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La semana en Zenda, en 10 tuits

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Acabamos semana y comenzamos nuevo mes; veraniego y caluroso. Os ayudamos a preparar vuestra maleta para las vacaciones. La llenaremos con los libros que os recomendamos cada día y con los textos y entrevistas que seguiremos publicando durante todos estos días de estío y asueto.

 La semana en Zenda, en 10 tuits

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Lara Siscar: “Mis libros son laboratorios de mí misma”

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Para muchos, Lara Siscar (Valencia, 1977) es la periodista que presenta las noticias en el Veinticuatro Horas. Y así es. Lo hace todos los días, desde el año 2007, cuando se incorporó a TVE. Pero entre la mujer que aparece en la pantalla a las seis de la mañana y la que ahora toma asiento para conceder una entrevista hay muchas otras: la que nació en una pequeña ciudad cerca de Gandía, la que quiso alguna vez hacer neurociencia, la que cursó Farmacia y se marchó luego a Barcelona a estudiar periodismo porque la vida que ella quería vivir iba a otro ritmo… Todas esas mujeres, que se reúnen esta tarde ante quien pregunta, se asoman en las dos novelas que ha publicado: aquella primera, La vigilante del Louvre, y ésta, la más reciente, Flores Negras, ambas publicadas por el sello Plaza & Janés.

Hija única de un matrimonio modesto, Lara Siscar echó los dientes leyendo. O al menos así lo explica ella. Aprendió a leer mientras su padre hacía kilómetros al volante del coche y su madre le enseñaba las letras del abecedario para que la niña no se mareara en el camino. De la devoción lectora a la pulsión escritora, un paso que ella ha decidido cruzar sin darse mucho el pisto. No sabe si tiene algo como una voz, ni siquiera se lo plantea. Ella, dice, escribe para buscarse, para divertirse. Debutó con una primera novela intimista que reivindicaba lo femenino y regresa ahora con un thriller, Flores negras, que ella describe como un alegato contra la violencia en las redes sociales, pero también la que recorre las relaciones entre los seres humanos. Todas las plazas públicas, no sólo Twitter, entrañan crueldad y ejecución.

"Inspirada en hechos reales, Flores negras narra la historia de Berta Martos, una locutora de radio en un programa nocturno. Un revés le cambia la vida. Una noche, un oyente se suicida en antena"

“Cuando empecé a escribir Flores negras me dije a mí misma que tenía ganas de divertirme, de probar cosas nuevas, de buscarme la vida. Quería que fuera todo lo contrario a La vigilante del Louvre. Hay mucho más diálogo. El ritmo es más rápido. Hay mucho menos mirada interior. Lo hice porque tenía ganas. Quería saber si era capaz. Quería reírme. Usar el humor. Mis libros son laboratorios de mí misma. No quiero forjar una carrera literaria a largo plazo, quiero divertirme escribiendo”, dice la escritora y periodista Lara Siscar, autora del blog El pecado de Eva, un espacio en Zenda donde recomienda literatura escrita por mujeres.

Inspirada en hechos reales, Flores negras narra la historia de Berta Martos, una locutora de radio en un programa nocturno. Un revés le cambia la vida. Una noche, un oyente se suicida en antena. Entonces estalla el escándalo. Las redes sociales piden su cabeza: miles de personas la culpan de lo sucedido y exigen su despido para saciar su sed de justicia. Berta decide refugiarse en casa de su madre, una famosa actriz retirada hace décadas que quiso aislarse en un pueblo olvidado del mundo, en una finca que alberga un jardín de flores tropicales. Ese es el escenario de esta novela en la que Lara Siscar presta algo suyo al personaje: la profesión, la experiencia amarga en redes —Siscar fue objeto de acoso hace poco— y el complejo regreso al origen, ese lugar en el que no siempre abunda la piedad.

—Informativos y una novela. ¿En qué tiempo la escribe y, además, por qué y para qué?

—(Risas) Todos tenemos las mismas horas en el día, así que es una cuestión de priorizar. Hay gente que le dedica mucho a tiempo a sus amigos y yo durante temporadas largas echo de menos a los míos, porque no puedo verlos. El tiempo libre que me dejan los informativos lo dedico a escribir. ¿El por qué y el para qué…? El para qué no tiene mucha respuesta. No tengo un objetivo claro, ni afán de hacer una carrera literaria de largo recorrido, porque mi actividad es el periodismo. Me fascina y me da de comer. A la literatura me he acercado por la vertiente de la escritura y también como lectora, desde muy pronto. Prácticamente eché los dientes leyendo. ¿El por qué…? Pues fue un reto que me impuse. Un “a ver si eres capaz y terminas un proyecto como una novela”. Te hará sentir mejor contigo misma: más fuerte, más capaz.

—Vamos, un Camino de Santiago de la escritura.

—Más o menos. Es un escalón más en tu propia escalera de autoexigencia. Era una de las metas que yo quería alcanzar.

"Un texto periodístico bien escrito también es literario, aún falta que nos lo creamos"

—Tendemos a ver la novela como el género en el que se corona una vocación. ¿Nos resistimos a entender el periodismo como ejercicio literario?

—Durante mucho tiempo se ha querido desgajar el periodismo de la literatura, incluso hoy. Hay grandes firmas que reivindican un periodismo que no debe ser literario, porque sería demasiado rebuscado y adornado, incluso demasiado alejado del lector diario. Pero yo no estoy de acuerdo. No toda la literatura es rebuscada. Un texto periodístico bien escrito también es literario, aún falta que nos lo creamos. Sobre todo nosotros, los periodistas.

—Juan Cruz dice que la prensa le dio las palabras y la radio la sintaxis. Vamos, que aprendió a poner comas en el aire. ¿Qué aporta la televisión a la prosa personal?

—En mi caso ocurre exactamente lo contrario. Y a muchos compañeros les pasa lo mismo. Cuando escribo tengo que tener mucho cuidado, porque tiendo a puntuar no como dictan las reglas, sino como dicta mi respiración o mi modo personal de modular. Reparto comas indiscriminadamente en un texto que no está escrito para ser escuchado, sino leído. Eso, debo confesarlo, me ocurre. La oralidad tiende a ser mucho más libre. Al hablar suena bien, pero en el papel no.

"Lo que yo viví no fue un linchamiento, sino un acoso reiterado de un individuo en particular que se obsesionó en dañarme a mí"

—Vamos a la novela. Pueblo pequeño, infierno grande. ¿Y Twitter qué? Hay una oposición entre lo íntimo y lo público como espacio de conflicto. ¿Cuál es el primer telón que se despliega?

—Escribí esta novela no como una forma de cicatrizar una experiencia personal. No cuento lo que a mí me pasó en Twitter, cuento lo que podría pasarle a cualquiera. Aunque la novela sí tiene cosas autobiográficas. Sin embargo, lo que yo viví no fue un linchamiento sino un acoso reiterado de un individuo en particular que se obsesionó en dañarme a mí. En Flores negras, en cambio, quería reflejar ciertos aspectos de nuestra vida diaria y, al mismo tiempo, quería divertirme al contar cómo la plaza pública de internet tampoco difiere tanto de la plaza del pueblo, llena de gente que se reúne en grupúsculos. Cuando se fijan en alguien y lo señalan, lo convierten en víctima. Parece que uno perdona menos si el pecador es cercano. Podrías haber sido tú. Y te alegras de no serlo. Disparas contra el próximo porque es maravilloso que ese disparo no haya ido a por ti.

—Flores negras es un alegato contra la violencia, pero ¿cuál? ¿La que ejercemos en nuestras relaciones personales? ¿La violencia de regresar al origen?

—No toda la violencia es física. Hay una violencia que se manifiesta en cada uno de los escenarios de nuestra vida, incluso los más insospechados, por ejemplo en las relaciones de madres e hijas, también entre habitantes de una pequeña aldea… En las redes sociales la violencia es explícita. Está en todas partes. Lo difícil es no ser violento.

—Madres e hijas, volvamos a eso. Es una relación depredadora. Para Berta ni la relación con la madre es a priori protectora, ni aquel pueblo es una Arcadia.

—No es algo que me haya planteado, pero de alguna manera me obsesiona la relación entre madres e hijas. Estaba presente en la primera novela, La vigilante del Louvre, y creo que es un tema común entre escritoras mujeres. En mi blog El pecado de Eva, en Zenda, la gran mayoría de las novelas que he leído, de grandísimas escritoras, giran alrededor de la figura de las madres. No es que estén presentes, es que giran alrededor de la figura de las madres.

"No soy madre. Nunca he sentido la necesidad de serlo"

—¿El amor entre madres e hijas es una forma de depredación?

—A una madre la puedes querer más que a nada o nadie en el mundo y, al mismo tiempo, puedes sentir que la odias. Que su presencia te asfixia. Pero cuando desaparece no sabes adónde acudir… No soy madre. Nunca he sentido la necesidad de serlo. A mis 41 años creo que está difícil… No lo voy a echar de menos. Hablando con mi madre, me dijo que ella también se mueve entre el amor más absoluto que siente por mí y otras veces ese sentimiento de como por quéeeeee.

—En Flores negras, Berta acude a refugiarse con su madre y en su pueblo, pero la verdad es que va a meterse en la boca del lobo.

—En el mundo real toda escapatoria es difícil. Si tomamos en cuenta que los fantasmas no están en nuestro entorno, sino que los llevamos con nosotros, entonces, vayas donde vayas, siempre te toparás con algo que te angustia, que te amarga. Berta huye de la ciudad, porque intenta buscar cobijo en ese lugar donde están sus orígenes. Intenta hacerse bicho bola, ponerse en posición fetal y dejar que todo pase y se vaya diluyendo. Pero ahí están sus problemas de origen, aquello que hizo que se marchase.

—Por eso le preguntaba si era una novela sobre lo propio, sobre la vuelta al origen…

—(Larga pausa, larguísima) La vuelta al origen no como objetivo en la vida ni como ejercicio de renuncia, porque Berta vuelve de forma temporal. Ella resurgirá de sus cenizas. Mi personaje es un personaje femenino fuerte, realista. Como hacemos todas: encaramos las miserias de nuestra vida. En un momento la sobrepasa la propia vida y cree que el hogar le hará bien, aunque no es así. Al final, ella vuelve a emprender un nuevo viaje de futuro en una situación indefinida y con una resolución imposible de adelantar. NI ella misma sabe qué va a pasar. Es lo que nos ocurre a todos: no sabemos si vamos a encontrar nuestro lugar en el mundo.

"Yo también amo a las locas, a las débiles, a las borrachas, a las que se equivocan…"

—¿Por qué siempre pedimos a las heroínas que no tengan fisuras? Incluso las propias narradoras mujeres tienden a eso. ¿Por qué no retratar a la loca o la periférica?

—Es cierto. Yo también amo a las locas, a las débiles, a las borrachas, a las que se equivocan… porque el problema de las heroínas, que ha habido poquísimas y muchas veces han sido descritas desde un punto de vista masculino, exigen o se les exige ser intachables. Es una visión muy masculina de la mujer ideal: perfecta e intachable. Las heroínas de verdad meten la pata. ¿Por qué las miserias de los personajes masculinos pueden resultar simpáticas y las de los personajes femeninos no? Sólo se acepta si están recubiertas de mucho encanto, si son como Bridget Jones. Eso no es una mujer de verdad. Los errores no están rodeados de encanto. 

—Piense en la madre que retrata Angelika Schrobsdorff: es impredecible, bohemia, promiscua. Piense en Jane Bowles o Susan Sontag. O la Ginzburg. Toda esa generación de entreguerras y posguerra supo entender su locura y su libertad, y las hijas o nietas de esa generación, mírenos, parece que no.  ¿No cree que es un síndrome de nuestra generación?

—Y no sé muy bien por qué. Esto lo dice Monika Zgustová en su último libro, el que ha dedicado a Gala y Dalí: éramos mucho más libres en los años veinte que ahora. ¿Por qué antes éramos más modernos? ¿Por qué durante mucho tiempo la mujer que quisimos ser no se parece a ese tipo de mujer que era libre, sus sentimientos? Como las mujeres de El Gran Gatsby: eran muy libres.

—Pero mire, Fitzgerald le saboteó la carrera literaria a Zelda.

—¿Por qué? ¿Por qué ella lo consintió? Siempre tiendo a creer que una mujer tiene autonomía para escoger por dónde quiere que vaya su vida o incluso la forma de rebelarse. Las mujeres siempre hemos comprado el discurso machista, incluso cuando hemos creído liberarnos. La imagen que compramos fue la mujer perfecta que sale en el Cosmopolitan y que es la imagen idealizada desde el punto de vista masculino. Una mujer autónoma, que le da tiempo de hacer todo y al mismo tiempo va súper perfecta, y sus hijos son los mejores. Eso no es real. Si nos dejaran libres para escoger, nos preguntaríamos: “¿Hace falta todo eso?”.

"Comencé estudiando Farmacia, porque quería hacer ingeniería genética"

—¿Qué mujer quería ser cuando tenía doce años? ¿Lo recuerda?

—Me imaginaba con una bata blanca en un laboratorio. De hecho, comencé estudiando Farmacia, porque quería hacer ingeniería genética. Lo que pasa es que no soporté esa carrera, ni el ambiente. Quise marcharme a estudiar a Barcelona. Tenía ganas de leer, no de memorizar, y Farmacia es una carrera en la que hay memorizar mucho. Tenía ganas de vivir ya. Comprobar hipótesis-refutar hipótesis. Es muy nutritivo como método, hasta podría ser infalible, pero yo quería vivir. Y ese tipo de carrera, tanto en la parte académica como en la parte profesional, me parecía que dejaba muchas cosas por fuera.

—¿Cree que la prensa, que una cierta prensa cultural más talibana, considera que los periodistas generalistas que hacen ficción incurren en el intrusismo?

—Me he encontrado de todo. Los talibanes, que los hay, y contra quienes no guardo ningún tipo de rencor. Pero sí sé que hay personas que con sólo saber que esa novela la ha escrito un periodista —ni siquiera, que la haya escrito una persona que sale por la tele, y si es mujer mucho menos—, ni se les ocurre acercarse. Les huele raro. No te dan oportunidad. Pero están en su derecho. Les llegan tantos libros, y pueden elegir en función de su libre y santo criterio qué leen y qué no. Pero yo sé que eso existe. Ninguno de esos talibanes ha hablado conmigo nunca, porque no me daría ni siquiera esa oportunidad (hay cierta ironía en su entonación). Pero también me he encontrado compañeros que no son así y que incluso se han sorprendido, lo cual te dice que también tenían un prejuicio. Ante eso no puedo decir más que todos tenemos la libertad de elegir a qué dedicamos nuestro tiempo, que es lo más valioso del mundo. Yo agradezco mucho a quien me dedica su tiempo y ni se me ocurre culpar al que no lo haga. Yo tampoco le dedico mi tiempo a todo el mundo.

"Vamos a ocupar la misma posición que ocupan ellos, que es lo que nos corresponde: ser iguales"

—Hablemos de esta nueva versión de un feminismo casi revisionista que entiende lo masculino casi como un oponente. ¿Se nos está pasando la mano?

—Desde un punto de vista personal, yo, que soy feminista, no busco ni creo ni necesito confrontación. No necesito acusar al hombre de mis carencias. Sé que son responsables si no de todas, sí de muchas, pero sí que respeto el cambio de actitud clara de muchos hombres, al menos los de mi generación y mi entorno. Me parece que es imprescindible que vayamos cogidos de la mano para nuestro último acelerón, porque creo que estamos cerca. Vamos a ocupar la misma posición que ocupan ellos, que es lo que nos corresponde: ser iguales. Que ellos se suban al carro nos hará ir mucho más rápido. Eso lo hemos conseguido nosotras, a base de insistir, de hacernos visibles. ¿Habríamos podido ir más rápido si no hubiese existido un tapón? Sí. Pero hay que mirar adelante e ir todos juntos. Dicho esto, la agresividad del movimiento feminista actual me parece imprescindible para hacernos visibles. Está bien dar un puñetazo en la mesa en un momento dado. Eso sí: siendo conscientes de que la confrontación no es la vía.

—Dice que usted echó los dientes leyendo. Hábleme de eso.

—Aprendí a leer antes de ir al cole, cogía tebeos y cómics. MI madre me enseñó el abecedario yendo en coche. Porque si mi madre no me entretenía o no me cantaba algo, yo me mareaba. Ella me decía “esta letra es la ene”. “¿Y cómo se lee”, le decía yo. Y mi madre hacía: “Nnnnn”. Yo aprendí a leer  gracias a mi madre y su paciencia.

"Comencé a leer indiscriminadamente cualquier cosa que llegaba a mis manos. Fui autodidacta"

—¿Su hogar era un hogar lector?

—No. Bueno, mi madre sí leía mucho. Yo vengo de una familia obrera. MI padre es electromecánico. Era electricista y se sacó la FP a los 45. Mi madre era peluquera. Dejó de trabajar para tenerme a mí. Ella leía y sigue leyendo mucho. Comencé a leer indiscriminadamente cualquier cosa que llegaba a mis manos. Fui autodidacta.

—En la infancia existen lecturas que acompañan, desde Roald Dahl hasta Salgari. Pero los libros definitivos aparecen casi en la adolescencia. ¿Qué libro la hizo lectora de verdad?

—Te lo voy a contar, aunque igual una no queda bien diciendo esto. Mi abuela leía novelistas como Corín Tellado y ese tipo de cosas, pero tenía algunos tomos con mayor entidad. Yo entonces pasaba los veranos con ella y compartíamos mucho tiempo juntas. De ese tiempo conserva Rebeca, de Daphne Du Maurier. Era un libro viejísimo, con la tapa medio rota, que yo forré… ¿Te acuerdas cuando forrábamos los libros de texto con plástico? Pues yo usé uno de esos papeles y celo. Está escrito con letra infantil “La-ra Sis-car” (separa las palabras en sílabas, como si volviese a estampar su nombre en aquel libro). Ese es el que recuerdo.

—¿Y cuál fue el autor que, ya en la edad adulta, la hizo plantarse ya no ante el hecho lector sino ante la posibilidad de la escritura?

—En La vigilante del Louvre lo tenía mucho más presente. Esta vez me quise ir al otro extremo, y ni siquiera sé si tengo una voz o no, pero quien me guio fue el Thomas Bernhard de La calera, un libro que me arrebató. Fue como si me abriesen en canal de arriba abajo. Creo que Bernhard tiene algo de Proust de El tiempo perdido.

"Yo obviamente no leo sólo cosas escritas por mujeres, pero decidí centrarme en ellas"

—Pero el mundo de Proust es más bien discursivo, repleto de detalles estéticos, Bernhard es un hachazo.

—¡Por eso me gusta! Sufres muchísimo. Esas frases en espiral que al llegar al final te lanzan. Proust es más contemplativo. Bernhard es mucho más fuerte.

—Hábleme de El pecado de Eva. Siempre ha de ser de calidad la literatura que reseña, asegura, ¿pero por qué sólo escrita por mujeres?

—Yo obviamente no leo sólo cosas escritas por mujeres, pero decidí centrarme en ellas, no sólo porque fueran mujeres sino porque eran libros buenos que merecen tener visibilidad. Y ya que conseguí el privilegio de tener esa pantalla, decidí darles visibilidad a ellas porque es mi manera tranquila de hacer feminismo.

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Y se fueron a Rusia, por Augusto Ferrer-Dalmau

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Reproducimos en Zenda el texto Y se fueron a Rusia, publicado por el pintor Augusto Ferrer-Dalmau en ABC. 

 

Recuerdo un sábado por la tarde, después de haber visto la película Objetivo Birmania en la primera cadena de TVE, lo entusiasmado que me quedé viendo a Errol Flynn dándole candela de la buena a los “japos”. Tenía yo por aquel entonces 12 años y era un ferviente admirador del ejército americano y de los alemanes, con sus flamantes uniformes, y por supuesto, siempre contra los malísimos rusos y los diabólicos hijos del sol naciente.

"Yo, que desconocía ese episodio de la historia militar de España, devoré sin pausa las 270 páginas del libro A orillas del Voljov, de Vadillo"

Ese día mi madre, lectora incansable de libros que adquiría en la librería Cinc d’Oros de Barcelona, y propietaria de una importante biblioteca histórica, viendo mi entusiasmo por la Segunda Guerra Mundial, me habló de los españoles que lucharon con los alemanes en dicha contienda, sugiriéndome alguno de los títulos que ella poseía. Yo, que desconocía ese episodio de la historia militar de España, devoré sin pausa las 270 páginas del libro A orillas del Voljov, de Fernando Vadillo. Me impresionó y me sentí partícipe de aquella epopeya, de aquellos españoles que marcharon tan lejos para luchar en Rusia a 40 grados bajo cero… y rebuscando en la biblioteca materna encontré Arrabales de Leningrado, del mismo autor, y que también devoré en un abrir y cerrar de ojos.

Recuerdo como todo me parecía poco, le siguieron Lucharon en Krasny Bor, también de Vadillo, De Leningrado a Odesa, del prisionero Gerardo Oroquieta, Embajador en el infierno, de Torcuato Luca de Tena, Algunos no hemos muerto, de Ydígoras, y el incomparable División 250, de Tomás Salvador. Todos estos títulos referidos a la campaña de Rusia eran los que tenía mi madre en su librería y todos los conservo como oro en paño.

"En mi imaginario infantil había siempre culatazos, bombas de mano, “naranjeros” y fusiles, con los capotes roídos y las botas quemadas por el frío"

A partir de entonces la campaña de Rusia se volvió recurrente: cuanto libro encontraba sobre este asunto lo leía una y otra vez; todos mis juegos y mis dibujos giraban en torno a aquellos hombres que fueron a la estepa rusa a luchar y a morir. Me parecían seres de leyenda, los imaginaba siempre al asalto de posiciones plagadas de “Ivanes”, o defendiéndose a la bayoneta de oleadas de soldados rusos. En mi imaginario infantil había siempre culatazos, bombas de mano, “naranjeros” y fusiles, con los capotes roídos y las botas quemadas por el frío, un frío que yo mismo podía sentir en mis dibujos, sin echarle mucha imaginación.

Pasados los años, mi afición juvenil fue dando paso a la investigación, y con esfuerzo adquirí una biblioteca nada desdeñable; quería conocer a aquellos hombres ya canosos, quería saber de primera mano sus vivencias juveniles de luchas y de sufrimiento, y para ello me metí en las hermandades de excombatientes. Cuanto más les escuchaba, mi imaginario infantil pasaba de la categoría de leyenda a la de mito; eran hombres de carne y hueso —españoles como yo—, los tenía delante de mí y todo lo que me contaban me parecía asombroso; el soldado alemán dejo de ser un paradigma, los yanquis pasaron a la categoría de “nenazas”, y los rusos, soldados duros como el acero. Por supuesto, los españoles para mí eran los mejores, los más aguerridos y sufridos, los más humanos en la guerra —de por sí inhumana—, los más salvajes en el combate, los más justos en su trato con la población rusa, y todo esto es algo que sigo pensando, pasados ya todos estos años.


Fue a finales de los noventa cuando con mi amigo, el historiador Fernando Carrera, decidimos escribir un libro sobre la unidad más fogueada de la División Azul: el segundo Batallón del Regimiento 269, conocido como el “Batallón Román”, y así lo titulamos. Para documentarme me tocó viajar y entrevistar a decenas de excombatientes, recopilé información y fotografías, aunque lo que más me interesaba era llegar a saber por qué fueron a Rusia, qué fuerza interior les impulsaba a irse tan lejos de casa para combatir en una guerra que, a simple vista, no era la suya…

Y encontré todo tipo de respuestas: había los que se enrolaron por ideología: eran falangistas y creían en un nuevo orden europeo; estaban los militares de profesión, ávidos de gloria y ascensos; había jóvenes que fueron por aventura y otros que huían de la miseria de los cuarteles; algunos me dijeron que ansiaban la suculenta paga alemana para sus familias. También había antiguos soldados republicanos de la Guerra Civil española que querían maquillar su pasado, y los que creían que aquello duraría poco y sería un paseo militar; alguno conocí que tenía intención de pasarse a los rusos, pero los que más me impresionaron fueron los inadaptados para la paz,  hombres que tenían la guerra en los huesos y se sentían vivos entre los muertos… o muertos entre los vivos.

"Todos tenían algo en común: aquello marcó sus vidas para siempre, una parte de ellos quedó allí en Rusia"

Pero he de confesar que todos, todos tenían algo en común: aquello marcó sus vidas para siempre, una parte de ellos quedó allí en Rusia, junto a sus camaradas caídos, recogiendo los despojos del que fue minutos antes su hermano de armas, compartiendo la miseria de la guerra y vertiendo sangre con mucho valor, en la cabeza de puente del Voljov, o en el lago Ilmen, en la “posición intermedia”, en la bolsa del Voljov, en el frente de Leningrado, en el Lago Ladoga, en Krasny Bor, incluso en Berlín, y en tantos otros lugares con nombres impronunciables que quedarían marcados en sus corazones y en sus retinas para siempre.

