Quantcast
Channel: Zenda
Viewing all 24693 articles
Browse latest View live

La palabra equivocada

$
0
0

Cuando admitimos que todo cambia a nuestro alrededor, es porque hemos perdido algo que nunca recuperaremos. El dolor es la catarsis que nos despierta y demuestra que vivimos en una quimera creada por otros. Salir de ese mundo es posible, gracias a los libros y a una fuerza de voluntad a prueba de manipulaciones oportunistas. Aunque reconocer el continuo cambio pueda sonar a tópico en la sociedad de la información, nunca viene mal recordarlo, sobre todo si nos ayuda a desmontar instituciones que creíamos inamovibles, como nuestra lengua materna. Basta perder el contacto directo con ella durante una temporada para constatar que está tan viva y tan obligada a adaptarse al cambio como nosotros mismos.

"Con el paso de los años vemos que las nuevas expresiones nos son ajenas o que nuestra forma de hablar se ha vuelto anticuada"

Cuando abandonamos el país donde nacimos, la imagen que tenemos de nuestro idioma permanece detenida en el preciso instante en que lo dejamos atrás. A pesar de seguir utilizándolo, lo hablamos cada vez menos, solo con familiares y algún que otro expatriado que conozcamos. Con el paso de los años vemos que las nuevas expresiones nos son ajenas o que nuestra forma de hablar se ha vuelto anticuada. Y cada vez que volvemos a casa por vacaciones, nuestros amigos nos miran extrañados cuando utilizamos la palabra equivocada, que chirría en cualquier conversación. Es la que delata nuestra incapacidad de encontrar el término adecuado, resultado de traducir directamente fórmulas que estamos acostumbrados a utilizar cuando hablamos en esa lengua extranjera cuya melodía nos acompaña la mayor parte del tiempo.

Comprendo que pueda parecer exagerado a quien no haya vivido semejante experiencia, pero mentiría si dijera que no he cogido alguna vez el diccionario francés-español para traducir palabras que uso habitualmente en Francia y cuya familiaridad me obliga a utilizarlas aun cuando hablo en español. Incluso me he sorprendido a mí mismo buscando ciertas expresiones españolas en internet para comprobar que se utilizan realmente y no son una mala traducción que he hecho de forma intuitiva. En mi caso, ocho años en el extranjero no pasan en balde y el resultado sería aún peor si no tuviera a la literatura como aliada en este interminable combate contra el olvido. Para mí, leer y escribir no son solo dos placeres irremplazables, sino los medios que me permiten mantener el nexo de unión con mi lengua materna. Además de libros, leo ediciones electrónicas de diarios españoles para estar en contacto con las palabras que se van añadiendo al diccionario y seguir las expresiones más utilizadas. Aunque estos cambios sean sutiles para muchos, no me cuesta encontrarlos si los comparo con la situación de la lengua en el momento en que dejé mi país. Como sucede cuando reencontramos a alguien que no vemos desde hace mucho tiempo y distinguimos cada nuevo rasgo en su rostro.

"En su momento me extrañó que alguien pudiera encontrar dificultades para hablar en su lengua materna y no pensé que la vida me acabaría llevando a una situación muy similar"

Todo esto me lleva a padecer una extraña esquizofrenia lingüística. Incluso mi subconsciente me juega malas pasadas: sueño y pienso tanto en francés como en español y de vez en cuando se me escapa alguna palabra española cuando utilizo el idioma de Molière. La inmersión en mi país de acogida no llega a ser total y el contacto con mi lengua materna se aventura insuficiente. Mi acento me delata cuando hablo en francés y no me expreso en español con tanta facilidad como antes de partir. Lejos de vivir en un lugar donde un único idioma me acompañe durante todo el día, resido en un extraño limbo suspendido entre dos países que me reciben como un intruso.

Confieso que no conocía la existencia de este indefinido espacio hasta que, hace una década, asistí a una conferencia de Beatriz Colomina, una arquitecta valenciana cuyo trabajo como historiadora goza de gran prestigio, que vive y trabaja en Nueva York desde hace treinta años. Más allá de la calidad de la ponencia, me sorprendió su forma de hablar. Tenía un marcado acento inglés y muchas veces se detenía para buscar el término adecuado, que prefería decir en inglés antes de usar la palabra equivocada. En su momento me extrañó que alguien pudiera encontrar dificultades para hablar en su lengua materna y no pensé que la vida me acabaría llevando a una situación muy similar. Y no he encontrado una mejor descripción de la inquietud de quien vive entre dos lenguas que el prólogo escrito por Colomina para la primera edición de su libro Privacidad y publicidad. La arquitectura moderna como medio de comunicación de masas:

“Escribía en español y después traducía al inglés. Cuando intenté poco después hacerlo directamente en inglés, me sorprendió constatar hasta qué punto había cambiado no solo mi manera de escribir, sino incluso aquello que decía. Era como si, junto con la lengua, estuviera dejando atrás también toda una manera de ver las cosas, de escribirlas. Incluso cuando pensamos que sabemos lo que queremos decir, en el momento de hacerlo la lengua nos lleva a su propio terreno. Si, además, esta lengua no es la nuestra, estamos definitivamente en territorio extranjero. Últimamente he empezado a sentir lo mismo con el español. Me he convertido en extranjera en ambos idiomas, moviéndome como una nómada a través del discurso en un itinerario intransitado”.

La entrada La palabra equivocada aparece primero en Zenda.


Bushido para la vida cotidiana (II): Convirtiendo las debilidades en fortaleza

$
0
0

Ciertamente vivimos tiempos convulsos. El ritmo de la vida, nuestra educación, la dependencia de las redes sociales y la aprobación externa suele hacer que la confianza en nosotros mismos se tambalee. También los hay, temerarios, que hacen gala de una confianza muy por encima de sus posibilidades, claro está. Se nos ha impuesto un canon del éxito (en todas las facetas de la vida) así como una serie de criterios a la hora de medir nuestras opciones de victoria. Por suerte para todos y para todas, el bushido rebate la mayor parte de los argumentos al respecto, y lo hace sin necesidad de discursos elaborados o un complejo sistema retórico. Al contrario, lo hace desde las tripas y desde una mirada liberada del yugo de una racionalidad hipertrofiada.

A fin de ilustrar esta afirmación con un ejemplo claro y sencillo, recurriré al aikido. Imaginemos la siguiente situación: el enfrentamiento entre dos personas, una alta y corpulenta y otra de baja estatura y complexión delgada. Si tuviéramos que hacer una apuesta, estoy convencido de que la mayor parte la haría por el luchador de mayor envergadura. Y tal vez estarían en lo cierto… aunque no siempre.

Como afirma «Ō-sensei» Morihei Ueshiba, fundador del aikido, «es necesario desarrollar una estrategia que utilice todas las condiciones físicas y los elementos que están al alcance de la mano. La mejor estrategia se apoya en un conjunto ilimitado de respuestas».

"Las distintas cualidades físicas de cada oponente no pueden garantizar la victoria de antemano"

Volvamos al escenario que he sugerido. Las distintas cualidades físicas de cada oponente no pueden garantizar la victoria de antemano. Únicamente determinan la necesidad de llevar a cabo un planteamiento y una estrategia diferente para cada uno de ellos. Por ejemplo, la persona más baja tendrá que forzar menos el tren inferior y deberá analizar los puntos débiles del contrincante desde ese punto de vista. Tal vez, en lugar de tratar de golpear su cabeza, deba atacar las costillas o el plexo solar. O, si nos centramos en el aikido, intentará por todos los medios hacer que el otro «baje», ya que toda tentativa de desestabilizarlo desde o hacia arriba le resultaría más complicado y le obligaría a aplicar más fuerza y a perder su propio equilibrio. Mientras que el más corpulento golpeará con más dureza, el más delgado, con toda probabilidad, también será el más rápido (repito, tampoco tiene por qué ser siempre así). Por su parte, el más alto se verá forzado a trabajar mucho con el tren inferior, con el consiguiente desgaste; tendrá que «agacharse» un poco a fin de mantener el contacto… O bien intentará asestar un golpe potente y fulminante, sirviéndose de su mayor masa corporal.

Asimismo, el pequeño puede jugar con el factor sorpresa. Después de todo, ¿quién va a pensar que un luchador diminuto puede derribar a uno mucho más fuerte? ¡Eso sólo pasa en las películas!

En resumen: el de menor tamaño se servirá de su rapidez para evitar ser interceptado, del factor sorpresa (ambos conceptos, rapidez y factor sorpresa, ampliamente tratados en el clásico de Sunzi El arte de la guerra) y de las dificultades que el otro tendrá para apresarle. Y el más grande recurrirá a una mayor fuerza bruta. De antemano, empero, no es posible adivinar el resultado.

"¿Qué es más conveniente, corregir nuestras debilidades o convertirlas en nuestra fortaleza?"

¿Hay magia en el asunto? ¿Debemos ceder a la épica cinematográfica o literaria repleta de personajes que parecen ganar los combates sin moverse, con los ojos entrecerrados, como si una energía mística y poderosa se ocupase de todo? A ambas cuestiones respondo que no. Si el grande apresa o golpea al pequeño, es casi seguro que el combate habrá terminado. Y, dicho sea de paso, tampoco la lectura de libros al respecto o visionados de vídeos ilustrativos nos será de gran ayuda. A pelear se aprende peleando. En El libro de los cinco anillos, Miyamoto Musashi también nos previene al respecto: no hay otra.

¿Cómo podemos aplicar estas enseñanzas fuera del ring o del dojo? A la luz de estas consideraciones, podemos reformular la cuestión: ¿qué es más conveniente, corregir nuestras debilidades o convertirlas en nuestra fortaleza? Al igual que en otros asuntos, tiendo a proponer «la vía del camino medio», es decir, explotar nuestros puntos fuertes y tratar de mejorar nuestras deficiencias. Ahora bien, dado que la vida es muy corta y no siempre disponemos del tiempo necesario, o las ganas, para dedicarnos al cultivo de nuestro desarrollo personal, resulta más ventajoso focalizarse en lo que se nos da bien, en lo que nos hace diferentes y únicos, en lo que dominamos por la razón que sea.

No está de más recordar las palabras de Bruce Lee, doctor en filosofía —por si alguien no lo sabía—: «No le temo al hombre que ha dado diez mil patadas una vez, sino al que ha dado una patada diez mil veces». La diferencia está muy clara (dicho esto, cabe señalar que Lee se decantaba más por la mejora de los puntos débiles).

Sea cual sea el enfoque que adoptemos, la clave residirá en el autoconocimiento.

"A pesar de que el estilo evoca al boxeo, el noble arte ejercitado por el personaje creado por Conan Doyle, Downey Jr. responde con un ejercicio de Wing Tsun"

Veámoslo ahora en un ejemplo tomado de la ficción. Sin duda, recordaréis la escena de Sherlock Holmes (Guy Ritchie, 2009), interpretada por Robert Downey Jr. (sí, contra todo pronóstico, yo también prefiero a Benedict Cumberbatch como Holmes, lo admito), en la que tiene lugar una especie de combate clandestino. A pesar de que el estilo evoca al boxeo, el noble arte ejercitado por el personaje creado por Conan Doyle, Downey Jr. responde con un ejercicio de Wing Tsun (una forma de kung-fu que el actor practica desde hace más de una década). Esta escena ejemplifica a la perfección tanto la frase de Ueshiba anteriormente citada (el uso del pañuelo durante el combate ilustra la idea de servirse de los elementos que se encuentren al alcance de la mano, y una metáfora del recurso al factor sorpresa, claro) como la situación que yo mismo he dibujado unos párrafos más arriba.

Algún lector podría objetar que tal planteamiento es muy racional (¿no habías dicho que esto funcionaba desde las tripas?), a lo que respondo con una apreciación: quiero pensar que sabes montar en bicicleta y estoy convencido de que no piensas cómo tienes que hacerlo. Ahora bien, vuelve atrás en tu memoria; retrotráete al momento en que subiste a una bici por primera vez. ¿Acaso no prestabas atención a cada detalle, a cada movimiento? Por supuesto que sí.

Por desgracia, hemos llegado a un punto en el que «las tripas» deben ser entrenadas, reeducadas, a fin de que pueda darse eso que Daisetz T. Suzuki, en su enciclopédico El zen y la cultura japonesa, denomina kufū (kung-fu, escapar del dilema). «Traducido» a nuestro lenguaje, sería el potencial liberado del inconsciente, la acción visceral, aunque sabia, desligada del peso rígido de la conciencia. El momento en el que actuamos por instinto (por si te lo estás preguntando, yo no he llegado a ese punto; estamos en el mismo barco).

" Es cierto que los hombres valerosos cuidan firmemente su talento cuando las dificultades a las que tienen que enfrentarse son importantes"

Estarás de acuerdo conmigo en que el peso de nuestra cultura, la vida pegada a la pantalla y el imperio del racionalismo matemático y mecanicista han contribuido a adormecer cualquier instinto en nuestra especie. Así pues, el bushido enseña a hacer frente a las dificultades desde las tripas, si bien lo hace después de un cierto entrenamiento (¿seguías creyendo en las varitas mágicas?).

No quisiera cerrar esta entrada sin evocar unas palabras del Hagakure acerca de cómo responder a la adversidad, a las pruebas, a lo que, podría parecer, nos debilita:

Hay un dicho que reza: «Cuando sube la marea, el barco se eleva».

En otras palabras, al enfrentarse a las dificultades, se aguzan las facultades. Es cierto que los hombres valerosos cuidan firmemente su talento cuando las dificultades a las que tienen que enfrentarse son importantes.

Constituye un imperdonable error dejarse abatir por las pruebas.

Por suerte para nosotros, y espero que así sea en tu caso, no estamos expuestos de manera continua a la amenaza o el enfrentamiento (aquí sí, en un sentido físico), de modo que podemos prestar un poco de atención a estas cuestiones y tratar de poner en práctica, a nuestro ritmo y de acuerdo con nuestras necesidades, las técnicas del arte de la guerra para llegar —como supongo que intuyes— al arte de la paz, broche final de esta sección.

Tengo la impresión de que, en la próxima entrega, el caballo de viento nos llevará a estudiar algunas cuestiones de carácter práctico como el dinero, la administración de la casa, la etiqueta y las buenas maneras desde una perspectiva samurái. ¿No se os hace la boca agua?

Mientras tanto, brindo por vosotros y por vosotras con un poco de sake tibio.

¡Salud!

La entrada Bushido para la vida cotidiana (II): Convirtiendo las debilidades en fortaleza aparece primero en Zenda.

Historias de libros

$
0
0

Viñeta de Sostiene Pereira, de Pierre-Henry Gomont (Astiberri)

Pasado el tiempo, los libros que hemos leído y guardamos en nuestra biblioteca nos vuelven a contar historias nuevas. A veces, cuando recuperamos un volumen que habíamos subrayado hace muchos años, la lectura de lo que entonces resaltamos nos devuelve un personaje que a veces se parece a nosotros mismos, pero en ocasiones el que nos pone enfrente es un desconocido, cuyo autorretrato hemos dibujado en la manera de interpretar lo leído. De entre los demasiados libros me viene a la memoria, siempre selectiva, aunque esta vez animada por un artículo de José Manuel Fajardo recién publicado en ZendaDama de Porto Pim (Anagrama, 1984), de Antonio Tabucchi.

En el Prólogo subrayo esto:

"Pasado el tiempo, los libros que hemos leído y guardamos en nuestra biblioteca nos vuelven a contar historias nuevas"

“Pero una elemental lealtad me obliga a poner en guardia a quienes esperasen hallar en este librito un diario de viaje, género que presupone tempestividad de escritura o una memoria inmune a la imaginación que la memoria produce, cualidad que por un paradójico sentido de realismo he desistido de perseguir”.

No me pregunten por qué esta frase tuvo para mí la importancia necesaria para ser subrayada.
En el primer capítulo del mismo libro, “Hespérides. Sueño en forma de carta”, destaco estas dos frases:

“…no puede vivir en un palacio ni en una casa ostentosa, sino en una morada pobre como un gemido”.
(…) “y la pena por lo que no fue y habría podido ser, que es la pena más lacerante”.

Del capítulo  “Otros fragmentos” me quedé con esta frase que bien pudo haberse escrito ayer:

“También el mundo está naufragando, pero ellos no parecen darse cuenta”.

En esta memoria del tiempo que estoy haciendo tan a vuelapluma fui rápidamente al capítulo “De ballenas y balleneros” porque recordé que había sido uno de los que más habían impactado. Pero no había anotado nada. Creo que simbólicamente dejé subrayado todo el texto debido a la impresión que me causó leer Dama de Porto Pim.

En el año 1988 llamé por teléfono a Antonio Tabucchi al Instituto Italiano de Cultura, en Lisboa, del que era director. Hablamos de Dama de Porto Pim y de Nocturno hindú –otra de sus novelas que más huella me ha dejado– y le invité a dar una conferencia sobre Pessoa. Amablemente me dijo que sí y volviera a llamarle en pocas semanas para cerrar fechas, pero ya no pude localizarlo. Me daban disculpas que a mí me parecieron extrañas porque Tabucchi no dejaría la dirección del Instituto hasta un año más tarde. Recuerdo haberlo comentado con José Luis García Martín, que me dijo: “Seguro que está pasando por una crisis amorosa, o por todo lo contrario. Es muy enamoradizo”.

