-De acuerdo.

El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.

-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.

-Es preciosa -dijo la muchacha.

-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.

La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.

-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.

La muchacha no dijo nada.

-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.

-¿Y qué haremos después?

-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.

-¿Qué te hace pensarlo?

-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.

La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.

-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.

-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.

-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.

-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.

-¿Y tú de veras quieres?

-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.

-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?

-Te quiero. Tú sabes que te quiero.

-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?

-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.

-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?

-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.

-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.

-¿Qué quieres decir?

-Yo no me importo.

-Bueno, pues a mí sí me importas.

-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.

-No quiero que lo hagas si te sientes así.

La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.

-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.

-¿Qué dijiste?

-Dije que podríamos tenerlo todo.

-Podemos tenerlo todo.

-No, no podemos.

-Podemos tener todo el mundo.

-No, no podemos.

-Podemos ir adondequiera.

-No, no podemos. Ya no es nuestro.

-Es nuestro.

-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.

-Pero no nos los han quitado.

-Ya veremos tarde o temprano.

-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.

-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.

-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…

-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?

-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…

-Me doy cuenta -dijo la muchacha-. ¿No podríamos callarnos un poco?

Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.

-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.

-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.

-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.

-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.

-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.

-¿Querrías hacer algo por mi?

-Yo haría cualquier cosa por ti.

-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?

Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.

-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.

-Voy a gritar -dijo la muchacha.

La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.

-El tren llega en cinco minutos -dijo.

-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.

-Que el tren llega en cinco minutos.

La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.

-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.

-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.

-¿Te sientes mejor? -preguntó él.

-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.

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Autor: Ernest Hemingway. Título: Colinas como elefantes blancos. Editorial: Debolsillo. Venta: Amazon

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¡Oh capitán, mi capitán!

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La Odisea es un viaje improbable

Juan Rigo Morey, mallorquín de nacimiento, se ganaba la vida como profesor de historia en un instituto de Barcelona y aprovechaba los veranos para salir a navegar. En aquellos meses estivales a veces escribía cosas del mar sintiendo que dejaba algo de sí mismo cuando el otoño le obligaba a volver a tierra, donde el mundo se tornaba de repente una acumulación de cosas superfluas.

Pero cantan los aedos que fortis fortuna adiuvat, así que un cambio en los planes de estudios y la posibilidad de poder ejercer a tiempo completo como periodista náutico fueron la señal que Juan esperaba para sacudirse el polvo de sus sandalias y embarcarse, junto a Isabelle Moureau, su compañera de 30 años (tristemente fallecida en 2013), sin mirar atrás. Nacía así el capitán Rigo y una vida que se movía a bordo de diferentes barcos, aunque en este sentido sus dos grandes amores se definen con claridad: el Obsession, un Orque 6’90 con el que recorrió todo el Mediterráneo desde 1985 hasta 1994 y el Odyssée, un Feeling 10’40 a bordo del cual se especializó en las islas griegas y donde se fue conformando Cuaderno de islas, el libro que vino a presentar a Madrid en la librería náutica Robinson hace ya unos meses.

Aquella tarde primaveral hacía frío de invierno en la capital, y por eso las fotos de este reportaje (hechas por Jeosm, que también iba abrigadísimo) parecen anacrónicas. Sin embargo, este Cuaderno de islas y esta entrevista con el capitán Rigo deben ser leídos ahora, en los meses estivales, cuando la luz desgarradora del mediodía hace desear más que nunca estar cerca de ese Mediterráneo nuestro que tan bien encarna la memoria del hombre sediento de héroes y de libros.

—¿Es posible disfrutar del Mediterráneo sin haber leído a Homero?

—Buena pregunta, para empezar… ¡Uf! (sonríe) Creo que es fundamental. Yo, debo decir, soy más de la Odisea que de la Ilíada, y sí, creo que es un libro que debes llevar a bordo de un barco o de una vida y pillarlo a ratos, cuando sea, aunque si es posible, que sea por la mañana, desayunando con la aurora de rosados dedos.

"Ítaca es un símbolo, pero a la vez es real y es también el testigo de la memoria de la antigüedad"

—¿Qué huellas deja Homero en tu manera de mirar y de escribir?

—La tradición oral, el mito, los relatos, la manera de contar las cosas, de hacerlas próximas y a la vez… ¿cómo decirte? Aprendo de él cada día delante del portátil a recrear un mundo que sigue existiendo… Por ejemplo, cada vez que regreso a Ítaca (prácticamente cada verano) y me siento a escribir, lo hago desde la realidad, no desde la imagen de parque temático en que poco a poco se está convirtiendo el Mediterráneo. Ítaca es un símbolo, pero a la vez es real y es también el testigo de la memoria de la antigüedad; de la inquietud de aquel hombre deseoso de conocer un mundo aún joven que podía explicarse mediante la fórmula aparentemente sencilla de temer y amar al mar a partes iguales.

—¿Por qué de todos los mares que conforman el Mediterráneo eliges precisamente el mar Jónico?

—Yo soy mallorquín y pertenezco a esa generación de niños soñadores con poca televisión y muchos libros. El puerto era mi puerta a la aventura y cuando decidí, ya de adulto, que el mar sería mi forma de vida y mi segunda casa, el Jónico se presentó ante mí con la fuerza evocadora de aquel mar de mi infancia con todas esas islas como mundos flotantes: Corfú, Lefkas, Cefalonia, Ítaca… Es además la parte menos conocida de Grecia; la menos turística; aquí no hay casas encaladas con cúpulas azules como las de Ibiza, Formentera u otras islas del Egeo.