Todas y cada una de las entrevistas fueron una fuente de conocimiento para entender al soldado español, pero de todas las repuestas que me dieron sobre las razones de su alistamiento, la que más recuerdo fue la de un divisionario de Málaga, muy buena gente, mutilado en la defensa de Udarnik, que después de contarme su guerra y cómo perdió el brazo por encima del codo de un bombazo, me miró fijamente a los ojos, levantó sus cejas y con media sonrisa me respondió con su gracejo andaluz:

 ¿Que por qué fui? Pues no sabría decirle. Supongo que era muy joven e irresponsable y quería correrme una aventura. Fui de los primeros en enrolarme, con mi amigo Antonio, un tío con dos cojones, que tuvo muy “mala muerte” en los combates de Possad. Nunca imaginé lo que tendría que ver y vivir…—hizo una pausa, tragó saliva, estaba ligeramente emocionado—, pero le digo una cosa, y se lo juro por mis nietos: si yo volviera a nacer, le aseguro que volvería a enrolarme. Aquello que me tocó vivir, aquella miseria, odio, sufrimiento, miedo y valor, todo eso… me hizo ser mejor persona.

"A todos ellos adornaba el mismo carácter hispano que he venido comentando y que marcaba grandes diferencias en el frente de combate"

También conocí españoles del otro bando, con los rusos; españoles que perdieron la Guerra Civil y se fueron a la URSS, y allí les cogió el ataque alemán en junio de 1941. Muchos de ellos dieron el paso de inmediato y pidieron luchar en tierra o desde el aire, pues la mayoría habían sido aviadores en España o se habían formado en la Unión Soviética y no habían tenido ocasión de combatir.

A todos ellos adornaba el mismo carácter hispano que he venido comentando y que marcaba grandes diferencias en el frente de combate. A todos ellos dedico también estas líneas, como compatriotas y como idealistas en una contienda terrible. Ya terminada la guerra el buque Semíramis, que en 1954 repatrió a los prisioneros y españoles refugiados en Rusia, unió voluntades de alguno de estos combatientes con muchos divisionarios y juntos hicieron la travesía, hacia la ansiada patria.

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Y se fueron a Rusia es un artículo publicado originalmente en ABC.

Artículo relacionado: Los españoles del lago Ilmen, por Arturo Pérez-Reverte

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Los españoles del lago Ilmen

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Hay cosas de las que no se habla mucho. Historias incómodas que, sin embargo, están ahí y forman parte de nuestra memoria. Comentaba eso el otro día con un amigo cuyo abuelo, ex soldado republicano, se alistó en la División Azul para ayudar a su padre encarcelado tras la Guerra Civil. Ése fue el caso de muchos de los voluntarios para Rusia, en cuyas filas, junto a falangistas y anticomunistas, hubo otros que fueron por necesidad, hambre o deseo de aventura. El caso es que, sin distinción de motivos, y aunque su causa fuese una causa equivocada, todos ellos, compatriotas nuestros, combatieron allí con mucho valor y mucho sufrimiento. Por eso, para recordarlos, voy a contar hoy la historia de los españoles del lago Ilmen.

10 de enero de 1942. Imaginen el paisaje: nieve hasta la cintura, un lago helado, grietas y bloques que cortan el paso, temperatura nocturna de 53º bajo  cero. En una orilla, medio millar de soldados alemanes cercados y a punto de aniquilación por una gigantesca ofensiva rusa. En la orilla opuesta, a 30 kilómetros, la compañía de esquiadores del capitán José Ordás: 206 extremeños, catalanes, andaluces, gallegos, vascos… La orden, cruzar el lago y socorrer a los alemanes cercados en un lugar llamado Vsvad. La respuesta, muy nuestra: «Se hará lo que se pueda y más de lo que se pueda». El historiador Stanley Payne definió aquella acción en tres escuetas palabras: «Una misión suicida». Y lo fue.

«Nosotros, los españoles, sabemos morir», escribe un joven teniente a su familia en vísperas de la partida. Apenas se internan en el lago empiezan a cumplirse esas palabras. Arrastrando entre la ventisca los trineos con las ametralladoras –que pronto se llenan de bajas–, la columna de hombres vestidos de blanco avanza por el infierno helado. Veinticuatro horas después, la mitad está fuera de combate: 102 muertos o afectados por congelación. El resto, tras superar seis grandes barreras de hielo y grietas con el agua hasta la cintura, con casi todas las radios y brújulas averiadas, alcanza la otra orilla. Allí, uniéndose a 40 letones de la Wehrmacht, los 104 españoles bordean el Ilmen hacia la guarnición cercada, peleando.

El 12 de enero, los españoles toman la aldea de Sadneje y la defienden de los contraataques soviéticos. A esas alturas sólo quedan 76 hombres en condiciones de luchar. El 17 de enero, 37 de ellos toman varias aldeas necesarias para proteger su avance: Maloye Utschino, Bolchoye Utschino y, atacando a la bayoneta, Shiloy. El contraataque ruso es feroz, y de los 37 sólo sobreviven 14. Dos días más tarde, en Maloye Utschino, otra sección de 23 españoles y 19 letones encaja el contraataque de una masa de blindados, artillería, aviación e infantes soviéticos, y sólo logran replegarse, tras defender tenazmente sus posiciones, cinco españoles y un letón (mensaje del capitán Ordás al cuartel general: «La guarnición no capituló. Murieron con las armas en la mano»). Veinticuatro horas después, otro violento avance de blindados rusos es detenido con cócteles molotov (mensaje de Ordás: «Punta de penetración enemiga frenada. Los rusos se retiran. Dios existe»).

Amaneciendo el 21 de enero, los divisionarios siguen avanzando hacia Vsvad y se encuentran con una tropa que al principio creen enemiga, pero que a la luz de bengalas reconocen como la guarnición alemana a la que han ido a socorrer. Abrazos y lágrimas que se hielan en la cara (mensaje al mando: «En la madrugada de hoy, restos de la compañía española y la guarnición alemana de Vsvad se han abrazado»). Misión cumplida. O, al menos, ésa.

El 24 de enero, retirándose ya todos hacia el lago para regresar a sus líneas, los rusos les cortan el paso en Maloye Utschino. Quedan 34 españoles vivos, la mitad heridos. Los que pueden combatir se presentan voluntarios para recuperar la aldea y los cadáveres de sus compañeros muertos cinco días atrás. Apoyados por un blindado alemán, 16 españoles atacan y la toman de nuevo. El termómetro marca 58º bajo cero y el frío hiela los cerrojos de los fusiles. Por fin, tras desandar camino por el lago acompañando a los alemanes rescatados, los españoles regresan a su punto de partida. De los 206 hombres que salieron dos semanas atrás, sólo hay 32 supervivientes entre ilesos y heridos. Todos recibirán la Cruz de Hierro alemana, la Medalla Militar colectiva, y el capitán Ordás, la individual. El más exacto resumen de su epopeya lo hace el último intercambio de comunicaciones entre Ordás y el cuartel general: «Dime cuántos valientes quedáis en pie»… «Quedamos doce».

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Publicado el 1 de julio de 2018 en XL Semanal.

Artículo relacionado: Y se fueron a Rusia, por Augusto Ferrer-Dalmau

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5 poemas de Vicente Gerbasi

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Perteneció al grupo literario Viernes. Su obra lírica fue reconocida con numerosos premios. A continuación, puedes leer 5 poemas de Vicente Gerbasi.

Hay muchas maneras de estar muerto

No quiero explicarme por qué mis ojos
pueden ver este castillo cubierto de hiedras
de verde muy oscuro y solitario
bajo los astros de los búhos,
ni por qué mis ojos pueden detenerse
a ver caer la nieve durante tanto tiempo,
hasta que arropa todos los muertos
y los deja allí con sus vestiduras
de diferentes colores en el hielo.
Mi padre fue enterrado en el trópico,
en Canoabo, y sus ojos, por tanto, no se helaron,
pero sí, tal vez, tuvieron que ver con otras cosas
muy distintas al frío,
sin duda, con culebras que perforan la tierra
y silban a orilla de los muertos
como a la margen de un lago
de juncales remotos y relámpagos.
Hay diferentes maneras de estar muerto,
aun estando vivo en medio de los planetas,
con nuestra cara semejante a la tierra
fotografiada desde Géminis 13,
viendo nuestros propios ojos
rodeados de huesos,
un poco más arriba de los dientes;
ensimismados en los ojos de los pescados
que nos miran en las pescaderías iluminadas.
Hay muchas maneras de estar muerto
y siempre nos es dado tomar nuestro cráneo
y ponerlo a reposar al borde de la tumba
o llevarlo al gran salón de baile,
como tal vez lo hizo Hamlet,
mientras Ofelia s ponía un velo de luna nevada,
ay, de luna nevada entre los abedules.

Penumbras secretas

Encontré la desdicha al amanecer,
en un caballo que sangraba
con la cabeza un poco caída en la yerba
y el llanto de mi hermana de dos años
que había sido operada en el vientre.

Yo sentí un poco de sangre en las manos,
un dolor triste como un cabrito degollado,
una piel puesta a secar sobre las piedras.
Anduve por el aire frío de las últimas estrellas
donde moraban gallos dispersos,
y sentí mi propia presencia
en un árbol iluminado en el fondo de la casa.

El día acogió el caballo herido
con el llanto de mi hermana en los ojos.
El día me recluyó en los rincones oscuros.
Seguí siendo un triste que espanta las moscas de la tarde
o dibuja una iglesia rodeada de aves marinas.

Los enamorados

Los rostros de los enamorados, en el césped,
se vuelven indiferentes, hacia el trueno,
hasta que brillen en la lluvia
que hace temblar las flores.

Entre durazneros y almendros,
que al giro de las estaciones
se cubren de abejas,
los enamorados
son un infinito instante,
el sueño del tiempo
estremecido en su propia tempestad.

El relámpago va huyendo
entre rosas y gallos.

El tiempo se hunde con ramas y nubes
en las charcas que de la lluvia
cerca de los enamorados
que eternamente olvidan
su propia historia,
abandonados al relámpago
y a un sabor de mieles silvestres.

Aquí he llegado

Aquí he llegado
para imponerme el conocimiento de la eternidad,
para ver rodar mi cabeza
tiempo abajo,
arena abajo,
alucinación abajo,
hacia el metálico redoble de los truenos
que confunden las montañas
en negros ámbitos azules.

Se detuvieron aquí las tribus,
se detuvieron aquí los profetas,
se detuvieron aquí los santos.

Venían las mujeres
y los niños.
Vestían pieles
de animales de los montes,
rudimentarios paños
a franjas de colores,
todos iluminados
en fuegos rituales.

Quisiera dejar un canto
para la eternidad,
enterrado en una vasija de barro,
un canto junto a mis huesos,
un salmo
para oír a Dios
en la música de un arpa,
para verlo en un fuego de nubes
sobre los pueblos siempre nuevos
edificando con la arena del desierto,
y para ver el desierto
que lleva su silencio
del día a la noche
como continuación del firmamento.

Bosque de música

Mi ser fluye en tu música,
bosque dormido en el tiempo,
rendido a la nostalgia de los lagos del cielo.
¿cómo olvidar que soy oculta melodía
y tu adusta penumbra voz de los misterios?
He interrogado los aires que besan la sombra,
he oído en el silencio tristes fuentes perdidas,
y todo eleva mis sueños a músicas celestes.
Voy con las primaveras que te visitan de noche,
que dan vida a las flores en tus sombras azules
y me revelan el vago sufrir de tus secretos.
Tu sopor de luciérnagas es lenta astronomía
que gira en mi susurro de follaje en el viento
y alas da a los suspiros de las almas que escondes.
¿Murió aquí el cazador, al pie de las orquídeas,
el cazador nostálgico por tu magia embriagado?
Oh, bosque: tú que sabes vivir de soledades
¿adonde va en la noche el hondo suspirar?

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La edad estupenda

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Hay algo, en esta atmósfera, que hace que un alto porcentaje de las mujeres mayores de 40 años sean profesional y sexualmente invisibles.

La autora del libro que les traigo, Raquel Gu (filóloga, traductora e ilustradora), no quiere ser una víctima más de esta invisibilidad, no quiere convertirse en una cifra que engrose la estadística, fruto del desaire de los altos cargos de nuestro entramado empresarial y del olvido por parte de nuestras cacareadas políticas de igualdad (ya saben, la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres).

"Esta obra dinamita el concepto de la crisis atado a la edad"

Sus herramientas, para no dejarse arrastrar por esta discriminación que parece dictada, son su literatura y su sentido del humor. Con ellas ha diseñado ¡Estoy estupenda! Que ya tenemos una edad y otras tonterías, un cómic en el que subraya los estereotipos que la sociedad ha asumido sobre las cuarentañeras.

Al margen de su experiencia en todos los ámbitos, de su gestión de un equipo de trabajo o de un equipo familiar en el ámbito privado, su ajustado control presupuestario… es cierto que a la mujer de 40 años se la señala, se la restringe a la esfera del hogar, se le cortan las alas cuando más fuerte puede batirlas.

Todas estas restricciones vienen de la mano de la inoculación de ideas estereotipadas sobre cómo debe ser o actuar una mujer de cierta edad, cómo debe vestirse, cómo debe ser su cuerpo y los sacrificios obligados para su mantenimiento, así como cuándo tener hijos (y cuántos).

También sobre las mujeres de 40 años vuelan una serie de fracasos: el no tener pareja, hijos, trabajo estable, el consabido “yo a tu edad”… Estas ideas aparecen en la obra de Gu.

"En ¡Estoy estupenda! cinco amigas (muy alejadas del cliché de la mujer de 40) hacen frente a la edad"

En su libro tienen cabida la maledicencia de unas mujeres con otras, el auge y caída en el manejo de las redes sociales, la asunción de las nuevas tecnologías y aplicaciones para conocer gente, la superioridad moral que subyace en los comentarios de Twitter y el infantilismo que, en ocasiones, llevando hacia atrás el reloj, conlleva la madurez.

En ¡Estoy estupenda! cinco amigas (muy alejadas del cliché de la mujer de 40) hacen frente a la edad. Estas cinco amigas no son las protagonistas de una serie de HBO. Son mujeres normales: inteligentes, descaradas, cínicas, en ocasiones frívolas, místicas, olvidadizas, están de vuelta de todo, son ingenuas y a veces agresivas, algunas de ellas buscan pareja, otras deciden vivir solas.

Esta obra dinamita el concepto de la crisis atado a la edad. En el prólogo, firmado por Samanta Villar, se invita a superar esa crisis (esa frontera imaginaria de la edad) con sentido del humor. Porque los 40 no son ni la mediana edad, ni “los nuevos 30”, sino “una edad estupenda”.

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Autora: Raquel Gu. Título: ¡Estoy estupenda! Que ya tenemos una edad y otras tonterías. Editorial: Navona. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Domenico Starnone: “Hay que contar la verdad de la propia experiencia”

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El sol cae a plomo sobre la calle Mayor en una de las últimas tardes de junio. En una pequeña y luminosa sala del majestuoso Instituto Italiano de Cultura de Madrid, Domenico Starnone aguarda en un pequeño sofá ubicado bajo un ventanal por el que la luz se derrama a raudales. Menudo, sereno y paciente, Starnone (Saviano, 1943) pasa desapercibido en las calles madrileñas, no en vano Ataduras es su primer libro traducido al español.

No ocurre lo mismo en Italia. El napolitano que viviese las estrecheces de la posguerra en su infancia reside hoy en Roma consagrado como escritor, docente, guionista y periodista. Fue ganador del Premio Strega ya en el año 2001 por Via Gemito —máximo galardón literario en Italia—, al que seguirían el Premio Castiglioncello con Labilità, el Comisso por Spavento y el The Bridge por Ataduras. Además ha publicado otras obras como Prima esecuzione, Fares cene y Autobiografia erotica di Aristide Gambía y Scherzetto, sumando una veintena de libros publicados.

Soñó con ser escritor desde la adolescencia pero ejerció como maestro de escuela durante tres décadas, publicó su primer libro con casi 42 años, y ahora acumula a sus espaldas los galardones literarios más codiciados de Italia, traducciones a una veintena de idiomas —al inglés, sin ir más lejos, por la ganadora del Pulitzer Jhumpa Lahiri—, y ha escrito guiones, obras de teatro y artículos para Il Manifesto, L’Unità, La Repubblica o Il Corriere della Sera.

Lumen publica ahora en español Ataduras con una brillante labor de traducción, una novela construida a partir de tres relatos que hilvanan la disección en canal de las interioridades de una pareja, de una familia, de un fracaso… desde todos los puntos de vista implicados. Algo de profesor queda en el hombre reflexivo y tranquilo en apariencia que se empeña en mostrar en sus libros aquello que no queremos ver o que intentamos ocultar. “Hay que contar la verdad de la propia experiencia”, afirma. Ello implica usar esas propias experiencias para dar forma y desgranar las historias. Historias donde el detalle lo es todo, así que él acumula detalles en su vida diaria como mecanismo para luego retratar a sus personajes.

Es uno de esos extraños casos aclamados por igual por la crítica y el público. Ataduras ha sido adaptada por el propio Starnone al teatro, donde lleva unas 200 representaciones, al tiempo que se prepara su versión cinematográfica.

Starnone habla de madurez. A sus 75 años se muestra satisfecho. A las menciones al largo recorrido que hay desde la pobreza de la posguerra en su Nápoles natal a su éxito actual se encoge de hombros. El hombre que declarase a la prensa italiana ser hijo de una costurera y de un hombre celoso y con mal genio que trabajaba para el ferrocarril hoy se confiesa apasionado de la vida. De la propia y de la de otros, precisa. En cuanto a su obra, asegura que los libros siempre abren puertas, dan ideas, son como escaleras que llevan al siguiente relato. No se puede escapar de la escritura.

La forma de atarse los cordones de un niño, el nombre de un gato, una caja en lo alto de una estantería… son pequeños hilos que muestran las inmensas grietas de una familia rota. Escrita con maestría y condensada en pocas páginas, la novela versa sobre un matrimonio y sus crisis. Un argumento simple y cotidiano que narra con una habilidad literaria poco común y que retuerce las entrañas. No esperen ñoñerías. Starnone nos cuenta la vida misma con sus remordimientos, rencores, venganzas, egos, cobardías, egoísmos, dolores, fracasos y rabias sin ahorrarnos ni un solo detalle de las miserias del ser humano y su afición a los lazos, las jaulas, las ataduras o las obligaciones. Y a huir de ellos sin mirar atrás, sin prestar atención a las consecuencias, no importa cuán drásticas sean.

Es un libro con múltiples niveles, igual que esos lazos o ataduras: sociales, emocionales, económicas y psicológicas. Una descripción afilada y cortante de algo que de amor sólo tenía el nombre. Desde el primer momento se espera la catástrofe en un infierno que somos nosotros mismos. Dos personas han cambiado, el mundo ha cambiado, y no son capaces de reconstruirse ni a sí mismos ni a sus roles. Él muta en cobarde, ella en cruel. Ambos son cómplices al perpetuar una mentira que vivirán sus hijos. Su narrativa alude a una esfera brutalmente íntima, donde todo impacta.

Afirma el napolitano que estamos convencidos de que la vida es como en las películas, que los amores son eternos o las reconciliaciones perfectas, que si tienes un trauma vas al psicólogo y todo se cura. Su libro grita que nada se arregla y que el dolor, llegado el momento, desborda mutando en rabia descontrolada. Y es que más que sobre el abandono, Ataduras versa sobre la mentira de una falsa reconciliación. De una convivencia envenenada por una ruptura y unas grietas jamás soldadas. De una sensación de fracaso que se palpa en casa personaje magistralmente construido. De la incapacidad de perdonar y olvidar.

Vanda y Almo, los protagonistas de la novela, se han casado jóvenes, en los 50, se han visto desgastados por la rutina, por la infidelidad que empujaban los vientos de libertad de los 70, y aún así permanecen juntos. Hay una esposa que no concibe el divorcio y una joven amante que busca su propia autonomía.

Si estamos dispuestos a sacrificarlo todo para huir de una trampa, de una jaula, en pos de la libertad, tal vez la pregunta correcta sea: ¿qué perdemos cuando volvemos sobre nuestros pasos? ¿Es posible volver atrás después de una transgresión tan brutal? ¿Qué precio habremos de pagar, y haremos pagar a otros? La novela está estructurada en tres partes, tres voces, tres puntos de vista: las cartas que Vanda, la esposa abandonada, escribe a su marido, Aldo; el relato sobre Aldo y su vida actual ya jubilado con su esposa, su relación con su amante, Lidia, y sus motivaciones; y el tercero es el de los hijos del matrimonio. Así se construye el claustrofóbico y poliédrico mundo de esta pareja.

Toda pareja es un enigma para quienes observan desde fuera. A veces, incluso para sí mismos. Ataduras también nos habla sobre eso, sobre los secretos inconfesables y las pulsiones que nos ciegan, que nos empujan y nos zarandean en la vida.

—¿Somos así?

—¿Así, como en el libro? Oh, sí. [risas]

—Sorprende que una novela tan corta sea de una complejidad tan condensada, con unos personajes tan bien construidos, con tantas capas.

—Gracias. Es el fruto de la vejez.

—Sobre la vejez, llama la atención ese momento en el que Aldo mira los libros enrollados y no se reconoce.

—El mundo cambia, y de la misma forma cambia nuestra mirada. La huella de cómo veíamos el mundo se conoce por los libros que leímos, por lo que nos gustaba de ellos y por lo que subrayábamos en ellos. Y luego, después de diez o quince años te preguntas por qué he subrayado esto, por qué me gustaba aquello…

—Es un libro que abarca mucho tiempo, unos cincuenta años, y varias generaciones. Y lo que hay es mucho acumulado: rencores, pasiones, papeles, secretos… hasta que todo eso se desploma sobre la generación siguiente.

—Sí. Lo has leído bien. Es eso lo que caracteriza a una vida. Piensa por ejemplo en una casa: lo que está en el centro de esta novela es un apartamento, un piso, que recoge todos los signos de una vida, colocados según un orden determinado. Los libros en las estanterías, objetos de fondo, álbumes de fotografías… y una caja en un estante.

—La caja de Pandora.

—Todo está en orden, y de repente un pequeño elemento introduce un desorden. Un desorden en el que también habita quien vive en ese piso.

—Es una vida rota. Está el eterno tema clásico del abandono de una mujer, pero también el del regreso. ¿Por qué volver a lo que se dejó atrás, a esa jaula?

—No hay desorden introducido por una traición, sino un falso orden producto de una falsa reconciliación. La complejidad de la narración ocurre porque hay muchas razones que ni siquiera Aldo y ni siquiera Vanda, la pareja protagonista, conocen. Es lo que ocurre en la vida. En las novelas hay explicaciones, pero en la vida no. Hacemos locuras sin explicación. Te expongo las posibles razones de Aldo: se ha terminado el clima cultural y político que le daba fuerza, y se ha acabado la primera oleada de pasión que sentía hacia Lidia, al tiempo que teme que ella, más joven y abierta, lo abandone. Ha visto a una mujer por la calle, mal vestida y con dos niños y entonces se ha dicho: “Tendría que estar con ellos, con los míos, y no lo estoy”. Entonces vuelve con sus hijos, y el punto de partida de todo esto fue un hecho banal, el hecho de parar a atarse los cordones de los zapatos por la calle. De repente, con este gesto tan cotidiano, ha sentido la paternidad y la necesidad de los hijos de tener un padre. En la novela lo hago volver con ellos y luego lo aplasto. Para Vanda es algo totalmente distinto. “Si vuelve es porque valgo más que la mujer por la que me dejó”. Ponemos todos estos elementos juntos y sale una tragedia.

"En las novelas hay explicaciones, pero en la vida no. Hacemos locuras sin explicación"

—Es una tragedia, hiperrealista además, y muy intimista. Se está diseccionando el fracaso a través de una pareja. No hay perdón, no hay curiosidad, y son incapaces de construirse un nuevo rol. Ella se convierte en cruel y vengadora, y él… en un cobarde.

—Sí. [risas]

—Creo que nunca me habían dicho tanto que sí en una entrevista.

—Sí. [risas] Es que has leído bien. En la realidad es lo que ocurre. En las novelas, las parejas reconducen su camino y todos viven felices. Es un tema común en su generación, pero esto no quiere decir que las reconciliaciones no sean posibles. Pero para que ocurran, no solo en una pareja, sino en la política o en la sociedad, es necesaria la fuerza del olvido. Si la humillación y el recuerdo de la mujer por la que he dejado a mi esposa sigue estando en una caja en casa, entonces se corre el riesgo de una falsa reconciliación. No existe un verdadero perdón.