Seguí leyendo sus libros. Todos. Recuerdo la lectura de Sostiene Pereira, en 1995, a orillas de un mar azul eléctrico en Pobra do Carmiñal, viendo a las palilleras hacer encaje de bolillos con la misma soltura y velocidad con que yo pasaba las páginas de aquel libro que volví a leer por segunda vez pasados unos días.

***

Erri de Luca

Un envío misterioso
Hace trece años Erri de Luca me envió por correo desde Roma su libro Morso di luna nuova, publicado por Mondadori, cuyo subtítulo es “Un racconto per voci in tre stanze”. En el libro escribió esta dedicatoria:

“A Miguel, amico di Catalogna”.
Erri, gennaio, 2005

Ni yo conocía entonces a Erri de Luca, ni tampoco ahora, ni nunca destaqué por ser “amigo de Cataluña”, más allá de la afección convencional de un ciudadano amante de las regiones que conforman el país en el que vive (ahora diría, “en el país en el que le gustaría vivir).
Pregunté a varias personas del grupo Planeta, sello editorial que le publica en España, y nadie supo decirme nada de este extraño envío, y aunque el sobre en el que llegó el libro venía su dirección escrita a mano nunca se me ocurrió acusarle recibo porque estaba convencido de que había sido un error y de que el tal Miguel de la dedicatoria era uno de tantos que en el mundo han sido. Pero…, ¿por qué entonces en el sobre venía no solo mi nombre y dirección sino, y esto es lo más inquietante, también mi apellido?
Pasados los años, y reencontrado este Morso di luna nuova entre los miles de libros que pueblan la biblioteca de mi casa, he recordado una frase de un amigo de la juventud que cada vez que se encontraba con un misterio, en su opinión insondable, decía: “Amigo mío, pues te morirás sin saberlo”.

***

Obra de teatro basada en “En la otra orilla”, de Chirbes. Foto de Sergio Parra

Chirbes y el vino
Acabo de leer el manuscrito de la que será la próxima novela de Daniel Jiménez y que por discreción profesional no puedo ni debo revelar nada de su contenido. Tan solo puedo decir que me ha gustado mucho y que tal disfrute no ha sido solamente porque la historia en la que se ha embarcado el autor de Cocaína (II Premio Dos Passos a la Primera Novela, 2015) es apasionante, sino también porque su manera de contar es modernamente envolvente, sinceramente literaria y absolutamente emocionante.
Viene esto a colación porque Daniel Jiménez nombra en un breve párrafo a Rafael Chirbes y eso es lo que me ha traído el recuerdo lejano de Curso de vinos españoles, una lectura peculiar del autor de La buena letra, por citar un libro que Chirbes publicó en 1992, año en el que transcurre mi lectura de este  Curso…, publicado con motivo de la celebración de los 500 años del “Descubrimiento de América” por Vinoselección, que yo recibía como suscriptor de vinos que pedía mensualmente.
En este libro se hace un recorrido exhaustivo por la historia del vino, y tras unas páginas a cargo de Manuel Martínez Llopis y de María Isabel Mijares, Rafael Chirbes escribe las 200 páginas siguientes con capítulos dedicados a Los vinos de Levante, del Duero, del Atlántico, de Andalucía, de Cataluña, de Extremadura… Ni qué decir tiene la calidad que alcanzó el volumen con el recorrido vitiliterario que le infundó Chirbes. Un ejemplo:

Rueda. La revolución de los blancos. “El paisaje de Rueda tiene esa desolación que tanto les gustaba a los escritores del 98. Una tierra parda y altas torres saliendo por encima de las casas. Sin embargo, ahora que la carretera nacional ya no atraviesa el pueblo, el visitante tiene la impresión de que, al desviarse de la autovía, entra en un pueblecito borgoñón”.

Antes de este año del Descubrimiento, Rafael Chirbes solo había publicado dos novelas, Mimoun, con la que quedó finalista del Herralde en 1988, y La larga marcha, en 1991.

***

En 1992 yo participo en una de las publicaciones irreverentes de La Canana de Pancho Villa, en la colección Cuadernillos Legendarios, cuyo editor era, y es, el periodista y escritor Juanjo Barral. El correspondiente a tal efeméride se tituló Legendario 92, participamos trece autores, y se publicó en la editorial KRK. El simpático colofón, entre otras cosas, decía: “Se terminó de imprimir en Oviedo, en los talleres de Grafinsa, el 20 de abril de 1992, habiéndosenos ocurrido la idea el día anterior, y como una prueba más de que aquí tampoco improvisamos”.

Mi “legendaria” aportación decía así:

MIL CUATROCIENTOS NOVENTA Y DOS
a E.G.

ttt_sumario text=”Pronto nacerán serpientes, han levantado acta del mundo y han sembrado de cruces los sargazos” pos=”left”]

I. Ha bajado Colón a los jardines del Paraíso y se ha colgado palabras nuevas, lenguas que se rebozaron entre mieles de yuca, entre tabaco y moquitos, y que también se han vestido de resplandores de lluvia.

II. Da el Almirante la espalda a la mar océana cuando aún no acierta a adivinar los sones de la selva. Tiene fresco en sus oídos todo un mar batiente de promesas. Besa el suelo emocionado mientras corre el júbilo en la isla y cien mil papagayos corean la noche de las carabelas: ¡Tráiganles comida a los llegados del cielo!

III. Pronto nacerán serpientes, han levantado acta del mundo y han sembrado de cruces los sargazos. Aún no saben que los indios son así, que sin ropa, sin culpa y sin dinero regalan oros por cariños, y que poseyendo lenguas pobres, para decir perdono, dicen olvido.

 

(Y para constatar que la memoria se parece a una goma de borrar, he de decir que no tengo ni idea quién se “ocultaba” tras las iniciales E.G. de la dedicatoria).

***

Con Moyano y su obsesión por los paraguas, en 1991. Foto: Javier Bauluz (reflejado en el espejo)

 

Daniel Moyano en el corazón
Cuando murió Daniel Moyano, el 1 de julio de 1992, sus amigos de Oviedo vivimos una conmoción porque el escritor argentino se había convertido en una persona imprescindible con el que compartíamos la alegría de descubrir lecturas y otra manera de contarlas. Yo publiqué en El País esta entrevista que más tarde colgué en Zenda: https://www.zendalibros.com/la-biblioteca-perdida-daniel-moyano/.

Tuvieron que pasar 25 años para que Ricardo Moyano, el hijo de Daniel, que vivía en París como músico, y de quien su padre hablaba tanto, la leyera y me escribiera este correo:

querido miguel,
por puro azar me encuentro ahora mismo con vos a través de este bellísimo texto tuyo, que me ha llevado a tantito de sentir lo mismo que mi bisabuelo al decir: “poverino el vechietto”…
todo lo mejor para ti, y virginia, luis, fernando, y todos quienes alegraron la vida a mi padre en españa.
un fuerte abrazo y gracias por esta hermosa semblanza
ricardo
ps/ solo una pequeñisima observación. él estudió violín y lo enseñaba en el conservatorio, pero tanto en el cuarteto como en la orquesta tocaba la viola, era por tanto violista

Daniel tenía que ser violista y no violinista, que debe ser lo más común, porque Daniel fue siempre un ser único. Yo le escribí a Ricardo inmediatamente:

Querido Ricardo, cuánto me alegro de que hayas podido leer mi post sobre tu padre. Veo que lo has leído en mi antiguo blog. Ahora me puedes seguir en zendalibros.com donde continúo contando cada semana las cosas que me ocurren, los libros que leo y, como en el caso de Daniel, hablando de la gente a la que quiero, y Daniel ha sido una persona muy importante en mi vida de aquellos primeros años 90. Él hablaba tanto de ti que me alegro de que me hayas escrito. Daniel fue un ser especial. No andará otro como él, como diría su amigo Cortázar.
Un fuerte abrazo,
Miguel

 

A la muerte de Moyano, Laly, una amiga ovetense a quien no he vuelto a ver desde hace más de 15 años, y por la que he sentido siempre una gran admiración por su compromiso con la cultura y la ética, me regaló su ejemplar del libro de Daniel Moyano, El vuelo del Tigre, en el que escribió esta dedicatoria:

“Para Miguel, agradecida, porque me causó la gozosa pena de haber conocido al autor”.

 

***

Historia de un libro
Y para los que aún no hayan leído esta aventura vivida con João Guimarães Rosa y su libro: Gran Serton. Veredas quiero volver a recordarla porque ha sido una auténtica aventura digna de este libro: https://www.zendalibros.com/historia-de-un-libro/

La entrada Historias de libros aparece primero en Zenda.

Rastros de vida

$
0
0

El material de los sueños, de Santiago Roncagliolo, explora las fricciones entre la realidad y la ficción, a menudo con repercusiones difusas en ambos terrenos. Pero esta obra no se limita al cine: también la música, la moda y la cultura pop están repletas de historias en las que se agrietaron las fronteras entre el arte y la realidad. Lo cuenta su autor de primera mano para los lectores de Zenda. 

 

Hace unos años, mi novela Pudor fue llevada al cine. Pero en la adaptación a la gran pantalla, me quitaron el sentido del humor y el sexo duro.

"Los artistas debemos producir emociones: una novela o una película que no causen sentimientos no sirven de nada"

La historia original —una radiografía de la intimidad de una familia— estaba teñida de humor negro e incluía encuentros amatorios bastante explícitos. La película, bajo la dirección de Tristán y David Ulloa, cargaba las tintas en el drama y pasaba con más discreción por los pasajes eróticos.

Y sin embargo, aunque filtradas, ahí seguían las anécdotas, los retazos vitales, las piezas del rompecabezas que yo había ensamblado para el papel: mi abuela y sus problemas de memoria, que en el libro se había convertido en abuelo, y en la película tenía acento español. Mi gato, que en el libro cargaba con una dosis importante de comedia, y ahora apenas aparecía en un par de planos.

Era mi historia, pero contada por directores de otro país, con otras experiencias, con otra mirada. Todos sus elementos habían llegado al final, pero transfigurados, o más bien, reorganizados.

"Durante más de una década, he investigado para El País y Vanity Fair sobre lo que los artistas viven mientras producen sus obras"

Los artistas debemos producir emociones: una novela o una película que no causen sentimientos no sirven de nada. Pero para emocionar a los otros solo contamos con nuestra propia sensibilidad. Incluso para narrar la misma historia, cada mundo interior es único. Toda obra de arte parte de una pretensión bastante desvergonzada de su autor: “Lo que me conmueve a mí debe conmover a los demás”.

Mi libro El material de los sueños persigue esas sensibilidades. Durante más de una década, he investigado para El País y Vanity Fair sobre lo que los artistas viven mientras producen sus obras: sobre las emociones que usan para emocionarnos.

Algunas de esas historias las construí cruzando biografías de los grandes nombres del cine. Por ejemplo, el relato del delirante rodaje de Lolita. Su director, Stanley Kubrick, era un obsesivo. Controlaba cada detalle de sus producciones. Y en los años cincuenta, la historia de un pederasta era toda una provocación. Una de las actrices incluso pidió permiso a su párroco para aparecer en la cinta. Pero a Kubrick no le importaba nada: engañó al autor de la novela, manipuló la censura, torturó a sus actores. Solo le interesaba exprimir de este mundo todo lo que necesitase para crear su propio mundo.

"Leído de principio a fin, El material de los sueños narra setenta años de show business: el desarrollo de una industria que empezó limitada a las pantallas y el escenario pero acabó devorando todo"

En otras ocasiones, los creadores lucharon contra sí mismos: Marlon Brando, en un momento de parálisis de su carrera y caos de su vida personal, encontró en El Padrino un flotador para no hundirse en el desánimo. David Bowie huyó a Berlín en plena Guerra Fría para dejar de ser una estrella de rock cocainómana y volver a ser un artista.

Con los artistas vivos disfruté más, porque pude tener contacto directo: pasé dos semanas bailando con el Circo del Sol, viviendo como uno de sus artistas, para descubrir por dentro uno de los espectáculos más maravillosos del mundo. Compartí una noche con el equipo de Apocalipsis REC grabando persecuciones zombies en un siniestro barco abandonado. Asistí a la primera vez que Isabel Coixet presentó una de sus películas ante sus actores, y fui testigo de la conexión íntima que se había generado entre ellos.

"Leído a saltos, picando de historia en historia, El material de los sueños cuenta los momentos en que se produce el milagro"

Leído de principio a fin, El material de los sueños narra setenta años de show business: el desarrollo de una industria que empezó limitada a las pantallas y el escenario pero acabó devorando todo: la vida privada, la política, la literatura. Las últimas historias cuentan cómo Lady Di inventó el reality show y lo pagó con su vida. Cómo Mario Vargas Llosa trata de resistirse a ser pasto de la prensa del corazón. O como la it girl Elena Perminova puede convertir su propia vida en un espectáculo con millones de espectadores en Instagram.

Leído a saltos, picando de historia en historia, El material de los sueños cuenta los momentos en que se produce el milagro. Desnuda a los creadores mientras convierten su universo interior en sonidos e imágenes capaces de transformar el universo interior de los demás. Viaja a los puntos de contacto que se producen entre el arte y la realidad. Y nos enseña los rastros de vida que se han quedado pegados, como por descuido, a los espectáculos que nos han hecho soñar.

—————————————

Autor: Santiago Roncagliolo. Título: El material de los sueños. “Historias del cine y del espectáculo”. Editorial: Arpa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada Rastros de vida aparece primero en Zenda.

Llevo puestos mis dos ojos

$
0
0

1. En 1959 la revista Successo encarga a Pier Paolo Pasolini un reportaje sobre las playas italianas. Desde Ventimiglia a Trieste. En aquel momento, el magnífico escritor aún no se había convertido en el excelente cineasta a quien debemos obras como Accattone (1961), Mamma Roma (1962), El evangelio según san Mateo (1964), Pajaritos y pajarracos (1965), Edipo Rey (1967), Teorema (1968), Medea (1969), El Decamerón (1970), Los cuentos de Canterbury (1972), Las mil y una noches (1973) y Saló o los ciento veinte días de Sodoma (1975). Sin embargo, ya había publicado un poemario tan excelente como Las cenizas de Gramsci (1957) o la novela Chicos del arroyo (1955): a causa de este libro será procesado bajo la acusación de obscenidad. No será la única vez en su vida.

2. Todos estos datos aparecen recopilados y ordenados en el instructivo Apéndice de esta edición que también incluye una carta, absolutamente ejemplar en su argumentario y en su valentía, en respuesta a la manipulada indignación que suscita un párrafo de La larga carretera de arena: “Y ahí, tras una extensión de dunas amarillas, en una especie de altiplano, Cutro. Lo veo sin parar el coche, pero es el lugar que más me impresiona de todo este largo viaje. Es, ciertamente, el pueblo de los bandidos, tal y como aparece en ciertos westerns.” En el centro de la tormenta siempre, Pasolini, diana de los escándalos y las provocaciones, comunista y homosexual, fue asesinado por un chico de diecisiete años en 1975.

"La lección y el gozo pueden aplicarse a la literatura y al cine pasolinianos"

3. En una servilleta manuscrita, recogida en este volumen aparentemente humilde pero precioso e intenso, se puede leer: “Salgo. Llevo puestos mis dos ojos”. Y vaya si los lleva puestos. La larga carretera de arena es una gozosa lección de cómo mirar para que los otros vean. La lección y el gozo pueden aplicarse a la literatura y al cine pasolinianos. A las dos artes como materias narrativas escritas a través de la sensorialidad de la imagen: en la literatura la imagen se levanta de la página y el lenguaje delinea los contornos de lo que ya no se ve por incómodo, sobrenatural o excesivamente doméstico. En el cine, la imagen revela y vela: en algunas veladuras, en algunos borrones, está la carta robada de Poe que le da sentido a todo. El subrayado.

4. Acaso “las cartas robadas” de este texto se escondan a lo largo de un recorrido por los perfiles de la bota de Italia. En los repliegues cartográficos habita el destello glamuroso —Greta Garbo en Ravello— y el borrón de un subproletariado que sorprende a Pasolini en la última playa italiana: Lazaretto, en el norte. Parece un espacio del sur más deprimido. “Aquí termina Italia, termina el verano”. Los ojos que Pasolini lleva puestos —como las gafas del doctor T.J. Eckleburg en El gran Gatsby— han recorrido la bota a mitad de muslo de la península itálica con una euforia pegadiza hasta llegar a este punto pintado con colores feos para describir lo feo. Con una insistencia en lo precario y lo sucio próxima a una estética feísta que contrasta con el resto de La larga carretera de arena. El escritor boloñés decide cerrar su reportaje con estos ojos de botella medio vacía. Lúcidos y elegiacos. Ceniza. Pero también resurrección. O mejor: resucitación a cargo de la mano de las mujeres y los hombres de buena voluntad e inmejorable cabeza.

"Resulta curioso intuir cómo los ojos de cristal de Pasolini van siendo progresivamente menos ingenuos en la medida en que se acerca a sus orígenes"

5. En Venecia, el escritor participa en una conversación con dos pintores famosos. Los lectores asistimos a un intercambio de opiniones sobre el turismo de masas frente al turismo aristocrático. Resulta curioso intuir cómo los ojos de cristal de Pasolini van siendo progresivamente menos ingenuos en la medida en que se acerca a sus orígenes. La mirada naif de ese niño que quiere que la noche se haga muy corta para volver a jugar al día siguiente muta hacia la mirada entrecerrada —casi como en El chino del dolor de Peter Handke— de quien es sensible a lo bello, pero también a las catástrofes y a la aberración estética. La distancia cómica se congela en farsa cuando Pier Paolo Pasolini regresa a su territorio y no mira por primera vez, sino por segunda. La mirada entonces reconoce y percibe las fallas de cada restauración.