"El Jónico se desmarca; es para mí la esencia del Mediterráneo puro: olivos, cipreses, roca, piedra y agua color de vino cuando se enfurece"

Las islas del Jónico son el otro Mediterráneo; es como si la Toscana hubiera derivado hacia el sur; idéntica a la costa norte de Mallorca: la cultura en bancales, en terrazas, casas de piedra con tejas, colores ocres… Nada que ver con la luz cegadora de las Cícladas, que podría ser el cliché de Grecia. El Jónico se desmarca; es para mí la esencia del Mediterráneo puro: olivos, cipreses, roca, piedra y agua color de vino cuando se enfurece.

Por eso es éste el mar que más me gusta describir, el que mejor conozco y el que sin embargo sigue estando lleno de secretos para mí, igual que una mujer hermosa. De ahí que cuando me vine a dar cuenta, tenía un buen ramillete de artículos sobre él, y mi buen amigo el escritor Miguel Dalmau (el mismo que firma el prólogo) me animó y ayudó a juntarlos construyendo este Cuaderno de islas.

(El capitán abre un momento su libro y pasa algunas páginas en silencio. Allí sentado en el incómodo banquito de madera de la trastienda de la librería, en mangas de camisa a pesar del frío de Madrid, no parece estar en su medio. Las cartas náuticas y portulanos que reposan en los estantes deberían ser suficientes para hacerme comprender, pero el capitán insiste en explicarme, hablando con una sonrisa tranquila)

Es que lo seductor del Mediterráneo es precisamente eso: que es, como su propio nombre indica, un “mar entre tierras”. Mira, yo llevo 50 años viviendo en el mar, por así decirlo, navegando. Y me fascina el Mediterráneo porque siempre tienes como referencia la tierra. Me encanta que el mar esté rodeado de tierra, cada isla diferente de la otra con sus propios misterios cambiantes y los amigos de siempre esperándote, como cada año, en los puertos y las tabernas. El Mediterráneo no lo terminas nunca porque cada vez que lo navegas es un lugar diferente lleno de nuevas sorpresas, como la Odisea.

"Viaja, muévete, haz el Mediterráneo, ten la Odisea siempre a mano, pero no pretendas hacer la ruta turística de Ulises, porque te equivocarás. Al final, cada uno ha de construir su propia singladura"

—¿Cuál, de todo el rosario de islas mediterráneas, es a tu juicio la más literaria?

—La más literaria… Pues no sé qué decirte… No sabría elegir. Para empezar, es que hay varios Mediterráneos: el occidental, con sus islas grandes, maravillosas: las Baleares perdidas, que son las “islas más islas” porque son las más alejadas de la costa, y más allá las potentes islas de la Magna Grecia; Sicilia, Malta, Córcega, Cerdeña… con una tradición literaria arraigada y ancestral. Luego está el Mediterráneo central, con Lampedusa, las islas Pelagias … y por fin Oriente, con una constelación de islas pequeñitas entre las cuales se encuentran aquellas bañadas por el mar Jónico, que son en realidad el puente entre Oriente y Occidente, y tal vez por esto sean tan peculiares. Son especiales por sus pobladores, capaces de hacer que un extranjero se sienta como en casa, pues durante milenios han ido perfeccionando el arte de ser hospitalarios sin ser serviles.

—Así es imposible sentirse perdido, como sí lo estuvo Ulises tantos años…

—Mira, es que el tema de Ulises nos da para otra entrevista que debería hacerme…(reímos). Ulises tiene fama de ser el viajero, el protoaventurero, pero en realidad es un aventurero a su pesar. A Ulises lo ha castigado Poseidón y no tiene más remedio que huir. No sale a descubrir nuevos horizontes motu proprio, viene de vuelta de una guerra larguísima y quiere llegar a casa; no recorre el Mediterráneo por placer, sino porque no le queda otra que la huida hacia adelante. Es más; yo creo que no hubo viaje. La Odisea es un poema maravilloso, pero ¿viaje…? Bueno, de hecho estoy trabajando ahora en una historia que se titula El improbable viaje, donde cuento precisamente eso.

"¿No hubo entonces Odisea? No, no la hubo"

—¿No hubo entonces Odisea?

—No, no la hubo. Verás, el Mediterráneo es caleidoscópico y cualquiera que se ponga a ello, Odisea en mano, puede encontrar el cabo Circeo frente a las islas Pontinas, el puerto de los Lestrigones en Cerdeña y tantos otros lugares… pero resulta que cada uno de estos sitios homéricos se podría localizar en diez ubicaciones diferentes del Mediterráneo real. Entre 2006 y 2007 estuve siguiendo los pasos de Ulises con el propósito de reproducir estas escalas míticas con mi barco, mis cartas y mis 40 años de experiencia marinera como capitán, y llegué a la conclusión de que es imposible. Meses después, en París, mi residencia cuando no navego, en el marco de unas conferencias expuse esta realidad, y conseguí indignar al público: ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes negar el viaje de Odiseo? No lo entendían, pero es que yo no niego la Odisea, yo invito a todo el que lo desee a navegar para que pueda comprobar que hay decenas de escalas en el Mediterráneo, aunque ninguna se puede reivindicar como escala oficial. Por eso siempre defiendo esta máxima: viaja, muévete, haz el Mediterráneo, ten la Odisea siempre a mano, pero no pretendas hacer la ruta turística de Ulises, porque te equivocarás. Al final, cada uno ha de construir su propia singladura. Además, Homero es tremendamente impresionista a la hora de contar, y el Mediterráneo a su vez es muy mimético; se repite continuamente y hay tantos cabos blancos, tantas calas con escarpadas orillas… que es muy difícil afirmar cuál de ellas es la verdadera, porque todas podrían serlo.