"Para que las reconciliaciones ocurran, no solo en una pareja, sino en la política o en la sociedad, es necesaria la fuerza del olvido"

—Incluso en esto, parece que la importancia está en los pequeños detalles: la forma de atarse los cordones, la trampa que encierra el nombre del gato…

—Por supuesto. En un relato los detalles lo son todo, son lo que declaran —o esconden— el sentido de la narración. Cuando el carabinero dice “el gato va a volver luego, ahora habrá ido a buscar novia”, los hombres se ríen pero Vanda no.

—Es una historia en la que no hay buenos ni malos, son personajes reales, llenos de grises, pero al final las víctimas de esa relación, como en la tragedia de Medea —mujer traicionada por antonomasia—, son los hijos.

—Así es. Quien construye la historia tiene que querer a todos sus personajes y si no, se convierten en caricaturas, tanto los buenos como los malos. Los personajes más queridos de un relato, aunque todos lo sean, son los que sufren más. Aquí quienes más pagan con su sufrimiento son los hijos. Son los más amados, pero en este relato parecen los malos, porque parece que no quieren a sus padres.

—La tercera parte, que es la de esos hijos, a mí me parece más de un dolor que estalla en furia en lugar de maldad.

—A estos hijos los han amado como a subalternos, no como a niños, y por eso no han conseguido crecer. Es el dolor y la furia de criaturas bloqueadas, y por eso parecen los malos, pero simplemente son víctimas. Incapaces de crecer.

—Incapaces también de sentirse queridos. De hecho, en toda la novela hay una atmósfera muy intensa y claustrofóbica.

—Sí, porque la acción se estructura dentro de un apartamento y también dentro de compartimentos estanco, fijos. La parte de Aldo no necesita a las demás. La parte de los dos ancianos y el robo en su piso es autónoma también. Y para la parte de los hijos tampoco hace falta saber lo que ha ocurrido antes. Si no hubiera un lector que pone juntos los tres bloques, los tres apartados serían autosuficientes.

—Juntos dan una visión mucho más poliédrica.

—Además, en la estructura de la narración todo está cerrado ya, no hay posibilidad de comunicarse.

—Igual que es imposible la comunicación entre ellos. He visto que la obra se ha adaptado ya al teatro y va camino del cine, y que además usted ha sido guionista. ¿Cómo suele llevar las adaptaciones de sus libros?

—Se puede hacer una adaptación solo si piensas que estás utilizando la escritura de otra manera. La escritura teatral es más desnuda. Los diálogos de los personajes en teatro dicen las cosas de una manera más directa, sin los encubrimientos de una novela. Y en el cine todavía más. Lo que marca la diferencia, y es algo que hay que tener en cuenta, es que el libro original es mío, autónomo, me pertenece desde la primera palabra a la última, pero en el teatro y en el cine el texto se transforma en espectáculo, que es lo que importa de verdad al final. Por contra, quien escribe cuenta las cosas poco a poco.

—¿Y el guionista también?

—El guionista es el primero que se imagina la película, pero luego lo hacen otros y al final es quien menos pinta. En cine, el guionista tiene que hacer cuentas entre lo que él ha imaginado y lo que ve en la pantalla. Y lo que ve siempre es peor que lo que imagina.

Domenico Starnone se expresa con fluidez y sin prisas. Y sin embargo, bajo la superficie tranquila del napolitano, se adivinan profundidades ocultas. Como en su novela. Aguda, profunda y emocionalmente brutal, no sabemos si nos ha llegado gracias al buen ojo de la editorial Lumen o a la polémica con cierto nombre de mujer que ha rodeado a uno de los mejores novelistas italianos vivos con afición por la metanarrativa: Elena Ferrante. Una sombra que persigue a Starnone y a su mujer, la traductora Anita Raja, desde hace una década. ¿Es él Elena Ferrante? ¿Es ella? ¿Ambos a cuatro manos? Mientras las ventas de la misteriosa autora crecían el interés internacional lo hacía a la par. Il Corriere della Sera llegó a publicar un cuadro comparativo apostando porque la prosa de Starnone tenía un inmenso parecido con el de la escritora. En 2016 una investigación periodística trató de seguir las facturas de la editorial de Ferrante, afirmando que tras ella se escondía Anita Raja. Ellos no se han pronunciado. Starnone sigue ocupado con sus guiones, sus adaptaciones, sus libros y las giras promocionales. Raja continúa traduciendo.

En cuanto a la similitud de las temáticas Starnone asegura que la deseperación femenina es un tema universal, pero que él prefiere centrarse en la del ser —no importa su sexo— que descubre que todo aquello en lo que creía no eran más que espejismos. Y sobre su tierra, Nápoles, asegura que siempre queda algo por decir. Lo mismo diría yo del autor. La aguja del reloj corre, lo esperan en la radio, y apenas tengo la sensación de haber rascado la superficie.

—El suyo es un viaje muy largo desde la Nápoles de la posguerra hasta su éxito actual como profesor, periodista, guionista y escritor premiado.

—Setenta y cinco años. Digamos que soy un apasionado de mi vida, y también de la de los demás.

—¿Por qué cree que su obra ha tardado tanto en llegarnos a España?

—No tengo ni idea. Quizá porque nunca he tenido un agente. Los escritores italianos están consiguiendo poco a poco que se les traduzca a otros idiomas, con mucho esfuerzo, muchísimo, y es algo de lo que estamos orgullosos.

—Suele usted citar como referentes a Italo Calvino y a Franz Kafka. ¿Lo siguen siendo?

—Son dos escritores diferentes, que leí en el mismo año, cuando tenía diecisiete, y que me enseñaron que se podían hacer grandes cosas. A Kafka lo estudié mucho hasta los treinta y cinco años o así y luego lo dejé, pero a Calvino he seguido estudiándolo toda la vida. Ahora he vuelto a leer a Kafka, y lo considero el autor más grande del siglo XX.

"Considero a Kafka el autor más grande del siglo XX"

—Volviendo a la novela, ¿qué estamos dispuestos a sacrificar para no sentirnos atrapados, y al mismo tiempo, por qué corremos de una jaula a otra para que nos den sensación de seguridad?

—Dispuestos a sacrificar, todo. Mujer, hijos, todo. Y entonces descubrimos que tras abrir una jaula aparece otra, y así sucesivamente, hasta pensar que la libertad puede ser un fantasma, y que es mejor una jaulita con una serie de compromisos donde poder envejecer pacíficamente. Esta fue la primera decisión de Aldo, sacrificar todo, y la segunda volver a la jaula a envejecer pacíficamente. Lo que pasa es que pacífico no hay nada.

—Lo que hay más bien es sadomasoquismo.

—La vuelta de Aldo conlleva algo de masoquismo, sí, pero también ha sido sádico antes con su mujer. Vanda, que primero fue una víctima y luego es la que ejerce el sadismo hacia Aldo. Podemos decir que dentro de las jaulas el ejercicio es más difuso, es sadomasoquismo.

—¿Hay parejas y familias que no sean disfuncionales?

—Por supuesto que sí, pero no hay familias que funcionen sin una serie de compromisos.

El amor de esta historia, de amor sólo tiene el nombre, comento. Y el autor me responde que todo amor tiene grietas que al principio no se ven, sobre todo porque “siempre se plantea una pregunta envenenada: ¿quién es el principal responsable de la felicidad, quien te ama o tú mismo?” Evoca a Freud y su teoría de que la civilización, y por tanto la familia, es represión. Que el ser humano debe intentar realizar sus deseos y esperar luego su castigo, como su protagonista. Afirma que “eso convertiría la vida en un infierno imposible, y que hay otras soluciones… si ambas partes se comprometen”.

Es el fantasma de la libertad versus una seguridad pactada con sus límites. Amor y dolor, deseo y castigo, cobardía y responsabilidad, realidad y apariencias, perdón o venganza… La historia y los personajes de Starnone se debaten en un mundo de dualidades. Y aún así el autor asegura que sí, que el amor existe, pero que es un sentimiento complejo que nos transforma, que nos hace fuertes. Descubrir que no nos amaban nos destruye. De nuevo las dos caras de la moneda.

—¿Los personajes femeninos de esta historia son… más listas, más fuertes, más crueles? No sé si tiene algo que ver su rol tradicional como víctimas, pero cuando el dolor o la ira se las traga, borran totalmente a los personajes masculinos.

—Es mi manera de pensar en las mujeres, pero no de ahora. De toda la vida, con los hombres de aburro y con las mujeres me lo paso bien. No es que intente escribirlas así, es que siempre las he visto así, más listas, más fuertes, las escribo como las veo.

"Con los hombres de aburro y con las mujeres me lo paso bien. No es que intente escribirlas así, más listas, es que siempre las he visto así, las escribo como las veo"

—Son también las más afectadas por los cambios sociales durante el libro.

—Sobre todo Vanda. Cuando se abre el relato es una mujer de finales de los 50, que se casa, que tiene hijos, que no trabaja y que jamás piensa en el divorcio. El cambio en las mujeres, que a veces se atribuye desde el punto de vista teórico al feminismo, en la práctica ha ocurrido debido al trabajo remunerado fuera de casa.

—Italia y España han ido a la par en eso. Mi madre, nacida en los 50, empezó a trabajar a los diecinueve y era una anomalía en su entorno. Lo que se esperaba de ella era lo que ha dicho usted: establécete, cásate, ten hijos, cuídalos… Esa generación de mujeres tuvo que mutar de piel varias veces.

—Y lo que no se valora ni se cuenta lo suficiente es cómo ese cambio ha causado grandes sufrimientos a las mujeres. De todo esto se habla alegremente, como si fuera un proceso de libertad, de emancipación, pero las mujeres han tenido que destruir, principalmente dentro de sí mismas, una manera de ser mujer. Y cuando se destruye un modelo, la persona sufre, porque tiene que desgarrarse desde dentro. Y al revés, con la crisis económica, muchas mujeres acostumbradas a estar fuera, trabajando, ahora de repente se encuentran sin empleo y ya no pueden volver al viejo modelo anterior, porque ya no existe. La verdad es que hoy el feminismo debería ser mucho más fuerte. En literatura se está viendo algo, cierto cambio. A los hombres les avergüenza decir que leen novelas, es más difícil relatarnos. Mi personaje, Aldo, es negativo. Si el lector lo ama, se siente culpable.

Disparo la cámara a contrarreloj mientras avisan al taxi que les llevará a la radio. En italiano veloz, Starnone se dispara. Posa en la escalera y ante el espejo mientras me habla de la situación política en Italia y la responsabilidad que tienen los viejos partidos por haber puesto en práctica políticas que han empobrecido a la gente. No muestra ninguna simpatía por el Movimiento 5 Estrellas pero asegura que han sido capaces de aglutinar y movilizar a esos olvidados. Nadie prestó atención a la Liga Norte. Asegura que Salvini es “lo peor de la derecha italiana, racista y xenófoba que se alimenta del miedo hacia el otro”. Lo peor del mundo. “El tipo de gente que desprecia la cultura y a los intelectuales”.

Cuando consigo hacer entender mi respuesta, que no se trata de un caso aislado en una Europa que parece desintegrarse y en la que se votan Brexits mientras la derecha gana fuerza en muchos países, asiente y asegura que “en esta Europa no hay unidad”. Y sin embargo, pese a su debilidad, amplias masas la perciben como un “enemigo opresor”. “El camino que se está empezando a recorrer es muy peligroso”, sentencia.

Ya en la puerta y mientras el taxi se hace esperar, repasamos el cambio del modelo periodístico y literario de los últimos años. “Hoy prima el espectáculo y el ganar lectores. El papel pierde terreno. El escritor y el intelectual desaparecen de la esfera política”. Luego está el tema de las editoriales, los libros, las cifras de ventas. “El público ya no se fía de los críticos y sus recomendaciones”, me traduce la asistente de dirección del Instituto Italiano. “Yo tampoco”, respondo ante las carcajadas de Domenico. Lo cual no quita que a veces comprendas por qué un ejemplar vende miles de libros y otras no consigas entenderlo, mientras historias maravillosas quedan sin publicar o sin traducir porque apenas venden unas decenas. Starnone asegura que en Italia es igual, “el mercado es el mercado”, añade nuestra traductora. “Sin embargo ese público exige, y merece, respeto. Porque al fin y al cabo está comprando esos libros por algo. Y ahora además todos quieren ser activos, comentar, reseñar, participar en las redes, ser autores, periodistas, fotógrafos…”, dice señalando mi cámara. “Ser protagonistas”

Bajo el sol intenso de la tarde, hablando de la dificultad de los autores italianos para lograr traducciones, me menciona “un autor maravilloso, ya fallecido”. El año pasado sólo vendió 80 ejemplares. “Me temo que pronto su obra desaparecerá de las librerías”. Al llegar a casa el nombre —que no apunté mientras despedía a autor, traductora y responsable de prensa de Lumen— ha volado de mi mente. Decidida a buscarlo, escribo a Blanca, de Lumen, pero el nombre que me llega suena distinto. Sospecho que esta noche no pegaré ojo intentando recordar a ese escritor que no conozco, “de prosa magistral”, que tal vez pronto desaparezca de las librerías. Puede parecer banal, pero Domenico diría que lo banal no existe, que no es más que “la superficie a la que nos hemos acostumbrado y que hay que rascar para ver lo increíble. No es más que un modo de no contar”.

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La visita nocturna

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La noche del 24 de abril de 1891, Holmes acudió inesperadamente al consultorio del  Dr. Watson. Se le veía bastante desmejorado y pensativo a pesar de los éxitos que acababa de cosechar en Francia. El detective enseguida se dio cuenta del minucioso grado de observación al que estaba siendo sometido por parte de su amigo (algo muy propio de un médico) y se dispuso a descargar en aquella tranquila conversación nocturna todas sus inquietudes.

Le dijo a Watson que ya no podía más, que estaba sujeto a una constante persecución por parte de Moriarty y que acababa de sufrir una serie de peligrosos accidentes que tenían toda la apariencia de ser hábilmente provocados. El detective le hizo una descripción detallada de la maldad de su enemigo, de la red de cómplices que tenía diseminados por Londres y de los delitos que todos los días se cometían en la gran ciudad bajo su dirección, que resultaban totalmente fortuitos a los ojos de la policía, pero que a él no podían engañarle. A Holmes se le veía preso de una lánguida ansiedad y de un nebuloso hastío.

"Moriarty le dijo que dejara de vigilarlo, perseguirlo y entorpecer sus planes"

Se daba la circunstancia de que Moriarty había tenido la desfachatez de visitarlo aquel mismo día, sin que mediara previo aviso, causándole un gran sobresalto y de paso se permitió darle un serio ultimátum. Le dijo que dejara de vigilarlo, perseguirlo y entorpecer sus planes. En caso contrario uno de los dos tenía que desaparecer del mapa. Le advirtió de que recibiría tres peligrosos avisos y si no hacía caso de ellos el paso siguiente sería una carta con instrucciones para tener un duelo mortal fuera de la ciudad de Londres, a ser posible en el continente. Deseaba contar con un escenario adecuado para dirimir sus diferencias.

Holmes le contestó que estaba totalmente de acuerdo y que lo tenía por completo a su disposición para que se cumplieran sus deseos, que a fin de cuentas compartían los dos. Podía ser un duelo a pistola o cualquier otra forma de lucha, pero Moriarty se negó a tener una pelea convencional. Le advirtió de que los citados avisos iban a ser muy contundentes y luego, en el caso de que no cediera ante ellos, se verían en cierto lugar en el día y la hora señalados por el profesor. Dicho esto abandonó la sala de estar con paso cansino y rumiando su venganza.

"La enorme fortaleza de Moriarty se sustentaba en el hecho de que la mayoría de la gente, incluida la policía, ignoraban su existencia"

Es digno de apuntar que al principio de esta conversación Holmes le preguntó a Watson, con cierta malicia, si acaso sabía quién era Moriarty, y Watson le respondió con una rotunda negativa. Aquí se comete un error por parte del ayudante y biógrafo del detective, quizá debido a su mala memoria, pues idéntica pregunta le hizo Holmes al principio de la novela El valle del terror, y la contestación fue de algún modo afirmativa. Es evidente que al haber acontecido ambas aventuras con tres años de diferencia su contenido se había desdibujado en la mente de Watson, lo que hacía que la teoría de Holmes cada vez cobrara mayor consistencia. Es decir, que la enorme fortaleza de Moriarty se sustentaba en el hecho de que la mayoría de la gente, incluida la policía, ignoraban su existencia. El matemático había sabido hallar una capa invisible, algo parecido a un barniz elaborado con diversas capas de incertidumbre, que convertían su nombre y su persona en algo inexpugnable.

Acto seguido, Holmes le preguntó a su amigo si la señora Watson estaba en casa y el doctor le respondió que se encontraba fuera de la ciudad en una visita. Esta respuesta impulsó al detective a sugerirle que se fuera con él una semana al continente. Watson acepto porque el doctor Jackson se haría cargo de su consulta. Había algo raro en esta propuesta, ya que no era normal que Holmes se tomara unas vacaciones sin mediar un serio motivo para ello. Quizá la palidez y el cansancio que mostraba su rostro fueran los motivos que le impulsaban a tomarse un descanso. «Los Alpes suizos serían un buen destino para recuperarnos los dos». La certera elección demostraba que el detective ya tenía un ligero conocimiento, posiblemente sugerido por el confidente Porlock, del lugar aproximado donde iba a celebrarse el duelo a muerte. Pero recordemos que Moriarty le había advertido de que antes recibiría tres avisos, y el Napoleón del crimen siempre cumplía sus promesas.

Holmes, por prevención, no se quedó a dormir en casa de Watson y se escabulló escalando el muro trasero de la casa que daba a Mortimer Street. Habían quedado para la mañana siguiente en la estación Victoria en el segundo compartimiento de primera clase del Continental Express, pero el detective advirtió de que iría disfrazado. Antes de acostarse aún tuvo tiempo de abrir otro mensaje de Porlock que sólo le daba una escueta referencia: «Ratas».

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50 consejos para ser escritor, de Colum McCann

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Lee en voz alta. Arriésgate. Prepárate para que te arranquen la piel a tiras. Fracasa. Acepta el rechazo. Encuentra a un lector en quien confíes. Disfruta de las dificultades. Abraza el misterio. Lee promiscuamente. Imita, copia, pero conviértete en tu propia voz. Sé descarado ante la página en blanco. Canta. Comparte tu rabia. Resiste. Confía en tu bolígrafo azul, pero no te olvides del rojo. Sé un explorador, nunca un turista. Mantén la calma. Dilata tus orificios nasales. Llénate los pulmones de lenguaje. Te pueden quitar muchas cosas —tu vida incluida— pero no tus historias sobre esa vida. He aquí una palabra dirigida no sin amor ni sin respeto a un joven escritor: escribe.

De la mano de Colum McCann, ganador del National Book Award y profesor de Escritura Creativa, Seix Barral publica 50 consejos para ser escritor, una clase magistral que es mucho más que un manual de escritura: una llamada a mirar el mundo con ojos de escritor, una invitación a ir más allá de nuestros límites, un desafío y un estímulo.  A continuación, reproducimos un fragmento.

CARTA A UN JOVEN ESCRITOR

Vivo mi vida en círculos crecientes

que encima de las cosas se dibujan.

Rainer Maria Rilke

Haz las cosas que no sean computables. Sé serio. Sé abnegado. Sé un subversivo de lo fácil. Lee en voz alta. Arriésgate. No tengas miedo de los sentimientos, ni siquiera cuando los demás los tachen de sentimentaloides. Prepárate para que te arranquen la piel a tiras: sucede. Permítete indignarte. Fracasa. Tómate un respiro. Acepta el rechazo. Deja que los desmoronamientos te espabilen. Practica la resurrección. Ten capacidad de asombro. Carga con tu pedacito de mundo. Encuentra a un lector en quien confíes. Él también tendrá que confiar en ti. Sé un estudiante, no un maestro, incluso cuando enseñas. Déjate de pamplinas. Si te crees las buenas críticas, tendrás que creerte también las malas. Aun así, no te hundas. No consientas que tu corazón se endurezca. Asúmelo: los cínicos cuentan con mejores frases lapidarias que nosotros. Anímate: ellos no consiguen nunca terminar sus relatos. Disfruta de las dificultades. Abraza el misterio. Encuentra lo universal en lo particular. Vuelca toda tu fe en el lenguaje, los personajes un cálculo. La frase se hizo popular en el lenguaje de la ciencia ficción para aludir a todas las operaciones informáticas que acostumbran a resultar en la destrucción del dispositivo que no puede procesarlas. Oblígate a ir más allá. No te quedes chapoteando en el mismo charco. Puede que sobrevivas si lo haces, pero seguro que te será imposible escribir. Nunca te des por satisfecho. Trasciende lo personal. Confía en la perdurabilidad de lo que es bueno. Obtenemos nuestra voz de las voces de los demás. Lee promiscuamente. Imita, copia, pero conviértete en tu propia voz. Escribe sobre aquello que quieras saber. Mejor aún, escribe rumbo a aquello que desconoces. El mejor trabajo surgirá de fuera de ti. Sólo entonces tendrá un alcance interior. Sé descarado ante la página en blanco. Restituye lo que haya sido ridiculizado por los demás. Escribe más allá de la desesperación. Haz justicia de la realidad. Canta. Forja tu visión en la oscuridad. El dolor ponderado es mucho más recomendable que el no ponderado. Sospecha de aquello que te consuele en demasía. La esperanza, la convicción y la fe te fallarán a menudo, pero ¿y qué? Comparte tu rabia. Resiste. Denuncia. Ten aguante. Ten coraje. Ten perseverancia. Las frases silenciosas importan tanto como las ruidosas. Confía en tu bolígrafo azul, pero no te olvides del rojo. Haz que importe lo esencial. Admite tu miedo. Date permiso. Tienes algo de lo que escribir. Por muy limitado que sea no quiere decir que no sea universal. No seas didáctico, nada aniquila la vida de un texto tanto como las explicaciones. Esgrime un argumento para lo imaginado. Empieza con la duda. Sé un explorador, nunca un turista. Visita lugares en los que no haya estado nadie. Lucha por subsanar. Cree en el detalle. Haz que tu lenguaje sea único. Una historia empieza mucho antes de la primera palabra. Termina mucho después de la última. Haz de lo ordinario lo sublime. Mantén la calma. Revela una verdad que todavía no haya sido desvelada. Y sé entretenido al mismo tiempo. Sacia el apetito por la solemnidad y el alborozo. Dilata tus orificios nasales. Llénate los pulmones de lenguaje. Te pueden quitar muchas cosas —tu vida incluida— pero no tus historias sobre esa vida. Así pues, he aquí una palabra dirigida no sin amor ni sin respeto a un joven escritor: escribe.

1 NO HAY REGLAS

Existen tres reglas para escribir una novela.

Por desgracia, nadie sabe cuáles son.

W. Somerset Maugham

No hay reglas. Y, si las hay, sólo están ahí para ser dinamitadas. Abraza esas contradicciones. Tendrás que estar preparado para sostener simultáneamente en la palma de tu mano dos o más argumentos enfrentados.

Al diablo con la gramática, pero sólo si ya conocías la gramática de antemano. Al diablo con la formalidad, pero sólo si ya has aprendido lo que significa ser formal. Al diablo con la trama, pero más te vale hacer que suceda algo en algún momento dado. Al diablo con la estructura, pero sólo si la has considerado de cabo a rabo tan minuciosamente como para que te permita caminar a través de tu trabajo con los ojos cerrados.

Los grandes dinamitan las reglas deliberadamente. Lo hacen con el fin de reinventar el lenguaje. Lo dicen como nunca nadie lo ha dicho antes. Y entonces lo desdicen, y lo siguen desdiciendo, dinamitando sus propias reglas una y otra vez.

De manera que sé intrépido al dinamitar —o quizá, incluso, al inventar— las normas.

2 TU PRIMERA FRASE

Todas las novelas deberían empezar

con la misma frase: «Confiad en mí, tardará,

pero aquí hay orden, muy tenue,

muy humano».

Michael Ondaatje

La primera frase debería abrirte la caja torácica en canal. Debería llegarte dentro y retorcerte el corazón. Debería sugerirte que el mundo jamás volverá a ser el mismo.

El comienzo debería ser activo. Debería zambullir a tu lector en algo urgente, interesante, informativo. Debería proyectar hacia delante tu relato, tu poema o tu obra teatral. Debería susurrarle a tu lector al oído que todo está a punto de cambiar.

Gran parte de lo que luego seguirá estará basado en el tono del comienzo. Garantízanos que el mundo no es un lugar estático. Ofrécenos algo concreto a lo que aferrarnos. Transmítenos que estamos yendo a algún sitio. Pero, igualmente, tómatelo con calma. No embutas el universo entero en tu primera página. Logra un equilibrio. Deja que la historia se desarrolle. Piensa en ella como si fuera una puerta. Una vez hayas conducido a tus lectores hasta el umbral, podrás pasearlos por el resto de la casa. Al mismo tiempo, mantén la calma si no consigues hacerlo bien a la primera. A menudo no encontrarás la frase de inicio hasta que vayas por la mitad del primer borrador. Llegas a la página 157 y de repente te das cuenta: Ajá, aquí es donde debería haber empezado.