6. En Ravello Pasolini persigue al fantasma de Greta Garbo, pero no consigue grabar ni un solo plano con la actriz sueca. Ni un solo plano literario. En Isquia, Pier Paolo se interesa por el conde Visconti y los trabajadores del servicio le dan datos. Le ponen caramelitos en la punta de la lengua. Cuando por fin coinciden el gran Luchino le dice: “¡Me han dicho que me buscaba Patrolini!”. Cada interferencia en estilo directo se salpica de un fino sentido del humor.

7. Pratolini mira para escribir y sabe que escribir es una forma de mirar. Incluso de ver. “Nada es nunca tan bonito como uno espera y todo es más bonito de lo que uno espera”. También es cierto que algunas veces la vista nos engaña y el entusiasmo cede a la sorpresa y al desencanto. Ahí y en nuestras limitaciones de comprensión —en el sentimiento del ridículo ajeno y del propio— la vista se aparta, más molesta que jocosa, y eclosiona lo grotesco: el joven musculoso que protegía con su espalda de personaje de la Capilla Sixtina el cuerpecillo baboso de una alemana dura y correosa, insignificante, fea —la califico con todo lo que Pasolini me sugiere—, al levantarse resulta más bajo de lo previsible, más gordo. Un tapón. Me acuerdo de un capítulo de Joyce en el Ulises: Leopold Bloom se masturba mientras observa a una chica muy bella que está sentada en la playa. Cuando la chica se levanta, resulta que es coja. En el corazón y las gónadas de Leopold el desencanto y el placer se funden. Solo en el claroscuro reside la fascinación. Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja. Quevedo, Pratolini, Joyce. Calambures, caleidoscopios, vistas de refilón, perspectivas engañosas que nos dicen toda la verdad.

8. La soledad del que viaja solo se rompe con las voces —anónimas y famosas— de quien se cruza en el camino. La observación de todo lo externo repercute en lo interno, y lo interno es el punto de partida para recibir los nuevos estímulos: al comienzo de estas páginas, una vivisección de Pasolini nos dejaría contar las palpitaciones de un corazón alegre que quiere “morir de alegría en Siracusa” y no morir en paz como pretendía Lawrence en Ravello. Pasolini es un hombre entusiasmado: “Como un niño, no veo la hora de que amanezca. ¡Noche, acábate pronto!”.

"Nadie como él refleja la alegría de vivir con sus rincones oscuros"

9. “Como un niño, no veo la hora de que amanezca…” No sé si hay un modo más preciso y más hermoso de expresar la impaciencia, el entusiasmo, las ganas de jugar y de aprender. Tampoco sé si hay una expresión más pasoliniana que esta: “La sonrisa de los jóvenes que regresan del trabajo atroz”. Buscador de imágenes y de maneras de decir que combinan una alegría de vivir salvaje y una conciencia triste, grotesca, sobre la mítica del proletariado, y sobre el formol maligno de la burguesía rampante. Las cenizas de Gramsci. Teorema. Jóvenes, trabajo. Sonrisa, atroz. Jugar con las palabras nunca fue un juego.

10. Correcciones a la mítica del proletariado al que Pasolini defiende a muerte, al margen de todo infantilismo: “Rávena, isla, área marginal y por tanto conservadora”. Los obreros votan a los partidos de derechas. La izquierda vive en los barrios semi-ricos. La clase media protagoniza las novelas de don Benito Pérez Galdós.

11. En La larga carretera de arena Pasolini escribe una estrofa más de su canción sobre el glamur y el lumpen. La duda se instala en nosotros al preguntarnos en cuál de los dos espacios habita la luz. El artista boloñés, en cada película, en cada libro, pasa el filo de su bisturí por nuestras contradicciones. Sexuales. Sociales. Políticas. Económicas. Culturales. Nadie como él refleja la alegría de vivir con sus rincones oscuros. ¿Recuerdan Edipo Rey, Las mil y una noches, este mismo libro aparentemente sencillo y de una complejidad estremecedora? Nadie como él encarna la denuncia de las morales dobles y la ética de la crueldad. ¿Recuerdan Saló? Yo no quiero. No puedo soportarlo.

12. La vida está en la mierda, en las ortigas, en la radical luz del sol. Radical viene de rayo. Pasolini habla de la naturaleza y de lo bello. De su alegría y de sus mutaciones. Nos reconcilia con ese arte, esa escritura —fílmica o caligráfica— que se sitúan en el extremo opuesto del cansancio, la saturación y las vanidades del campo cultural. A Pasolini parece que no le importa que no le hayan concedido el premio Strega. Se lo han dado a Lampedusa a título póstumo. Seguro que Pier Paolo pensó que la cosa podría haber sido mucho peor. Después de leer este libro, hago un recuento de la cantidad de pensamiento que malgasto en soberbia cada día: un sarao, un premio, un insulto, un elogio, un mimo, una adulación. Me corrijo. Hay cosas mucho más importantes en las que pensar. Quiero pensar en los dibujos de la sombra sobre la superficie de un acantilado y sobre los niños que se quedan a comer en la escuela. Y, sin embargo, no podemos ser ingenuos. Ni puros. Ni simplificadores. Ni siquiera completamente felices.

"Es sensible a la belleza femenina, pero es mucho más sensible a su fealdad"

13. La vida está en la mierda, en las ortigas, en la radical luz del sol. Radical viene de rayo. Pasolini habla de la naturaleza y de lo bello. Pero también habla de un país y de las formas de ganarnos la vida: “La belleza genera directamente riqueza”. El artista boloñés es un antropólogo, un sociólogo, un economista.

14. Cuando llega al sitio deseado, el maestro de escritores de artículos de viajes decide perderse. Intuir el lugar, perder el tiempo para conocer el espacio. Con los ojos felinamente entornados que de repente se abren o se cierran del todo por efecto de una luz oscura o brillante. No sabemos qué uso le habría dado Pasolini a un GPS. Posiblemente ninguno.

15. Experimento la tentación, profundamente burguesa, de viajar a Italia para reproducir, punto por punto, las escalas que propone La larga carretera de arena. Si tuviera dinero, lo haría. No tengo dinero. Así que vuelvo a meterme dentro de estas páginas, a vivirlas con toda la intensidad turística y filosófica de la que soy capaz, y me doy cuenta de que aquí se habla de cultura, paisajes, monumentos, personas —de arriba y de abajo—, urbanismo… Pero se habla muy poco de comida. Solo se menciona con gusto el alimento en una visita a una villa friulana. Cuánto hemos cambiado. Ahora todos aspiramos a ser sofisticados gourmets, crudívoros, amantes de la cocina a baja temperatura, rescatadores de las raíces populares del cachopo o del mar y tierra. Pasolini no, no era un asceta. Pero acaso ponía por encima del comer otros placeres, acaso más prohibidos. Disfruta contemplando a los muchachos. Es sensible a la belleza femenina, pero es mucho más sensible a su fealdad.

"La larga carretera de arena nos cuenta cómo se construye una mirada"

16. Las mujeres “piensan en su futuro como madres tras la breve tragedia del amor, que está al llegar”. Qué ojo. Qué precisión. Illo tempore y aún. Las mujeres se bañan y, frente a ellas, Pasolini se detiene en el bullicio de “la hélice del sexo” de los hombres. Estamos inmersos —e inmersas— en la fiebre del homoerotismo grecolatino. En estas páginas y en estas costas resulta de lo más lógico y natural.

17. Cierro con algunas observaciones estilísticas que me llevan a admirar profundamente la literatura y el cine de Pier Paolo Pasolini. Sus concomitancias. Funde el artista, como nadie, lo sublime y lo doméstico para construir lo humano: el sobrecogimiento que siente al observar el mar Jónico se combina con los camiones adornados con pegatinas de “¡Dios, ayúdanos!”. El clímax y el anticlímax convergen en un punto y su fusión es un instrumento óptico, emocional, intelectivo.

18. “Dunas imaginadas por Kafka”. También ver es haber leído. Las descripciones culturalistas de Pasolini son aproximaciones librescas a la comprensión, al disfrute, a la apropiación sentimental del mundo. Interpretar es un modo de colonizar. La larga carretera de arena nos cuenta cómo se construye una mirada.

———————————

Autor: Pier Paolo Pasolini. Título: La larga carretera de arena. Traducción de David Paradela López. Editorial: Gallo Nero. 2018. 150 páginas. Venta: Fnac y Casa del libro

La entrada Llevo puestos mis dos ojos aparece primero en Zenda.

Esquirlas de plata y plomo

$
0
0

«La gente todavía no se ha enterado de que la muerte y la vida van siempre de la mano», afirma categórica mi amiga Pilar Alonso.

Tierra, silencio, caos, oscuro. Vivimos perennemente dominados por contradicciones. Qué importante es que así sea, que las pasiones y desafectos nos posean.

Vivimos en una disconforme espera, en un continuo riesgo de sacudida. Julio.

Muchos teatros mudan la piel para sus nuevas temporadas. Mudan la piel para mudarnos el ánimo. Cargan bobinas. Hacer teatro es enhebrar, en esa aguja del tiempo presente, todas las conjugaciones de la vida.

Qué importante es que las esquirlas de plata y plomo nos atraviesen desde un escenario. Oh, palabras. Qué importante que nos provoquen y nos despierten, que nos exciten y nos vapuleen. Qué importante que nos activen, que no nos dejen inmunes a las circunstancias.

Y, qué triste, también, que sin esas esquirlas de plata y plomo no ocurra nada. Que nada nos conmueva, que nada nos avasalle. Sólo las palabras.

Esquirlas de plata y plomo en pequeñas salas como La noche justo antes de los bosques de César Barló, en microteatro (Muerte a escena), en proyectos kamikazes que me llenan siempre el alma (gracias), que me transportan a la niñez (Ilusiones, bellísimas y oníricas, por Miguel del Arco), en autores que proyectan en presente la historia de mi pasado (Los mariachis de Remón) y tantos otros que han hecho lo imposible por impedir que dejásemos de sentir.

Conozco estos últimos años a teatreros. Gente dispar (Pilar Alonso, que lanza aforismos sobre la vida y la muerte, Bea López, Sergi Márquez…) que encuentra en la cuarta pared el refugio ante la locura.

Me reconozco en teatreros, por un tuit, una sentencia de madrugada, una corriente de afinidades que nos hace creer más en Shakespeare o en Lorca que en el IBEX, confiar más en Fabre que en los datos de la prima de riesgo. Afinidades.

Nuevas temporadas se anuncian. Llega un nuevo baile de abonos, de citas en la agenda, de desear danza y teatro, de experimentar con las nuevas dramaturgias. Septiembre. Esquirlas de Boadella (El sermón del bufón), Pascal Rambert (Hermanas), Peris-Mencheta (Lehman Trilogy), Israel Elejalde (La resistencia), Alberto Conejero (La geometría del trigo), Jose Padilla (Dados), Víctor Conde (Venus), Rigola (Un enemigo del pueblo), Liddell (La letra escarlata), Carlota Ferrer (El último rinoceronte blanco), Pablo Messiez (La otra mujer), Miguel Del Arco (Jauría), Gon Ramos (Suaves), Portaceli (Jane Eyre, Mrs. Dalloway), Lima (Moby Dick, El pan y la sal), Jan Fabre (The Generosity of Dorcas), Gerardo Vera (Rojo), David Serrano (Port Arthur), Sanzol (Luces de Bohemia), Bieito (Obabakoak), Juan Mayorga (El mago), Íñigo Guardamino (Metálica, Monta al toro blanco), Natalia Menéndez (Tres sombreros de copa), Ramón Paso (Otelo a juicio), Tolcachir (La omisión de la familia Coleman) o Jaroslaw Bielski (Alguien voló sobre el nido del cuco). Llega de nuevo el debate, la deseada conjunción de espacios —públicos y privados— y proyectos, la necesidad de becas y subvenciones para espacios y creadores.

Tierra, bullicio, orden, luz. Abramos, en nosotros, nuevos espacios y nuevos tiempos para recibir, otra vez, abrazos y sacudidas, para esquirlas de plata y plomo atravesándonos el pecho desde el escenario. Oh, palabras.

Imagen: Vanessa Rábade

La entrada Esquirlas de plata y plomo aparece primero en Zenda.

Luis Alberto de Cuenca

$
0
0

Conocí a Luis Alberto de Cuenca, en persona, por una entrevista que realizamos para esta web el periodista Jesús Fernández Úbeda y yo.

Me pareció una persona interesantísima. Necesitaba retratarle de manera más íntima y conocer algo más de su gran mundo.

Tener el placer de estar en su gran y singular biblioteca ha sido una experiencia maravillosa.

Luis Alberto, además de ser una persona extremadamente culta y trabajadora, es un gran coleccionista de la “alta cultura y la cultura popular” como él mismo me ha comentado.

Amable y divertido, conversamos largo rato sobre sus objetos fetiche, su trabajo y su gran amor por los libros. 

Para saber más de Luis Alberto:

Doctor en Filología Clásica, es Profesor de Investigación en el Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo (CCH, CSIC). Ha sido Director de la Biblioteca Nacional (1996-2000) y Secretario de Estado de Cultura (2000-2004). Es Académico de número de la Real Academia de la Historia desde 2010 y Presidente del Real Patronato de la Biblioteca Nacional desde 2015.

Obtuvo en 2013 el Premio “Julián Marías” de Investigación en Humanidades por el conjunto de su obra filológica, y en 2016 el Premio “Antonio de Sancha” a su labor por la difusión del libro y de la lectura.

Como poeta ha publicado, entre otros libros, La caja de plata (Premio de la Crítica 1985), La vida en llamas (Premio Ciudad de Melilla 2006), El reino blanco (2010), Cuaderno de vacaciones (Premio Nacional de Poesía 2015) y Bloc de otoño (2018). Por su obra poética se le concedieron el Premio de Literatura de la Comunidad de Madrid (2006) y el Premio de las Letras “Teresa de Ávila” (2008).

Entre sus libros de ensayos figuran El héroe y sus máscaras (1991), Las cien mejores poesías de la lengua castellana (1998), Señales de humo (1999), Libros contra el aburrimiento (2011),  Palabras con alas (2012), Los caminos de la literatura (2015) y Libros para pasártelo bien (2016).

Asiduo traductor al español de lenguas clásicas y modernas, obtuvo el Premio Nacional de Traducción correspondiente a 1989 por su versión del Cantar de Valtario, de autor latino anónimo (siglo X). Ha traducido también a Walpole, Cazotte, Villiers, Nodier, Nerval, Keats, Tennyson, etc. Ha editado críticamente a Euforión, Eurípides, Rubén Darío, etc. 

Diosas, Santas y Malditas, de Alfredo Arias

En este libro todo esta construido para el placer del lector, con ese rigor alegre y chispeante que tienen los grandes libros de ensayo, y tengo que pensar en libros de ensayo tan importantes y arrebatadores como El héroe de las mil caras de Joseph Campbell o la mismísima Rama dorada de James George Frazer, para deducir el placer que he obtenido con la lectura de Diosas, Santas y Malditas, de Alfredo Arias.

La entrada Luis Alberto de Cuenca aparece primero en Zenda.

Nota biográfica, de Gloria Fuertes

$
0
0

Es uno de sus poemas más conocidos y celebrados. Incluido en el libro Antología y poemas del suburbio. A continuación, puedes leer Nota biográfica, de Gloria Fuertes.

Nota biográfica
 
Gloria Fuertes nació en Madrid
a los dos días de edad,
pues fue muy laborioso el parto de mi madre
que si se descuida muere por vivirme.
A los tres años ya sabía leer
y a los seis ya sabía mis labores.
Yo era buena y delgada,
alta y algo enferma.
A los nueve años me pilló un carro
y a los catorce me pilló la guerra;
a los quince se murió mi madre, se fue cuando más falta me hacía.

Aprendí a regatear en las tiendas
y a ir a los pueblos por zanahorias.
Por entonces empecé con los amores
–no digo nombres–,
gracias a eso, pude sobrellevar mi juventud de barrio.
Quise ir a la guerra, para pararla,
pero me detuvieron a mitad del camino.
Luego me salió una oficina,
donde trabajo como si fuera tonta
–pero Dios y el botones saben que no lo soy–.

Escribo por las noches
y voy al campo mucho.
Todos los míos han muerto hace años
y estoy más sola que yo misma.
He publicado versos en todos los calendarios,
escribo en un periódico de niños,
y quiero comprarme a plazos una flor natural
como las que le dan a Pemán algunas veces.

La entrada Nota biográfica, de Gloria Fuertes aparece primero en Zenda.


Zapatos de tacón italiano, de Magdalena Tulli

$
0
0

Zapatos de tacón italiano, novela de la escritora polaca Magdalena Tulli publicada por Rayo Verde, es una historia íntima y conmovedora, basada en elementos autobiográficos, protagonizada por una mujer que regresa a casa para cuidar de su madre. Zenda ofrece el comienzo este libro que, según William S. Merwin, es increíble, bonito, profundo y pone en duda los géneros literarios convencionales.

 

Imaginar una situación límite es lo más fácil del mundo.