Hubo una fiebre homérica en el siglo XIX con Victor Bérard como líder del movimiento; un gran helenista (a pesar de que su traducción de la Odisea, considerada durante años como una referencia, fuese un poco… tendenciosa (no olvidemos que traductor en italiano se parece a traditore; traidor). Él fue el primero que viajó por el Mediterráneo siguiendo los pasos de Odiseo acompañado por el gran fotógrafo Fred Boissonnas, encargado de documentar gráficamente el periplo. ¿Puedes imaginar ese mar de principios de siglo XX? Se hicieron decenas de publicaciones de aquel viaje y aquellas fotografías. Yo tengo algunas en mi biblioteca, y a veces las hojeo añorando aquel Mediterráneo solitario, casi Homérico todavía, que no llegué a conocer. ¿Sabes? Lo interesante ahora en nuestros días sería reproducir aquel viaje de Bérard tras las huellas de Ulises siguiendo las escalas trazadas por él como lección de vida. Nos daríamos cuenta de cómo en apenas un siglo casi hemos hecho desaparecer con el turismo masivo, la desmemoria y la incultura aquel Mediterráneo mítico.

—¿Cómo definirías este Cuaderno de Islas que ahora presentas: portulano, insulario, guía de viajes, reflexión, diario…?

—Es un poco de todo, aunque no tiene pretensión de ser una guía, pues no tiene caducidad. Yo creo que Dalmau hizo aquí un trabajo de construcción singular con todos los artículos sobre las islas del Mar Jónico que fui publicando los últimos cinco años en el Diario de Mallorca, donde desde hace diez tengo carta blanca para escribir esas breves crónicas. Yo vuelvo a Grecia prácticamente cada año, como las aves migratorias. Desde abril-mayo ya estoy allí y me quedo hasta el vino nuevo, hasta el otoño y las primeras lluvias sobre Ítaca. Durante ese tiempo navego y escribo, con la suerte de que esos escritos se publican y leen los domingos, y en este caso, lo bonito que hizo Dalmau fue seleccionarlos y condensarlos como si constituyesen un solo viaje. Yo diría que podríamos definirlo como un carnet de viaje, de mi viaje anual; una invitación al mar y a que el lector descubra (o redescubra) estas islas del Mediterráneo, que me apasionan. Al menos me gustaría haber sido capaz de transmitir esa pasión.

(Me sonríe el capitán con pícara mirada de marino mediterráneo cargada de siglos, libertad y sabiduría)

"Todo viaje que se precie debe iniciarse en una biblioteca"

Esta entrevista —continúa, animado— deberíamos haberla hecho allí, fondeados en Polis, y no en Madrid… Aunque si lo pensamos bien, este lugar lleno de libros no es mal comienzo, desde luego. Todo viaje que se precie debe iniciarse en una biblioteca, pero te lo digo en serio. Vayamos a Ítaca; tú debes ir allí si nunca has estado, y yo conozco muy bien aquellas aguas. Aquí y ahora, tierra adentro y con este frío todo parece muy lejano, pero antes de lo que piensas llegará el calor y con él el deseo de todo lector por volver al lugar de origen de su memoria y el tuyo, como el mío es Italia y es Grecia, es el Jónico. Si cuando llegue el tiempo del vino nuevo te animas a seguir las huellas de ese Odiseo que tanto amas, llámame, porque tienes un hueco en mi barco. Brindemos con tsipouro por ello.

Así, con el sabor ardiente del licor macedonio, cerramos el trato, guardé mi libreta de apuntes y lo dejé allí rodeado de familiares, amigos, lectores y marinos que habían acudido a la presentación de su Cuaderno de islas. Una extraña felicidad me envolvía cálida por la acera desierta como si ya hubiese amainado el viento gélido del noroeste, dejando paso a un suave olor a salitre. Además, yo sabía que el dulce bamboleo bajo mis pies no me engañaba, porque ya lo había sentido otras muchas veces (en el Argo, la Hispaniola, la Surprise, el Faraón o el Patna, “tan viejo como las colinas y esbelto como un galgo”); no podía ser más que el crujir de las cuadernas de la próxima nave cargada con la inconfundible promesa de felicidad y de aventura.

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La tumba del templario

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Hace mucho tiempo me refugié en una iglesia, en el sur del Líbano, y gracias a eso vi algo que no olvidé jamás. Ocurrió el 12 de junio de 1974, en Tiro, cerca de la frontera con Israel. Tenía veintidós años y había cruzado el río Litani para contactar con la guerrilla palestina. El problema era que, como el mando de la OLP tardaba en darme la autorización, decidí ir a mi aire, sin permiso. Llegué a Tiro en autobús, y me bajé mochila al hombro en el puerto, del que recuerdo los viejos muros y las barcas de pescadores junto al mar azul, bajo un cielo luminoso y cegador.

Al rato empecé a tener problemas. Hacía mucho que allí no se veían tipos con apariencia occidental, y los Mirage israelíes bombardeaban casi a diario los campos de refugiados cercanos. Mi aspecto –joven en edad militar, pelo corto– despertó sospechas, y al poco rato tuve a dos individuos tocados con kufiya y con muy mala catadura siguiéndome por las callejas medievales de la ciudad vieja. Y cuando, al pararme a beber un refresco, oí a un muchacho decirle a otro «Yahud» –judío– mientras me miraba de reojo, comprendí que aquello no iba a terminar bien.