Así que retrocedes y empiezas de nuevo.

Arranca elegantemente. Arranca ferozmente. Arranca delicadamente. Arranca por sorpresa. Arranca con todas las cartas sobre la mesa. Esto, por supuesto, suena un poco a que te digan que camines por la cuerda floja. ¡Adelante entonces, camina por la cuerda floja! Relájate en la tensión del alambre. La primera frase, como el primer paso, es sólo la primera de muchas, y no obstante determina la forma de lo que está por venir. Intenta dar un paso, luego dos y luego tres. Llegará un punto en que quizá consigas atravesar medio kilómetro de firmamento.

Y entonces tal vez te tropieces y te caigas de nuevo. No importa. A fin de cuentas, se trata de un trabajo de la imaginación. No morirás en el intento.

Al menos, no todavía.

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Autor: Colum McCann. Título: 50 consejos para ser escritor. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Ed Kemper

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A las buenas, querido lector.

Ya han pasado dos semanas, y aquí me tienes de nuevo, contándote la vida y obra de alguien que hizo mucho daño en su día. En esta ocasión me apetecía traerte a alguien que está muy de moda. La serie de Netflix Mindhunter lo ha vuelto a poner en la palestra. Como es lógico, mucho se habla de él ahora y mucho se cuenta. Pero, ¿qué hay de cierto en todo lo que se ha contado sobre la vida de Edmund Kemper? Creo que deberías ponerte cómodo y agarrarte, ya que vienen curvas.

Edmund Emil Kemper III nació en Burbank, California, un 18 de diciembre del año 1948.

"Su madre volvió a casarse varias veces más y, aunque sus sucesivos maridos trataron muy bien a Ed, éste jamás les perdonaba que vinieran a ocupar el lugar de su padre"

Sus padres, Edmund Emil Kemper Jr y Clarnell Elizabeth Strandberg, se separaron pronto. Discutían mucho, demasiado. En su casa sólo se escuchaban gritos todo el día. La mayoría de veces lo hacían por dos razones: Clarnell decía que Edmund ganaba poco al no tener estudios y porque éste fuera “sólo” un electricista; y la otra, porque decía que regañaba demasiado a sus hijas y muy poco a Ed, su hijo. Decía que con él era un blando y esto no era justo. Después de esto y algunos vaivenes de su marido, que iba y venía de vez en cuando, Clarnell se trasladó con sus hijos a Helena, un pequeño pueblo de Montana. Ed quería mucho a su padre. Lo veneraba. Solía contarle historias sobre algunas colaboraciones que hizo en algunas misiones de la Segunda Guerra Mundial y esto entusiasmaba al pequeño Ed, hasta el punto de que culpó a su madre de su separación y comenzó a guardarle un rencor que acabaría marcando su devenir. Su madre volvió a casarse varias veces más y, aunque sus sucesivos maridos trataron muy bien a Ed, éste jamás les perdonaba que vinieran a ocupar el lugar de su padre.

La relación con su madre nunca llegó a ser buena hasta ese momento, pero lo cierto es que después de la separación comenzó a empeorar hasta límites terribles. Lo cierto es que Ed comenzó a comportarse de manera extraña así que, sin querer justificar el comportamiento que tuvo la madre con él, en cierto modo sí es entendible. ¿Qué hizo para que se pensara que su comportamiento era más bien raro? Pues solía tomar las muñecas de sus hermanas y las descabezaba. Es curioso, porque luego fue así como actuó al convertirse en un criminal. Esto de las muñecas no sería algo demasiado fuera de lo común en un niño si no fuera porque ellas contaban que disfrutaba sobremanera haciéndolo. Incluso, a veces, simulaba que era una ejecución. Decían que veían en su rostro una sensación de satisfacción cuando las descabezaba. Ed, a pesar de ser un simple niño, ya era muy grande y corpulento. No es algo demasiado extraño, pues su padre superaba los dos metros y su madre el metro ochenta. Fuera como fuese, quizá intentando corregir esos comportamientos, su madre comenzó a insultarlo y a darle soberanas palizas. Algunas noches hasta lo encerraba en el sótano por miedo a que llegara a abusar de alguna de sus hermanas. Sigo diciendo que no comparto estas medidas ni este modo de proceder, pero sí es verdad que el propio Ed, con los años, acabó reconociendo que su madre hizo bien. Podría haber abusado de ellas perfectamente de no haberlo hecho.

Esto, por suerte, nunca se sabrá.

En la escuela, sus profesores cuentan que era un niño extremadamente fantasioso. De esos que se quedan soñando despiertos cada dos por tres. No dudaron en recomendar a su madre el llevarlo a un psicólogo, pues lo veían muy descentrado del mundo real, como si viviera sólo sus fantasías y de vez en cuando visitara la realidad para volver a marcharse. Ed no se lo tomó a mal. Iba dos veces por semana al especialista y lo hizo durante varios años. Era algo así como rutinario. Lo malo de esto es que, o Ed no manifestaba abiertamente los pensamientos que ya empezaban a pasar por su cabeza, o el psicólogo no los supo ver. Sea el caso que sea, no trató lo que verdaderamente importaba. Ed empezaba a convertirse en un monstruo.

¿Que me estoy aventurando al decir que ya de pequeño había signos inequívocos de que algo no andaba bien en su cabeza?

"Uno de sus juegos preferidos era simular su propia muerte en una silla eléctrica"

Pues si lo de las muñecas es poco, esto que te voy a contar cambiará tu visión. Uno de sus juegos preferidos era simular su propia muerte en una silla eléctrica. Sí. Como lo lees. Le gustaba sentarse en una silla, taparse la cara con un paño y empezar a manifestar convulsiones, como si la corriente recorriera todo su cuerpo. Allyn, su hermana menor, también contó que otro de sus juegos era parecido al de la silla, pero imaginando estar dentro de una cámara de gas. Claro, esto te puede parecer otra chiquillada. Pues bien, en secundaria le confesó a su hermana Susan que le gustaba su profesora. Esto sí es común, no es eso. Susan, bromeando, le dijo que por qué no le daba un beso. Él contestó que lo haría, pero que primero tendría que matarla.

¿Otra chiquillada? No creo. El problema es que en su momento no se le dio importancia. Tampoco se le dio cuando tomó una bayoneta que tenía su padrastro en casa y se plantó delante de la casa de la mencionada profesora, simulando que ésta abría la puerta y él le disparaba. Después de esto, imaginaba que le hacía el amor.

Dejando todo esto de lado, su madre cada día estaba peor. Se había vuelto una alcohólica y ya no necesitaba excusas para vejar a su hijo a diario. Decía de él que era un blando y un pusilánime. Dentro de Ed crecía un odio y un ansia de venganza que tenía que manifestar de alguna manera. Lo acabó pagando un pobre gato al que Ed mató cuando tenía tan solo nueve años. He dudado en si contar o no lo que le hizo, pero es que creo que es necesario para entender lo que Ed acabaría haciendo años después. Bien, le cortó la cabeza y enterró el resto del cuerpo en el jardín. Esto ya es muy cruel, pero colocar la cabeza del animal en el pomo de su propia cama y rezarle por las noches, ya roza lo sádico y surrealista. No fue el único acto de crueldad animal (que se sepa) que cometió, ya que a los doce años volvió a matar a otro gato alegando que quería más a su hermana que a él. Su propia hermana relató que lo hizo en un ataque de ira desmedida. Dijo que si en vez de un gato hubiera sido una persona, le habría hecho lo mismo. También le separó la cabeza del cuerpo. Escondió los restos en su armario.

"Tampoco encajó en su nuevo hogar. Su padre se había vuelto a casar y a su nueva esposa le daban miedo los comportamientos que decía tener Ed en casa"

Ed seguía insistiendo en irse a vivir con su padre. En otoño de 1963 lo consiguió, aunque apenas duró una semana en su nueva casa. ¿Las razones? Una, que no encajó en su nuevo instituto. Sus nuevos compañeros decían que les incomodaba sobremanera que un tipo que medía ya casi dos metros se quedara quieto mirándolos todo el tiempo. Dos, tampoco encajó en su nuevo hogar. Su padre se había vuelto a casar y a su nueva esposa le daban miedo los comportamientos que decía tener Ed en casa. Temía que la agrediera de un momento a otro. Ed se resignó y volvió de nuevo a casa de su madre.

Allí la cosa no mejoró. Seguían las vejaciones por su parte y tampoco conseguía encajar en su antiguo instituto. La razón era la misma que ocurrió en el nuevo. Sus profesores, preocupados por su actitud y pensando que tendría algún tipo de problema, le hicieron un test de inteligencia, esperando que en este saliera algún tipo de deficiencia. La sorpresa llegó cuando comprobaron que su IQ era de más de 140. Esto los desconcertó, pues esperaban que una persona de su inteligencia actuara de otra forma. ¿O quizá lo hacía así precisamente por esto? No pudieron dar respuesta a esto.

Lo que sí me llama la atención es uno de los tópicos (de los que me encargué de romper en la época de “se ha desmitificado un crimen”), que aquí sí se cumple. Edmund es un psicópata de extrema inteligencia.

Su madre seguía sin aceptarlo, por lo que Kemper se escapó y fue de nuevo con su padre. Era Navidad del año 1963, y su padre, en un nuevo intento de que su hijo se integrara en algún lugar, lo envió a casa de sus abuelos. Craso error. Él quería mucho a su abuelo, pero decía de él que era un ser pusilánime que se dejaba pisotear por la tirana de su abuela. Con ella Ed discutía mucho, muchísimo, casi a diario. Sobre todo lo hacía por dos razones: porque no le gustaba la manera de mirar de su nieto y porque, según ella, le salía demasiado caro el mantenerlo. Los familiares de Ed cuentan que el muchacho comenzó a manifestar extraños pensamientos, pero no le hacían demasiado caso pues, al fin y al cabo, sólo era un bicho raro. Llegó el verano del año 1964, más en concreto el mes de agosto. Su abuelo había salido a hacer la compra y el chico estaba sentado con su abuela en la cocina. Ella corregía unos libros para niños, ya que se dedicaba a la escritura. De pronto, sin decir nada, Ed se levantó de la silla y fue directo hasta el armario en el que guardaba un rifle del calibre .22 que le había regalado su abuelo. Dijo que iba a cazar unos conejos. No era algo extraño en él, por lo que la abuela no le prestó demasiada atención.

"Acto seguido, tomó un cuchillo y, cegado por la rabia, comenzó a apuñalarla hasta que consiguió volver a retomar el control sobre sí mismo"

Lo que no esperaba la anciana es que, lleno de cólera, se diera la vuelta y disparara hacia ella. El primer disparo impactó en su frente, haciendo que la mujer cayera hacia adelante. Después de esto, Ed le disparó hasta en dos ocasiones más en la espalda. Acto seguido, tomó un cuchillo y, cegado por la rabia, comenzó a apuñalarla hasta que consiguió volver a retomar el control sobre sí mismo. Esto último lo relató así el propio Ed. Decía que era como si su cuerpo actuara solo.

Después de todo esto, fue a por una toalla y con ella limpió los restos de sangre de la cabeza de su abuela. Una vez hecho, arrastró su cuerpo hasta la habitación donde dormían.

El abuelo regresó y Ed no se lo pensó demasiado a la hora de acabar con su vida. Prefería hacer esto a tener que darle la explicación de que había asesinado a su mujer. Con los dos cadáveres en casa, no le quedó más remedio que asumir sus consecuencias y llamó a su madre. Le contó lo que había hecho para que fuera ella la que llamara a la policía. Él no se atrevía.

Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, respondió que, en caso de su abuela, quería saber qué sentía al matarla. En el de su abuelo, para que no se quedara solo.

Esto, querido lector, me produce un escalofrío. Más que nada porque viene a mi mente un caso más o menos reciente, el de José Rabadán, “el Asesino de la Catana”. Cuando a José le preguntaron por qué había matado a sus padres, contestó que para saber qué se sentía al estar solo. Cuando le preguntaron por su hermana de nueve años, dijo que para que no se quedara sola en este mundo.

Aunque sean casos tan diferentes, hay que ver lo que se parecen.

"Mientras estaba recluido aprendió varias cosas, ninguna buena, que luego acabaría poniendo en práctica, para desgracia de sus víctimas"

Sea como fuere, había matado a sus abuelos. El monstruo ya daba rienda suelta a sus fantasías y había que ponerle freno. ¿De qué manera lo hicieron? Encerrándolo en un psiquiátrico durante cinco años.

Sí, se ve que no se les ocurrió nada mejor. Sí es cierto que los psiquiatras que lo trataban se oponían a que lo soltaran, pero en 1969, con veintiún años de edad, fue puesto en libertad para que su madre se hiciera cargo de él.

Mientras estaba recluido aprendió varias cosas, ninguna buena, que luego acabaría poniendo en práctica, para desgracia de sus víctimas. Como trató con violadores, entendió que uno de los errores que ellos cometieron fue que sus víctimas pudieran identificarlos porque seguían con vida. Pensó que la única forma de que no lo hicieran era acabando con ellas una vez violadas. Esos pensamientos los fue guardando en su mente hasta que un día los necesitara.

Siempre había impresionado por su tamaño, pero lo cierto era que, cuando salió, medía ni más ni menos que 2,05 metros y pesaba alrededor de 135 kilogramos. El sobrenombre de “gigante” le venía que ni pintado. Esto, unido a que su carácter seguía siendo el mismo, no volvió ayudar a que se readaptara una vez fuera. Además, su modo de ver la vida, muy conservadora, tampoco lo hacía en una sociedad que se había abierto sobremanera al movimiento hippie. A Ed le gustaba vestir de manera tradicional, lejos de esas ropas anchas y estrafalarias que tanto se veían por la calle. Llevaba el cabello corto, aseado y un bigote cuidado. También unas gafas de montura fina.

La situación en casa tampoco cambió. Su madre se había divorciado por tercera vez y vuelto a casar. Las discusiones con ella no cesaron, sobre todo cuando ella le preguntaba sobre su futuro. Sobre si pensaba hacer algo en la vida. Edmund lo intentó en varios trabajos, pero como siempre, no cuajó. Quizá fruto de ese rechazo social (y de sus problemas en casa), se refugió en un bar de la localidad, el Jury Room. Uno de los sueños del gigante era haber sido policía pero, precisamente por su altura, quedaba fuera de esa posibilidad y se sentía frustrado por ello. Una de las peculiaridades del bar al que tanto iba ahora era que siempre era frecuentado por una gran cantidad de agentes de la ley. Sentarse en la barra y escuchar sus día a día hacía que Ed sintiera algo en su interior que lo calmaba. Como te he contado, tampoco encajaba en los trabajos que intentaba realizar, pero hubo en el que sí lo hizo, como guardavías en el Departamento de Autopistas de California. Era, quizá, lo que más cerca le permitía estar de su sueño frustrado, por lo que hasta realizaba su labor con cierta pasión. Esto le permitió ahorrar algo y hacer dos cosas importantes: irse de casa de su madre (alquiló una habitación junto a un compañero de trabajo) y comprarse un coche.

"Llegó el fatídico domingo siete de mayo de 1972. Ed se sintió preparado para dar un paso más"

Esto último trajo una nueva afición para Ed, dar vueltas con el coche por las autopistas de California. Parece una tontería, pero el movimiento hippie vino de la mano con varios cambios en California. Por ejemplo, se convirtió en un punto habitual de venta de drogas alucinógenas, por lo que la afluencia de gente se intensificó y había una cantidad ingente de chicas autoestopistas. Ed comenzó desde el nivel más bajo, imaginando que paraba y las montaba en el coche. Después de esto, comenzó a dar más pasos y ya paraba con la intención de que montaran en su coche. Kemper sabía que su aspecto de gigante provocaba rechazo y desconfianza en ellas, así que aprendió a hablar con un tono de voz sorprendentemente dulce y cautivador. Consiguió su objetivo y llevó en muchas ocasiones a esas chicas a su destino. Pero quería más. No se conformaba con esto.

Su madre había conseguido trabajo en la Universidad de California y Kemper pensó que aquello podría ser su propio paraíso terrenal, así que no dudó en pedir un pase a su madre para que lo dejara merodear con el coche por allí.

Llegó el fatídico domingo siete de mayo de 1972. Ed se sintió preparado para dar un paso más. Como siempre, se encontraba recorriendo las autopistas californianas en busca de autoestopistas femeninas. La mala suerte hizo que Mary Ann Pesce y Anita Luchessa se cruzaran con su Ford. Al parecer, querían ir a visitar a una amiga en la Universidad de Stanford, a una hora de allí. Ed sabía lo que se hacía, así que consiguió sonsacarles que no eran de allí, dato que aprovechó para desviarse del camino sin que ellas se pudieran dar cuenta. Fue cuando el gigante salió de la carretera principal para meterse en una secundaria, cuando una de ellas se dio cuenta de que algo no andaba bien. Le preguntó qué era lo que quería de ellas. Kemper sacó una pistola nueve milímetros que guardaba en la guantera y contestó que ellas ya lo sabían.

Mary Ann, al parecer, trataba de razonar con él en la parte trasera del coche, sin perder los nervios. Kemper se dio cuenta de que lo que trataba es que las viera como a personas y no como a un objeto. Por desgracia, había aprendido en su internamiento esta especie de “treta” por parte de las víctimas y no se dejó convencer. Detuvo el coche. Sacó a Anita, que no se resistió y la metió en el maletero. Lo cerró. Volvió a por Mary Ann. Su atención era atarla al asiento con el cinturón y después conducir a algún lado para dar rienda suelta a sus deseos. La chica se resistió a esto y Ed perdió los nervios. Agarró una navaja y comenzó a apuñalarla por varias partes de su cuerpo, hasta que perdió la vida. Acto seguido fue a por Anita, que seguía encerrada en el maletero. Cuando ella le preguntó que qué había pasado y por qué él tenía sangre, él respondió que porque le había roto la nariz por no estarse quieta. La sacó del maletero sin esfuerzo por su tremenda fuerza y, una vez fuera, también la apuñaló hasta acabar con su vida.

"Allí se pasó la noche mirándolas y jugando con ellas"

Después de esto, cargó el cuerpo de nuevo al coche y regresó a su casa. Él mismo relata que, cuando llegó, el dueño estaba discutiendo con dos personas y le dieron ganas de sacar los cuerpos y echarlos sobre sus pies. En cierto modo, ojalá lo hubiera hecho, ya que quizá no hubiera continuado su barbarie. El caso es que, cuando pudo, los sacó del coche y los metió en su casa. En el garaje, fotografió los cuerpos con una Polaroid e hizo lo que te he contado que era un vaticinio en determinados actos de cuando era pequeño. Les cortó las cabezas y las colocó en su propia habitación. Allí se pasó la noche mirándolas y jugando con ellas. A Ed, al parecer, le gustaba el humor negro, ya que se le cayó una y el vecino de abajo, con el golpe, comenzó a dar escobazos en el techo. Ed contestó, sin pudor y a gritos, que se le había caído la cabeza al suelo.

En fin.

Al día siguiente llevó los cuerpos de nuevo con su coche a las montañas de Santa Cruz. Allí los enterró. Arrojó las cabezas por un barranco. Kemper relató después que, de vez en cuando, le gustaba volver porque sentía una fuerte conexión con Mary Ann. Como si se hubiera enamorado de ella.

Pasaron cuatro meses y Ed sintió que mirar las Polaroids con los cadáveres ya no le bastaba. Él contó que había intentado satisfacer sus deseos con las fotos y así no tener que matar a nadie más, pero el efecto ya había desaparecido y sentía la necesidad de hacerlo de nuevo. Además, contó también que, al haber descubierto las autoridades los dos cadáveres (porque lo hicieron) y aún seguían montándose en coches, era que eran unas inconscientes y que llevaban un letrero que decía “mátame” en la espalda. Algo así como si fueran ellas las que provocaban su muerte. Qué triste que hoy día muchos sigan pensando así, pero esto es otro tema. Sea como fuere, decidió ir a por otra víctima. Las dos primeras tenían dieciocho años. Esto no quita importancia a nada, pero es que Aiko Koo, que así se llamaba, tenía tan solo quince años. Es innecesario entrar en detalles, pero, resumiendo, te cuento que la estranguló, violó y llevó a su casa después. Una vez allí, tal y como hizo con las dos primeras, la fotografió y después desmembró. Él relató que fue un trabajo minucioso de unas cuatro horas.

Al día siguiente fue a visitar a los psiquiatras que lo habían tratado hacía unos años (le tocaba hacerlo, no porque quisiera él) y, paradójicamente, lo consideraron curado del todo. Esto consiguió que su historial penitenciario siguiera intacto. Lo hizo con la cabeza de la niña en el maletero del coche, ojo.

Después de esto empleó su tiempo en deshacerse como era debido del cuerpo.

"En esos delirios de grandeza, comenzó a preparar el que sería, según él, su asalto final"

Cuatro meses más pasaron desde lo de Aiko, y de nuevo sintió la necesidad. Ahora no se anduvo con sutilezas: a golpe de pistola metió en su maletero a Cindy Schall, una estudiante, y la mató allí mismo. En esta ocasión dio rienda suelta a sus necesidades necrófagas en casa de su madre, en su propia cama. Después, desmembró el cuerpo en la bañera, lo dejó todo como los chorros y se llevó para enterrar el cuerpo por ahí. ¿Sabes dónde enterró la cabeza de la muchacha? Debajo de la ventana de la habitación de su madre. Casi nada.

Lo curioso de todo es que la policía, casi siempre, descubría los cuerpos de sus víctimas, pero Ed seguía frecuentando el bar que te he nombrado antes y escuchaba sus conversaciones (hasta intervenía en ellas) y siempre sabía cómo iban las investigaciones. Esto le hacía ir un paso por delante.

En esta ocasión tan solo pasa un mes para volver a matar. Las víctimas (porque son dos) son Alice Liu y Rosalyn Thorpe. Como antes, entrar en detalles me parece que está de más, pero sí me ha parecido necesario contarte que, con ellas, se volvió un punto más sádico. Necesita experimentar y, desde luego, lo hace. Los actos sexuales los vuelve a realizar en casa de su madre.

Ed, además, se sentía muy seguro. Veía que, a pesar de lo que está sucediendo y de que todo el mundo temía al asesino que estaba matando estudiantes, podía abordarlas sin mucha complicación. Esto le dio alas y lo vuelve mucho más peligroso, si cabe. Hasta tal punto que piensa en matar a todo el vecindario para demostrar su poder a la policía. En esos delirios de grandeza, comenzó a preparar el que sería, según él, su asalto final. Tenía que cerrar el círculo. ¿Cómo podía hacer eso? Matando a su madre.

Él alega que lo hizo, en verdad, pensando en el bien de ella. Pronto iba a ser detenido, ¿qué sería de ella? Lo mejor, para él, era matarla.

"Lo van a detener seguro, pero aún así quiere huir un poco"

Así que ni corto ni perezoso entró en su habitación y la mató a martillazos. Después, como era costumbre en él, le cortó la cabeza y violó el resto del cuerpo. Ya saciado en este sentido, colocó la cabeza en una repisa y comenzó a jugar a los dardos con ella. Su frenesí asesino seguía, así que telefoneó a la mejor amiga de su madre y la engañó para que fuera a su casa. Una vez allí, le hizo lo mismo.

Después de esto se acostó a dormir en la cama de su madre. Al día siguiente, decidió que lo mejor era marcharse de allí. Lo van a detener seguro, pero aún así quiere huir un poco. Se permitió hasta dejar una nota en la que explica que no es que no haya sido tan cuidadoso como en los otros crímenes, es solo que tenía más prisa que otras veces. Tomó el coche y puso rumbo al estado de Colorado. Durante cuarenta y ocho horas condujo. Se atiborró de pastillas para no dormir. Su máximo contacto con las autoridades, durante ese tiempo, fue una multa por exceso de velocidad que le pusieron. Pero no lo detenían.

Contrariado, pues esperaba que sucediera, decidió él mismo llamar a la policía y confesar sus crímenes. Tiene guasa que no le creyeron. Esto me recuerda al caso del “asesino de la baraja”, aquí, en España, que también tuvo que insistir para que lo detuvieran. Eso hizo Ed, insistió hasta que un policía dio crédito a sus declaraciones. Edmund quería la gloria y, para esto, tenía que ser detenido. Nadie podría admirarlo si no.

"En comisaría, llegó hasta a confesar que había practicado actos de canibalismo con sus víctimas"

Cuando es detenido y llevado a comisaría, comienza a dar una versión muy precisa de sus crímenes, por lo que ya no dudan de que sea él la persona que había estado sembrando el pánico. A favor de los policías, he de decir que dudaron de él porque lo conocían muy bien. Veían en él a un bonachón que se sentía frustrado por no haber podido ser policía y que sólo quería conocer detalles para satisfacer esa frustración. Además, siempre se mostraba muy participativo elaborando teorías propias sobre los asesinatos, por lo que no podían pensar que él fuera el autor, ya que estaba demasiado cerca de ello. Pero es que esta era, precisamente, la estrategia de Kemper. En comisaría, llegó hasta a confesar que había practicado actos de canibalismo con sus víctimas. Escalofriante.