Durante años hemos practicado esta habilidad, a diario por la mañana, sentados a una mesa cubierta por un hule a cuadros, junto a nuestros platos de sopa de leche. Colocábamos acertijos bajo nuestros pies, como si fuéramos esos espías norteamericanos que al parecer están entrenados para lanzar sobre los civiles bombas en forma de preciosos bolígrafos de colores a los que nadie se puede resistir. Por ejemplo: si estuvieras en medio del mar en una barca que se hunde por exceso de peso, ¿a quién tirarías por la borda: a tu hermano o a tu hermana? Los acertijos no tenían soluciones fáciles y cuando alguien empezaba a manipularlos explotaban y herían los sentimientos dolorosamente.

El lugar donde vivían nuestras familias era tranquilo en apariencia, pero estaba minado por el miedo y la ira contenida, y lleno de un nerviosismo indefinido, una tensión más o menos palpable que con facilidad encontraba una vía de escape en escenas de agresividad y humillación. Algunos afirman ahora que su infancia fue apacible, pero si se les pregunta por esos acertijos incluso ellos aportan montones de ejemplos. Éramos demasiado pequeños para saber de qué sucesos habían surgido nuestros tormentos, dieciséis años después del final de una guerra que se perdió. Dieciocho años después de Yalta, donde nuestro destino se había decidido de antemano, antes de que naciéramos. Dieciocho años eran para nosotros una eternidad y la eternidad resulta inconcebible. Stalin ya había muerto, pero Hitler seguía gozando de excelente salud. Nos enviaba a alemanes que salían de los sueños de padres y madres y que, por la mañana, cuando nos sentábamos frente a los platos de sopa de leche, marcaban el tono de nuestra pequeña frustración, alimentada por una frustración más profunda y más extensa, omnipresente como una corriente de agua subterránea, o más bien como regueros de hiel fluyendo bajo la superficie.

—¿Y quién ganó la guerra? —tuve que preguntar, porque al principio ni siquiera conocía ese dato.

—Los alemanes —dijo alguien.

—¿Qué dices? Los alemanes perdieron —replicó otro mejor informado.

Al parecer, los alemanes primero ganaron y luego perdieron, y los rusos al revés: perdieron primero y vencieron después. Nuestro país perdió tanto al principio como al final, cosa que nos veíamos obligados a tragar junto con la asquerosa nata que se formaba en la sopa de leche con fideos, algo pasada de cocción. Nuestro país tiene esa particularidad: nunca gana. Y de algún modo ya entonces lo notábamos a través de la piel. Nunca gana, pero, tal y como nos sugerían con insistencia en el parvulario, lo amábamos más que a nuestra propia vida. Por alguna razón ya entonces sospechábamos que negarnos a ello quedaba descartado. Pero si nuestro país siempre perdía, cabía la posibilidad de que nos preguntáramos con inquietud si no sería peor que otros países. O si nosotros mismos…

Por eso es mejor volver a los acertijos. Por ejemplo: ¿qué harías si unas figuras borrosas, con las cabezas quizá en forma de hervidor de agua, y conocidas con el nombre de alemanes, estuvieran persiguiendo a tu familia y pudieras esconder a todos sus miembros salvo a uno? Las emociones turban la mente, así que es mejor observar la cuestión desde la distancia. Quien observa desde la distancia tiene en cuenta la medida y el peso de los asuntos, además de una consciencia, digamos, divina. No se estremece y no se le llenan los ojos de lágrimas. Su tarea es la más sencilla del mundo: debe decidir quién queda con vida. ¿La madre o el padre? ¿O puede que alguno de los niños? Mala idea, los niños aman con mucha insistencia, no se desalientan, no se los puede apartar. No pienses que te vas a librar de esto. Hagas lo que hagas, tu decisión te acompañará siempre.

Hagamos esta otra pregunta: ¿saltarías a un pozo negro si los alemanes te fueran a perdonar la vida por hacerlo? Una decisión difícil, porque un pozo negro es repugnante y apesta, y los alemanes pueden engañarte. No te creas que van a permitir que salgas chorreando inmundicias. No se quedarán mirando tranquilamente cómo te marchas, dejando un rastro nauseabundo. Quien salta a un pozo negro puede darse por muerto en el acto, incluso aunque le hayan prometido una montaña de oro. Olvídate de inmediato de esas promesas que te han hecho antes de embadurnarte. Pero si lo que está en juego es la vida, ¿no te dicta la razón intentarlo al menos, para no arrepentirte, una vez muerto, de haber desperdiciado tu única oportunidad? Por esa razón lo más probable es que te dejes enredar y que te disparen cuando salgas del pozo. Te desangrarás hasta morir o bien te ahogarás, una agonía que se prolongará durante largas horas, puedes imaginarlo de antemano. Pero si se te ocurre eludir la respuesta, entonces permanecerás durante largos años junto a ese pozo negro, con un fusil apuntándote. Y la cosa no acabará hasta que no digas si prefieres hundirte en la porquería, primero con una vaga esperanza en el corazón y luego desesperado porque te habrán engañado, o si eliges directamente una limpia y segura bala en la cabeza. Llegado el caso, y aunque el reglamento no lo mencione, uno puede optar por lanzar una moneda al aire. ¿Cara o cruz? Que decida la última instancia: el azar. Allí de pie, con los cañones vueltos hacia ti, rebuscas en la cartera, pasas una a una las tarjetas de crédito, pasas los billetes, y al final te despiertas sudando: no tienes monedas, ni una sola.

Pero, a fin de cuentas, la guerra ya había acabado, y no el día anterior ni hacía un año. No importaba quién la hubiera ganado: los que recordaban la vida de antes de la guerra deseaban seguir viviendo igual que entonces. Nadie tenía fuerzas para aguantar nuevos sufrimientos. Algunas personas habían desaparecido y las demás empezaron a apañárselas sin ellas. Por lo visto no hay gente insustituible. Aunque tras la guerra perdida todo se volvió más complicado. Las piezas con las que nuestras familias debían recomponer sus vidas estaban torcidas e incompletas. Todo lo que hubiéramos construido con ellas se habría venido abajo. Quedó prohibido recordar tiempos mejores y si alguien no podía olvidarlos era mejor que se ocultara bajo tierra, que desapareciera de la vista de los omnipresentes retratos de los dignatarios, en lugar de intranquilizarlos y ofenderlos con su presencia.

Algunos padres trataron de olvidar y otros desaparecieron de la vista. Mi padre era el único que no necesitaba olvidar nada ni esconderse. No es que él fuera mejor que otros padres, pero sí lo era el mundo del que había venido. Mi padre vivía en este país con derechos especiales, llevaba un pasaporte extranjero en el bolsillo.

Se podría decir que se encontraba aquí por pura casualidad. Parecía haber caído de la Luna y por eso no dejaba de sorprenderse por cualquier cosa. Hasta cuando aguardaba en la parada del tranvía, se esperaba que lo hiciera con infinita paciencia y sumisión, cosa que resultaba inconcebible en él. A los organismos encargados de arreglar esto o aquello siempre les faltaba la tuerca o la junta necesarias, la herramienta adecuada o la firma pertinente. Antes o después, cualquier proyecto sensato resultaba imposible de realizar. Por lo visto, durante los primeros años mi padre observó estupefacto esa omnipresente falta de resolución. «¿Por qué no es posible fabricar una junta? ¿Por qué no se puede implantar una norma?», preguntaba con las cejas enarcadas en una lengua que le era extraña. La gente de aquí conocía la respuesta, pero preferían callar por prudencia. Y, aunque envidiaban sus derechos especiales, lo miraban con lástima: un hombre hecho y derecho, pero no se entera de nada.

Aquí al principio todos contaban con recibir alguna compensación, algo que los consolara por todo lo que habían sufrido durante la guerra. Pero tras la guerra al águila del escudo le quitaron de inmediato la corona de la cabeza, circunstancia que ya nos daba una idea de la manera en que nos iban a tratar. Algunos buscaron amparo en la subordinación: aceptaron cortar por lo sano con lo evidente y sólo levantaban la mano en las reuniones, cuando votaban como si se lo ordenaran, todos a favor y ninguno en contra. Ellos al menos sabían que no estaban solos, porque sus voces se fundían para formar un potente coro. Otros creían sólo en el mercado negro, que funcionaba a escondidas, alimentado por una confianza deficitaria que venía de antes de la guerra y por los dólares americanos, aunque al parecer quien los tuviera se arriesgaba a acabar en el patíbulo; y también por la ropa que enviaban las familias desde el extranjero y por los objetos que algunos habían logrado salvar de la conflagración, a los cuales se podía calificar como «de preguerra», expresión que significaba poco menos que «auténtico», al igual que el adjetivo «extranjero». El mero hecho de desear tener objetos auténticos ya se consideraba inadmisible. No era casual que no se los encontrara en las tiendas: la industria estatal, cuya deficiente y enloquecida producción se presentaba jactanciosamente en los periódicos como la prueba de nuestra victoria sobre la inseguridad y el desaliento, no era capaz de suministrarlos.

Estando en el parvulario conocí la goma de mascar. Llegó hasta mí a escondidas, procedente de un paquete que venía del extranjero y que había superado la frontera de los mundos contra todo pronóstico. Me enteré de la existencia de los chicles cuando un negociante novel —sobrino de un tío mío que había pertenecido a un ejército no reconocido por las autoridades— me regaló uno en un rincón oscuro junto al guardarropa.

—Escóndelo —me dijo—. No está permitido tenerlo. Si lo ve la señorita, te lo quita.

El blanco ligeramente brillante del envoltorio era inmaculado y el azul marino de las letras tenía una saturación y una pureza poco frecuentes. A través de él se filtraba un aroma excepcional que portaba una promesa: hablaba vagamente de que la vida podía ser muy distinta de como nos parecía en el parvulario. No sabía para qué servía el chicle, pero me extrañó que estuviera prohibido tenerlo.

Ese día, antes de la merienda, en aquel mismo rincón oscuro junto al guardarropa me asaltaron dos chicos, más avispados que la señorita y que como ella observaban lo que pasaba de mano en mano, aunque por motivos diferentes.

—¡Dame el chicle! —dijo uno mientras me retorcía la muñeca.

—————————————

Autor: Magdalena Tulli . Título: Zapatos de tacón italiano. Editorial: Rayo Verde. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada Zapatos de tacón italiano, de Magdalena Tulli aparece primero en Zenda.

Bola de sebo, de Guy de Maupassant

$
0
0

El escritor francés expone, con fina ironía, la decadencia e hipocresía de la sociedad francesa en este relato ambientado en la época de la guerra franco-prusiana. A continuación, puedes leer Bola de sebo, de Guy de Maupassant.

Bola de sebo, de Guy de Maupassant

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejercito derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios, impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos, iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón, tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, en el único sostén de la Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Se dijo por entonces que los prusianos iban a entrar en Rúan.

La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un gazapillo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, en tres leguas a la redonda, desaparecieron de repente.

Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Port—Audemer por Saint—Sever y Bourg—Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con los jirones de un ejercito deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos por el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.

La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoque de las fachadas.

La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.

En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por donde, y atravesaron al galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaban por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejercito victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.

Las voces del mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus viviendas, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los de sus bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejercito victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedores y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.

Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Se veían obligados los vencidos a mostrarse atentos con los vencedores.

"En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo le trataban que retenían todas las noches al alemán de tertulia junto al hogar, en familia"

Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnó verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿ A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quiénes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Rúan, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba —escudándose para ello en la caballerosidad francesa— que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo le trataban que retenían todas las noches al alemán de tertulia junto al hogar, en familia.

La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules que arrastraban con arrogancia sus chafarotes por las aceras no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.

Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos, muy lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.

Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar: eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos de otro.

A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río, hacia Croisset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al agua de un empujón desde lo alto de un puente. El fango del río amortajaba esas oscuras venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.

Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.

Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidades que les atribuían y afirmaban su fama de crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.

Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.

Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro caballos para diez personas, previamente inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.

Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.

A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.

Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.

—Voy con mi mujer —dijo uno.

—Yo también.

—Y yo.

El primero añadió:

—No pensamos volver a Rúan, y si los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.

Los tres eran de naturaleza semejante, y sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.

Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito, llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de hombre, dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con una brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.

Se cerró de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.

Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido, entrecruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.

El hombre reapareció, con su linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar la segunda bestia, reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve, y les dijo:

—¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?

Sin duda no se les había ocurrido, y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; enseguida, otras formas borrosas y arropadas, fueron instalándose como podían sin hablar ni una palabra.

En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con un carbón químico, y mientras los preparaban, charlaron a media voz; cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.

Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:

—¿Han subido ya todos?

Otra contesto desde dentro:

—Sí; no falta ninguno.

Y el coche se puso en marcha.

Avanzaba lentamente, lentamente, a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo del mayoral restallaba sin reposo, volteaba en todos sentidos, arrollándose y desarrollándose como una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo mayor.

La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del campo, donde aparecía, ya una hilera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.

A la triste claridad de aurora lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.

Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.

Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.

Tanto como sus bribonadas, se comentaban también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es insustituible”.

De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.

Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.

Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamadon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre “con armas corteses”, que así calificaba el mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.

Sentada frente a su esposo, junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.

Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la condesa Hubert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su naturaleza semejante con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.

Colega del señor Carré-Lamadon en la Diputación provincial representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.

Las posesiones de los Brevilles producían —al decir de las gentes— unos quinientos mil francos de renta.

"Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas"

Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros dos asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.

Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.

El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía veinte años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el gobierno, a causa de un error —o de una broma dispuesta intencionadamente—, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, las ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con un ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró mas que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda, supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.

La mujer que iba a su lado era una de las que se llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo, de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges —como rosarios de salchichas gordas y enanas—, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como una manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.

Poseía también —a juicio de algunos— ciertas cualidades muy estimadas.

En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza pública”, “mujer prostituida”, fueron pronunciadas con tal descaro, que la hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante, que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.

Pronto la conversación se rehizo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Se creían obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy hosco y malhumorado en presencia de un semejante libre.

También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra seiscientos mil francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejercito francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.

Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su calidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.

El coche avanzaba tan lentamente que a las diez de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunos repechos. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.

Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias.

Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo en cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones, temeroso de que al pasar el ejército francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.

Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.

De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, a su carácter, a su educación, abrían la boca, ostensible o disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.

Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría mil francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en broma se dijeran semejantes atrocidades.

—La verdad es que me siento desmayado —advirtió el conde—. ¿Cómo es posible que no se me ocurriera traer provisiones?

Todos reflexionaban de un modo análogo.

Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:

—Al fin y al cabo, caliente el estómago y distrae un poco el hambre.

Se reanimó y propuso alegremente que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus anchas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.

Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.

Tomó primero, un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.

Bola de Sebo tomó un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.

El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y sus provisiones.

Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:

—La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.

Bola de Sebo hizo un ofrecimiento amable:

—¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.

Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:

—Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?

Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:

—En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.

Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones, y con la punta de un cortaplumas pingó una pata de pollo, muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.

Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse de rogar y, con los ojos bajos, se pusieron a comer deprisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas, tendiendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.

"Al destaparse la primera botella de Burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso, el vaso de plata"

Las mandíbulas trabajaban sin descanso; se abrían y cerraban las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Se resistía la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso como un calambre, accedió. Entonces el marido, con floreos retóricos, le pidió permiso a “su encantadora compañera de viaje” para servir a la dama una tajadita.

Bola de Sebo se apresuró a decir:

—Cuanto usted guste.

Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.

Al destaparse la primera botella de Burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso, el vaso de plata. Se lo iban pasando el uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.

Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré—Lamadón padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas; su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció: se desmayó. Muy emocionado el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle,hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:

—Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.

Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:

—Yo les ofrecería con mucho gusto…

Más se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando del apuro a todos:

—¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontremos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.

Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.

El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:

—Aceptamos, agradecidos, su mucha cortesía.

Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además de los pollos, una terrina de foie-gras, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.

Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.

Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses; todas aquellas personas que huían del peligro alababan el valor.

Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:

—Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró; me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lagrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí, aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis dedos en su garganta! Y le hubiera matado si entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo salí, cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y, al fin, me dijeron que podía irme a El Havre… Así vengo.

La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros fue capaza de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y remató su discurso con un párrafo magistral.

Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:

—¡Yo hubiera querido veros a todos en su lugar! ¡A ver qué hubiera hecho! ¡Vosotros tenéis la culpa! ¡El emperador es vuestra víctima! Con un gobierno de gandules, como vosotros, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!

Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.

Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos lo gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente se sentían atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.

Se había vaciado la cesta. Repartida entre diez personas, aún pareció escasez su abundancia, y casi todos lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.

Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. las señoras Carré-Lamadon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.

El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado, la nieve del camino, que parecía desarrollarse bajo los reflejos temblorosos.

En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet. Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza apara evitar el castigo de un puño cerrado y certero.

En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de catorce horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.

Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por un alemán.

"Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión"

La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano y, alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato, que le daba el aspecto de un recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote —que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado, que no era fácil ver dónde terminaba—, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca.

En francés—alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.

Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:

—Buenas noches, caballero.

El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.

Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual a su patria en situaciones tan desagradables; y de un modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar campos.

Entraron en la espaciosas cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, los examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.

Luego dijo, en tono brusco:

—Está bien.

Y se retiró.

Respiraron todos. Aún tenían hambre, y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales esmerilados lucía un expresivo número.

Iban a sentarse a la mesa, cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán, asmático y obeso, que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.