Había cerca del puerto un cuartelillo de policía, y me metí dentro. El jefe, un grasiento bigotudo, miró con indiferencia mi pasaporte, encogió los hombros y dijo que el próximo autobús hacia Sidón y Beirut salía a media tarde, y que me aconsejaba subir en él, si es que para entonces aún podía hacerlo. Que nada iba a hacer por mí. Después me ofreció un cigarrillo y señaló la puerta. Volví a la calle, y a los pocos pasos vi que los dos fulanos seguían detrás. Me detuve en un puesto callejero a comprar un cuchillo, más que nada por chulería, para que me vieran hacerlo, pues ni siquiera estaba afilado –todavía lo conservo, y sigue sin estarlo–, y con él en la mochila seguí camino, bastante acojonado, sin saber a dónde diablos ir. Y entonces vi la iglesia.

Era de la misma piedra dorada que el resto de las construcciones locales, con pórtico medieval y cruz en lo alto. Así que sin pensarlo, por simple instinto de alguien perteneciente a una civilización donde las iglesias fueron refugio, me acogí a sagrado. Quiero decir que me metí dentro y me senté en un banco, reflexionando en cómo salir de aquel lío. Estaba en eso cuando apareció una monja, que se sorprendió al verme, y a la que conté mi situación. Entonces ella avisó al párroco, un sacerdote libanés anciano, de pelo blanco y rostro amable. Se llamaba padre Isard, tenía una voz dulce y hablaba un francés impecable que parecía sacado de un texto de Bossuet. Cuando lo puse al corriente, censuró con mucho tacto mi imprudencia y luego salió a explicar la cosa a los dos fulanos. Cuando volvió, me dijo que eran palestinos, que en efecto me habían tomado por un espía israelí, y que mejor me quedaba con él un rato mientras se aclaraban las cosas.

Siguieron cuatro horas inolvidables. El sacerdote me invitó a comer –vivía en una dependencia de la misma iglesia– y me estuvo contando la historia del lugar, de cuando la ciudad bizantina fue ocupada por los árabes y luego conquistada por los cruzados, siendo una de las más importantes del reino latino de Jerusalén. Tiro, me dijo, había caído en manos de los mamelucos en 1291, al mismo tiempo que San Juan de Acre, situada una treintena de kilómetros al sur. Los caballeros templarios y hospitalarios se habían batido allí hasta el fin, terminando así el siglo y medio de presencia cristiana de la primera Cruzada. Y entonces –estábamos ya en el café–, como si recordara algo, el padre Isard alzó un dedo, sonrió y dijo: «Acompáñeme».

Lo seguí por una escalera hasta una cripta pequeña, circular, apenas iluminada por cuatro estrechas saeteras. Y allí, en el centro, en una penumbra dorada y casi mágica, había un antiguo sarcófago: la estatua yacente de un cruzado, desfigurada a martillazos hasta hacerla irreconocible, reducida la cabeza a piedra machacada, pero en cuyo torso aún era posible advertir la armadura, y también los brazos y los guanteletes que en otro tiempo reposaron sobre el mango de una espada.

«Un caballero templario», dijo el padre Isard. Entonces, sobrecogido, toqué lo que había sido un rostro mientras pensaba que el azar tenía interesantes ángulos. Y ahora sé con certeza que fue ese mismo azar –hecho de reglas perfectas– el que guió mis irresponsables pasos hasta allí para que, cuarenta y cuatro años después, yo pudiera contarles a ustedes que una vez vi a un templario durmiendo el sueño de los siglos entre la luz polvorienta de una cripta medieval, en la ciudad de Tiro.

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Publicado el 8 de julio de 2018 en XL Semanal.

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De qué hablo cuando hablo de carreras

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Supe que tenía que tirar de aquel hilo narrativo un atardecer en las playas de Sanlúcar de Barrameda. El mes estaba siendo de una preocupante carestía creativa, y para paliar la angustia de la página en blanco fingía estar inspirándome detrás del biombo social que facilitan las actividades veraniegas, siempre acompañada de la manzanilla que todo lo cura o el gintonic que todo lo olvida.

Me tomaba el segundo después de haber visto las victorias de Cape Samba y Dubrovnik, contenta porque había ganado algo de dinero, y atenta a una conversación divertida en la que varios aficionados comentaban que los caballos de Sanlúcar corren simplemente porque la meta está en la misma dirección de las cuadras, cuando Fabián Barreiro, director de la yeguada Milagro, gran cinéfilo y excelente lector, me preguntó en qué andaba metida, refiriéndose a la escritura, claro. Mi respuesta le pareció tan vaga que en medio del ruido y el calor, se permitió un segundo de seriedad, y sin quitarse las oscuras gafas de sol me alertó con una frase digna del mejor Raymond Chandler:

—Además de beber, una escritora tiene que escribir, Beatriz.

"Las carreras de caballos no son una excusa, un marco, son la esencia misma de su historia"

Le sonreí y dejé que la brisa de las últimas horas del día le diera una tregua a mi mente nublada, miré los colores de las chaquetillas con las que se pasean los jockeys por la arena de la playa, escuché en mi mente los enigmáticos nombres de los caballos, miré a todos aquellos aficionados, no los que como yo iban a ver el ambiente, sino los apasionados del turf, que hacen tablas, conocen la ascendencia de todos los caballos, el historial de cada carrera, los secretos de una buena o mala posición, la importancia de la distancia, el terreno, el jockey que lo monta, dónde y por quién ha sido criado o entrenado…

Sentí que poco a poco comenzaban a replegarse en mi imaginación unas pesadas cortinas rojas y aterciopeladas que me mostraban aquel teatro de las maravillas, donde cada escena está provista de contenido y autenticidad, y donde un narrador cuenta con la mejor baza para que el ritmo de una historia fluya: la pasión constante del hombre común por seguir a sus héroes.