Tras diversas declaraciones en las que cambiaba constantemente por el mero hecho de divertirse con la policía, llegó el juicio, en octubre de 1973. En él no hubo demasiadas dudas y se le condenó a ocho cadenas perpetuas. Todavía está en la cárcel (déjame añadir que: menos mal). Sobre todo este asunto de sus conversaciones con Robert Ressler, de las cuales derivó la serie Mindhunter (buenísima, por cierto), te hablaré otro día. Parece que no, pero con este relato me he extendido bastante y parece que ya he pasado todos los límites.

Como ves, la vida de Edmund Kemper da para mucho. Mucho también que me dejo en el tintero, de lo que espero contarte pronto, pero es que este sujeto es tan aterrador como fascinante. En dos semanas te traeré una nueva entrega sobre otro asesino en serie. ¿O quizá asesina? No desconectes porque te lo pierdes.

Si te ha gustado, házmelo saber, que esto da alas para seguir contándote la vida de estos psicópatas. Para ello tienes mi email o mi Twitter. Prometo contestar siempre, aunque la segunda vía es la más rápida.

Nos vemos en dos lunes, querido lector.

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Menuda tropa, de Joaquín Luna

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En los últimos 35 años, Joaquín Luna lo ha visto todo y ha escrito de ello en la Vanguardia: de guerras como la de Irak, de la muerte de Paquirri y de mundiales de fútbol. En Menuda tropa, Luna cuenta cómo ha cambiado el oficio de periodista en las últimas décadas. Zenda reproduce un fragmento de este libro publicado por Península.

1

DON HORACIO:

«PUEDO PARECER INTERESADO,

PERO SOLO ESTOY SIENDO EDUCADO»

«I may look interested but I’m just being polite.» El pequeño cartel, como quien no quiere la cosa, estaba situado en la mesa del director de La Vanguardia de cara al visitante que, como quien sí quiere la cosa, era yo, estudiante de quinto de Ciencias de la Información. Don Horacio Sáenz Guerrero citaba a medianoche a las visitas menores en su despacho, donde ofrecía una imborrable lección de periodismo de calidad. En penumbra, y con una lámpara de mesa por toda iluminación, el director del rotativo leía, repasaba y corregía todas las páginas del diario antes de que entrara en imprenta. Un camarero —la redacción tenía bar y camareros— le traía un café corto, y don Horacio encendía con parsimonia un cigarrillo rubio.

He aquí todo lo que un periodista podía anhelar: trabajar a medianoche, tomar cafés sin temor al insomnio y el privilegio de moldear la actualidad. La mirada de don Horacio, potenciada por unas gafas gruesas, era muy expresiva y de un paternalismo con el que siempre estaré en deuda.

La primera cita en el despacho del director de La Vanguardia, allá por 1980, fue deslumbrante y cinematográfica. Don Horacio había ingresado en el periódico en 1943, con veintiún años, empujado por la necesidad de aportar un sueldo a su familia —su padre, periodista, murió joven— en pugna con su otra pasión, la medicina. Ganó el periódico, del que fue nombrado director el 20 de octubre de 1969.

Un dato eleva la estatura del personaje: fue el primer director bajo el franquismo nombrado libremente por la propiedad, la familia Godó, y no por el régimen. Cuesta de entender, pero así funcionaba el franquismo, que si en 1939 había impuesto como director de La Vanguardia a una figura nefasta como Luis de Galinsoga —incluso al margen de su anticatalanismo—, a finales de los sesenta aceptaba, en la fase de «aperturismo» del segundo franquismo, a un director de La Vanguardia como Sáenz Guerrero, heredero del estilo liberal de otros de sus directores «de toda la vida», como Sánchez Ortiz, Miquel dels Sants Oliver, Gaziel o incluso Manuel Aznar (hombre viajado, diplomático y abuelo del expresidente José María Aznar).

Yo asistía admirado a la ceremonia nocturna de la corrección de las copias sin saber qué saldría de la visita: allí estaba una figura del periodismo español del siglo XX enmendando con su bolígrafo cuantos errores, gazapos o deslices contenían las pruebas de las páginas, y lo hacía de forma anónima, invisible y certera, porque don Horacio tenía la cualidad, entonces imprescindible, del dominio del lenguaje. Yo no perdía de vista el letrero —el inglés permite decir «no sea usted pesado» sin ofender a nadie—, de modo que respondí con brevedad al pequeño interrogatorio de don Horacio, dirigido a verificar si merecía brindarme una oportunidad profesional.

Estudiaba la carrera en la Universidad de Navarra, del Opus Dei, porque mi padre, con buen criterio, pensó que si esto del periodismo no eran estudios con porvenir, menos lo serían matriculado en Barcelona, en aquellos años agitados, con la perspectiva de huelgas y muchas tonterías. El título de Periodismo en Navarra tenía prestigio y era una cantera contrastada, más allá de la religión o la Obra, tan desconocida en mi casa como la física cuántica.

La empresa de acero inoxidable todavía iba bien, y mi padre tuvo la generosidad de aceptar mi vocación periodística y olvidarse conmigo de la costumbre de encauzar a los primogénitos hacia el negocio familiar. Fue un grandioso acierto, porque años más tarde la empresa se iría al garete, entre deudas traumáticas y lecciones sobre la supuesta «bondad» de la clase trabajadora.

Meses antes de la cita a medianoche en Pelayo 28, en el piso estudiantil de Pamplona se me había ocurrido escribir un artículo escueto y enviárselo a don Horacio, así, por las bravas. Sabía de sus inquietudes gastronómicas, muy en boga en ciertos cenáculos periodísticos de la época, a imitación de la vecina Francia. Plumas, como las de Sáenz Guerrero, Néstor Luján, Bettonica, Óscar Caballero o Carmen Casas, reivindicaban en las páginas de La Vanguardia la gastronomía como una forma de cultura. Y sobre todo una vía de modernización de una España que había superado el hambre pero que en la esfera pública se limitaba a una cocina aburrida, caracterizada por «platos regionales» de los tiempos del Quijote. Todo estaba por hacer en gastronomía. Y por escribir.

El texto que remití a don Horacio estaba muy influenciado por Xavier Domingo, periodista de la Agence FrancePresse que colaboraba en Cambio 16, el semanario más identificado con la Transición. Sus artículos sobre gastronomía eran deslumbrantes, y tenían el grandísimo mérito de desterrar la idea de que la cocina era un asunto conservador y burgués. Eso entonces no estaba nada claro, pero entre él y otra firma progre, Manuel Vázquez Montalbán, contribuyeron a ver la afición a la buena mesa como algo interclasista.

Envié mi parida —sobre la grandeza del pan con tomate, ya me contarán— a la atención del director de La Vanguardia, con el convencimiento de que ni la leería. Me daba igual. Se acercaba la hora de licenciarme y yo era un forofo de La Vanguardia, a la que estaba suscrito mi padre. Sus crónicas cosmopolitas sobre el mundo, entonces tan exótico, me fascinaban. No solo quería ser periodista y vivir del periodismo, como Tintín y Augusto Assía, sino que también soñaba con viajar. Además, La Vanguardia era una institución del mejor periodismo europeo, con una visión liberal del mundo y de la vida.

Yo tenía alergia al izquierdismo tan de los tiempos, y cuatro ideas claras: Estados Unidos era una democracia con sus defectos y la URSS —y los llamados «países satélites»—, una dictadura con defectos incorregibles. Creer semejante obviedad era rareza entre la mayoría de los jóvenes de mi generación.

Una mañana de octubre de 1980, el portero del piso de estudiantes —éramos cuatro— me entregó una carta de La Vanguardia. Buena gente, muy navarro y nada cotilla, el portero nos mostraba simpatía, acaso porque no le montábamos pollos ni lo mareábamos, a diferencia de unas estudiantes vecinas. Incluso se puso de nuestro lado ante la división de la comunidad de vecinos cuando, parodiando los carteles filoetarras, colgamos del balcón del barrio burgués de la Vuelta del Castillo la pancarta «Quini askatu», libertad para Quini, el futbolista del Barça secuestrado. Mantuvimos la pancarta hasta la liberación del delantero centro.

La misiva determinaría mi vida. Sin exagerar. «He recibido su carta y he leído su artículo. Escribe usted bien. Pero con eso no me basta. Tengo muchos colaboradores que escriben bien y para quienes no tengo sitio. La clave se encuentra en los temas y en las necesidades del diario.» Con todo, tomé la respuesta como alentadora y, sobre todo, resultó la confirmación de que La Vanguardia no era un periódico al uso, sino una empresa periodística con formas, gusto y los mejores valores burgueses. Pocos días después, don Horacio llamó a mi casa en Barcelona porque quería conocerme. El piso estudiantil carecía de teléfono y mi padre tuvo que pedir a un conserje del Hotel La Perla, el cuartel sanferminero de la familia, el enorme favor de hacerme llegar el recado.

Don Horacio me propuso una colaboración semanal en el Magazine, entonces en blanco y negro, a base de noticias breves de la semana, aprovechando que le había dicho que leía publicaciones francesas y anglosajonas, una exageración monumental. El no va más: 16.000 pesetas mensuales y la gentileza de firmar la página, una suerte de miscelánea. Se me ocurrió ponerle de título «Lectura despreocupada», algo cursi, en consonancia con el destino manirroto que daba a semejante estipendio: viajes a Barcelona, Madrid y San Sebastián, juego —me convertí en una joven promesa del bingo navarro— y comidas en restaurantes decentes.

El año 1981 fue el del centenario de La Vanguardia, y seguía con admiración cuantos programas emitió TVE, la única televisión existente, sobre la efeméride, como el espléndido documental, producido por el diario, Catalanes universales, donde desfilaban a modo de «ahí queda eso» una serie de personajes de un catalanismo abierto al mundo. Ser catalán siempre había despertado admiración y alguna envidia en España, por mucho que el independentismo sostenga todo lo contrario.

Llegó la graduación, en junio de 1981, y la única oferta de trabajo que tuve y acepté era un puesto en el gabinete de prensa de la Delegación del Gobierno en el País Vasco, en Vitoria, una ciudad pulcra que distaba mucho de ser la alegría de la huerta o el epicentro de nada. Vivía realquilado en pensiones de las que previamente tenía que informar al jefe de seguridad de la Delegación, situada en todo un búnker, el edificio del Gobierno Civil de Álava, para verificar si eran seguras.

Solo traté en una ocasión al ilustre delegado, Marcelino Oreja Aguirre, exministro de Asuntos Exteriores, al que alguna noche me atreví a telefonear para dar cuenta de atentados menores. Nos recibió a los tres periodistas del gabinete en su residencia de Los Olivos, un nombre que a los periodistas les gustaba subrayar por darle pisto, al modo de la Casa Blanca, el Elíseo o el Quirinal. El jefe era el periodista Cayetano González, a quien debía de desesperar con todos mis pecados de juventud, que fueron muchos y variados.

Lo más apasionante de mi corta estancia en Vitoria —entré a finales de junio y me despedí en septiembre— fueron las escapadas a San Mamés para ver el retorno a casa de Zubizarreta y Alexanko, ya con el Barça, y a Donostia aprovechando que se casaba Jaime Oreja Aguirre, diputado, sobrino de don Marcelino y futuro ministro del Interior. Me dejaron viajar en el coche de los escoltas, que circulaba a una velocidad inaudita, sin peajes ni semáforos en rojo y con las pistolas muy a mano. ¡Qué tragedia tan absurda fue el terrorismo de ETA! ¡Y cuánto les costó a tantos darse cuenta del tipo de fanáticos que eran!

Yo iba informando a don Horacio de mi paradero: él me respondía con buenas palabras y la insinuación de que me tenía presente. Ya en Barcelona, estuve tres meses en paro —¡una eternidad!— hasta que en la Navidad del 81 quedó una vacante en la agencia Europa Press de Barcelona, donde había hecho prácticas un verano, y me agarré en cuerpo y alma al puesto. Salvador Aragonés, el director, y Daniel Arasa, jefe de redacción, grandes maestros y buena gente, me enseñaron a redactar una noticia. ¿Es fácil redactar una noticia? Sí, en teoría muy fácil, sobre todo si un buen profesional te enseña, te corrige y te da las pautas. Hay muchos periodistas que no han tenido este privilegio y son capaces de escribir buenos reportajes o entrevistas, pero no de redactar un suceso en tres párrafos. Trabajar en Europa Press fue, además, vacunarse contra el ego, ese monstruo periodístico que o domesticas o te devora, porque las noticias de agencia no van firmadas.

Ya tenía empleo en Barcelona, novia formal y un sueldo digno (40.000 pesetas al mes). Y volvió a telefonearme don Horacio cuando ya no lo esperaba. Diario 16, dirigido por Pedro J. Ramírez, riojano como don Horacio pero de un talante agresivo y americanizado hasta la caricatura, había roto la prohibición de salir a la venta los lunes, un día en que solo salía la prensa deportiva y la Hoja del Lunes de cada provincia, una prebenda para las asociaciones de la prensa, típica del franquismo. Yo tenía muy claro quién era mi maestro riojano favorito, y más desde que vi un cara a cara entre los dos en un programa de TVE de Joaquim Maria Puyal, con esa modernidad de Quim para anticiparse al futuro porque cree en el oficio y lo ha vivido siempre con pasión.

Pedro Jota iba sobrado en el debate, con esa chulería que le caracteriza y ese Watergate que nunca descubre, frente a un Horacio Sáenz Guerrero maestro en las suertes de templar y mandar las embestidas kennedianas. Cuando Ramírez exaltaba las innumerables virtudes de su redacción, su independencia informativa y su fervoroso servicio a la causa democrática de la Transición, con un cierto desdén hacia La Vanguardia, don Horacio le dio un magistral sopapo. Como quien no quiere la cosa: «Espere a que su diario cumpla cien años».

Diario 16 fue hijo de su tiempo, pero La Vanguardia sigue ahí… Que no crea el lector que le tengo manía a Pedro J. Ramírez, al contrario: siento por él admiración y debilidad personal. E incluso ternura desde el día en que don Miguel Urabayen, un profesor ilustre de Pamplona, donde había estudiado Pedro Jota, me comentó que sus primeras crónicas aparecieron en el semanario Norte Deportivo, un hecho que el ego de don Pedro le ha llevado a ocultar sistemáticamente.

Don Horacio me dio la alegría de mi vida. Quería que trabajase en los turnos de fin de semana organizados para que La Vanguardia también saliese los lunes. Cobraría 80.000 pesetas al mes, el doble que en Europa Press, donde trabajaba de lunes a sábado al mediodía. No soy de dar abrazos, pero ese día de junio de 1982 sentí que me daba la alternativa un maestro con un cariño paternal. Don Horacio siempre fue así con sus cachorros. Ya estaba donde quería: en el periódico más atractivo y potente de España. Lo que hiciera de entonces en adelante era cosa mía.

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Autor: Joaquín Luna. Título: Menuda tropa. Editorial: Península. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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La tumba encontrada, de Fernando Beltrán

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Avevamo mangiato a cuerpo de reyes y pura mafia sarda, boccato di cardinale, en la infalible Tavernetta de nuestro caro Angelo, cuando Miguel Munárriz me preguntó de pronto por la tumba de Bécquer. Y no es que mi amigo reserve pesquisas de mal fario para los postres, sino que acababa de contarle en modo tiramisú —”tirar de uno hacia arriba”, etimológicamente hablando—, entusiasmado, quiero decir, mis últimas peripecias tras los restos del poeta Zorrilla.

Duda inicial, y convencido luego y sin convicción alguna —con la desmemoria de la edad— asegurándole que aquel romántico carpe diem que definió la poesía como un himno gigante y extraño, reposaba en su natal Sevilla. Así me lo había contado hace años el poeta Rafael Montesinos, el más apasionado y tenaz becquerianista que, entre otras alquimias o tropelías del parnaso literario, descubrió que la célebre Rima a Elisa no la escribió Bécquer, sino uno de sus estudiosos posteriores, Iglesias Figueroa, quien poco antes de morir y ante un sinfín de evidencias aportadas por Rafael, acabó confesándole, benditos sentimentales, que Elisa era su mujer. Y que al compilar de nuevo las rimas en 1923 decidió añadir cosecha propia, buscándose así un hueco apócrifo en la eternidad, sin llegar a imaginar que por esas veleidades del destino iba a convertirse en una de las más contadas y cantadas del autor, y aún sigue citándose como tal en alguna edición de último cuño.

"Y de pronto en otro mundo. O en el otro mundo, claro"

Desconfiaba tanto de mi aplomo anterior que al llegar a casa consulté sin demora. Y era cierto. Bécquer está en Sevilla desde 1913, tras yacer décadas enteras enterrado en el madrileño cementerio de San Lorenzo, hacia cuya deriva me precipité ipso facto pensando que quizás la historia de la tumba vacía de Zorrilla podía repetirse. Pero aquí las cosas tuvieron desde el principio sesgo y derroteros muy distintos, comenzando por un atribulado taxista confesándome que en treinta años nadie le había solicitado dicho destino, y que de hecho no sabía muy bien cómo llegar a esa calle de la verdad que añadí al pedido inicial tras observar su cara de circunstancias.

Y de pronto en otro mundo. O en el otro mundo, claro. Entrar a un país desconocido, enarbolar un pasillo de cipreses y extraviarme bajo un arco hacia el rastreo tumba a tumba del autor y no autor a la vez —la calle de la verdad siempre es recóndita— de la famosa Rima: Para que los leas con tus ojos grises, / para que los cantes con tu clara voz, / para que se llene de emoción tu pecho / hice mis versos yo  

"¿El Bécquer, dice usted? En aquel patio, al fondo, creo, porque ya no hay nada… "

Por fin un propio al que pedir árnica tras errar un buen rato sin éxito alguno por el averno de las lápidas. “¿El Bécquer, dice usted?” Frena amable la carretilla, descubre su sombrero de paja con ademán aristocrático, se mesa el sudor de la frente, mira a un lado, y convencido y sin convicción alguna —tiene más o menos mi edad— me dice “en aquel patio, al fondo, creo, porque ya no hay nada…”.

Y hacia la nada me desboco a grandes zancadas, y colapso colosal de nuevo, hasta rendirme y retroceder molido y rigor mortis hacia el arco de entrada y la oficina cuya puerta encontré abierta, y en su interior… ni un alma. O todas a la vez, y a mi favor, ese inmenso libro de historia de la Sacramental que reposa abandonado a su suerte en un costado de la mesa, convertido de súbito en feliz hallazgo. Para hacerte gozar con mi alegría, para que sufras tú con mi dolor, / para que sientas palpitar mi vida, / hice mis versos yo…

"Y así avanzamos a tumbos, tribales, esperpénticos y absolutamente inefables haciendo y deshaciendo cábalas entre la numeración de los nichos y sus placas desconchadas"

Y ya no necesito más, vuelvo de nuevo al Hades entonando mi himno más gigante y extraño, Patio de San Roque, nicho 470, mientras se suman al cortejo mi anterior cicerone con su sombrero de paja, sus compañeros enterradores y hasta una compungida alma en pena, misal en mano, que rezaba ensimismada a mi llegada, resucitada ahora de golpe y escuchando todos con suma atención, Vive Dios, el lugar que por lo visto ignoraban. Y así avanzamos a tumbos, tribales, esperpénticos y absolutamente inefables haciendo y deshaciendo cábalas entre la numeración de los nichos y sus placas desconchadas, hasta acabar dios y ayuda coligiendo, imaginando o inventando, poesía eres tú…, que ese humilde columbario a ras de tierra, con otro nombre grabado en su lápida, puede ser la estancia donde reposó el cuerpo de quien murió, válgame el arte, sin ver publicado un solo libro, que así se forjan a veces las rimas de la vida, escribiéndolas unos, firmándolas otros, o qué más da, si al fin y al cabo la muerte es muerte, la calle de la verdad una seña improbable, y el propio Bécquer escribió, y esta vez sí que era él, sin inscripción alguna, / en donde habite el olvido / allí estará mi tumba

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La tumba sola, por Fernando Beltrán

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Tragedia del buen rector

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No hay mucha gente que conozca hoy a Leopoldo Alas Argüelles (Oviedo, 1883-1937). Por una parte, fue tan imponente la figura de su padre —el escritor Leopoldo Alas Clarín, considerado por muchos el autor de la mejor novela española del siglo XIX, nos referimos por supuesto a La Regenta— que difícilmente podía esperarse que la posteridad colocara a vástago y progenitor a un mismo nivel. Por otra, porque las circunstancias de su muerte —que fue en realidad un asesinato—, las causas que la auspiciaron y el modo en que la dictadura franquista trató de disimular aquel oprobio hicieron que durante muchas décadas su recuerdo fuese pasto del olvido. Sólo los avisados tenían noticia fidedigna de su paso por el mundo y de la intensa labor intelectual que llevó a cabo mientras estuvo entre los vivos, pero en el imaginario popular no existía el menor rescoldo de un legado que resulta tan apasionante como el propio personaje que lo inspiró. A Leopoldo Alas Argüelles se lo comieron las sombras, y aunque su nombre emergía de cuando en cuando en su ciudad natal, casi siempre con ocasión de alguna efeméride vinculada a su fusilamiento, esta evocación se diluía inevitablemente en cuanto los calendarios pasaban una nueva hoja y la actualidad exigía ocuparse de cuestiones más urgentes.

"El escritor Pedro de Silva publicó en 2014 la tragedia El Rector (Losada), un texto teatral en el que se recreaban los últimos compases de la biografía de Alas Argüelles"

Por fortuna, la cuestión se ha ido resolviendo en estos últimos años. El escritor Pedro de Silva publicó en 2014 la tragedia El Rector (Losada), un texto teatral en el que se recreaban los últimos compases de la biografía de Alas Argüelles sin escamotear las razones que condujeron a él ni hurtar, mediante la técnica del flashback —tan bien usado, por otra parte, por Clarín en su obra cumbre—, episodios anteriores que resultaban necesarios para ofrecer al espectador un retrato fidedigno del pensamiento que había motivado sus andanzas. La obra fue representada por vez primera sobre los escenarios la pasada primavera y lo hizo en el mejor marco posible, el Teatro Campoamor de Oviedo. Unos meses antes, a finales de 2017, había llegado a las librerías el volumen Obra periodística de Leopoldo Alas Argüelles (1883-1937), un monumental compendio que reúne los textos que el aludido publicó en prensa y cuya edición coordinó Joaquín Ocampo Suárez-Valdés en colaboración con Sergio Collantes y Francisco Galera Carrillo. El libro, publicado por Ediciones Trea —junto con la Universidad de Oviedo, el ayuntamiento de la capital asturiana y la Fundación Valdés-Salas—, acaba de obtener el premio a la mejor coedición en los XXI Premios Nacionales de Edición Universitaria y es un empeño digno de elogio porque supone el redescubrimiento de una de las figuras intelectuales más valiosas de cuantas anduvieron por la Asturias y la España que atravesaban la primera mitad del pasado siglo.

Edificio histórico de la Universidad de Oviedo

Leopoldo García-Alas y García-Argüelles fue el primer hijo de Leopoldo García-Alas y Ureña, que ya entonces había hecho célebre su seudónimo de Clarín, y Onofre García-Argüelles. Ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo, entonces un referente en España gracias al Grupo de Oviedo, un núcleo intelectual encabezado por Rafael Altamira, Adolfo Álvarez-Buylla, Adolfo Posada y Aniceto Sela y del que formaban parte Félix Aramburu, Rogelio Jove o Fermín Canella. Sabemos que el joven Alas Argüelles ya mostraba simpatías por la causa republicana. En cierto modo, lo había mamado en casa: su padre fue concejal republicano en el consistorio ovetense, y él mismo participó entre 1903 y 1904 en varios actos políticos, entre ellos un mitin que la Unión Republicana dio en la localidad de Pola de Lena.

"Aquél resultó ser un tiempo agitado para Alas Argüelles. Fue elegido diputado en las Cortes Constituyentes por Asturias, como miembro de la coalición republicano-socialista"

Alas Argüelles se trasladó a Madrid para realizar los cursos de doctorado de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Central. Allí aceptó una oferta de Melquiades Álvarez para trabajar como pasante en su despacho y comenzó a frecuentar los salones del Ateneo Científico, Literario y Artístico. También por esas fechas empezó a hacerse su firma habitual en los periódicos. Poco a poco se introdujo en la Secretaría de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, y obtuvo una beca para preparar su tesis con una estancia en Alemania que disfrutó hasta que el estallido de la I Guerra Mundial, en 1914, le obligó a regresar a Madrid. No mucho tiempo después, logró el doctorado por la Universidad Central con una tesis titulada Las fuentes del Derecho y el Código Civil alemán, que obtuvo un premio extraordinario y vio la luz en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia.