Al entrar hizo esta pregunta:

—¿La señorita Isabel Rousset?

Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:

—¿Qué ocurre?

—Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.

—¿Para qué?

—Lo ignoro, pero quiere hablarle.

—Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.

Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:

—Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.

Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:

—Lo hago solamente por complacer a ustedes.

La condesa le estrechó la mano al decir:

—Agradecemos el sacrificio.

Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviese.

Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción, y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.

Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:

—¡Miserable! ¡Ah miserable!

Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondía a las preguntas y se limitaba a repetir:

—Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.

Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar al trasluz su transparencia. Cuando bebía, sus barbazas —del color de su brebaje predilecto— se estremecían de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.

"Oyéndole, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores"

El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni un solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.

Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando aconsejaba:

—Más prudente fuera que te callases.

Pero ella, sin hacer caso, proseguía:

—Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y de patatas, de patatas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante algunas horas, todos los días y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda. ¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: Habiendo tantas gentes que trabajan para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una lástima que se maten los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daños es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más. ¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñado; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.

Cornudet dijo campanudamente:

—La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo: es una obligación cuando sirve para defender la patria.

La vieja murmuró:

—Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?

Los ojos de Cornudet se abrillantaron:

—¡Magnífico, ciudadana!

El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerra, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.

Loiseau se levantó y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndole, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.

Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.

Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y el oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.

Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebosando en su peinador de casimir con bandas blancas. Se alumbraba con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales esmerilados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.

Hablaron, y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:

—¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?

Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:

—Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y, además, aquí sería una vergüenza.

Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aún y en voz más recia, le dijo:

—¿No lo comprende?… ¿Cuándo hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?

Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien, después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.

Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su antigua y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:

—¿Me quieres mucho, vida mía?

Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó, resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.

Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaron a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándole dentro de la posada, salieron a buscarle y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la iglesia, entre pequeñas casas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno mondaba patatas; otro, muy barbudo y grandón, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.

El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:

—¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusiano; vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuviesen en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad… Son los ricos los que hacen las guerras crueles.

Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una grase oportuna y graciosa: “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase: “Restituyen”.

Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.

El conde le interrogó:

—¿No le habían mandado enganchar a las ocho?

—Sí; pero después me dieron otra orden.

—¿Cuál?

—No enganchar.

—¿Quién?

—El comandante prusiano.

—¿Por qué motivo?

—Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.

—Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?

—No; el posadero, en su nombre.

—¿Cuándo?

—Anoche, al retirarme.

Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.

Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas le dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que le llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.

Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de asuntos civiles.

Mientras los mandos aguardaban en la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.

Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella —una pipa que parecía servir a la patria tanto como Cornudet—, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.

Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente “culotada”, tan negra como los dientes que la oprimían, pero brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.

Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del hogar como en la espuma del jarro; depuse de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes macilentos.

"Ellos"

Loiseau, con el pretexto de salir a estira las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el porvenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que pareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro: y su pipa embalsamaba el ambiente.

A las diez bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes: pero él sólo pudo contestar:

—El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted que mañana enganchen la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga”.

Entonces resolvieron entrevistarse con el oficial prusiano. El conde le hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamadon su nombre y sus títulos.

El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiese almorzado. Faltaba una hora.

Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente desconcertada.

Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.

Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrar a Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.

Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!

Luego dijo:

—¿Qué desean ustedes?

El conde tomó la palabra:

—Deseamos continuar nuestro viaje, caballero.

—No.

—¿Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?

—Mi voluntad.

—Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales rigores.

—Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.

Hicieron una reverencia y se retiraron.

La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento; se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entre las manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos, que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente se acercó a la mesa.

Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.

Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.

Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:

—El oficial prusiano pregunta si la señorita Isabel Rousset se ha decidido ya.

Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:

—Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!

El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Se negó al principio, hasta que reventó, exasperada:

—¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¿Qué quiere? ¡Nada! ¡Estar conmigo!

La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamor de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa. Las monjas callaban, con los ojos bajos.

Cuando la efervescencia hubo pasado comieron. Se habló poco. Meditaban.

Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una partida de encarte, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus descartes, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:

—Al juego, al juego, señores.

Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se olvidaba de escupir y respiraba con un estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados, que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.

No quiso retirarse cuando su mujer muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola, porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.

Cuando se convencieron de que no era posible arrancarle ni media palabra, le dejaron para irse cada cual a su alcoba. Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Se entretuvieron dando paseos en torno de la diligencia.

Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; ya casi odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?

Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.

Al mediodía, para distraer el aburrimiento, propuso el conde que diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjitas pasaban las horas en la iglesia o en casa del párroco.

El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.

Las cuatro señoras iban delante y las seguían a corta distancia los tres caballeros.

Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.

El señor Carré-Lamadon hizo notar que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otros dos en cuidado semejante ocurrencia.

—¿Y si huyéramos a pie? —dijo Loiseau.

—¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? —exclamó el conde—. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.

—Es cierto; no hay escape.

Y callaron.

Las señoras hablaban de vestidos; pero en su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.

Cuando apenas le recordaban, apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.

Se inclinó al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.

La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.

Y hablaron de su empaque, de su rostro. la señora Carré-Lamadon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsar a no pocas mujeres.

Ya en casa, no se habló más del asunto. Se cruzaron algunas acritudes con motivos insignificantes. la cena, silenciosa, terminó pronto, y, cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.

Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.

La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.

Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.

Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.

Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar:

—No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Ruán lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora, el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy, que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud, ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: “Esta quiero”, y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.

Se estremecieron las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.

Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.

Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:

—Tratemos de convencerla.

Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.

"¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?"

Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospecharía el argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal aventura las divertía y esponjaba, sintiéndose a gusto, en su elemento, regocijándose en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.

Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El conde se permitió alusiones bastante atrevidas —pero decorosamente apuntadas— que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: “¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?” La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a otro cualquiera.

Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes, quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que debieran abrir al enemigo la ciudadela viviente.

Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto.

Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de Sebo, pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.

Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:

—¿Estuvo muy bien el bautizo?

Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta frase:

—Algunas veces consuela mucho rezar.

Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.

Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus, Cleopatra, esclavizando con los placeres de su leche a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados, que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.

Discretamente se mencionó a la inglesa linajuda que se mando inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en el momento fatal.

Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando en entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.

De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.

Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más intimas reflexiones.

Bola de Sebo no despegaba los labios. La dejaron reflexionar toda la tarde.

Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.

Bola de Sebo respondió ásperamente:

—Nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca!

Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades —y sin que saltase al paso ninguna—, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas —la más respetable por su edad— y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres casuísticas; era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abraham; también ella hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:

—¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?

—¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.

Y continuaron así, discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque le suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.

"El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa"

La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. iban llamadas a El Havre para asistir a cientos de soldados variolosos. Detalló las miserias de tan cruel enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro desencarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.

Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.

Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.

La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado…

Todo estaba convenido.

En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un “hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el asunto.

—¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una… liberalidad muchas veces por usted consentida?

La moza callaba.

El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor conde”, muy galante, con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:

—No seas tirana; permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.

La moza sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de señoras.

Ya en casa, se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?

Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero y le preguntó en voz baja:

—¿Ya está?

—Sí.

Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros.

Loiseau no pudo contenerse:

—¡Caramba! Convido a champaña para celebrarlo.

Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.

Se mostraban a cuál más comunicativo y bullicioso; rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.

De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto, aulló:

—¡Silencio!

Todos callaron, estremecidos.

—¡Chist! —y arqueaba mucho las cejas para imponer atención.

Al poco rato dijo con suma naturalidad:

—Tranquilícense. Todo va como una seda.

Pasado el susto, le rieron la gracia.

Luego repitió la broma:

—¡Chist!…

Y cada quince minutos insistía. Como si hablara con alguien del piso alto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:

—¡Pobrecita!

O mascullaba una frase rabiosa:

—¡Prusiano asqueroso!

Cuando estaban distraídos, gritaba:

—¡No más! ¡No más!

Y como si reflexionase, añadía entre dientes:

—¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!

A pesar de ser aquellas bromas de gusto deplorable, divertían a los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo, es relativa y conforme al medio en que se produce. Y allí respiraban un aire infestado por todo género de malicias impúdicas.

Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad comparando su goce al que pueden sentir los exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.

Loiseau, alborotado, se levantó a brindar.

—¡Por nuestro rescate!

En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en aquel vino espumosos que no habían probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino.

Loiseau advertía:

—¡Qué lástima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.

Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves y de cuando en cuando se estiraba las barbas con violencia, como si quisiera alargarlas más aún.

Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:

—¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decir nada?

Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si quisiera retarlos con una mirada terrible, respondió.

—Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una bellaquería.

Se levantó y fue repitiendo:

—¡Una bellaquería!

Era como un jarro de agua. Loiseau se quedó confundido; pero se repuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:

—Están verdes; para usted… están verdes.

Como no le comprendían, explicó los “misterios del pasillo”. Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!

—Pero ¿está usted seguro?

—¡Tan seguro! Como que lo vi.

—¿Y ella se negaba…?

—Por la proximidad…vergonzosa del prusiano.

—¿Es cierto?

—¡Certísimo! Pudiera jurarlo.

El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.

Loiseau insistía:

—Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta noche.

Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.

Acabó la tertulia. “Felices noches”

La señora Loiseau que tenía el carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, “la muy fantasmona”, río de mala gana, porque pensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.

—El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una lástima; como está el mundo!

Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos, alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por debajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.

El champaña suele producir tales consecuencias, y según dicen, da un sueño intranquilo.

Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillar la nieve deslumbradora.

La diligencia, ya enganchada, revivía para proseguir el viaje, mientras las palomas de blanco plumaje y ojos rosados, con las pupilas muy negras, picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes entre las patas de los caballos.

El mayoral, con su zamarra de piel, subido en el pescante, llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les empaquetaban las provisiones para el resto del viaje.

Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.

Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, se hubiera dicho que ninguno la veía, que ninguna reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.

La moza quedó aturdida; pero, sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles.

Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.

Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:

—Menos mal que no estoy a su lado.

El coche arrancó. Proseguían el viaje.

Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Se sentía a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.

Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamadon, puso fin al silencio angustioso:

—¿Conoce usted a la señora de Etrelles?

—¡Vaya! Es amiga mía.

—¡Qué mujer tan agradable!

—Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta… Una maravilla.

El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, se oían algunas de sus palabras: “…Cupón… Vencimiento… Prima… Plazo…”

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésigue con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba.

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

—Hay gazuza.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en lonchas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

—Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillo de su gabán, sacó del uno cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y las partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en el azoramiento de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa.”

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

—Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de enrollar en un papelucho el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento frontero, se reclinó, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,

conduce nuestros brazos vengadores;

libertad, libertad sacrosanta,

combate por tus fieles defensores.

Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.
Y la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

—————————————

Autor: Guy de Maupassant. Título: Cuentos esenciales. Editorial: Penguin. Venta: Amazon y Fnac 

La entrada Bola de sebo, de Guy de Maupassant aparece primero en Zenda.

Francisco Brines, poeta: “He cantado la vida por medio del instrumento debilísimo que es la palabra poética”

$
0
0

Francisco Brines. Foto: Jesús Ciscar

En la gran casa o caserío (pero no caserón, que no le gusta el aumentativo a Francisco Brines, Paco para los amigos), situado en el lugar de Elca, cerca de Oliva, donde ha vuelto a vivir el poeta anciano, el abril avanzado inunda con su luz radiosa los naranjos con sus frutos de oro que se pierden delante hasta la línea azul del mar. Todo es trino y canto de pájaros. Un gorrión ha hecho su nido en la boca de una pequeña ánfora y mira sorprendido al intruso. El entorno huele a azahar, a jazmín, y el perfume se confunde con los colores del hibisco, el acanto, el mirto, los geranios y las glicinas, que corren en el jardín y trepan por las paredes del recinto interior del edificio.

Antes de sentarnos en la mesa del atrio, paseamos hasta la balsa de la entrada, ahora en penumbra. «Aquí me bañaba de niño», dice Paco, «el agua era entonces clarísima, ahora la veo turbia, oscura». No entiendo si el cambio del color que me señala lo asigna al paso del tiempo, a tantos años pasados, ya que yo el agua la veo límpida y hasta me parece oír el chapoteo de alguien que se zambulle con ímpetu juvenil. Paco se queda en silencio: toda su poesía se nutre del recuerdo de la infancia transcurrida en esta casa y vive de la contemplación de su naturaleza. Sobre Elca ha escrito, con su extraordinaria prosa, el poeta:

“Elca. Es un término del campo de Oliva, el pueblo donde nací. Se trata de una casa, blanca y grande, situada en un ámbito celeste de purísimo azul y rodeada de la perenne juventud de los naranjos. Domina desde una ladera, sin altivez, un ancho valle, abierto al mar, y mira la agrupada y densa sucesión de unas desnudas montañas que se hacen de plata antes de llegar al solemne Montgó. Este, como una vieja divinidad, alarga su cuerpo en perezosa e intemporal siesta, y ya dentro de los azules marinos recibe su definitivo bautizo: cabo de San Antonio. Reposa a sus pies, en su plenitud mediterránea (romana, árabe y cristiana), el puerto y ciudad de Denia. Durante muchos veranos sus nocturnas y lejanas luces aparecían, para el cuerpo solitario del adolescente, como una urgente e imposible llamada”. (Selección propia, Madrid, Cátedra 1984, p. 16).

—Por eso mi pregunta inicial: ¿qué importancia ha tenido Elca en tu poesía, en tu vida?

—Esta casa alojaba de alguna manera a un niño y, luego, a un adolescente en el mes de septiembre, que para mí es un mes en que ya los calores de verano se amortiguan. Había las primeras lluvias, soledad y un silencio que contrastaba con la playa, la presencia de amigos y su ajetreo. Aquí se establecía un lugar de lectura y, como consecuencia, de escritura; entonces, se creaba entre la lectura y la palabra poética un periodo de interiorización y de pensamiento, y todo ello originaba la posibilidad de escribir poemas. Por lo tanto, Elca siempre ha sido un lugar de reposo, pero de reposo activo, en el sentido de que era un reposo que me movía y me habilitaba al encuentro con la escritura. Era el encuentro con un milagro imprevisto, llamémosle de esa manera: partían de mí unas significaciones que yo previamente desconocía, pero que conocía a través de la escritura poética, y era un conocimiento que me había sido velado anteriormente y, por lo tanto, era como descubrir agua en un desierto. Para mí eso era asombroso.

"¿Qué tengo yo del niño que fui, del adolescente, del joven? Son muchas pérdidas y muchas ganancias"

—¿Cómo era la vuelta a esta casa, y ahora este regreso a Elca?

—Siempre era una vuelta al mundo de la infancia, al calor de la presencia de mis padres, que siempre fueron respetuosos con mis ideas y mi afición a la poesía, que nunca la obstaculizaron. Por eso me alegró mucho por ellos la concesión del Premio Adonais a mi primer libro, Las brasas, a los cuales se le dediqué con estas palabras sencillas: «A mis padres, vivir fue amar», ya que me quisieron. Su vida y conducta fueron una manifestación de amor, y mi agradecimiento sigue siendo doble, porque cuando uno recibe amor le enseñan a amar. Pero ya no era el niño y sobre todo no lo soy ahora: ha habido toda una vida larga, con la edad que tengo, en que el niño ha tenido varias secuencias del hombre y ha sido varias personas muy distintas entre sí. Porque, ¿qué tengo yo del niño que fui, del adolescente, del joven? Son muchas pérdidas y muchas ganancias, también nuevas, y lo que hay es una continuidad del hombre en el transcurso de toda la vida; mi mirada no es la misma que cuando yo era niño o cuando yo era joven, porque yo soy otro. El entorno es el mismo y por lo tanto hay aquí una consideración del hombre que soy, pero también de las personas distintas que he sido.

—Hablamos de los títulos de tus libros, empezando con tu primera entrega poética, Las brasas (1960).

—Sí, yo me he dado cuenta de que los títulos de mis libros son distintos, pero todos obedecen a una misma idea, que es la consideración que yo hago sobre la vida; es decir, las brasas es lo que arde sin llamas en proceso de extinción, lo que va a dejar de ser, pero con brillantez, y no solamente por cuanto concierne a la persona sino también al ambiente, al ambiente cálido. Creo que la vida la he vivido de esa manera, cálidamente, y tratando de ver la belleza o la intensidad expresiva que podía haber en ella.

—¿Y qué me dices tu libro más intenso, Palabras a la oscuridad (1966)?

—Son las palabras que, expresando al hombre que las escribe, van también dirigidas a la oscuridad, es decir a la anulación. Pero aún no he llegado a ello; es algo que va a morir, pero con experiencia de vida aún, y por lo tanto es otra metáfora, digamos que se parece a la imagen de las brasas. En efecto, su título anticipa, o mejor, define, toda mi poesía que, ya desde su comienzo, es decir a partir del libro juvenil Las brasas, presenta una gran coherencia y totalidad que, entrega tras entrega, forma un proceso unitario, pero no uniforme; una mirada luminosa y reflexiva que se amplía enormemente con el tiempo. Con Palabras a la oscuridad entra la indagación ontológica, la reflexión sin perder su concreción real o, quizás, acentuando su objetivación histórica. Pero las palabras significan también la reflexión, que es lo que necesitamos para expresarnos oralmente o por medio de la escritura. El autobiografismo, la experiencia de mi vida no es sólo canto o elegía, sino una forma de conocimiento de la vida.