"El autor australiano cuenta diversos episodios de su vida desde su enorme pasión por las carreras de caballos"

La complicidad de esta motivación ha llevado a grandes autores como Sherwood Anderson, Horacio Quiroga o Tolstoi a hablar de una manera o de otra del caballo purasangre. En España contamos con las obras de Fernando Savater El juego de los caballos y A caballo entre milenios que son ya unos clásicos y con los que cualquier neófito puede disfrutar, y ahora la editorial Minúscula se atreve con la publicación de Una vida en las carreras, del excéntrico Gerald Murnane, un personaje más de este teatro que me tiene cautivada desde hace algunos años. Murnane ha escrito su biografía en clave turfística con un vigor narrativo digno de la pasión que da al escritor esa motivación personal, deteniéndose en lo cotidiano, pero sin dejar de abordar los temas más atractivos de este universo: el ritmo, el corazón y el azar.

El autor australiano cuenta diversos episodios de su vida desde su enorme pasión por las carreras de caballos con una precisión que puede convertir su lectura en una experiencia sicalíptica para los grandes aficionados, pues recuerda los nombres de todos los caballos, cuadras y colores de chaquetillas que ha visto a lo largo de su vida, además de adentrarse en diversas teorías sobre los sistemas de apuestas, sin dejar de maravillarse por la sorpresa que supone cada nuevo día en las carreras.

"La belleza y el corazón de estos animales extraordinarios, su capacidad de superación y la nobleza de su actitud vital son un referente"

Ese vigor narrativo motivado por una pasión personal y absoluta por los héroes purasangre hace que la narración no decaiga en ningún momento, la prosa ágil y directa se desliza por su biografía como una locomotora a la que nunca le falta carbón. Las carreras de caballos no son una excusa, un marco, son la esencia misma de su historia, porque contienen toda la humanidad que el lector reclama a la realidad.

El personaje que representa Gerald Murnane en su propia historia es un arquetipo que llevo estudiando desde hace algún tiempo. Los aficionados al turf hablan de la pasión por el mundo de las carreras de caballos como metáfora de un espacio en el que los héroes siguen existiendo gracias a la desaparición de las debilidades humanas, pues en los pocos minutos en que un caballo de carreras se estira y lucha por batir a sus compañeros, los humanos, eternos observadores de los dioses, creemos haber extirpado la mediocridad de nuestras vidas, aunque sea escondidos detrás de unos prismáticos.

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Autor: Gerald Murnane. Título: Una vida en las carreras. Editorial: Minúscula. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Infiltrada, de D. B. John

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El escritor galés D. B. John nos traslada en este original thriller a Corea del Norte, uno de los países más herméticos del mundo. En Infiltrada, novela publicada por Salamandra y traducida por Javier Guerrero, nos conduce por campos de entrenamiento de la CIA, misiones diplomáticas envueltas en alambre de espino, bases secretas, laboratorios experimentales y campos de trabajos forzados de Corea del Norte. Ofrecemos el comienzo del libro.

 

En Corea del Norte muchas cosas son más extrañas que la ficción. Es una monarquía marxista hereditaria cuya población está encerrada, aislada del mundo exterior. Se les dice a sus habitantes que viven en una tierra de abundancia y libertad, pero mandan a los niños a campos de prisioneros por los «crímenes de pensamiento» de sus padres y el régimen utiliza las hambrunas como medio de control político. Dado que a lo largo de los años el Estado norcoreano se ha comportado de un modo que los extranjeros pueden encontrar muy difícil de creer, y aún más difícil de comprender, tal vez los lectores estén interesados en conocer qué elementos de la novela se basan en hechos reales.

Con este fin, hay una nota del autor al final del libro, aunque sólo debería leerse una vez terminada la novela, ya que contiene algunos spoilers.

Prólogo

Isla de Baengnyeong, Corea del Sur

Junio de 1998

El mar estaba en calma el día en que Soo-min desapareció.

Observó al chico, que preparaba una fogata con maderas arrastradas por el mar. La marea estaba subiendo y llegaba acompañada de nubes altas que empezaban a adquirir un tono rosado pálido. Soo-min no había visto ni un solo barco en todo el día y en la playa no había nadie más. Tenían el mundo para ellos solos.

Enfocó con su cámara y esperó a que el chico volviera la cabeza.

—¿Jae-hoon…?

Después, la fotografía que tomó Soo-min mostraría a un joven de diecinueve años, de miembros fuertes y sonrisa tímida. Tenía la piel oscura para ser coreano y una capa de sal le cubría los hombros, como si fuera un pescador de perlas. Soo-min le pasó la cámara y el chico le hizo una foto a ella.

—¡No estaba lista! —protestó la joven, riendo.

En esta fotografía, Soo-min aparecería apartándose la larga melena de la cara, con los ojos cerrados y una expresión de pura alegría.

El fuego se avivaba ya, la madera crujía y se quebraba. Jae-hoon colocó una sartén abollada encima del fuego, la equilibró sobre tres piedras y le echó un poco de aceite. Luego se tumbó al lado de su amiga, donde la arena estaba blanda y caliente, justo por encima de la marca de la marea alta. Se apoyó en el codo y la miró.

El collar de Soo-min, que más tarde habría de suscitar tanto sufrimiento y tantos recuerdos, le llamó la atención. Era una fina cadena de plata con un pequeño colgante, también de plata, que representaba el tigre coreano. Jae-hoon tocó la figura con la yema del dedo. Soo-min le cogió la mano y la apretó contra su pecho, y empezaron a besarse con las frentes muy juntas, acariciándose con las lenguas, con los labios. Él olía a océano y a hierbabuena y a sepia y a Marlboro. Su barba rala le rascaba la barbilla. Ella le estaba contando ya a su hermana esos detalles, todos y cada uno de ellos, en la carta que iba redactando de manera inconsciente en su cabeza, y que pensaba enviarle por correo aéreo.