Placa en homenaje a Leopoldo Alas Argüelles, en los jardines del Archivo Histórico de Asturias

Paralelamente, se iban afianzando sus inquietudes republicanas. Cuando en febrero de 1926, y tras dos años de prohibición, se celebró el aniversario de la proclamación de la I República, apareció públicamente acompañando a la plana mayor de la intelectualidad republicana nacional para dejar plena constancia de su orientación política. Unos años antes, en 1920, se había convertido en decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo. Tendrían que pasar unos años más para que alcanzase el Rectorado de esa misma institución. Fue en 1931, con la llegada de la II República. Aquél resultó ser un tiempo agitado para Alas Argüelles. Fue elegido diputado en las Cortes Constituyentes por Asturias, como miembro de la coalición republicano-socialista, y desempeñó al mismo tiempo el cargo de vocal en el Consejo de Instrucción Pública. Además, el ministro de Justicia, Álvaro de Albornoz, lo nombró subsecretario.

"El proceso fue un bochorno. Pasaron a declarar varios testigos cuya ideología se orientaba a la derecha y que no habían dudado en exhibir su afinidad con los sublevados"

Todos esos cargos le obligaron a alejarse de Oviedo, adonde regresó en 1933 para reintegrarse a la vida universitaria. Allí vivió la revolución de 1934 y allí estaba cuando el 18 de julio de 1936 un grupo de militares se sublevó en Marruecos y la capital asturiana decidió secundarles. Leopoldo Alas Argüelles fue una de las primeras víctimas que el bando nacional se cobró en la región. Lo detuvieron en su domicilio de la calle Altamirano el 29 de julio. Le acompañaban allí su mujer, María Cristina, y su hija pequeña, Maripaz. La primogénita se encontraba en la localidad de Mieres con sus abuelos maternos. El comisario de Investigación y Vigilancia dirigió una carta al comandante militar en la que le informaba de que el rector era «uno de los elementos más destacados de la extrema izquierda republicana», y añadía que había participado en «multitud de actos extremistas». En el proceso de instrucción Alas Argüelles reconoció lo que todo el mundo sabía: que había pertenecido al Partido Radical Socialista y a Izquierda Republicana y llegado a ser diputado en Cortes y subsecretario en un Ministerio; pero también indicó que tras abandonar este último cargo se había dedicado exclusivamente a sus labores universitarias, y que jamás había atacado a ninguna institución fundamental del Estado, entre las que mencionó al Ejército, por entender que su deber consistía en «fortalecer en lugar de menguar su prestigio».

El proceso fue un bochorno. Pasaron a declarar varios testigos cuya ideología se orientaba a la derecha y que no habían dudado en exhibir su afinidad con los sublevados. Sin embargo, sus testimonios dejaban claro que Leopoldo Alas Argüelles podía ser cualquier cosa menos un peligro público. «Siempre se ha comportado con exquisita corrección, dedicándose única y exclusivamente a su labor de enseñanza», testificó el catedrático de Derecho Administrativo Sabino Álvarez Gendín, a quien precisamente nombrarían rector de la Universidad tras la muerte de Alas. El magistral de la catedral, Benjamín Ortiz, había sido alumno del detenido en la Universidad y admitió que jamás había encontrado en sus clases «extremismos de carácter político ni social»; como añadido, se remontó a 1934 para aclarar que «a raíz del movimiento de octubre, al abrirse las clases en la Escuela Normal, tuvo frases de reprobación para un movimiento que había tenido manifestaciones como el incendio de la Universidad y la destrucción de la Cámara Santa». El resto de los testigos no hicieron otra cosa que ratificar ese perfil conciliador y en absoluto guerrillero de Leopoldo Alas Argüelles, pero su suerte ya estaba echada. El 21 de enero se celebró un Consejo de Guerra en el que se le acusó de todo lo imaginable: asistir a mítines republicanos, oponerse a la reconstrucción de la capilla de la Universidad, apoyar la enseñanza laica… No había defensa posible, mucho menos teniendo en cuenta que el concepto de justicia estaba inevitablemente sometido a la arbitrariedad de los vencedores. Su detención y su proceso habían supuesto una conmoción inmensa. La prensa internacional inició una campaña exigiendo su liberación y hasta Oviedo llegaron peticiones desde distintas universidades europeas y americanas solicitando su indulto. Nada de ello ablandó a los verdugos, que tampoco tenían la menor intención de recapacitar. Los supuestos pecados de Leopoldo Alas Argüelles merecían un castigo ejemplar y lo tuvieron. Al rector lo fusilaron en uno de los patios de la antigua cárcel de Oviedo. Las mujeres que cumplían condena en un pabellón contiguo aseguraron que sus últimas palabras fueron: «¡Viva la República! ¡Viva la libertad!».

"La publicación de La Regenta, en 1884 y 1885, no había sentado nada bien en Oviedo. Los estamentos más sagrados de la ciudad se vieron retratados con una crueldad y una lucidez tales que nunca digirieron bien el contenido de aquellas páginas"

Pese a que sea ocioso buscar alguna dosis de razón en medio de sinrazones tan acusadas como ésta, cuando se habla de la decisión que precipitó el final de Leopoldo Alas Argüelles nunca deja de surgir una pregunta: ¿A qué tanta inquina? Era un republicano, sí, pero no era un tipo beligerante: tenía amigos de todas las ideologías, siempre evitó los mítines en las aulas, buscaba sobre todas las cosas el diálogo y el acuerdo y procuró ser, ante todo, un buen docente. La mejor prueba es que no hubo ni un solo estudiante que testificase en su contra y que ni siquiera el catedrático Gendín se atrevió a hacerlo, cuando tal cosa sólo podía constituir un mérito ante los ojos de las nuevas autoridades emergentes. Quizá para hallar la respuesta haya que remontarse a los orígenes, tanto a los de su propia vida como a los de este mismo texto; es decir, a su padre. La publicación de La Regenta, en 1884 y 1885, no había sentado nada bien en Oviedo. Los estamentos más sagrados de la ciudad se vieron retratados con una crueldad y una lucidez tales que nunca digirieron bien el contenido de aquellas páginas en las que se criticaba con saña la hipocresía de una sociedad que sólo ejercía la virtud de puertas para afuera. El escándalo fue tan grande que hasta el obispo de Oviedo escribió una pastoral contra la novela, a la que respondió el propio Clarín con la ironía y la facilidad de palabra que eran características en él. Pese a que las altas esferas ovetenses sostuvieron una y otra vez que la ciudad real no tenía nada que ver con la Vetusta clariniana, el rencor quedó agazapado. Son los defensores de esta teoría quienes aseguran que, cuando llegó el momento, los herederos de las clases nobles de la capital asturiana hicieron con Leopoldo Alas Argüelles lo que sus antecesores no habían podido hacer con su padre. El asesinato del rector instauró así un silencio que, por fortuna, se ha venido resquebrajando sin prisa, pero sin pausa. En 2012, el Ayuntamiento de Oviedo lo nombró hijo predilecto a título póstumo. Recientemente se ha instalado una placa en el Archivo Histórico de Asturias —que ocupa el edificio de la cárcel en que lo fusilaron— en la que se recuerda el oprobio de su muerte. Cuando se cumplieron los setenta años del asesinato, la casa donde enseñó, y a la que tanto quiso, cumplió con una rectificación que se hizo esperar más de lo conveniente. En el edificio histórico de la calle de San Francisco luce desde entonces una inscripción con el siguiente texto: «En homenaje a D. Leopoldo Alas García-Argüelles, víctima de la intolerancia, en desagravio a la ignominia de su destitución y muerte, con un emocionado recuerdo y reconocimiento como rector magnífico de la Universidad de Oviedo».  

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El libro que me hizo novelista

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Era una gran plaza abierta y había olor a existencia.

Baja, baja despacio y búscate en los otros.

Allí están todos y tú entre ellos.

Oh, desnúdate y fúndete, reconócete.

Así entra con los pies desnudos. Entra en el hervor de la plaza.

Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.

¡Oh, pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir

para ser él también el unánime corazón que lo alcanza!

(“En la plaza”. Vicente Aleixandre)

 

Puede que leer sea parecido a bajar a la plaza, a ese lugar donde nos esperan siempre las vidas y las voces. Salir de ti mismo y entrar en un espacio abierto donde se charla en el corro de una novela o en la esquina solitaria de la poesía. Leer, si se admite la alegoría de la que hablo, tendría mucho de participar en una incesante y multitudinaria conversación que viene de lejos en el tiempo y nos alcanza en el presente y nos sume y nos arrastra con su cháchara incesante.

Aparte de su evidente valor como canto cívico, siempre me ha sido inevitable asociar el poema “En la plaza” de Aleixandre a la lectura, a la suma de textos en los cuales nos sumergimos a lo largo de nuestra vida como en ese único río de humanidad que inunda la plaza del poema. Aleixandre habla en él de un hombre, cuyo único atributo es el de la soledad, que baja a la plaza y todavía quieto y ajeno, como un malecón ante el oleaje, escribe, ve pasar un clamor, el mar de vida de los otros, hasta que decide entrar en la corriente humana que bulle ante él y se ve de pronto impelido por la multitud que late al aire libre con un unánime corazón. Se ve de pronto transformado, partícipe del mismo afán de los otros que, mientras lo rodean, le dan orientación y sentido. Y puede que en esta metamorfosis, en esta inmersión social a través de las palabras, esté el valor último de la lectura. Hablar con los otros, con los que están aquí o vienen del pasado, no cesar de hablar con la multitud inacabable que puebla los libros.

"Regresó con una novela que ni siquiera él podía sospechar que cambiaría para siempre mi relación con los libros. La novela era Nada, de Carmen Laforet"

Cuando Quevedo quiera enfrentar su relación con la lectura, escribirá un celebre soneto que está basado en ese poder que tienen los libros de convocar todos los tiempos en el presente del lector. Le interesa fijar las circunstancias en las que se encuentra, porque con ellas subraya la paradoja (la misma que la del poema de Aleixandre) de ser uno y, al mismo tiempo, ser muchos o ser todos. Está Quevedo retirado de la Corte, nos dice al principio del poema, en estos desiertos (de la Torre de Juan Abad), con pocos pero doctos libros juntos, y sin embargo, ese desierto se parece demasiado a una metrópoli porque allí su soledad está poblada o, por decirlo con palabras de San Juan de la Cruz, es una soledad sonora, cruzada por las voces de los autores que le hablan desde los libros, y con ellos conversa, escucho con mis ojos a los muertos, y, según dice, le van enmendando y fecundando sus asuntos mientras lo acompañan para sopesar entre todos, con su verborrea insaciable y los ojos abiertos, qué es este sueño de la vida.

Si insisto en esta facultad primordial de la lectura como diálogo o vínculo atemporal con la colectividad, es debido a una conciencia especial sobre ello que surge cada vez que abro una novela, sin abandonarme nunca, y que nace en un día preciso. Puedo escribir que en mi pubertad hubo un  momento en el que abandoné para siempre mi modo mitómano de leer, un modo que esencialmente consistía en el asombro y la admirativa distancia ante los héroes y portentos que abundaban en lo que por entonces leía: tebeos, Salgari o historias exageradas de Kipling o Verne que simplificaban las ediciones juveniles. Uno de los días en los que me disponía a sacar de la biblioteca municipal de Úbeda un libro que no puedo recordar, pero siempre sería vagamente histórico, profuso en ilustraciones como los que mi pubertad descriteriada solía elegir, don Juan Pasquau, un escritor de buen pulso que ejercía de bibliotecario, me detuvo, hojeó lo que me llevaba, me hizo algunas preguntas de tanteo, y me pidió luego que esperara hasta que regresó con una novela que ni siquiera él podía sospechar que cambiaría para siempre mi relación con los libros. La novela era Nada, de Carmen Laforet, y supuso para mí comprender de golpe el poder de la narrativa, entrar en el tipo de relato que mi mente sin saberlo necesitaba, una historia que tenía la medida de la realidad y renegaba escrupulosamente de las truculentas puerilidades que hasta entonces había leído.

Leer Nada fue como abrir una puerta que daba a las calles principales, sentir una mano que me agarraba la garganta, un desasosiego que tardaría en descifrar.

"Así que leer Nada fue como si Nada me leyera a mí"

Solo sabía que el libro estaba lleno de una verdad no prestada o concedida por mí, sino que le era tan propia que se fundía con lo que yo era y me prolongaba para añadirme algo conforme avanzaba en la lectura. Intuí entonces que leería muchos más libros como ese y que un día intentaría escribir algo parecido.

Lo que me trajo Nada fue la conciencia de que un libro está lleno de voces que te hablan al oído, que te cuentan y te implican y te exigen una respuesta. Los personajes (Andrea, Román, Gloria o la abuela) ya no eran héroes en un mundo de hipérboles sino personas parecidas a las que yo conocía, personas tan dignas de crédito que sus acciones se me hacían previsibles. Sentí por primera vez que, conforme leía, la historia se ponía en pie, se representaba para mí ante mis ojos, resonaba en mi cabeza y me invitaba a dialogar no solo con los personajes sino también con el niño que yo llevaba dentro y buscaba argumentos para hacerse hombre. Más que espectador, era alguien que estaba dentro de la novela. Estaba, aunque tardaría en saberlo, en la plaza de Aleixandre o en aquel escuchar con los ojos de Quevedo. Así que leer Nada fue como si Nada me leyera a mí.

Hoy, cuando tengo que defender el valor de la lectura, aparte de los apoyos habituales (leer para reconstruirte, para orientarte y andar con pasos más seguros) acudo a la necesidad de elegir libros como Nada, con capacidad de interpelarte, a ti que los lees como quien entra en aquellas soledades habitadas de Quevedo o en la multitudinaria plaza de Aleixandre.

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Autor: Carmen Laforet. Título: Nada. Editorial: Austral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Evolución por partes

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Somos muy de la editorial Pasado & Presente, como alguna vez ha habido ocasión de comentar en estas páginas. Su catálogo nos parece un muestrario de todo lo que puede desear el lector actual —siglo XXI, sociedad altamente tecnologizada, información rebosante—, que también quiere tener de vez en cuando entre sus manos algo distinto a una novela negra: divulgación científica de altura, historia crítica, economía política… Todo lo que viene sacando Pasado & Presente & Pontón interesa; nos llama cualquier novedad que ponen en los anaqueles de las librerías. Eso se llama experiencia y refinado criterio editorial.

Luego pasa, claro, que tienes el libro que te ha producido ese amor a primera vista, lo abres y… no en todos los casos las expectativas se cumplen. Sin querer decir en esta ocasión nada parecido, cierto es que, como en la vida misma, siempre hay algún pero (y a ello volveremos luego).

"Poner a la humanidad en su sitio con sencillez y a la vez con rotundidad, sin medias tintas, siempre es pertinente en este mundo"

Este ensayo de Alice Roberts nos ofrece un tema de lo más sugestivo, planteado de forma bien fundamentada y narrado con una prosa clara. Divulgación de calidad. Un libro que merece mucho la pena porque, más allá de la exposición científica que lo sustenta y justifica, tiene una moraleja que nunca sobra repetir: los seres humanos —usted, yo, y la mayoría de los lectores de esta columna— ni somos el culmen de la evolución ni nos diferenciamos de los otros animales más que en aspectos meramente cuantitativos. Poner a la humanidad en su sitio con sencillez y a la vez con rotundidad, sin medias tintas, siempre es pertinente en este mundo que, casi tres milenios después de la alborada de la razón, no consigue desprenderse del misticismo y la superstición religiosa.

Para que el lector se haga una idea del planteamiento, imagínese el despiece de una persona: cabeza, manos, piernas, pulmones, órganos sexuales, corazón… Pues partiendo de toda esta casquería (aquí encajaría bien ese gastado chiste de Jack el Destripador: Vamos por partes), la autora nos cuenta la génesis y el progreso evolutivo de cada una. En un capítulo tipo, nos enteramos de cómo apareció el órgano en tal o cual momento de la evolución, de su desarrollo y distintas variaciones cuando las ramas del árbol de la vida se van separando; y, en fin, de las causas por las que ahora es como es y sirve para lo que sirve.

"Utilizar increíble como sinónimo de impresionante debería estar proscrito de los libros de ciencia"

Avisamos de que el libro merecía algún pero. Permítasenos dos, de poca monta. El primero, cómo no, la extensión. No sabemos por qué, pero últimamente los libros de ciencia tienden a ser prolijos; en la mayor parte de los casos, por remontarse a los mismísimos fundamentos —por otra parte, archisabidos— de cualquiera de los asuntos de los que tratan. Aquí no es tanto el caso, pero creemos que la construcción del discurso podría haberse logrado con menos detalles, apasionantes para el biólogo, pero excesivos para los que no somos especialistas. El segundo es el propio título, impreciso (dos negaciones son una afirmación: increíble improbabilidad equivale a creíble probabilidad), y no por culpa de la traducción, que es lineal. Desde el prólogo se hace ver que la autora es muy efusiva y vehemente en sus expresiones y eso en este tipo de obras nunca queda bien. Utilizar increíble como sinónimo de impresionante debería estar proscrito de los libros de ciencia.

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Título: La increíble improbabilidad del ser. La evolución y cómo hemos llegado a ser humanos. Autora: Alice Roberts. Editorial: Pasado & Presente, 2018. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Serán ceniza, de José Ángel Valente

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Con este poema comienza el libro A modo de esperanza. Unos versos que son la piedra angular de su obra poética. A continuación, puedes leer Serán ceniza, de José Ángel Valente.

Serán ceniza

Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.

Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.

Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo
y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.

Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.

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Noche de luna, de Carlo Emilio Gadda

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La Adalgisa, de Carlo Emilio Gadda, es un retrato satírico y burlesco de la sociedad milanesa del periodo de entreguerras: banqueros fraudulentos, empresarios ingenuos en apuros, ingenieros que construyen puentes que se desmoronan, viejas brujas goyescas que encarnan la decadente aristocracia local, burgueses obsesionados por tener descendencia masculina… y mujeres que se lanzan en brazos de simpáticos proxenetas que, por su parte, prefieren a las criadas recién llegadas del campo. Un caótico maelstrom humano pasado por el filtro de la irrisión. Zenda ofrece Noche de luna, uno de los relatos incluidos en La Adalgisa, libro publicado por Sexto Piso y traducido por Juan Carlos Gentile Vitale.

NOCHE DE LUNA

Una idea, una idea no ayuda, en la fatiga de las obras, mientras los sibilantes mecanismos de los actos transforman las cosas en cosas y el trabajo está lleno de sudor y polvo. Luego oros lejanísimos y un zafiro, en el cielo: como pestañas, temblando sobre misericordiosa mirada. Aquella que, si reposáramos, aún vigilará. Parece que una consternación arrollara los latidos de la vida como en una carrera precipitada. Nos ha limpiado la caridad de la tarde: y donde alguien espera que nos movamos: para que nuestra ventura tenga curso, y nadie la impedirá. Porque luego tendremos que reposar.

Lúcidas magnolias reflejaban la luz de las primeras gemas temblorosas en el cielo: pero las sombras, entre todas las plantas, se hacían negras.

La multitud de las plantas parecía recogerse en oración, así como del día concluido debía darse gracias a Alguien, a Quien ha diseñado los acontecimientos, el negro de los montes dentro de la lóbrega infinidad de la noche. Los altos árboles, más inmersos en la noche, pensaban primero. Y los arbustos, luego, y los árboles jóvenes, que aún son compañeros de las hierbas y aspiran desde cerca su malicioso perfume: y las hierbas densas y las matas con turgentes flores y todos los tallos mezclados con la arbórea simiente retomaban aún aquel pensamiento que los mayores habían inicialmente propuesto.

No parecía posible romper la maravillosa unidad de aquel conocer, la pureza silente y sorprendida de la común plegaria. Aquellas naturalezas cumplían enteramente y siempre según su ley, vivían agentes, en sí mismas, de una única ley: que es su única vida.

El viento, a ráfagas, acudió desde las cumbres y las gargantas negras de los montes, donde un fragor está al fondo. Emprendiendo su carrera hacia el aire libre, allí respiraban de vez en cuando, con una lenta respiración, los abetos: o las hayas de raíces enmarañadas. Así de los lejanos se sabe todo, y también los dolores.

Algunas hojas parecían mayólicas de un jardín de oriente soñado y las dulces, vanas estrellas se reflejaban allí, volviéndose a contemplar. En la fragancia y la encarnada palidez de algunas corolas había un deseo un poco melancólico y extraño, una turbación, antes inadvertida, que luego se hacía ansia, anhelo tenebroso: estallaba en un mal violento y salvaje. Y entonces este mal atenuaba toda memoria; y se alejaba de la idea. Volvía a descomponer la predestinada voluntad. Borraba las antiguas normas, las enseñanzas recogidas a lo largo de un sendero ya extraviado, como puras flores de niños. Y así avanzamos hacia nuestro futuro: ni tenemos sentido o conocimiento, cuál será.

Ocurre que demasiado cansados, o perdidos en un ansia, miramos de nuevo los signos lejanos de la noche. De los siglos han germinado las torres. Ángeles diáfanos, formaciones opalescentes de la luz lunar, exhalaban desde las copas de los álamos, unidas las manos, para dirigir a Dios las oraciones de la tarde. Pero ahora resaltaban solos, sin mensaje, abandonado su amarre terrestre como vela de Alvise que se despliega vanamente al retorno, para volver a superar la inutilidad.

Una trompeta ordenó a los soldados que debían entrar, desvestirse y acostarse: interrumpiendo cada palabra o juego o paso o tardío pensamiento: o un susurro, que quizá la noche habría concedido prorrogar. Esa trompeta, que laceraba la lobreguez, dijo que por doquier llega y vale el mando: el mando de los superiores. Y por todos era entendida, pero no escuchada por todos. Algunos se demoraban en la noche, cuyas sombras no permiten reconocer a los forajidos.

Otras personas velaban, dado que no siempre se puede reposar en la noche. (Durante años se habían oído fragores desde las montañas, como truenos largos, implacables. Sobre el negro bastión de los altiplanos la cornisa de los abetales se encendía de chispas. De la ciudad expresaban dolor las torres, entumecidas en las tinieblas).

Ahora ya no. Los cubos de las casas y las villas parecían blancos y claros, por una gran dulzura que fuese, como verdad, en la tierra serena. Desde las colinas orientales debía ciertamente llegar un fabuloso bajel, con sus velas de nubes y cirros, que ensombrecían su toldilla y sus costados. Una sirena chillaba a ratos, alejándose por la carretera. Desde cerca, se veía que las villas tenían un tejado de cubierta oscura y lenta, del que emergía el tibio muro de la torre. Alta y blanca, en la inminente claridad de la noche, como un peñón para mirar todas las tierras en torno. ¡Oh, un sueño de poesía! Y grandes perros y mastines gruñendo detrás de las cancelas, al pasar, o en otros desplazamientos oportunos encadenados y constreñidos.

En los colmados jardines traslucía el diseño de los más bellos ornamentos, y asientos, donde la persona pudiera recostarse: y el ánimo reconfortarse agradablemente para el mañana. O en el silencio altísimo de las cosas y los montes, o con el imaginar a través de las sombras y las matas, ahogada casi en una carrera, la concupiscencia de los selváticos, y el desnudo y fugitivo pavor de perseguidas nereidas: fluyendo linfas perennemente, o goteando, en un borboteo suyo, como montañesas fuentes, o cavernas. Los preciosos artefactos, en piedra de muela, mordidos ya por la noble mordedura del liquen: y eran como amantes al encuentro de la ventura, en el favor de la noche.

¡Qué fino sentir, qué dulce imaginar impulsa a los poseedores de los jardines misteriosos para poblar de sueños vivos el tenebroso perfume! Una murmuración religiosa acompaña el aleteo de la noche: y ciertamente un pensamiento, y muchos otros, vendrán a la mente de los poseedores. Y acogen, a veces, a huéspedes: que, viajados los mares, recorridos los lejanos países, quieren demorarse en este, y beber este cálido, este profundo aliento.

En aquella hora los caballos estaban cansados. El ferrocarril, sólida manufactura, cortaba directamente la llanura y las vías relucían como plateadas en un presagio lunar: luego entraban bajo la abertura negra, muy bien hecha y en la cima un poco ahumada, en el monte. Ningún tren se oía correr, como suelen, rodando en la lobreguez. La caseta estaba totalmente cerrada: las barras de contrapeso levantadas, olvidadas de su oficio, en un ocio. Una calle salida de la carretera atravesaba las vías. Cruzaba con un buen arco la lenta marcha de un agua, velada por los álamos. Paralelo al ferrocarril otro puente, en pedrisco gris tallado, supera la calle. Se lo diría desprovisto de parapeto. Es un puente canal. Allí corre una tácita y verde corriente: y algunas gotas se filtran y caen debajo de la bóveda para humedecer la calle, enlodando el polvo. Cuando, desde cercanas villas, los jovencitos pasean con sus bicicletas y llegan al arco de ese canal, aflojan un poco, sabiendo, a punto de disfrutar de un más delicado instante de aquella restauradora frescura, como para evitar salpicaduras, de ese fango, a los compañeros, a las gentiles compañeras. Una niña, a la que una fría gota ha caído en el cuello, emite un pequeño grito. Y luego ríen alejándose todos juntos.