"El autobiografismo, la experiencia de mi vida, no es sólo canto o elegía, sino una forma de conocimiento de la vida"

—Después de Aún no (1971) e Insistencias en Luzbel (1977), que continúan y acendran (el último con un nuevo cambio de técnica) la indagación anterior, llegamos al libro El otoño de las rosas (1986), un gran poema elegíaco que trasmite la emoción de tu vivencia existencial.

—Sí, con El otoño de las rosas pasa lo mismo: el otoño es la penúltima estación del año, la tercera antes de llegar al invierno; pero es un otoño con rosas, es decir, la vida es un don y es estimada como don. En todos los títulos ha ocurrido lo mismo, porque a continuación de Palabras a la oscuridad viene otro libro, y su titulo, Aún no, va en dirección a esa nada, a ese no, que no ha llegado todavía, pero tiene existencia.

Foto: Christina Linares

—Con La última costa (1995), el recorrido de tu poesía parece terminado. El título sucesivo, Ensayo de una despedida, recoge y vertebra las varias ediciones de tu obra completa.

—El Ensayo de una despedida es ensayo de toda mi poesía, es decir, todo proceso escrito por mí; una representación de la despedida de la vida, a lo que los títulos de mis libros, celebrando la vida, tienden a aceptar y consideran como idea concreta el acabamiento de la existencia. Nuestro destino se abre con un paréntesis y se cierra con un paréntesis contrario; la existencia es lo que hay dentro de esos paréntesis, que en mi caso, pues, ha sido ya una vida larga. He tenido la suerte de experimentar todas las estaciones del hombre, y en todas hay siempre una despedida de cosas muy valiosas que se pierden, y unas ganancias de cosas que no sabías que vendrían y que te reconfortan también. En fin, al hablar de la muerte, yo estoy celebrando la vida en todos sus momentos felices y sus frustraciones dolorosas. Con eso declaro que vivo con conciencia de la vida.

"Desde el principio hay unos rasgos que distinguen a un poeta de otro"

—En el grupo generacional de los años Cincuenta, ¿cómo te colocas?

—Bueno, yo creo que las generaciones tienen puntos en común cuando se inician, y son las que implican un cambio con respecto a las generaciones anteriores. ¿Por qué eso? Pues porque somos historia, y la historia la vivimos según las circunstancias que nos tocan, y siguiendo las modas existencialistas o escriturales que nos llegan. Desde el principio hay unos rasgos que distinguen a un poeta de otro, y creo que cuando las generaciones son buenas es porque algunos de esos lo son. Pero hay una diversificación: esos rasgos comunes, que al principio definen generacionalmente al grupo, desaparecen con el tiempo, y lo que queda es el rasgo individual de cada uno de los poetas.

—Tu amistad y frecuentación asidua con Vicente Aleixandre, Carlos Bousoño, Claudio Rodríguez y José Hierro: una larga experiencia que ha sido importante desde el punto de vista poético, además de humano.

—Sí, vivimos las circunstancias históricas a una edad determinada con algunos amigos coetáneos con los cuales compartimos ideales comunes, pero conviven con nosotros otros poetas anteriores y luego poetas posteriores, y entonces se establecen lazos de amistad o de admiración que superan el ámbito generacional y se abren también hacia la presencia de poetas más jóvenes; o sea que se aprenden y te importan todos los que piensas que tienen calidad.

—Paco, hablamos de tus primeras lecturas y el descubrimiento de la poesía. ¿Cuál es el poeta que más te ha influido en la adolescencia?

—Yo soy poeta quizás por la emoción que me dio la lectura de Juan Ramón Jiménez. Su Segunda antolojía poética fue para mí como una verdadera Biblia. Él y su obra lo fueron por dos razones: por su gran calidad poética y porque en Juan Ramón hay varios poetas de primera fila, ya que su obra no tiene un estilo unitario, sino que su evolución nos ha dado tres poetas importantísimos: el primero, un milagro, presenta la poesía del adolescente; luego llega el poeta de la inteligencia, el de la poesía pura y, por último, ya el autor en exilio, el inmenso poeta metafísico. Y en los tres estadios Juan Ramón es un grandísimo poeta. Entonces a mí me importó muchísimo su obra que me reveló la importancia y la belleza de la poesía. Sin duda fue el alimento de mi primera escritura.

"Cernuda ha dejado su gran influencia no sólo en mi generación, sino en todas las generaciones que han venido después, e incluso ahora"

—Cernuda es tu lectura preferida, un poeta que ha dejado en tu generación y las sucesivas una huella profunda.

—Sí, Cernuda ha dejado su gran influencia no sólo en mi generación, sino en todas las generaciones que han venido después, e incluso ahora. En el siglo XXI es el Juan Ramón metafísico, el que hoy está presente en la poesía de los jóvenes. Lo que yo aprendí en Cernuda es a situar el hombre dentro de la poesía. Creo que esa es una enseñanza muy valiosa: él lo hacía desde sus características y yo desde las mías.

—En tu poesía hay muchos poemas dedicados a Italia. Pienso en «Plaza en Venecia», «Sonrisa en Bellagio», «Amor en Agrigento», «Muros de Arezzo». Es poesía que parece anticipar a los Novísimos.

—No, no es exactamente poesía «novísima» la de los poemas italianos que citas, ya que no nacen de un motivo culturalista, sino que radica en una experiencia real, la misma que yo puedo tener aquí en España, o en Inglaterra cuando estuve de lector. Pero soy, y me siento, más afín a Italia que a Inglaterra por muchas obvias razones. Cuando estoy en Italia, advierto una total confianza que nace de una simpatía, o mejor una empatía instintiva, directa. Yo soy y me siento mediterráneo, lugar geográfico en donde he nacido y me he criado, e Italia es rotundamente mediterránea por todos los costados. Mi poemas son aparentemente culturalistas, pero el recuerdo de Italia, las visitas a sus ciudades y su pintura no son sólo goce estético, sino momento existencial. La cultura en mi poesía está presente en función de la vida.

"A mí me ha importado mucho la poesía de Leopardi; de los contemporáneos, también Ungaretti y, en particular, Quasimodo"

—Sobre literatura y poetas italianos, ¿recuerdas alguna lectura particular, algún autor que llamó tu atención?

—Sí, a mí me ha importado mucho la poesía de Leopardi; de los contemporáneos, también Ungaretti y, en particular, Quasimodo, un clásico moderno y muy mediterráneo. En ese sentido no sé si somos hermanos, pero, vamos, si no hermanos, somos primos hermanos, y a veces los primos hermanos se llevan mejor que los hermanos.

—En un momento de crisis de la cultura humanística, ¿qué papel cumple aún la poesía? ¿Necesitamos todavía a los poetas?

—Tengo en eso experiencias muy gratificantes. Por ejemplo, recuerdo a una chica que, al terminar mi lectura, se me acercó. Tenía mi obra completa, pero pidió que le dedicara sólo un poema. Yo le pregunté por qué y me dijo que había tenido un hermano que murió de cáncer con 32 años y que ese poema, que hablaba de la muerte y que terminaba exaltando la vida, él lo sabía de memoria y quiso que los amigos y ella misma lo aprendieran. Eso me conmovió, porque pensé cómo la poesía podía acompañarnos y consolarnos en un momento tan decisivo como es el de la premuerte. Entonces me di cuenta de que la poesía podría servir y representar a otros que la leen. Si consigo eso o no, ya no depende de mí, pero la tentativa la he hecho, y estas expresiones de lectores me estimulan enormemente, porque veo que lo que en mí consiguió la lectura de grandes poetas anteriores, de un modo —a lo mejor mucho más modesto—lo he logrado en algunos lectores, y por lo tanto queda justificado que mi quehacer poético haya sido el de actuar con palabras que parecen ficciones, pero que en realidad encarnan y son realidad en el lector.

"Donde muere la muerte es un poco finalizador y paradójico, porque si la muerte muere, lo que queda es la vida"

—Última pregunta, Paco. ¿Qué puedes anticipar sobre tu libro inédito a los colegas y lectores?

—Se va cerrando ese largo paréntesis de pausa y reflexión que antes, entre libro y libro, necesitaba una secuencia temporal de unos seis años. Ahora llevo bastante tiempo sin escribir, pero tengo un libro casi hecho, y faltan dos o tres poemas más para terminarlo. En general, procuro que no haya en la edición de mis libros poemas que yo pueda considerar mediocres. Es decir, trato de que sean poemas todos dignos y que ése sea el término medio, pero creo que en mi poesía he tenido la suerte —esto lo he considerado al hacer autoantologías— de que los poemas alcancen el nivel estético del conjunto. En este libro último ocurre lo mismo. Rompo muy pocas composiciones, porque quizás soy “avaro” de lo que escribo, porque no escribo mucho. En cuanto a su título, Donde muere la muerte, es un poco finalizador y paradójico, porque si la muerte muere, lo que queda es la vida, pero el recuerdo de lo vivido —¡ojalá me equivoque!— con el tiempo desaparece también, ya que todos vamos a ser borrados. La poesía tiene la suerte de continuar interesando a los demás. Pero dicen los astrónomos que el mundo se lo va a tragar el sol, y que el sol también va a morir. Esa visión cósmica y negativa yo la acepto en cuanto no he creado nada de vida verdadera, sino he cantado la vida por medio del instrumento debilísimo que es la palabra poética.

Pero, en fin, a ti, Gabriel, y a todos los hispanistas italianos amigos de la poesía, dejo este poema inédito que, al recordar la muerte de mi madre, da título a mi último libro a punto de nacer:

DONDE MUERE LA MUERTE

Donde muere la muerte,
porque en la vida tiene tan sólo su existencia.
En ese punto oscuro de la nada
que nace en el cerebro,
cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,
ahora que la ceniza, como un cielo llagado,
penetra en las costillas con silencio y dolor,
y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita
hacia lo negro.
Beso tu carne aún tibia.

Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido
en tus brazos,
un niño de pañales mira caer la luz,
sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,
que habrá de abandonarle.
Madre, devuélveme mi beso.

La entrada Francisco Brines, poeta: “He cantado la vida por medio del instrumento debilísimo que es la palabra poética” aparece primero en Zenda.

‘The Woman in White’: Sensacionalismo y feminismo

$
0
0

En 2016, la BBC adaptó a miniserie La piedra lunar, de William Wilkie Collins, la que se tiene como primera novela de detectives de la Historia, y dos años más tarde ha hecho lo mismo con la que es seguramente la obra más conocida de su autor, La dama de blanco. A diferencia de la primera adaptación, extrañamente exiliada a horario de sobremesa, esta segunda se emitió en prime time y con el despliegue publicitario adecuado.

Continuando con la condición de pionero literario de Collins, The Woman in White está considerada como una de las primeras novelas de misterio, y probablemente la mejor de las llamadas “sensation novels” que alcanzaron su apogeo en el Reino Unido en las décadas de 1860 y 1870. Son estas un tipo de novelas que mezclan lo romántico y lo realista con uno o varios secretos ocultos, tipo esqueleto en el armario de alguna persona de posición distinguida, cuya revelación causa “sensación” pública (y de ahí el nombre) en medio de la estricta sociedad victoriana. Adulterio, asesinato, bigamia, falsificación, robo, secuestro o seducción ilícita son sus ingredientes principales. Además, suele haber situaciones melodramáticas, formidables casualidades, toques góticos y alguna pincelada de tenebroso ambiente carcelero o criminal. Las mejores de estas novelas se vendían mucho, pero también tenían críticos feroces por doquier.

[Aviso de destripes en todo el texto]

La dama de blanco del título es una mujer que una noche se encuentra, confusa y perdida en el camino entre Londres y Hampstead, con un joven pintor y dibujante, Walter Hartright, que la orienta para que pueda encontrar el sitio que busca. Al poco, la policía aparece detrás diciendo que la mujer se ha escapado de un asilo de lunáticos. Por el momento todo queda ahí, y unos días más tarde, Walter, a través de un excéntrico amigo italiano suyo, Pesca, encuentra empleo en la punta opuesta de Inglaterra, en Cumberland, pegando con Escocia, como profesor de dibujo de las sobrinas del dueño de Limmeridge House, Laura Fairlie y su hermanastra Marian Halcombe. Walter se fija en que Laura es clavadita a la misteriosa mujer de blanco que vio en Londres, y acaba sabiendo que seguramente se trate de Anne Catherick, una chica con problemas mentales que vivió hace unos años cerca de Limmeridge. Con el paso de las semanas, Laura y Walter se enamoran, pero el tío de las chicas, el insufrible Frederick Fairlie, un autoinválido hipocondriaco, quejica y maniático que apenas se mueve de su sofá, arregla el matrimonio de Laura con un noble del sur del país, Sir Percival Glyde. Llega entonces una misteriosa carta anónima, advirtiendo a Laura que no se case con él. Walter cree que la autora de la misiva puede haber sido Anne, que efectivamente vuelve a aparecérsele, esta vez en Cumberland. La boda tiene lugar de todas formas, los novios se van de viaje por Italia durante seis meses y Walter se va a otro empleo en Honduras.

Cuando vuelven los Glyde a casa (Blackwater, en Hampshire), se traen con ellos a un amigo italiano, el conde Fosco, que está casado con una tía de Laura. Laura ha pedido llevarse a su hermanastra Marian a vivir con ellos, y es ella quien averigua que Sir Percival tiene muchos apuros financieros, y que por eso insiste en que Laura le ceda los derechos de uso de la fortuna de ella inmediatamente, a lo que las hermanastras se niegan. Anne vuelve a aparecer en escena, ya enferma terminal, y le cuenta a Laura que tiene un secreto que podría destruir la vida de su marido. La bola de nieve va creciendo, los acontecimientos se precipitan y empiezan las “tremebundeces”. Fosco, obviamente interesado también por el dinero, por algún motivo que aún no sabemos, concibe un plan para intercambiar las identidades de Anne y Laura, encerrando a esta última en el asilo como Anne y enterrando a Anne como Laura, convirtiendo así a Sir Percival oficialmente en viudo y heredero… Pero Marian los oye urdir el complot… Pero está lloviendo mientras ella los escucha por la ventana y contrae tifus, así que no puede evitar que el plan se lleve a cabo tras la muerte de Anne… Pero Marian, al recuperarse, va al asilo, soborna a una de las cuidadoras y escapan las dos… Pero entonces Walter ha vuelto de Honduras y descubre el secreto de Sir Percival: es hijo ilegítimo y por tanto sin derecho al título que tiene… Pero entonces Sir Percival va a la iglesia donde están las partidas de nacimiento a intentar destruirlas… Pero al hacerlo provoca un incendio y él mismo perece entre las llamas… Y así todo. Y además, después de todo esto, aún queda resolver cómo demostrar que Laura no es Anne, por qué se parecen tanto las dos y qué pintan los italianos Fosco y Pesca en todo esto. Cuando todo se desenreda, Walter y Laura se casan, y cuando muere Frederick, el hijo de ambos heredará Limmeridge.

La teleserie sigue toda esta trama con gran fidelidad, ya que es de esas novelas que están construidas de manera que si mueves una pieza se descoloca todo el edificio, y pone el acento de manera especial sobre la condición de sumisión e indefensión de la mujer, lo cual le da una resonancia especial en el que se ha convertido en el tema del año. Como ya dijimos al hablar de La piedra lunar, el propio Collins ciudaba más los personajes femeninos de lo que podía ser habitual entre los autores de su tiempo, y esta es otra muestra.

Al describir la trama de la novela, el personaje de Marian puede quedar un tanto relegado, pero al leer el libro o ver la serie, es seguramente quien más brilla: descrita como “no atractiva”, pero sí inteligente y resoluta, participa activamente contra las injusticias que se quieren cometer contra Laura, típicas de las que sufren las mujeres de su tiempo. “¿Cómo es que los hombres machacan a las mujeres una vez y otra y quedan sin castigo?”, llega a exclamar tras la muerte de Anne. Pero tampoco se comete el error de convertirla en una superheroína que puede con todo: cuando Walter y Laura se enamoran, es Marian quien le dice a Walter que sería mejor que él se fuera de allí, ya que Laura está prometida a Sir Percival (en vez de luchar por un romántico “amor verdadero”), y cuando se arriesga escuchando tras la ventana en plena tormenta, cae enferma por su osadía. Eso no evita, sin embargo, que sea ella quien porfíe por desfacer todos los entuertos y, en definitiva, se la puede considerar a ella la protagonista principal de la novela, a pesar del título y de que durante gran parte del comienzo a quien seguimos es a Walter, que pasa de parecer el obvio personaje principal, joven y masculino, a desaparecer de escena cuando más se lo necesita, así que es Marian quien debe tomar las riendas del asunto antes de que sea irreparable. También es ella quien se muestra decididamente en contra de que Laura firme el documento para ceder su fortuna en vida a Sir Percival. En la serie hay un cambio hacia el final: en vez de quedarse de carabina a vivir con su hermanastra, ya casada otra vez, se va a viajar, explorar y ver mundo, escribiéndoles desde un lugar lleno de dunas y arena, cual si fuera una Lawrence de Arabia femenina: “Las vistas de mis viajes han liberado mi oprimido corazón y me han abierto los ojos a la verdadera belleza de este mundo”. Dan ganas incluso de hacerle un spin-off.