El aceite empezó a chisporrotear en la sartén. Jae-hoon salteó una sepia y se la comieron con salsa de guindillas y bolas de arroz, mientras contemplaban cómo se hundía el sol en el horizonte. Las nubes se habían convertido en puro humo y llamas, y el mar era una extensión de cristal carmesí. Cuando terminaron de comer, Jae-hoon sacó su guitarra y empezó a cantar Rocky Island con su voz clara y tranquila, mirándola con la luz de la hoguera reflejada en los ojos. La canción replicaba el ritmo de las olas, y Soo-min supo que recordaría esa maravillosa escena toda la vida.

De pronto, Jae-hoon interrumpió la canción.

Estaba mirando hacia el mar con el cuerpo tenso, como un gato. Dejó la guitarra a un lado y se levantó de un salto.

Soo-min siguió la línea de su mirada. A la luz de la hoguera, la arena parecía cubierta de cráteres lunares. No veía nada. Sólo las olas que rompían en una tenue espuma blanca que se derramaba por la arena.

Y entonces lo vio.

En una pequeña zona más allá de la rompiente, a un centenar de metros de la orilla, el mar estaba empezando a agitarse y a burbujear, el agua se convertía en una espuma pálida. Estaba brotando un surtidor, apenas visible bajo aquella luz agonizante. Luego, un gran chorro de espuma salió propulsado hacia arriba con un bufido, como el aliento del espiráculo de una ballena.

Soo-min se levantó y buscó la mano de Jae-hoon.

Las aguas agitadas empezaron a separarse ante sus miradas, como si el mar estuviera partiéndose, y apareció un objeto negro y brillante.

A Soo-min se le revolvieron las entrañas. No era supersticiosa, pero su intuición le decía que algo maléfico estaba a punto de manifestarse ante ellos. Todos sus instintos, todas las fibras de su cuerpo le decían que echara a correr.

De pronto, una luz los cegó. Un foco rodeado por un halo naranja estaba saliendo del mar y su luz caía directamente sobre ellos, deslumbrándolos.

Soo-min se volvió y tiró de Jae-hoon. Trastabillaron en la arena suave y profunda y dejaron atrás sus posesiones, pero no habían dado más que unos pocos pasos cuando otra visión los dejó paralizados.

De las sombras de las dunas emergían unas figuras con pasamontañas negros que corrían hacia ellos con cuerdas en las manos.

 

Fecha: 22 de junio de 1998. Ref. Caso: 734988/220698

TRANSMITIDO POR FAX

INFORME de la Policía Metropolitana de Incheon, a petición de la Agencia de Policía Nacional, Seodaemun-gu, Seúl.

Las órdenes recibidas consistían en determinar si las dos personas desaparecidas, vistas por última vez a las 14.30 h del 17 de junio, habían salido de la isla de Baengnyeong antes de su desaparición. El inspector Ko Eun-tek manifiesta lo siguiente:

1. Las imágenes de las cámaras de seguridad proporcionadas por la terminal del ferry de la isla de Baengnyeong establecen con un elevado grado de certeza que nadie con el aspecto de las personas desaparecidas subió al transbordador durante ninguno de sus viajes dentro del período indicado. Conclusión: las personas desaparecidas no salieron de la isla en transbordador.

2. La guardia costera no informó de ningún otro barco en la zona en el momento en que las personas desaparecidas fueron vistas por última vez. Debido a la 14 proximidad de la isla con Corea del Norte, el tráfico marítimo se encuentra sumamente restringido. Conclusión: las personas desaparecidas no salieron de la isla en ningún otro barco.

3. Un residente local encontró ayer, junto a los restos de un fuego de campamento en la playa de Condol, una guitarra, calzado, prendas de ropa, una cámara y dos carteras que contenían dinero en efectivo, billetes de regreso en transbordador, documentos de identidad y carnets de biblioteca pertenecientes a las personas desaparecidas. Los documentos de identidad de ambas personas coinciden con los datos proporcionados por la Universidad Sangmyung. Correspondían a:

Park Jae-hoon, varón, 19 años, con residencia permanente en el distrito de Doksan de Seúl, cuya madre vive en la isla de Baengnyeong.

Williams Soo-min, mujer, 18 años, ciudadana de Estados Unidos llegada al país en marzo para matricularse en la universidad.

4. A las 7.00 h de hoy, la guardia costera ha empezado una operación de búsqueda marítima en helicóptero en un radio de cinco millas náuticas. No se ha encontrado rastro alguno de las personas desaparecidas.

Conclusión: ambas personas se ahogaron de forma accidental mientras nadaban. El mar se hallaba en calma, pero las corrientes eran inusualmente fuertes según la guardia costera. Los cadáveres podrían haber sido arrastrados hasta una distancia considerable.

Con su aprobación, suspendemos a partir de ahora la búsqueda por helicóptero y recomendamos que se informe a las familias de las personas desaparecidas.

 

PRIMERA PARTE

«La semilla de los faccionalistas o enemigos de clase, sean

quienes sean, debe ser eliminada durante tres generaciones.»

Kim Il-sung, 1970

Año 58 de la Era Juche

1

Georgetown, Washington D.C.

Primera semana de octubre de 2010

Jenna se despertó sobresaltada por el sonido de su propio grito.