Al atardecer pasan por allí sin aflojar otros ciclistas y peatones, de vuelta del trabajo, con distintas ropas y generalmente desaliñados: y chicas un poco cansadas, con el pelo recogido, salidas de las fábricas. Desdichadamente, no existe un traje regional: con el verde, el negro, o anaranjado del ocaso: ni corsé o chaleco floreados, tirantes como bandas anchas, pluma o plumita sobre el sombrero, de gallo de monte o de cuello del faisán dorado, u otra volátil de calidad que haya sido alcanzada por el tiro magistral del portador. No el espadín con empuñadura de nácar, no plumajes de gran reverencia, ni hoja de arabesca guardia, ni afiligranado collar, ni hebilla, o escarpín, o capa, o túnica talar, o echarpe, representando cosas de España o las fiestas del Tirol; u otra magnitud y trajes populares, como en los teatros.

Algunos visten anchos pantalones de fustán, como un terciopelo basto, apretados, además, en los tobillos: otros, calzones cortos con fajas o medias de montaña de lana de buena y maternal factura: y saltan sobre sus bicicletas, con la cabeza gacha, como si pensaran: «Peor para quien me tenga en el estómago». Los que avanzan a pie, llevan a la espalda una pobre chaqueta sudando aún en la tarde, mineros sedientos, trituradores de antiguas rocas. Las manos de unos son amarillas, o color tierra, y, por dentro, callosas. Las manos de los otros son rosadas como si un ácido les desollase la palma: es la cal, es la piedra. Los tintoreros, por el efecto del cloro, y los aprendices de charcutero, por el de la sal, tienen manos hinchadas, que sudan perennemente por la palma. En algunos rostros enjutos, bronceados, entre los pelos de la barba, sobre las rugosidades de la aún no jubilable piel, ha quedado una salpicadura de cal viva: un lunar blanco. Los herreros, los mecánicos y los chóferes visten a veces combinaciones de tela turquesa, pero luego ennegrecidas por hollín y limadura con amplias manchas oleosas: y su rostro es más lúgubre que el de los maestros. Pero es menos seco, y se comprende que al enjuagarlo podrá reaparecer más lleno. Mozos descendidos de los puentes y los balancines con la cara emblanquecida por el rebozado del yeso, como Pierrot en la palidez de la luna, como enharinados molineros. Es raro encontrar albañiles obesos o regordetes. En los adolescentes, quien mira, se asombra por la longitud y grosor del antebrazo y la muñeca, con respecto al tórax aún delgado. Alguno lleva un jersey: es azul, o rojo, o gris, o rayado: con agujeros. Si el cuello del jersey comporta botones, casi siempre falta uno. Los tirantes, raros, por lo general se revelan un poco viejos, y sudados: o desgastados y escrofulosos: y están afectados por complicaciones reparadoras con hilos y cintas, que tienen relaciones bastante complejas con los botones supervivientes. Pero algún otro, como adinerado, o quizás el favorito de la Fortuna, tiene tirantes de goma muy anchos, nuevos9 y tensos como disparo de honda: los cuales suelen adherirse en cada movimiento, en cada instante, al cálido y vigoroso empeñarse del tórax sobre las fatigas del trabajo.

¡Zapatones! Los albañiles y los jornaleros, con clavos de acero como setas, en el tacón y en torno a la suela: que chirrían sobre el adoquinado y sobre las piedras, y alguno lo pierden por el camino, para pinchar gomas a los ciclistas: porque cada uno, en su camino, ocurre que deja algún testimonio de su andar y ser, y ni siquiera se percata. Buenos zapatos, o a veces menos buenos, o raídos: y si la suela está gastada, un poco de piel, entonces, sustituye la suela que falta. Los mecánicos tienen escarpines de ciclista, ligeros y rápidos como babuchas, pero sujetos por algunas tiras de cuero. Otros carecen de talón: se conoce que sus calzados, antes relucientes, agotaron en sus inicios las alegres necesidades dominicales, en el relieve de la fiesta, o en el breve boato del baile: luego, como a los días festivos suceden los laborables, así en la sucesión y la agresión del trabajo, sus grandes pies, de músculos rudos, han deformado la originaria elegancia del envoltorio. El tacón está reducido a la nada, y a la altura del dedo meñique la punta se ha separado del empeine, como por una hernia del carnoso pie.

Pasan mujeres y chicas: y a veces por alguna se vuelven los hombres o mocetones y murmuran entre sí aquello que piensan o que les parece que deben desear: caminan y ríen: tropieza, al volverse, el más osado. A veces alguno tiene una mirada, que una niña suavemente recoge: y entonces aquel, siempre andando, siente en el ánimo como una esperanza y una dulzura consoladora, después de las cansadas horas. Un automóvil a la carrera lo ha adelantado como un proyectil, rozando su andante persona. Lo ensordece y lo empolva: él no hace caso. Los ánimos pacientes y fuertes, cuando son presa de una afección súbita o una turbación de los sentidos, ignoran el empolveramiento de la calle, la airada laceración de las sirenas. Su paso ignoraba el brinco y la gorda caída de la rana, desde las cunetas dentro del polvo, y las otras débiles eventualidades, de todos modos, de donde pudiera notarse de alguna curiosidad o fastidio su igual camino.

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Autor: Carlo Emilio Gadda. Título: La Adalgisa. Editorial: Sexto Piso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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El rey medio ahogado, de Linnea Hartsuyker

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Inspirándose en las sagas islandesas, Linnea Hartsuyker narra las aventuras y desventuras del joven Ragnvald el Sabio, brazo derecho del primer rey de Noruega, Harald Cabellera Hermosa, y de su hermana Svanhild. Ambientada en un mundo rudo e implacable, donde prevalecen el honor y la lealtad, el coraje y la pasión, El rey medio ahogado es el primer volumen de una epopeya histórica que ilumina con fuerza el mundo vikingo en los albores de Escandinavia. Ofrecemos el comienzo de la novela, publicada por Salamandra y traducida por Javier Guerrero.

1

Ragnvald danzaba, saltando de un remo a otro, mientras la tripulación bogaba. Algunos mantenían los remos firmes para ponérselo más fácil; otros trataban de hacerlo caer cuando aterrizaba en los suyos. El viento de las montañas, un soplo del persistente invierno, arreciaba desde el fiordo, silbando entre los árboles que se alineaban a lo largo de los acantilados. Sin embargo, bajo aquel sol radiante, Ragnvald tenía calor con su camisa de lana y sus gruesos pantalones. Había llevado esa ropa a lo largo de toda la travesía de regreso por el mar del Norte, a través de las tormentas y las brumas que separaban Irlanda de su hogar.

Se asió al mascarón de proa y se tomó un instante para recuperar el aliento.

—¡Vuelve! —le gritó Solvi—. ¡Te agarras a ese dragón como una mujer!

Ragnvald respiró hondo y saltó una vez más hasta el primer remo. En esa posición bogaba su amigo Egil, con su cabello blanqueado brillando al sol. Egil le sonrió: no lo dejaría caer. Ragnvald perdió un poco el equilibrio al saltar hacia la popa, contra la dirección del movimiento de los remos y deslumbrado por el sol. Avanzó más deprisa esta vez, tambaleándose, resbalando; cada movimiento ascendente lo atrapaba y lo impulsaba hacia el siguiente remo, hasta que volvió a alcanzar la popa y se columpió en la regala para alcanzar la estabilidad de la cubierta.

Solvi había ofrecido un brazalete de oro a quien consiguiera hacer todo el camino de ida y vuelta por el exterior de la eslora del barco, saltando de remo en remo mientras los hombres bogaban. Ragnvald había sido el primero en intentarlo; sabía que Solvi valoraba la audacia. Ya a salvo en cubierta, pensó que su exhibición estaría entre las mejores, difícil de batir, y sonrió. Una estrella de la suerte había iluminado su camino durante toda la travesía, guiándolo por fin lejos de su severo padrastro. No había sucumbido a la enfermedad en Irlanda, donde tantos otros habían muerto, y se había ganado un lugar en el barco de Solvi para otra expedición estival. Durante el invierno, sus largas piernas habían crecido aún más, pero ya no tropezaba a cada paso. A ver quién era capaz de igualar su carrera.

—Bien hecho —lo felicitó Solvi, dándole una palmada en la espalda—. ¿Quién retará a Ragnvald Eysteinsson? Uno de los hombres de la toldilla de proa saltó a continuación. Ulfarr era un guerrero hecho y derecho, de hombros mucho más anchos que los de Ragnvald, con una larga melena rubia por la sustancia que usaba para aclararse el cabello.

—¡Éste es un juego para jóvenes, Ulfarr! —le gritó Solvi—. Llevas demasiadas joyas. La diosa Ran te querrá para ella.

Ulfarr apenas pudo dar unos pasos sobre los remos antes de resbalar y caer al agua con estrépito. Salió a la superficie resoplando por el frío y se aferró a uno de los remos. Solvi se echó a reír.

—¡Subidme, maldita sea! —gritó Ulfarr.

Ragnvald le tendió la mano y lo ayudó a subir a bordo. Ulfarr se sacudió el agua del mar como un perro mojado y dejó empapado a Ragnvald.

El siguiente en probar suerte fue Egil. Al trepar a la borda, operación que requería cierta habilidad, parecía una grulla desgarbada y torpe. Mientras lo observaba, Ragnvald hizo una mueca. Pero Egil no perdió pie hasta casi alcanzar la proa, y aun entonces consiguió agarrarse y sólo se mojó las botas antes de que Ragnvald lo ayudara a subir de nuevo a bordo.

Ragnvald se acomodó sobre una pila de pieles para observar cómo iban tropezando y remojándose el resto de sus competidores.

Las altas paredes del fiordo desfilaban ante ellos. La nieve de la gran cordillera de Noruega se fundía y se precipitaba por las paredes de los acantilados en cascadas que captaban la luz solar en una sucesión de arcoíris. Las focas, rechonchas y lustrosas, tomaban el sol en las rocas, al pie de los peñascos. Observaban el paso de los barcos con curiosidad y sin temor alguno. Los drakkar cazaban hombres, no pieles.

Solvi permanecía de pie en la popa. Aplaudía las buenas intentonas y se reía de las mediocres. Sin embargo, daba la impresión de estar dedicando sólo la mitad de su atención a la carrera; sus ojos no dejaban de vigilar los acantilados y las cascadas. Había mostrado la misma cautela durante las incursiones, y eso había salvado en más de una ocasión a sus hombres de los guerreros irlandeses, que peleaban casi tan bien como los nórdicos.

Ragnvald se había pasado todo el viaje estudiando a Solvi, pues en verdad era digno de estudio: era listo y, al mismo tiempo, sabía ganarse el afecto de sus hombres. Ragnvald nunca había pensado que encontraría esas cualidades en un solo hombre; los fanfarrones y los bebedores casi siempre contaban con numerosos amigos, pero eran demasiado descuidados para sobrevivir mucho tiempo como guerreros. El padre de Ragnvald, Eystein, había sido así. Durante la travesía, todos los hombres de Solvi habían contado historias de Eystein, aparentemente decepcionados por el hecho de que Ragnvald no se pareciera más a él; un hombre cuyas historias todavía se recordaban después de una década, un hombre que abandonaba su deber cuando lo creía oportuno.

Solvi se rió al ver que, tras otra intentona y otra caída, uno de sus hombres trepaba chorreando por la borda y se derrumbaba en la cubierta jadeando por el frío. Solvi tenía el rostro enjuto y atractivo, con pómulos prominentes, colorados como manzanas maduras. De niño había sufrido graves quemaduras en las piernas al derramársele encima el contenido de un caldero que, según se rumoreaba, había dejado caer una de las otras esposas del rey Hunthiof, celosa de la consideración que éste mostraba hacia la madre de Solvi. Sus piernas se habían curado bien —Solvi se contaba entre los más fieros luchadores que Ragnvald había visto jamás—, pero las tenía un tanto arqueadas y torcidas, y más cortas de lo normal. Los hombres lo llamaban Solvi Klofe, Solvi el Paticorto, un apelativo que le hacía sonreír con orgullo, al menos cuando lo utilizaban sus amigos.

Al otro lado del barco, otro guerrero saltó y estuvo a punto de caer. Solvi rió y movió uno de los remos para tratar de desequilibrarlo. Quedaban pocos hombres para desafiar la proeza de Ragnvald. El hijo del piloto, delgado y con el paso seguro de una cabra montesa, era el único, aparte de él, que había completado el reto danzando de popa a proa y volviendo al punto de partida.

Detrás de ellos navegaban las otras cinco embarcaciones que todavía formaban parte de la pequeña flota de Solvi. Otras se habían desviado ya en diferentes puntos para devolver a los muchachos a sus granjas y a los pescadores a sus barcas. Antes de eso, más embarcaciones habían tomado otros derroteros para dirigirse a las islas del pasaje interior, donde sus capitanes se denominaban reyes del mar, aunque sus reinos no poseían más que rocas, estrechas ensenadas y hombres que acudían en tropel a sus llamadas al saqueo. El padre de Solvi también se autodenominaba rey del mar, porque, aunque exigía el pago de impuestos a los campesinos de Maer, rechazaba los demás deberes propios de un rey y no poseía ninguna granja en Tafjord.

El año acababa de empezar, y había tiempo más que suficiente para otra expedición por el Atlántico Norte hasta la llegada del invierno, o para una breve incursión estival por las desprotegidas costas de Frisia. De todos modos, Ragnvald estaba contento de regresar a casa. Su hermana Svanhild y el resto de su familia lo esperaban más allá de las estribaciones del Kjølen, lo mismo que su prometida, Hilda Hrolfsdatter.

Ragnvald había conseguido un par de broches de cobre para Hilda, fabricados por los herreros escandinavos de Dublín. El rey escandinavo de allí se los había ofrecido como recompensa por dirigir una osada incursión contra una aldea irlandesa. Le quedarían bien a Hilda, con su altura y su melena pelirroja. Llegado el momento, ella supervisaría la skali, el salón comunal que pensaba construir en el lugar donde se había quemado el de su padre. Para entonces, Ragnvald sería ya un guerrero experimentado, tan fuerte y musculoso como Ulfarr, y luciría su riqueza en su cinturón y sus brazaletes. Hilda le daría hijos altos, muchachos a los que él enseñaría a luchar. Ragnvald pensaba reclamarla en el ting ese mismo verano, cuando se reunieran las familias del distrito de Sogn. Su familia y la de Hilda ya se habían puesto de acuerdo, aunque todavía no habían celebrado la ceremonia de esponsales. Él había demostrado su valor en las incursiones y había ganado riquezas con las que comprar más esclavos para que trabajaran en la granja de Ardal. Ahora que había cumplido veinte años y era todo un hombre, podría casarse con Hilda. Su padrastro ya no tendría ninguna razón para negarle lo que era suyo por derecho de nacimiento: las tierras de su padre.

Durante el invierno, también había conseguido un collar de plata que le sentaría estupendamente a Svanhild. Ella se reiría y fingiría que no le gustaba —¿para qué quería un collar de plata si se pasaba el tiempo cuidando vacas?—, pero le brillarían los ojos y se lo pondría todos los días.

Solvi llamó a Ragnvald y al hijo del piloto. Se tocó el grueso brazalete de oro con incrustaciones de cornalina y lapislázuli, fabricado por herreros de Dublín. Un adorno de rey. Si pretendía regalarlo, desde luego era un señor generoso.

—Tengo brazaletes suficientes para ambos, pero preferiría ver cómo uno de los dos acaba cayendo al agua —dijo Solvi.

Sonrió al hijo del piloto, como si Ragnvald no estuviera allí. Bueno, ya se fijaría en él después de esa última carrera, Ragnvald se aseguraría de ello.

—El que regrese antes a la popa se lleva el brazalete —continuó Solvi—. Ragnvald, tú por estribor. —Esta vez sus miradas se cruzaron.

Un soplo de brisa erizó la piel de Ragnvald. Prefería el lado de babor, y Solvi lo sabía. Había notado muchas veces esos extraños cambios de humor hacia él durante la expedición; en un momento dado, Solvi parecía valorarlo, aconsejarle y elogiarlo, y un instante después se olvidaba de su existencia. En ese sentido, se parecía a Olaf, su padrastro. Con Olaf, eso significaba que tenía que esforzarse más para obtener su atención, ser perfecto en todo lo que hacía. No estaba seguro de lo que significaba en el caso de Solvi.

Ragnvald sacudió los hombros y estiró las piernas, que se le habían entumecido de estar sentado. Trepó sobre la borda y retó con la mirada al hijo del piloto, al otro lado de la embarcación. Danzar sobre los remos requería mantener el equilibrio, con el riesgo permanente de caerse antes de recuperar la estabilidad y con otro remo siempre a punto de desaparecer bajo los pies. Ragnvald debía confiar en su cuerpo y en el ritmo de las paladas, prestar atención a las variaciones entre el tirón de un hombre y el del siguiente, mientras un remo se hundía profundamente en el agua y otro se deslizaba por la superficie sin apenas sumergirse. Agni, el hijo del piloto, era más pequeño y más rápido que él. Se había criado a bordo de un barco, así que sería difícil vencerlo.

Solvi dio la orden para que empezara la competición, y Ragn­ vald se puso en marcha. Ahora que le había pillado el truco, no tendría que tocar todos los remos. Saltó en sincronía con las paladas, dejando que el movimiento lo propulsara hacia delante. El viento era más fuerte y hacía que el barco se moviera con rigidez sobre olas más altas.

Ragnvald alcanzó la proa una vez más, por delante del hijo del piloto. Dio la vuelta y recorrió los remos de nuevo, pero, cuando ya casi había alcanzado el remo del timonel, Solvi gritó:

—¡Ya basta!

Ragnvald alargó una mano hacia la borda del barco, preparándose para trepar a cubierta, donde podría ayudar con la pesada vela de lana. Sabía que Solvi necesitaría a todos los hombres para colocarla en su lugar y orientarla contra el viento.

—Tú no —dijo Solvi.

Estaba muy cerca de Ragnvald. No podía referirse más que a él. De pronto, los remos que los hombres sostenían desaparecieron de debajo de sus pies. El mar sobre el que había danzado con tanta seguridad hacía apenas un instante le golpeó las piernas y pareció tirar de ellas. El agua fría le empapó los pantalones. Se aferró a las planchas de madera de la regala y miró a los hombres que sostenían los remos de aquel lado. Los que llegaron a cruzar su mirada con él la apartaron enseguida.

—¡Ayudadme a subir! —gritó Ragnvald.

No podía creer que Solvi pretendiera tirarlo por la borda.

—¡Ayúdame! —gritó de nuevo, en esta ocasión al único amigo en el que aún podía confiar—. ¡Egil, ayúdame!

Su amigo pareció desconcertado por un momento y empezó a dirigirse hacia él, pero los hombres de Solvi juntaron los hombros y le cerraron el paso en el estrecho extremo del barco.

El borde de la regala a la que Ragnvald se había aferrado se le clavaba en los brazos. Todavía estaba pugnando por encontrar un punto de apoyo cuando, de pronto, vio que Solvi empezaba a sacar la daga del cinturón.

—Preferiría no hacerlo —dijo Solvi—, pero…

—¿Qué? —gritó Ragnvald—. ¡Espera, no lo hagas! ¡Súbeme!

Solvi mostraba una expresión decidida y dura; toda muestra de bondad había desaparecido de su rostro. Ragnvald se quedó paralizado cuando vio cómo desenfundaba la daga y arremetía contra su garganta. Se apartó para esquivarla, pero la hoja le sajó la mejilla.

El dolor lo sacó de su parálisis. La sangre le latía en las sienes. Egil no iba a ayudarlo, no podía atravesar el muro que habían formado los guerreros de Solvi. Al menos todavía tenía la espada; estaba tan acostumbrado a llevarla que la había mantenido en el cinturón para equilibrarse durante la carrera. Soltó una mano y cogió la empuñadura del arma, pero no logró desenvainarla desde ese ángulo. Se agarró a la borda de nuevo y se propulsó por detrás del codaste, con la espada enganchada entre el cuerpo y la tablazón del barco.

Solvi lo sujetó por la muñeca y trató de subirlo para clavarle la daga, mientras Ragnvald sacudía los pies, buscando todavía un punto de apoyo. Solvi resopló por el esfuerzo y arremetió con su arma otra vez, pero Ragnvald se dejó caer con todo su peso, con la esperanza de que Solvi no pudiera con él y tuviera que soltarlo sin asestarle el golpe mortal. Pataleó contra el lateral del barco, desesperado por zafarse, y Solvi se inclinó hacia delante aferrándose a él, con la mitad del cuerpo sobre la borda. Logró hacerle otro corte, esta vez en el cuello, y entonces lo soltó para no verse arrastrado a su vez por encima de la borda.

Ragnvald ahogó un grito al notar el agua helada en el rostro. Respiró y se atragantó. Le escocían las heridas por la sal, pero aquel dolor no era nada comparado con las desgarradoras cuchilladas del frío en sus miembros y la sorpresa por la traición de Solvi. La corriente era fuerte en aquella parte del fiordo, y lo alejaría del barco si se dejaba llevar. Se quedó inmóvil, asomando apenas la boca en la superficie, y contó hasta cien antes de sacar la cabeza del agua y abrir los ojos.

La corriente lo había arrastrado casi hasta los remos del siguiente barco de la flota. Sonaban risas en él, igual que antes en el barco de Solvi. Ragnvald alzó la cabeza y sacó un brazo del agua. Había luchado junto a esos hombres, habían defendido conjuntamente un fuerte en la costa durante un invierno largo y cruel, y habían compartido mujeres después del fragor de la batalla. Deberían ayudarlo.

Entonces se acordó de los hombres que le habían bloqueado el paso a Egil. Solvi no era el único implicado. El día anterior, no habría puesto en duda que esos guerreros arriesgarían su vida para salvar la suya, como él lo habría hecho por ellos, pero, si no podía confiar en Solvi, ¿cómo podía estar seguro de los demás? Dejó que la corriente lo arrastrara lejos del barco, sin gritar.

El frío entumecía sus miembros. Le castañeteaban los dientes. Toda su ira contra Solvi parecía lejana, perdida en el agua junto con el calor de su cuerpo. El frío lo alejaba de sí mismo. Se llevó la lengua a la mejilla herida, y notó el gusto salado y ferroso de la sangre mezclado con el del agua salobre del fiordo. Solvi le había hecho varios cortes en la cara, pero su boca seguía entera. Dio gracias a los dioses por esa pequeña muestra de clemencia.

Había visto ulcerarse y pudrirse una herida igual que aquélla —mejilla y boca partidas por el hacha de un monje— hasta tal extremo que el guerrero, con la cara casi desaparecida, gritaba de dolor entre pesadillas febriles. Ragnvald habría preferido volver hasta el barco de Solvi y permitir que lo matara antes que sucumbir a ese destino. Al menos entonces encontraría el Valhalla en la muerte, en lugar de uno de los fríos y apestosos infiernos de los cobardes caídos.

El sol se puso con rapidez tras la línea de acantilados, y el aire, que le había parecido cálido comparado con las frías aguas, le congeló el rostro. Notaba los miembros cada vez más pesados y entumecidos, mientras su cuerpo se precipitaba a través del frío hasta el umbral desolado que esperaba más allá. Podría deslizarse con facilidad hacia la muerte, y nadie sabría dónde yacería su cuerpo. Sería una muerte casi tan vergonzosa como la causada por la fiebre. Podría haber luchado para volver a subir al barco, pero había optado por el camino de los cobardes y se había hecho el muerto en lugar de afrontar esa batalla desigual. Olaf, su padrastro, no se había equivocado: Ragnvald no estaba preparado para destacar entre guerreros, y nunca lo estaría.

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Autor: Linnea Hartsuyker. Título: El rey medio ahogado. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Las pretensiones del novelista

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No deja de asombrarme la soberbia de algunos cuando me explican sus novelas.

Hay, entre los escritores, una fauna de boquirrubios que enseguida hablan de sus letras con términos grandilocuentes. Plantean los argumentos de sus novelas aderezándolos con grandes apologías filosóficas. Se ponen a hablar del texto subliminal, del mensaje oculto o de las cualidades literarias de su historia como si la gloria de los libros de literatura de futuras generaciones estuviera revoloteando a su alrededor. Antes de hablar de cómo han construido sus personajes se enredan con prolijas jaculatorias sobre el metatexto y la intraestructura, que a saber lo que diantres son esas cosas.