La manera de rodar la vuelta de Italia también dirige el foco hacia el tema de la mujer sometida por su marido: Marian nota que Laura no está feliz, y que esos seis meses de viaje idílico no han debido de ser así. También la esposa de Fosco, un personaje bastante marginal para la historia, aparece descrita en la novela como una antigua “chica alegre” que ahora carece de sentido del humor y que obedece en todo a su dueño y señor.

Como hemos dicho, la trama se sigue fielmente en la serie, pero la forma de contarla es diferente, con saltos en el tiempo y con un personaje nuevo, Erasmus Nash, un escribano que va recopilando información y declaraciones sobre el caso, interpretado por Art Malik, irreconocible de cuando fue villano terrorista de pelis de Schwarzenegger o profesor de arte en la abominable adaptación de La tabla de Flandes de Arturo Pérez-Reverte en los 90. Jessie Buckley, ya veterana de series históricas como Guerra y paz y Taboo, está estupenda como Marian, y la decisión sobre Anne y Laura que han tenido que tomar los doce directores que hasta ahora han adaptado esta novela a la pantalla (¿ponemos a la misma actriz para ambas?) se resuelve afirmativamente, con Olivia Vinall haciendo los dos papeles, con solo un poco de maquillaje y dentadura postiza de diferencia. Los nombres más conocidos del reparto seguramente sean los de Dougray Scott, que fue malo británico en Hollywood al principio de siglo, como Sir Percival, y Charles Dance como Frederick Fairlie, que desde mi punto de vista está muy mal elegido para este papel: a Tywin Lannister no le pega estar encogido y arrugado bajo una manta soltando quejas e impertinencias disfrazadas de extrema cortesía. Por su parte, al conde Fosco se le ha quitado su descripción original de extremadamente obeso en favor del apuesto Riccardo Scamarcio.

“Author of The Woman in White and other works of fiction”, reza el epitafio de Wilkie Collins. Cuando un autor elige un solo título de entre su obra para colocarlo sobre su cabeza durante toda la eternidad, es bueno seguir dicha pista.

La entrada ‘The Woman in White’: Sensacionalismo y feminismo aparece primero en Zenda.

5 poemas de Quasimodo

$
0
0

Poeta y ensayista italiano. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1959. A continuación, puedes leer 5 poemas de Quasimodo.

Imitación de la alegría

Donde los árboles aún
más desolada hacen la tarde,
al tiempo que indolente
se ha desvanecido tu último paso,
aparece la flor
en los tilos y persiste en su suerte.

Buscas una explicación a los afectos,
pruebas el silencio en tu vida.
Otra ventura me revela
el tiempo reflejado. Aflige
como la muerte, la belleza
ya en otros rostros fulmínea.
He perdido toda cosa inocente,
incluso en esta voz, que sobrevive
para imitar la alegría.

El alto velero

Cuando vinieron los pájaros a mover las hojas
de los árboles amargos junto a mi casa
(eran ciegos volátiles nocturnos
que horadaban sus nidos en las cortezas),
alcé la frente hacia la luna
y vi un alto velero.

Al borde de la isla el mar era sal;
y se había tendido la tierra y antiguas
conchas relucían pegadas a las rocas
en la rada de enanos limoneros.

Y le dije a mi amada, que en sí llevaba un hijo mío
y por él tenía siempre el mar en el alma:
«Estoy cansado de estas olas que baten
con ritmo de remos, y de las lechuzas
que imitan el lamento de los perros
cuando hay viento de luna en los cañaverales.
Quiero partir, quiero dejar esta isla.»
Y ella: «Querido, ya es tarde: quedémonos.»

Entonces me puse a contar lentamente
los vivos reflejos de agua marina
que el aire me traía a los ojos
desde la mole del alto velero.

En el preciso tiempo humano

Yace en el viento de profunda luz
la amada del tiempo de las palomas.
De mí de aguas de hojas,
sola entre los vivos, oh dilecta,
hablas; y la desnuda noche
tu voz consuela
de lucientes ardores y leticias.

Nos decepcionó la belleza, y la desaparición
de toda forma y memoria,
el lábil movimiento revelado a los afectos
a imagen de los internos fulgores.

Pero de tu sangre profunda,
en el preciso tiempo humano,
renaceremos sin dolor.

De tierna mujer echada entre las flores

Se adivinaba la estación oculta
por el ansia de las lluvias nocturnas,
por los cambios de las nubes en el cielo,
undosas leves cunas;
y yo estaba muerto.

Una ciudad suspendida en el aire
era mi último exilio,
y en torno me llamaban
las suaves mujeres de otros tiempos,
y la madre, renovada por los años,
con su dulce mano escogía entre las rosas
y con las más blancas ceñía mi cabeza.

Afuera era de noche
y los astros precisos seguían
ignotos caminos en curvas de oro
y las cosas vueltas fugitivas
me llevaban a rincones secretos
para hablarme de jardines abiertos de par en par
y del sentido de la vida;
pero a mí me dolía la última sonrisa

de tierna mujer echada entre las flores.

Lamento por el sur

La luna roja, el viento, tu color
de mujer del Norte, la llanura de nieve…
Mi corazón está ya en estas praderas,
en estas aguas anubladas por la niebla.
He olvidado el mar, la grave
caracola que soplan los pastores sicilianos,
las cantilenas de los carros a lo largo de los caminos
donde el algarrobo tiembla en el humo de los rastrojos,
he olvidado el paso de las garzas y las grullas
en el aire de las verdes altiplanicies
por las tierras y los ríos de Lombardía.
Pero el hombre grita en cualquier parte la suerte de una patria.
Ya nadie me llevará al sur.

Oh, el Sur está cansado de arrastrar muertos
a la orilla de las ciénagas de malaria,
está cansado de soledad, cansado de cadenas,
está cansado en su boca
de las blasfemias de todas las razas
que han gritado muerte con el eco de sus pozos,
que han bebido la sangre de su corazón.
Por eso sus hijos vuelven a los montes,
sujetan los caballos bajo mantas de estrellas,
comen flores de acacia a lo largo de las pistas
nuevamente rojas, aun rojas, aun rojas.
Ya nadie me llevará al Sur .

Y esta tarde cargada de invierno
es aún nuestra, y aquí te repito
mi absurdo contrapunto
de dulzuras y furores,
un lamento de amor sin amor.

Traducción de Carlo Fabretti

La entrada 5 poemas de Quasimodo aparece primero en Zenda.

El medievalista que citaba a Nabokov

$
0
0

Perfil del catedrático José Enrique Ruiz-Doménec, autor de El Gran Capitán y Europa. Las claves de su historia. La UAB recupera sus innovadores y heterodoxos cursos de los años 70, que rompían con el economicismo imperante. 

 

“El día de Navidad del año 800, un blanco manto de nieve cubría el corazón de Europa…”.

Con esta breve y solemne frase (o una muy parecida), cargada de elementos de mágica resonancia —nieve, Navidad, Europa—, muy lentamente entonada, el joven profesor José Enrique Ruiz-Domènec había conseguido captar la atención de sus alumnos de Historia Medieval.

Y a continuación, se puso a describir los detalles de la coronación de Carlomagno.

El nuevo curso prometía ser interesante.

"A la mayoría de mis profesores lo que les interesaba era la historia económica de cuño marxista y el movimiento obrero. Fuera de eso había poco margen de actuación"

Para el estudiante de dieciocho años que yo era, aquella primera clase representó una bocanada de oxígeno. Al iniciar el segundo año de la carrera de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona no podía estar menos motivado. El curso anterior, 1974-1975, había sido un caos. La agitación política que impregnaba la facultad en aquel periodo agónico del franquismo, y que resultaba bastante estimulante, se había visto acompañada por una revuelta de carácter sindical que no lo fue nada. Los entonces llamados profesores no numerarios —PNN— forzaron una huelga en apoyo de sus reivindicaciones salariales que duró varios meses. Y al final de curso, todos los alumnos recibimos un aprobado pelado sin necesidad —y en general sin posibilidad, salvo alguna honrosa excepción— de examinarnos. Se trataba del famoso “aprobado general político”. Con las papeletas de las asignaturas en el bolsillo, mi perplejidad y desencanto eran oceánicos.

Además, en las contadas semanas durante las que tuvimos clase en aquel primer curso constaté otra cuestión preocupante: a la mayoría de mis profesores lo que les interesaba era la historia económica de cuño marxista y el movimiento obrero. Fuera de eso había poco margen de actuación. En nuestra introducción a la historiografía los libros que nos recomendaban con mayor interés no eran los de Jenofonte o Herodoto, sino compendios del tipo Sobre el desarrollo desigual de las formaciones sociales (de Samir Amin), o Los conceptos elementales del materialismo histórico (de Martha Harnecker).

Alusiones y enigmas

Fue aquella una época muy politizada, y el materialismo histórico se había convertido, para muchos de nuestros enseñantes, en dogma de fe. A mí aquella enseñanza de la historia tan economicista me parecía tremendamente aburrida, además de poco veraz.

"Escucharle constituía una delicia y una sacudida, porque en su discurso dejaba caer siempre alusiones que no cerraba"

Cuento todo esto para señalar que las clases de Ruiz-Domènec, tan british en su atuendo formal y encorbatado, con su teatralidad y su gran variedad de referencias en distintos idiomas, ofrecían realmente otra cosa. Para explicar la sociedad medieval podía referirse a historiadores punteros como Karl Bosl, acudir a la antropología de cara a esclarecer la noción de “don” en las comunidades arcaicas, citar a Eugen Fink o Samuel Beckett, servirse de Vladimir Nabokov y su Sebastian Knight para ilustrar el sentido de la caballería, o citarnos en un cine para ver el Aguirre, la cólera de Dios de Werner Herzog con vistas al posterior debate. El humanismo y la gran cultura europea, tan ausentes en aulas cercanas que privilegiaban el análisis del precio del maíz sobre cualquier otra consideración, gravitaban permanentemente sobre sus explicaciones. Escucharle constituía una delicia y una sacudida, porque en su discurso dejaba caer siempre alusiones que no cerraba, y enhebraba una sucesión de preguntas que intrigaban y estimulaban a los estudiantes.

Nacido en Granada en 1947, nuestro profesor se había iniciado como medievalista bajo la tutela de Federico Udina Martorell en la Barcelona de los primeros 70 con una serie de estudios sobre la Cataluña medieval, en los que prestó atención a personajes como Ramon Berenguer II, cap d’estopes, y a cuestiones de historia urbana. Pero en la época en que yo le conocí había virado hacia la “nouvelle histoire”. El primer puesto en su olimpo lo ocupaba (y ha seguido haciéndolo) Georges Duby. Se refería a él con devoción sacral, ahuecando la voz y enfatizando (“como dice el eminente Geooorges Duby, del Colllleeege de France”), una representación que a los alumnos nos gustaba imitar.

"La visión de Duby, transmitida a través de Ruiz-Domènec, representaba la posibilidad de reconciliarse con una historia narrativa y humanizada, además de bien escrita"

Duby (1919-1996) era por aquel entonces el historiador francés más innovador, con sus estudios sobre la estructura de lo imaginario, la sexualidad, el arte del medioevo o la vida privada, que habían impreso un giro copernicano a su trayectoria, arrancada en un marxismo más o menos ortodoxo caro a la escuela de los Annales. Su aportación recogía los grandes cambios culturales de la Francia de los años 60 y 70 y los aplicaba al terreno de la historiografía, lo que le había ganado fama de heterodoxo.

La visión de Duby, transmitida a través de Ruiz-Domènec, representaba la posibilidad de reconciliarse con una historia narrativa y humanizada, además de bien escrita —para Duby el estilo era el hombre—, y a la vez de conectar con los signos de una modernidad como la que encontrábamos en el suplemento de libros de Le Monde y Libération o en las páginas de Le Nouvel Observateur, que podíamos leer en la biblioteca del Instituto Francés.

Pasión intelectual

Aquellos fueron años intensos, en que la pasión intelectual dominaba nuestras vidas. Ruiz Domènec contribuyó a agitarlos: sus seminarios de segundo ciclo derivaron en un laboratorio de especulación cultural. Y para colmo consiguió editar las transcripciones de los apuntes, con lo que la autoestima de los participantes se multiplicó lo indecible: habíamos pasado a ser notas a pie de página de una bibliografía real. Publicó el dedicado a El origen de la obra feudal, del curso 1977-1978, una lectura en profundidad del San Bernardo de Duby; y el de 1978-1979, El juego del amor como representación del mundo en Andrés el Capellán, en torno al tratado De Amore. También la mesa redonda La técnica como juego y la técnica como función en el Renacimiento, que hizo famosa una filosófica frase del maestro (“¿Qué-es-aquello-del-Renacimiento?”).

De los alumnos que entonces nos reuníamos en torno a Ruiz-Domènec, varios han desarrollado después una brillante carrera académica (Victoria Cirlot, Blanca Garí, Juan Francisco Fuentes, Raimon Arola); otros emprendieron caminos diferentes: Pedro Secorún y Olga Palet, en televisión; Alicia Fernández, en el campo del diseño; Amadeu Solà, como traductor en organismos internacionales. A algunos, claro, les perdí la pista. Han pasado ya cuarenta años…

Historia cultural, historia narrativa

Desde el periodismo, y por mi relación con el mundo editorial —y luego por amistad personal—, he tenido la oportunidad de seguir de cerca la trayectoria de nuestro profesor, con sus primeros libros sobre la mentalidad de las élites medievales, como La caballería o la imagen cortesana del mundo (1984) o La memoria de los feudales, del mismo año, centrado en los recuerdos familiares de la aristocracia catalana y del sur de Francia.

Trabajó en el campo de la historia de las mujeres, de la que se convierte en figura clave en nuestro país a partir de La mujer que mira (1986), un análisis de “la figura, comportamiento, sexualidad e ilusiones femeninas, según fue pensada en el periodo histórico en que la mujer apareció como “ser diferente”, el siglo XII, en el interior de esa eclosión imaginaria que conocemos como la cultura cortés”. Siguieron Mujeres ante la identidad (1986), Set dones per a Tirant (1991), o El despertar de las mujeres. La mirada femenina en la Edad Media (1999), fascinante friso con personalidades como Ana Comneno, Berenguela de Barcelona, Constanza de Bretaña, Blanca de Castilla, Christine de Pizan o Juana de Arco. Entre tanto había ganado la cátedra de Historia Medieval de la UAB.

"Ruiz-Domènec piensa que un historiador tiene la obligación de producir libros originales, además de bien escritos y amenos"

Al igual que el británico Simon Schama, otra de sus referencias, Ruiz-Domènec piensa que un historiador tiene la obligación de producir libros originales, además de bien escritos y amenos. En Ricard Guillem o el somni de Barcelona (2001) reconstruye, a partir de la documentación hallada en el Archivo de la Corona de Aragón, la figura de un hombre de negocios y viajero catalán del siglo XI. Pero su biografía más extensa y panorámica es El Gran Capitán (2002), en torno a la figura de Gonzalo Fernández de Cordoba, granadino como él mismo, y donde la novedad viene dada no sólo por la vívida reconstrucción del entorno renacentista, sino también por el estudio de la recepción de la figura del Gran Capitán y su reflejo en la cultura española y europea desde el siglo XVI hasta nuestros días.

Trabajos breves y transversales como La herencia mediterránea de la cultura europea y Cruzando los Pirineos en la Edad Media (1996 y 1997) preparan uno de los mejores trabajos del autor, por su intensidad y perspicacia: El Mediterráneo. Historia y cultura (2004), donde las estampas históricas del Levante, la Grecia clásica, las repúblicas italianas o la Barcelona navegante componen un retrato del mar de Homero como espacio de creatividad y debate, también de sangre y destrucción.

José Enrique Ruiz-Domènec es un agudo lector de sus colegas, y en sus clases de la Autònoma de los años 70 hacía nuestras delicias con el relato de los congresos históricos a los que asistía y el informe intencionado de las intervenciones y batallitas de los grandes popes de la disciplina. Por eso le sugerí que escribiera Rostros de la historia (2000), donde traza los perfiles de 21 historiadores comprometidos con la renovación cualitativa de la disciplina, de Said y Furet a Blumenberg, Jacqueline de Romilly, Caro Baroja o su admirado Martí de Riquer, una delicia expositiva que le sirve para explicitar su propio compromiso profesional. En El reto del historiador (2006) abogó por una historia que proporcione “una perspectiva renovada al estudio de las humanidades, al tiempo que fomente nuevos procedimientos intelectuales para adaptarlos a las necesidades del siglo XXI”.

"Aquella promesa que atisbamos en las clases de la Autònoma de los años 70, en seminarios inflamados de curiosidad y fuerza intelectual, dio paso a una de las obras históricas y ensayísticas más sugestivas de la España actual"

Con todo este bagaje Ruiz-Domènec ha encarado sus grandes libros de madurez, los más definitivamente panorámicos: España, una nueva historia (2009, nueva edición ampliada en 2017) y Europa, las claves de su historia (2009), a los que aplica su enfoque de historia cultural y de las mentalidades, superpuestas a la humana y política, para  exponer e interpretar la evolución de nuestro país y nuestro continente. Trabajos de creación y síntesis de gran aliento, a los que volver una y otra vez, y a los que ha añadido un complemento, La trama de la historia (2014), en la línea de Stefan Zweig, sobre el sentido oculto de los acontecimientos del pasado.

Aquella promesa que atisbamos en las clases de la Autònoma de los años 70, en seminarios inflamados de curiosidad y fuerza intelectual, con aquella síntesis metodológica tan fresca y tan innovadora, y una extraordinaria ambición de saber, ha dado efectivamente paso a una de las obras históricas y ensayísticas más sugestivas de la España actual.