Respiraba con dificultad, con los ojos muy abiertos y la visión distorsionada por el prisma de la pesadilla. En los segundos de confusión entre sueño y vigilia nunca podía mover el cuerpo. Poco a poco, las dimensiones borrosas de la habitación cobraron forma. El vapor silbaba con suavidad en los radiadores, y las campanas distantes de la torre del reloj anunciaron la hora. Suspiró y cerró los ojos otra vez. Se llevó una mano al cuello. Seguía allí, el fino collar de plata con el pequeño tigre, también de plata. Siempre lo llevaba puesto. Apartó el edredón y sintió que el aire gélido se tendía como un velo de lino sobre su cuerpo sudado.

El colchón se hundió silenciosamente a su lado en la cama. Unos ojos de un tono verde ambarino reflejaron como espejos la tenue luz. Cat había aparecido de la nada, desde otra dimensión, como convocado por las campanadas.

—Hola —dijo Jenna, acariciándole la cabeza.

En el reloj de la radio saltó un dígito.

«…cretaria de Estado ha condenado el lanzamiento como “un claro acto de provocación que amenaza la seguridad de la región…”»

Las baldosas de la cocina estaban heladas bajo sus pies descalzos. Le sirvió leche al gato, calentó en el microondas el café que quedaba en la cafetera y bebió un sorbo, preparándose para oír los mensajes pendientes en el buzón de voz de su teléfono. El doctor Levy había llamado para confirmar su cita de las nueve de la mañana. El editor del East Asia Quarterly quería hablar de la publicación de su artículo y preguntaba, en un tono inquietante, si había oído las noticias de la mañana. Los mensajes más antiguos eran en coreano y todos los había dejado su madre. Los pasó hasta llegar al primero de todos: una invitación a comer en Annandale el domingo. En el mensaje, la voz de su madre sonaba muy digna y dolida, y Jenna sintió el ascenso de la culpa por su garganta como un reflujo ácido.

Con el café entre las manos miró hacia la penumbra del patio, pero sólo vio el reflejo en la ventana del interior iluminado de la cocina. Tuvo que obligarse a aceptar que aquella mujer demasiado delgada y de ojos hundidos que le devolvía la mirada era ella misma.

Localizó sus zapatillas y sus pantalones de correr debajo del taburete del piano, se recogió el pelo en un moño y salió al frío de O Street, donde se cruzó con la mirada seria del cartero. «Así es, colega, soy negra y vivo en este barrio.» Empezó a correr en la penumbra de los árboles, hacia el camino de sirga del canal. Aquella mañana, Georgetown parecía contagiarse del ambiente de Sleepy Hollow. Un viento frío del nordeste acarreaba las hojas por un cielo del color del acero pulido. Las calabazas miraban con malicia desde las ventanas y los portales. Jenna empezó a esprintar sin haber calentado siquiera, y la brisa del canal le sacudió del cabello la pesadilla.

 

El hombre le sonrió con un punto de hastío.

—Si te niegas a hablar conmigo, no llegaremos a ninguna parte.

Por debajo del tono persuasivo, Jenna percibió el trasfondo de su aburrimiento. El hombre dibujaba garabatos distraídamente en la libreta que tenía apoyada en la rodilla. Ella no podía apartar la mirada de una miga de hojaldre alojada en la barba del doctor, justo a la derecha de su boca.

—¿Dices que es la misma pesadilla?

Jenna soltó el aire, despacio.

—Siempre hay pequeñas variaciones, pero es básicamente lo mismo. Lo hemos repasado muchas veces.

De manera inconsciente, se tocó el collar en la garganta.

—Si no llegamos al corazón del asunto, seguirás teniéndola.

Jenna recostó la cabeza en el diván. Miró al techo buscando las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna.

El doctor se frotó el puente de la nariz por debajo de las gafas y la miró con una mezcla de exasperación y alivio, como si, alcanzado ya el borde del mapa, se dispusiera a abandonar el viaje con la conciencia tranquila. Cerró su libreta.

—A veces pienso si no te iría mejor con un psicólogo especializado en la pérdida. ¿Quizá sea eso lo que está fallando? Todavía sufres por tu pérdida. Han pasado doce años, lo sé, pero a algunos el tiempo nos cura más despacio.

—No, gracias.

—Entonces, ¿qué hacemos hoy?

—Se me ha acabado la prazosina.

—Ya hemos hablado de eso —dijo él, armándose de paciencia—. La prazosina no soluciona el trauma original que está causando tu…

Jenna se levantó y se puso la chaqueta. Llevaba una blusa blanca y pantalones negros ajustados, su ropa de trabajo. Se había recogido la melena negra y brillante en un moño suelto.

—Lo siento, doctor Levy, tengo clase en unos minutos.

Él suspiró y volvió a coger la libreta de su escritorio.

—Todos mis pacientes me llaman Don, Jenna —dijo, garabateando—. Ya te lo he dicho.

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Autor: D.B. John. Título: Infiltrada. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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5 poemas de Esther Garboni

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La sevillana Esther Garboni reúne sus nuevos poemas en un libro “de mundo amplio, de ánimo aullante, de voluntad indomable, de intimidad dañada: A mano alzada“, que acaba de publicar Libros de la Herida en su colección “Poesía en resistencia”. Son versos de meditación y de hallazgo, de vida en crudo, porque la poesía también es eso: no aceptar lo irremediable, buscar sin equilibrio.

Como indica su título, A mano alzada se sirve de las artes plásticas, si bien aquí la palabra es la única herramienta. “Solo tengo un idioma heredado y vivo, a veces enemigo, a veces cómplice. / Solo tengo mi voz”, confiesa. Luego, a través de tres técnicas artísticas, “Aguafuerte”, “Pincel seco”… Garboni da estructura al libro, donde lo celebratorio y lo trágico coinciden en una misma voz.