Yo no logro entenderlos. No solamente porque usen palabrejas que ni siquiera vienen en el diccionario, sino también porque no comprendo cómo pueden plantear sus obras en esos términos.

"Yo creo que pretender escribir una novela sobre, digamos, lo insustancial del amor, la pureza de las ideas o la verdad del alma humana es empezar la casa por el tejado"

A mí, personalmente, me resulta estrambótico plantear mis cuentos en términos abstractos. Cuando voy a contar una historia pienso, más bien, en el rosario de acciones y eventos que dan sentido al argumento. No me cuestiono si los retratos de mis personajes demuestran la catadura social de todo un pueblo. No intento aspirar al Nobel ni a nada semejante, solo procuro contar una historia entretenida, una que a mí mismo me gustaría leer, una que incite en el lector el deseo de pasar de página.

Jamás se me ocurriría bañarme en la soberbia necesaria para afirmar que mis obras pretenden analizar las pasiones humanas. Mucho menos osaría argüir que mis textos demuestran la decadencia del hombre. Y, sin embargo, escucho a menudo expresiones semejantes en bocas ajenas.

Yo creo que pretender escribir una novela sobre, digamos, lo insustancial del amor, la pureza de las ideas o la verdad del alma humana es empezar la casa por el tejado.

El objetivo de un novelista, a mi modo de ver, ha de ser el de entretener, si se quiere, e incluso puede irse un poco más allá y aferrarse al ideal clásico del prodesse et delectare, instruir y deleitar, pero ir más allá es materia para filósofos, no para escritores de ficción.

A mi entender, cuando un novelista plantea su obra en términos que van más allá de las acciones que la conforman está dándole la vuelta a la hermenéutica, está centrándose en la consecuencia y no en la causa y, además, se está embarrando en un jardín lleno de ciénagas, porque para dedicarse a algo así hay que saber mucho de procesualismo, hay que leer a Heidegger de carrerilla y, además, conocer bien, como si se tomara café con él todas las mañanas, a Dilthey.

"El escritor debe ser honesto con la historia y esa es la parte más difícil de las labores de un escritor"

Yo creo que el novelista debe esforzarse por plasmar una buena historia que resulte coherente con el escenario y el tiempo elegidos para las acciones del argumento. Punto. Y es bastante, porque esa sola tarea resulta ya inmensa, enorme, titánica. Baste pensar en los más grandes escritores de todos los tiempos. No todo lo que Lope compuso está a la altura y quizá por eso mismo el tiempo ha tratado mejor a Calderón. Y por más que le pesara a mi admirado Victor Marie Hugo, Los trabajadores del mar no está a la altura de su inmensa Los miserables. Y se pueden aportar miles de ejemplos similares. Si ni siquiera los más grandes literatos fueron capaces de convertir todas sus obras en algo inmemorial, cómo va a pretender el novelista ramplón, como yo, llegar a cotas tan altas. No, la verdad de este trabajo no está en la grandilocuencia de la poiesis, en la alabanza de la abstracción tras la tinta y el papel, la verdad de este trabajo está en la historia misma, en la que pretende contarse. La verdad de este trabajo de los cazadores de historias está en la honestidad ante la hoja en blanco.

El escritor debe ser honesto con la historia y esa es la parte más difícil de las labores de un escritor. No decía el genial Zweig que sus manuscritos eran enormes y que, lectura tras lectura, corrección tras corrección, acababan convertidos en las breves obras que entregaba para publicar; estaba siendo honesto, consigo mismo y con su obra.

Centrarse en las aspiraciones megalómanas del trasfondo literario, buscar la memoria del público intentando plasmar la fanfarria intelectual es un engaño, es como aquel traje nuevo del emperador, es, sencillamente, una farsa.

"La historia tras la novela es frágil, delicada, y no puede ser manoseada burdamente"

Esos juicios, esas apreciaciones, solo llegarán, si es que han de llegar, con el paso del tiempo, que es el único juez sincero. Los años van cubriendo los libros de polvo y de juicio. Si la novela es honesta, si la historia está bien construida, entonces, con un pellizco de suerte, el trabajo será reconocido más allá de la tinta.

Cervantes afirmó en varias ocasiones que su intención fue la de mostrar a los lectores los disparates de las novelas de caballerías, contar una historia que pusiera en evidencia la fatuidad irrisoria de aquellas historias. Y eso fue lo que hizo. Sin embargo, el tiempo, ese tiempo que es juez, nos ha enseñado que su monumental obra tiene, además, una riqueza y complejidad inabarcable, por su estructura, por su técnica narrativa, por su honestidad. Y de ella se extraen múltiples niveles de lectura, infinitas interpretaciones, ingentes lecciones de humanidad y más de un puñado de consejos para el novelista. Tiene todo eso y mucho más, muchísimo más. Sin embargo, esa no fue la intención inicial del maestro, eso es algo que su obra adquirió por el hecho en sí de ser una historia contada a la perfección.

La historia tras la novela es frágil, delicada, y no puede ser manoseada burdamente. Preservarla, ser capaz de hacerla aflorar a la superficie sin perder ni una sola de sus piezas es una tarea enorme. La historia no puede cargar con el peso de nuestras aspiraciones personales, solo puede sostenerse a sí misma, y apuntalarla para servirse de ella en beneficio propio solo lleva a una cosa: a la mentira.

Por eso, lo que un novelista debe hacer es centrarse en esa delicada criatura, en el agónico reflejo de la historia. Eso y nada más.

El resto vendrá si es que ha de venir.

A veces me digo a mí mismo que no debería pensar así, que podría ser un arrebato presuntuoso causado por mi ignorancia, pero entonces vuelvo a toparme con alguien que me habla de su próxima novela como si fuera a remediar todos los males del mundo… y entonces vuelvo a la primera casilla.

No deja de asombrarme la soberbia de algunos cuando me explican sus novelas.

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Jesús Munárriz: “No hay poeta que no crea que es bueno, por malo que sea”

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Jesús Munárriz (San Sebastián, 1940) traduce poemas cuando se aburre, mientras viaja:

—Hay gente que se entretiene haciendo seppukus… No, no se dice seppukus.

Sudokus.

—Eso, sudokus. ¿Sabes lo que es el seppuku?

—Ni idea.

—Es el harakiri completo.

“Traducir” viene del latín traducere, que significa “pasar de un lado a otro”, y Munárriz ha pasado, por ejemplo, del alemán, del francés, del portugués o del inglés al español a Hölderlin, a Goethe, a Rilke, a Baudelaire, a Eugénio de Andrade o a Keats. El etcétera es más largo que el Amazonas.

Amén de traductor, fue cantautor, es poeta —contando antologías, portan su firma más de treinta libros— y editor. Capitanea, desde 1975, Ediciones Hiperión, una de las editoriales de poesía más importantes de la lengua nuestra. Ha publicado a muchos y a muy buenos —aunque también hay “compromisos o cosas del momento”—: su catálogo de autores ocupa 72 páginas. Es Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por la República Francesa. Ha recibido premios y medallas a punta de pala.

Conversamos en un bar donde sirven una cerveza espectacular a ritmo de reguetón, bachata y/o trap —vamos, músicas tribales de esas en las que se balbucea sobre fornicar como animales—. Pum, pa pum pa pum, pa pum pa pum.

Empezamos. 

P: Señor Munárriz, ¿”nadie será testigo del triunfo del silencio”?

R: (Piensa) Bueno, es una pregunta un poco retórica. El silencio es una obsesión de los poetas. Siempre dándole vueltas al silencio… El silencio permite cualquier interpretación. Se le puede dar el peso que uno quiera, pero atrae mucho porque la palabra lo anula, porque es lo que rodea la palabra, etcétera. Un posible triunfo final del silencio sería el fin del planeta, y supongo que no habría nadie que fuera testigo de eso. Últimamente, del silencio hablo poco. 

"Últimamente se lleva mucho la prosa poética y la poesía en prosa, que también se diferencian entre sí levemente"

P: En estos tiempos ruidosos, ¿cómo se entiende la poesía?

R: García Martín, un poeta y crítico, dice: “Se puede decir de la poesía todo y lo contrario”. Realmente, es así. Ahora, acabamos de publicar un libro de Fermín Herrero, un poeta soriano. Hemos estado varios años recopilando textos sobre la poesía, el poema y el poeta. Tenemos varios miles de citas. Y seguimos: el libro ya está publicado, y tenemos otras dos o tres mil citas que hemos coleccionado tras ese primer libro. Todos los que tocan el tema, en cuanto les tiras un poco de la lengua, empiezan a decir lo que es, lo que no es, lo que debe ser la poesía… Es un tema inagotable porque no hay manera de definirla: digas lo que digas, siempre puede salir uno con lo contrario, lo lateral… Hay poesía de todos los tipos: hay una, precisamente, que se llama poesía del silencio. Que no es del silencio: si no, no existiría (risas). Pero se llama así. Hay poesía realista, cotidiana, sencilla, coloquial, humorística, metafísica, filosófica, seria, dramática, histórica… yo qué sé. Lo único que está un poco más claro es que no es lo mismo poesía que prosa. Pero, aun así, tampoco está muy claro: últimamente se lleva mucho la prosa poética y la poesía en prosa, que también se diferencian entre sí levemente… Esto viene de Baudelaire, que escribió los poemas en prosa, y de otro que había antes que él… Entonces, cabe todo. Supongo que caben versos que no son poesía, como puede ser un anuncio publicitario. 

P: Hay mucho presunto poeta en Twitter, en Facebook, en Instagram…

R: Claro. Ahora, con los medios de difusión masivos, te encuentras auténticos bodrios. La gente mete de todo. Supongo que se creen buenos. No hay poeta que no crea que es bueno, por malo que sea. Y más vale no llevarles la contraria (risas). 

"Montale sabía que, efectivamente, un poeta fácil se acaba en una lectura"

P: Eugenio Montale dijo que “un poeta comprensible tiene pocas posibilidades de sobrevivir”. ¿Cómo lo ha conseguido usted?

R: Eso lo metí yo en un poema mío como cita. Montale sabía que, efectivamente, un poeta fácil se acaba en una lectura. Puede ser muy popular, pero la transmisión de la poesía se hace a través de la enseñanza, de los libros de historia de la literatura y de los profesores, que son los que se dedican a interpretar y a dilucidar lo que dicen los poemas. Entonces, un poeta que se lee y a la primera has entendido todo, pues digamos que se acaba ahí el trabajo, mientras que si no sabes lo que ha querido decir, tienes que volver al principio, darle vueltas, se escribe sobre él, se estudia… y eso hace que perviva mucho más. Tenemos a Góngora, que tiene una poesía juvenil que es sencillísima. Unos poemitas, unos romancillos que, a la primera, los pilla cualquiera. Pero los que le han hecho famoso son los poemas de última hora, las Soledades. Tomando como modelo a los latinos, sobre todo, por cómo hacían la poesía, con el idioma latino, que tenía una sintaxis muy complicada y muy distinta, pues Góngora seguía modelos de ese tipo, y, durante varios siglos, la gente pensó que estaba loco. Pero, ahí seguía, seguía y hasta el siglo XX, cuando el centenario de Góngora, pues Dámaso Alonso se puso a desmenuzarlo, verso a verso, palabra a palabra, y vio cómo todo lo que decía Góngora tenía sentido. Lo que pasa es que lo decía de una forma alambicada, poética, etcétera, que es lo que quería: hacer algo perdurable, como si fuera Virgilio o cualquier poeta de la Antigüedad. Entonces, yo creo que Montale vio eso en ese sentido: un poeta fácil, lo lees, dices “me gusta” o “no me gusta”, y ya está; en cambio, un poeta difícil da muchísimo de que hablar y de que escribir. 

P: ¿Y qué es lo más inteligente que puede hacer un poeta hoy?

R: Sería discutible (risas). Hay una poesía ahora que está triunfando, la que vende miles de ejemplares, y es la que escriben raperos, cantautores, que es una poesía sentimental, juvenil, sin ningún peso literario. Y tiene un éxito enorme. 

P: ¿Y un editor de poesía?

R: Eso ya no lo sé (risas). Eso es otra historia. Yo, de esa poesía, no he publicado nada. No entro en ella porque me parece que no tiene calidad. Pero las editoriales que anteponen el negocio, que son casi todas, han entrado en esto. Hay editoriales que jamás han tocado la poesía y que ahora publican a estos chavales. Hacen de intermediarios. En realidad, la función del editor es de intermediario, nada más. Lo que pasa es que es una especie de filtro, y tiene esa capacidad, si el editor tiene criterio, de coger cosas buenas y rechazar cosas malas, creando un fondo con interés. 

P: Hiperión palpita desde hace más de 40 años. ¿Cómo surgió la cosa?

R: Yo ya había sido editor antes, no de poesía. Un grupo de amigos, en el año 65 o por ahí, siendo estudiantes, montamos una editorial que se llamaba Ciencia Nueva. Era de ensayo e intentaba ser antifranquista dentro de lo que se podía intentar. Se editaban autores marxistas, traducciones, cosas que nos llegaban de Argentina o México con cuentagotas… Durante esos años, hubo una ligera apertura con Fraga Iribarne, que hizo una ley de prensa que pasaba censura… Bueno: intentamos hacer una editorial de izquierdas. Y, de hecho, editamos más de cien títulos en dos o tres años y tuvimos bastante éxito. En el año 68, nos la cerraron en un año de mucho follón político, con las huelgas de mineros en Asturias y cosas así. Parece ser que en un Consejo de Ministros, Fraga, que además de ministro de Información lo era de Turismo, quería quitar el estado de excepción porque decía que venían menos turistas. Entonces, los ministros militares, que entonces había tres, uno por tierra, otro por mar y otro por aire, le dijeron: “Quitamos el estado de excepción, pero tú cierras las editoriales que publican cosas que no se deben”. Cerraron cinco o seis, entre ellas la nuestra. Luego puse una librería. Estaba en una lista negra de autores subversivos. Me negaban el permiso cuando intentaba salir como “Jesús Munárriz, editor”. A finales del 75, cuando Franco andaba ya de clínica en clínica, tuve una entrevista con el director general de lo que fuera, y me dio la trampa él mismo. Me dijo: “Hombre, no le podemos dar el permiso, pero que lo pida una persona sin antecedentes políticos”. Yo dije: “Mi madre”. Pues perfecto. Entonces, empezamos como “Isabel Peralta Ediciones”. El funcionario nos dio el permiso en el 75 y, cuando publicamos el primer libro, ya había muerto Franco.

P: ¿Cuál fue?

R: Hiperión, de Hölderlin, que es el que dio nombre a la editorial. Lo había traducido yo, lo tenía traducido y estaba esperando que se pudiera sacar. 

"El tutor que puso la Universidad de Jena, un licenciado joven para que me situara y me acompañara, me regaló Hiperión. Me pareció magnífico"

P: Como editor, ¿algún libro que le haya hecho especial ilusión publicar?

R: Ese, desde luego. Ese libro lo había descubierto en Alemania. Yo estudié Germanística y fui a unos cursos para germanistas en la Alemania Oriental de entonces. Traduje a un académico de Berlín Oriental que editó un libro sobre lingüística española del Siglo de Oro, y luego él me invitó a unos cursos. Allí, el tutor que puso la Universidad de Jena, un licenciado joven para que me situara y me acompañara, me regaló Hiperión. Me pareció magnífico. Al volver a España, busqué si estaba publicado. No lo estaba. Me fui a la Biblioteca Nacional y de Hölderlin no había más que un par de libritos. Y me puse a traducirlo. Y quería editarlo. Y en cuanto vi la oportunidad, lo hice. 

P: ¿Algún libro del que reniegue?

R: Hay muchos (risas). Hay muchos malos. Sí, porque editas muchas cosas por compromisos o cosas del momento. Nosotros, por ejemplo, tenemos unos diez premios anuales. Vamos, son premios que dan ayuntamientos, cajas de ahorro, diputaciones, y por un acuerdo que tenemos, los sacamos nosotros. Y a veces sale un libro que al jurado le gusta. Y yo suelo estar en los jurados, pero en los jurados son cinco y yo soy uno (risas). Hombre, no es que sean horrorosos, pero yo hubiera preferido otros. 

P: Ha escrito: “El que nunca traspasa ciertos límites / ni incurre / ni comete / ni transgrede / ni encubre / ni viola…”. ¿Ha traspasado más límites como editor o como poeta?

R: (Piensa) O como ciudadano (risas). Bueno, siempre es un desafío traspasar límites en todo. Es mucho más divertido, animado, creativo. Los que venimos de aquella época, bregados en la época del franquismo y de las luchas, teníamos la manía de ir siempre a la contra, y no se nos ha quitado. A mí, al menos. Entonces, lo establecido, el poder, lo que se lleva, lo que hay que hacer… siempre lo miro con recelo. Me gusta más lo otro. En el colegio de jesuítas donde estudié, hacían concursos para ver quiénes sabían más y dividían a la clase en romanos y cartagineses. Yo prefería ser cartaginés: los romanos eran los vencedores y, ya por eso, me caían mal. 

P: También ha escrito: “Si algo ha marcado el rumbo de mi vida / es, sin duda, el deseo”. ¿Sigue suscribiendo?

R: Es una de las cosas que marca la vida, lo que pasa es que, a mi edad, el deseo está muy aminorado (risas). Pero sí, el deseo es un aliciente para la vida, una forma de buscar placer, felicidad, bienestar… Sí, el deseo es muy creativo. Lo que pasa es que, claro, se va aminorando con los años. 

P: Preparando la entrevista, descubrí que usted hizo con Aute el disco Forgesound.

R: Es un disco que, cada equis tiempo, resucita. Está “Sillón de mis entretelas”, que va de un político que no quiere dejar el cargo.

"La última canción que hice fue con Aute por un encargo de Sánchez Dragó. El programa era Biblioteca nacional. Escribí la letra, Aute la música, había una chica que cantaba y, en veinticuatro horas, ya estaba hecha"

P: O “Ay, Suiza, patria querida”.

R: Cada vez que pillan a uno que se ha llevado el dinero suena en alguna radio, sí. Es un disco que, pese a los años, sigue teniendo una aplicación práctica. El disco surgió porque yo, entonces, vivía en Pozuelo, en una casa de estas adosadas. En lugar de adosados, las llamábamos entonces “acosados” (risas). Éramos vecinos: yo vivía en el 9 y Forges vivía en el 10. No sé cómo, a mí se me ocurrió ponerle musiquilla a un personaje de Forges, que era Mariano, ese tipo flaco, funcionario, que vivía con Concha, que era una gorda y tal, y entonces Concha le decía “Mariano, Mariano, / no te marcas un gol desde el verano”. Ese fue el verso oficial. Se lo dije a Eduardo, le gustó la idea, y pasamos a casa de Forges, al que le pareció fenomenal. Entonces, era Semana Santa, nos encerramos e hicimos el disco entero en ocho días. Medio verso de uno, medio de otro, no sabemos quién hizo cada cosa. Un día, hicimos un pasodoble, “Antonio Fraguas, el Forges”, y lo estábamos cantando como a las dos o tres de la mañana. Al día siguiente, nos contaron que lo empezó a oír Pilar, la mujer de Forges. Y lo despertó: “Antonio, Antonio, están cantando ‘Antonio Fraguas, el Forges’”. Y, desde la cama, pegados a la pared, se pusieron a escuchar. Hicimos una sobre los procuradores en cortes, lo que son diputados, que la prohibió la censura. No sé qué diríamos. No ha quedado rastro. En las demás, la censura hizo algún retoquito. En una canción hablábamos del “boletín oficial” y tuvimos que cambiarlo por el “papelín general”. Luego, buscamos a gente para cantarlo, como Rosa León, su hermana Julia, Teddy Bautista, que entonces no había tenido todos esos líos que tuvo con la SGAE… Luego, buscamos a un arreglista, el maestro García Morcillo, que era un hombre mayor y uno de los autores de “La vaca lechera”. Le pedimos una cosa como retro. Nos hizo la orquestación, buscó los maestros para grabar, y nos quedamos encantados. Salió el disco en Ariola y se vendió muchísimo. Ha sido la única grabación que ha quedado mía. En ese mismo año, me ofrecieron hacer un LP, y me dijeron: “Prepara doce canciones, porque la censura tachará alguna…”. La censura tachó once (risas). Eran, evidentemente, digamos, de oposición, ¿no? Luego se publicaron en una colección de poesía en Granada, que dirigía García Montero. Pero la música…, bueno, de vez en cuando aparece algo. Yo dejé de cantar. La última canción que hice fue con Aute por un encargo de Sánchez Dragó. El programa era Biblioteca nacional. Escribí la letra, Aute la música, había una chica que cantaba y, en veinticuatro horas, ya estaba hecha. “Todo está en los liiibroos…”. Era muy pegadiza. Y Dragó, según se ha ido cambiando de programa, ha ido poniendo la musiquilla (risas). Mucho después, escribí un poema en el que decía: “Todo, menos la vida, está en los libros” (risas). 

P: ¿Cómo está “su hermano” Aute?

R: Pasó una temporada espantosa. Estuvo en coma unos dos meses. No respondía a ningún estímulo. Pensamos que no se iba a recuperar. Luego lo trasladaron del hospital a una clínica y empezó a recuperarse. La recuperación continúa, lenta, con cosas distintas… yo qué sé: tiene mucha dificultad con la pintura; en cambio, puede hablar perfectamente en cuatro idiomas: inglés, francés, español y tagalo, que lo aprendió de pequeño en Filipinas. Tiene dificultades de expresión, habla despacio, pero poquito a poquito… Todos los días sale, da un paseo, intenta recuperar la música, el dibujo, la escritura. Aute era un hombre que no paraba un segundo. Saltaba de una cosa a otra y las combinaba. Escribiendo, haciendo los “poemínimos”, las “poemigas”, que son un invento de él… Y hacía cine: tiene unas películas de dibujos animados que están hechas imagen a imagen, con bolígrafo, con pluma… Para hacer un movimiento tiene que hacer diez dibujos distintos, como cuando inventaron los dibujos animados. Da mucha pena que esa enorme capacidad creativa se le ha rebajado mucho pero, afortunadamente, ha superado el coma, está en perfectas condiciones de hablar, de escuchar, de comprender. Tiene una voluntad enorme y eso ha contribuido muchísimo. Yo espero que aún se recupere más. 

"El otro día, Julio Llamazares, en su columna de El País, decía que aquí se subvenciona la compra de coches pero no las bibliotecas públicas"

P: Para finalizar: hemos pasado de tener un ministro de Cultura presentador, tertuliano y escritor a, una semana después, tener a un verdadero gestor cultural. ¿Usted cómo ha seguido esto?

R: Al presentador no lo conocía de nada (risas). Luego me enteré de que salía con Ana Rosa y tal… El aire no me parecía muy serio para ministro de Cultura. No me parecía una persona de peso, que es lo que supongo que debe ser un ministro de Cultura. Luego vi que se enfadó mucho, con eso de la jauría que decía (risas). Hombre, a nadie le gusta que le quiten del puesto. Y menos, en una semana. Como dijo luego el presidente Sánchez, debía haber dicho que tenía esa red. Ahora ha puesto a un gestor cultural, con mucho más peso. Supongo que tampoco sabe nada de deporte (risas), como el otro, pero, para eso, que busquen a un entrenador de fútbol. Ya leí una cosa en internet, que le reprochan que, habiendo sido un gran animalista y antitaurino, pues claro, ahora le toca la tauromaquia…

P: En un acto de Capital Animal, dijo que los animales “son iguales en inteligencia al ser humano”.

R: Claro, y ahora le toca ser ministro de las corridas de toros, ¿no? En España tenemos algunos problemas de estos, que se arrastran desde siempre. En Pamplona tienen una pelotera con los sanfermines. Como hay mucha lucha por quitar los toros, los animalistas van el día 5 y se embadurnan con un líquido rojo, como si fuera sangre, y se desnudan. Pues el alcalde, que es uno de estos batasunos, parece que apoya esto. Dice que el encierro le parece bien, pero la corrida… Pero sin corrida no hay encierro. Son los mismos toros. 

P: ¿Y qué es lo que le pediría al ministro de Cultura?

R: No me gusta pedir nada a ningún ministro. Soy un poco alérgico, como te he dicho antes, al poder. Pero vamos, si se trata de animarle a que haga algo, pues el otro día, Julio Llamazares, en su columna de El País, decía que aquí se subvenciona la compra de coches pero no las bibliotecas públicas. Cuando llegó la democracia, empezaron a hacer bibliotecas públicas, pero no había fondos para comprar libros. En los pueblos, los primeros ayuntamientos democráticos montaban bibliotecas, y escribían a las editoriales. Habían gastado en edificios, obras, estanterías, pero no en libros. Y querían que las editoriales regalaran libros. Subvencionar las bibliotecas, o las librerías. Las librerías de verdad, no esos supermercados con libros.

La entrada Jesús Munárriz: “No hay poeta que no crea que es bueno, por malo que sea” aparece primero en Zenda.

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