A MANO ALZADA

Busco el trazo preciso, la imagen más nítida,

el dócil pincel que dé vida a la idea

y limite con ímpetu mi irreductible abismo.

Busco atrapar la luz que contiene el tiempo;

busco el lienzo sagrado donde toma forma

la verdad policromática

y busco, ante todo y ante ti,

las áureas proporciones del amor…

Pero yo solo tengo la soledad del verbo primero

frente al misterio de lo no expresado.

Solo tengo un idioma heredado y vivo,

a veces enemigo, a veces cómplice.

Solo tengo mi voz.

Nunca fue recta mi línea, ni firme el pulso,

pero mi palabra es un lápiz afilado

con el que dibujo siempre,

indómitamente,

a mano alzada.

 

LA LECTORA

Nosotras, que cerrábamos

la puerta, a ciegas,

tantas veces mirábamos la lámpara…

Teníamos quince años.

También tuvimos siete

y siempre era la víspera

de cada primavera

para nosotras,

que llegábamos tarde

al verano y a casa.

Cerrábamos la puerta para escribir poemas

sin sangre en las rodillas, en pijama o en bragas,

descalzas, casi siempre, y despeinadas

las más veces. Insomnes soñadoras,

nosotras,

que cerrábamos la puerta

y abríamos los ojos al misterio

de la palabra viva que sacude,

la palabra que azota y que perturba,

la que viste de viernes por la noche

cualquier lunes de invierno en la mañana.

Confundieron a veces

nuestro silencio

con la tristeza; no podía nadie

ser más feliz

que quienes caminábamos

sin mirar nunca al suelo,

pues no se cae aquel

que va sujeto a un libro.

Vosotras que cerrabais la puerta con pestillo,

¿llegasteis a saberlo?, ¿podíais intuirlo?

La poesía era eso.

Éxtasis y dolor.

Nada más pornográfico

que el cálido momento en que subía

al pecho una metáfora.

Yo, pecador, me confieso ante Dios…

Hoy lo sabemos:

crujirán nuestros huesos

cada vez que crezcamos;

con fiebre y a estirones se escribe algún poema.

Y cuando nada quede,

cuando abramos la puerta,

será nuestra palabra, sencilla y descarnada,

el hilo de sutura

que nos ate a la vida.

 

POETA

Se te dio, poeta, el don de la mirada

sobre las cosas bellas; pudiste ver arder

el mar y encenderse los bosques en la noche.

Se te dio, poeta, el color, el sabor, el tacto

de la belleza.

Se te dio la palabra.

Se te dio la música.

Y a cambio, poeta, se te dio el dolor,

el desgarro infinito, inconsolable, impúdico

de contemplar

cómo lo bello se hace mentira

a poco que alguien se recree en su goce.

Se te dio, poeta, el dolor de saber

que, al cabo, de nada sirve tu palabra.

Es la poesía, y no tú, poeta,

la que resiste al tiempo.

Morirás, poeta,

aunque tuyos sean ahora

el color, el sabor, el tacto… la poesía.

 

VERANO DE 1930, VUELTA A CASA

(Homenaje a Vicenta Lorca Romero y a mi madre)

 

Y se comió con piel la Gran Manzana,

a grandes lametazos, viendo, triste,

el flujo de la sangre en las aceras,

dolorosas sin luto y sin un nombre,

mercantiles, impúdicas, borrachas…

 

Compró una aurora rota en Wall Street,

oyó a la tierra fermentar de asco,

tomó fotografías de los ecos

que el ruido crucifica en las vidrieras

y calculó desproporciones áureas

en las formas que toma la obsesión

por lo excesivo. No quería un mundo

tan grande, ni tan hondo un mar. Cedió

a tanta desmesura. Tomó un taxi.

 

Y ha vuelto, sin maletas, a la vega,

al tiesto de arrayán, al pozo sabio.

Desgranando certezas, a la sombra

de un patio de geranios, me ha pedido

un vaso de agua fresca para el alma

y en su silla de anea y de paciencia

me ha dejado el relato de su andar.

 

Vendrá un definitivo y negro agosto

quebrando juncos, de dolor tiñendo

los campos bajo un sol apocalíptico,

pero ahora… Silencio, no despierten,

con su curiosidad y sed de lunas,

no al hombre, sino al niño que dormita

soñando, al aire libre, con jazmines.

 

BRINDIS FINAL

Escancias en mi copa tu sentencia,

derramada penumbra, amargas vides

que nunca contuvieron ambrosía,

sino el sudor del campesino herido

por el sol, por la sed, por la codicia.

 

A beber quieres darme un vino roto

nacido en emparrado y espaldera,

de un dolor que, baldío, se hace odio

y templado fermenta como el ego

del necio que al abrigo del poder,

sabiéndose vengado, halla su calma.

 

Y ahora que perdimos los pudores

y el tiempo y el dinero y la paciencia,

brindemos por los muertos compartidos,

por Góngora y Herrera, por San Juan,

Cernuda, Juan Ramón, Vallejo, Otero;

busquemos el perfecto endecasílabo

que encabalgue distancias y soberbias;

paguemos todo el vino que bebimos

y el pan, la piel, la sal, la paz, las ganas

de vivir, de volar… la poesía.

Y ladremos verdades como perros

sin miedo a que el bozal del amo fiero

nos robe la razón y la pureza.

¡Descorcha otra botella de silencio

y lo que callo, escucha, y lo que brindo:

soy vid, fui sed; fui dios, soy fe. Soy tú!

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Autor: Esther Garboni. Título: A mano alzada. Editorial: Libros de la herida.

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