__________ 

Epílogo a Sentir el arte. Lectura de San Bernardo, el arte cisterciense, de J.E. Ruiz-Domènec. Las Publicaciones de la Universitat Autònoma de Barcelona recuperan las transcripciones del seminario impartido por este historiador durante el curso 1977-1978.

La entrada El medievalista que citaba a Nabokov aparece primero en Zenda.

El canto a la libertad de Jeremiah Johnson

$
0
0

Siempre me ha gustado tomar café, y no solamente por su sabor o concentración. Expreso, solo y sin azúcar es mi favorito, cierto, pero no puedo relegar a un segundo plano otro factor determinante: el aroma. Servido a la temperatura ideal, este atributo es tan esencial como su intensidad o gusto. Es común recordar ese o aquel lugar en el que tomaste un café; bien sea por la situación, momento, compañía o por la propia bondad de la bebida. Igualmente, en ocasiones, se llegan a atribuir determinadas sensaciones a un sentido que no le corresponde. Este fenómeno, por cierto, es denominado como sinestesia.

"El trampero realmente te abraza y arrastra llevándote a su mundo"

Mientras leía El trampero (Mountain man), la novela de Vardis Fisher publicada por primera vez en 1965 por William Morrow and Company, no dejaban de llamarme la atención las partes, casi ceremoniales, en las cuales el personaje principal, el cazador-trampero Sam Minard, prepara el café. Las páginas de la novela llegaban a destilar su aroma. Era, incluso, posible disfrutar de su sabor. Y es que una de las virtudes más destacables de esta obra es su capacidad para absorber virtual y espiritualmente al lector convirtiéndole en un espectador testigo de los acontecimientos y con capacidad para compartir las emociones y sensaciones de sus protagonistas. No es que enganche, que lo hace, o que cree un vínculo entre el lector y los protagonistas, que también, El trampero realmente te abraza y arrastra llevándote a su mundo.

Esta obra, parcialmente basada en la vida de John Liver-Eating Johnson, personaje real así conocido por su particular fidelidad a la costumbre ancestral de los cazadores de devorar el hígado de las piezas abatidas, describe la vida y vicisitudes de su protagonista en su vagabundeo a lo largo y ancho de las Montañas Rocosas por los estados de Montana, Idaho y Wyoming, allá por los años previos a la eclosión del oeste clásico americano en la literatura y el cine. Es la época de los gorros de piel de castor, la nieve, los cepos y los indios Crow y Flathead (Cabezas Lisas), cuando restan aún al menos un par de décadas para el nacimiento de los míticos rifles Winchester de repetición —los mismos que John Wayne manejaba con una sola mano y cuyo modelo del 73 dio el título a una gran película— y el surgimiento de Sioux y Apaches como principales antagonistas.

"Las andanzas de Sam Minard o Jeremiah Johnson, diferentes nombres para el mismo personaje, plasman una forma de vida ya extinta en la cual la libertad y la supervivencia son los auténticos ejes vertebradores"

Algunos años después, y haciendo bueno lo de de tal palo tal astilla, llegó su transposición cinematográfica de la mano de Sydney Pollack. Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson) se estrenó en 1972 con guion de John Milius y Edward Anhalt y, como protagonista principal, como no podía ser de otra manera, con Robert Redford en el papel del trampero-cazador solitario que tras haber vivido ya en el valle opta por la montaña. A su lado estarían Delle Bolton como Cisne, su compañera Flathead, y Josh Albee haciendo de Caleb, el niño rescatado por Jeremiah tras la masacre de su familia. El reparto principal se vería completado con Will Geer haciendo de Garra de Oso Chris Lapp, el veterano trampero que guía los primeros pasos de Jeremiah.

Las andanzas de Sam Minard o Jeremiah Johnson, diferentes nombres para el mismo personaje, plasman una forma de vida ya extinta en la cual la libertad y la supervivencia son los auténticos ejes vertebradores, relatando con una belleza tanto literaria como plástica una historia de venganzas llevadas al límite de lo imaginable.

“No taxes, no policemen, no government, no neighbors, no preachers, only the four of us, eating and sleeping, playing and singing”. En castellano sería algo así como “sin impuestos, sin policía, sin gobierno, sin vecinos, sin predicadores, únicamente nosotros cuatro, comiendo y durmiendo, jugando y cantando”. Un canto a la libertad y a una forma de vida. Es algo más que una frase retórica a semejanza de esas que pueblan e inundan las redes sociales. Es, ante todo, una declaración de principios.

La entrada El canto a la libertad de Jeremiah Johnson aparece primero en Zenda.


El ojo del cielo

$
0
0

El cineasta, novelista y académico Manuel Gutiérrez Aragón escribe para Zenda sobre su última novela, El ojo del cielo, y cuenta que “en uno de esos lugares remotos y apartados, se sitúa la cabaña del fin del mundo en la que viven las cuatro mujeres: la madre, Margarita, y las tres hijas, Valen, Bel y la pequeña Clara. Y más arriba aún, en el  pico mismo de la montaña más alta, está el radar de la OTAN que vigila el espacio aéreo del sur de Europa y el Norte de África…”

 

¿Va siempre la palabra asociada a una imagen? Desde luego para mí, la palabra pasiego —sinónimo del que habla y calla, de las palabras y sus silencios— va acompañando, en la máquina fotográfica de la memoria, a la de una pasiega con su cuévano al hombro, vista y no vista entre la niebla que subía desde el río, en el primer viaje que hice con mi padre a los Montes del Pas.

"Estos elegantes celtas, los pasiegos, habitantes de la cabecera del río Pas, estaban solo a unos kilómetros de mi casa de niño, en Torrelavega"

Mi padre era veterinario y yo solía ir con él cuando la visita profesional era a algún punto interesante del territorio de su jurisdicción. Distancias cortas, pero alargadas por el laberinto de gargantas, desfiladeros y puertos de montaña.

– ¡Mira…, una pasiega con el cuévano! ¡Allí, en lo alto! —sonó la voz de mi padre, imperiosa.

Vista y no vista, la mujer desapareció en la niebla. Alta, airosa, con cierto misterio.

Quizá sea la chispa que hizo saltar la escritura de El ojo del cielo, tantos y tantos años más tarde.

***

Estos elegantes celtas, los pasiegos, habitantes de la cabecera del río Pas, estaban solo a unos kilómetros de mi casa de niño, en Torrelavega. Pero nos resultaban tan remotos “como el Imperio de la China”, según decía el escritor cántabro José María de Pereda. Esa proximidad geográfica y esa lejanía cultural producía un efecto característico, al que podíamos llamar “lo próximo desconocido”, y para mí simbolizaba lo Otro como ninguna cosa.

Las explicaciones más extravagantes, recubiertas de pseudoinvestigación histórica, pretendían revelar el origen semita de los pasiegos. Una tribu perdida de Israel, según un ilustre erudito local, o moros atrapados entre las montañas tras el comienzo de la Reconquista. Un testigo contaba que había visto en la iglesia parroquial de Vega de Pas a un hombre orando a la manera islámica y lanzando gritos de ¡Allah akbar! frente al altar mayor.

"En la novela, en uno de esos lugares remotos y apartados, se sitúa la cabaña del fin del mundo"

Quizá esa leyenda interesada —interesada en el descrédito— me haya proporcionado el material para crear el personaje del falso moro que en la novela se llama Abderramán. Ahora mismo los pasiegos —cuyo solo nombre era insulto, un sinónimo de tacaños, astutos y huraños— se han convertido en una marca distinguida, y sus remotos orígenes en una leyenda de inteligencia, fortaleza y equilibrio ecológico.

En cuanto llega la primavera, los pasiegos emprenden una vida nómada. Llevan las vacas a los pastos altos, donde la hierba es fresca y abundante. En la novela, en uno de esos lugares remotos y apartados, se sitúa la cabaña del fin del mundo. En esa cabaña viven las cuatro mujeres: la madre, Margarita, y las tres hijas, Valen, Bel y la pequeña Clara. Y más arriba aún, en el pico mismo de la montaña más alta, está el radar de la OTAN que vigila el espacio aéreo del sur de Europa y el Norte de África. Ese ojo metálico es lo que da nombre a la novela.

***

"En el Pas siempre se habla poco, hay una sintaxis de silencios y deberes por palabras"

Algunos pasiegos —como Bustamante, el marido o padre de las mujeres protagonistas de El ojo del cielo— no retornan al hogar, continúan su vida nómada como buhoneros, vendedores de encajes o heladeros durante años; su rastro se pierde en las ciudades o al otro lado del mar. De ellos, de los ausentes, se habla poco. En realidad, en el Pas siempre se habla poco, hay una sintaxis de silencios y deberes por palabras.

Aquella primera imagen, la de una pasiega en la niebla, no la tengo tan asociada a una palabra como a un silencio.

“Lo que no se habla se borra,” dice uno de los personajes femeninos de La vida que te espera, una película que rodé en el valle del Pas antes de escribir la novela El ojo del cielo. El valor de un silencio puede equivaler al de una palabra.

Los personajes de El ojo del cielo utilizan un lenguaje con silencios plenos de sentido. Quizá de los pasiegos he aprendido un uso del lenguaje un tanto especial. Y sigo aprendiendo.

—————————

Autor: Manuel Gutérrez Aragón. Título: El ojo del cielo. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon,

La entrada El ojo del cielo aparece primero en Zenda.

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?, de Lope de Vega

$
0
0

Este es un poema religioso que se puede interpretar como un arrepentimiento del autor español por la vida que llevó. A continuación, puedes leer ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?, de Lope de Vega.

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío
pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el Ángel me decía:
«Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!

La entrada ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?, de Lope de Vega aparece primero en Zenda.

10 frases de Horacio

$
0
0

Quinto Horacio Flaco es recordado como uno de los más importantes poetas en latín. A continuación puedes leer 10 frases de Horacio.

10 frases de Horacio

1 «Piensa que cada día puede ser el último»

2 «El pueblo me silba, pero yo me aplaudo»

3 «Quien vive temeroso, nunca será libre»

4 «Mezcla con tu prudencia un grano de locura»

5 «La virtud es el punto medio entre dos vicios opuestos»

6 «La palabra, una vez hablada, vuela y no torna»

7 «La pálida muerte lo mismo llama a las cabañas de los humildes que a las torres de los reyes»

8 «La ira es una locura de corta duración»

9 «En la adversa fortuna suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta»

10 «Cada día es una pequeña vida»

La entrada 10 frases de Horacio aparece primero en Zenda.

El diablo de la botella, cuento de Stevenson

$
0
0

Este es un cuento misterioso e inquietante que plantea dudas e incertidumbres al lector. A continuación, puedes disfrutar de El diablo de la botella, de Robert Louis Stevenson.  

El diablo de la botella

Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto; pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela; además era un marinero de primera clase que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!», iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete; los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo, maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse, se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.

"Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo"

De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.

–Es muy hermosa esta casa mía –dijo el hombre, suspirando amargamente–. ¿No le gustaría ver las habitaciones?

Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó su gran admiración.

–Esta casa –dijo Keawe– es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?

–No hay ninguna razón –dijo el hombre–, para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?

–Tengo cincuenta dólares –dijo Keawe–, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.

El hombre hizo un cálculo.

–Siento que no tenga más –dijo–, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.

–¿La casa? –preguntó Keawe.

–No, la casa no –replicó el hombre–; la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta.

Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo; el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.

–Ésta es la botella –dijo el hombre; y, cuando Keawe se echó a reír, añadió–: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.

De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.

–Es una cosa bien extraña –dijo Keawe–, porque tanto por su aspecto como al tacto se diría que es de cristal.

–Es de cristal –replicó el hombre, suspirando más hondamente que nunca–, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya, al menos lo creo yo. Cuando un hombre compra esta botella, el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también él la vendió, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre esté contento con lo que tiene, acaba por sucederle algo.

–Y sin embargo, ¿habla usted de venderla? –dijo Keawe.

–Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo –respondió el hombre–. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer… y es prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el infierno.

–Sí que es un inconveniente, no cabe duda –exclamó Keawe–. Y no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo, y es condenarme.

–No vaya usted tan de prisa, amigo mío –contestó el hombre–. Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla después a alguna persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su vida cómodamente.

–Pues yo observo dos cosas –dijo Keawe–. Una es que se pasa usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella demasiado barata.

–Ya le he explicado por qué suspiro –dijo el hombre–. Temo que mi salud esté empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barara, tengo que explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y sólo pagué noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la gente supone que uno está bromeando. Y segundo… , pero como eso no corre prisa que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que tiene que venderla por moneda acuñada.

–¿Cómo sé que todo eso es verdad? –preguntó Keawe.

–Hay algo que puede usted comprobar inmediatamente –replicó el otro–. Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que consideraré inválido el trato y le devolveré el dinero.

–¿No me ésta engañando? –dijo Keawe.

El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.

–Bueno; me arriesgaré a eso –dijo Keawe–, porque no me puede pasar nada malo.

Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó la botella.

–Diablo de la botella –dijo Keawe–, quiero recobrar mis cincuenta dólares.

Y, efectivamente, apenas había terminado la frase, cuando su bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.

–No hay duda de que es una botella maravillosa –dijo Keawe.

–Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡y que el diablo le acompañe! –dijo el hombre.

–Un momento –dijo Keawe–, yo ya me he divertido bastante. Tenga su botella.

–La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué –replicó el hombre, frotándose las manos–. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo único que deseo es perderlo de vista cuanto antes.

Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañara a Keawe hasta la puerta.

Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado». Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una pieza de Chile. «Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos otro punto.»

Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y después dobló la esquina; pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y ¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.

–Parece que también esto es verdad –dijo Keawe.

La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan entero como al empezar.

–Este corcho es distinto de todos los demás –dijo Keawe, e inmediabamente empezó a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.

"el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate"

Camino del puerto, vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de islas salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En seguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana había soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un rato a la manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate.

–Ahora –dijo Keawe– he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis dólares venía de Chile. En seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.

Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que había llegado antes que él.

En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.

–¿Qué te sucede –le preguntó Lopaka– que miras el baúl tan fijamente?

Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el secreto y se lo contó todo.

–Es un asunto muy extraño –dijo Lopaka–; y me temo que vas a tener dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes asegurados los problemas, será mejor que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te compraré la botella; porque a mí me gustaría tener un velero y dedicarme a comerciar entre las islas.

–No es eso lo que me interesa –dijo Keawe–. Quiero una hermosa casa y un jardín en la costa de Kona, donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas; exactamente igual que la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.

–Bien –dijo Lopaka–, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta verdad como tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho, y pediré una goleta.

Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regresó a Honolulú, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas habían desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empezó a dar el pésame a Keawe.

–No sé por qué me estás dando el pésame –dijo Keawe.

–¿Es posible que no te hayas enterado –dijo el amigo– de que tu tío, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?

Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calmó un poco, le habló así:

–¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito de Kaü?

–No –dijo Keawe–; en Kaü, no: están en la zona de las montañas, un poco al sur de Hookena.

–Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas? –preguntó Lopaka.

–Así es –dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.

–No –dijo Lopaka–; no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. ¿Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la casa.

–Si es así –exclamó Keawe–, la botella me hace un flaco servicio matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio así donde vi la casa con la imaginación.

–La casa, sin embargo, todavía no está construida –dijo Lopaka.

–¡Y probablemente no lo estará nunca! –dijo Keawe–, porque si bien mi tío tenía algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo para que yo viva cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.

–Vayamos al abogado –dijo Lopaka–. Porque yo sigo pensando lo mismo.

Al hablar con el abogado, se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho enormemente rico en los últimos tiempos y que le dejaba dinero en abundancia.

–¡Ya tienes el dinero para la casa! –exclamó Lopaka.

–Si está usted pensando en construir una casa –dijo el abogado–, aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.

–¡Cada vez mejor! –exclamó Lopaka–. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo órdenes.

De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de casas sobre la mesa.

–Usted desea algo fuera de lo corriente –dijo el arquitecto–. ¿Qué le parece esto?

Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.

Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba exactamente lo que él había visto con la imaginación.

«Ésta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta cómo viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo bueno junto con lo malo.»

De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y cómo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes y las figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por hacerlo todo.

El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió una pluma e hizo un cálculo; y al terminar pidió exactamente la suma que Keawe había heredado.

Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.

«Está bien claro, –pensó Keawe–, que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y más valdrá que acepte lo bueno junto con lo malo.»

De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque habían decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto, dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran aquella casa como mejor les pareciese.

El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración, porque había jurado que no formularía más deseos ni recibiría más favores del diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.

"Sólo queda una cosa por considerar –dijo Lopaka–; todo esto puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que ver"

La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad; relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o las goletas siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.

Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche. –Bien –preguntó Lopaka–, ¿está todo tal como lo habías planeado?

–No hay palabras para expresarlo –contestó Keawe–. Es mejor de lo que había soñado y estoy que reviento de satisfacción.

–Sólo queda una cosa por considerar –dijo Lopaka–; todo esto puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé: pero creo que no deberías negarme una prueba más.

–He jurado que no aceptaré más favores –dijo Keawe–. Creo que ya estoy sufcientemente comprometido.

–No pensaba en un favor –replicó Lopaka–. Quisiera ver yo mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qué avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedaré convencido del todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo aquí mismo y después de esto te compraré la botella.

–Sólo hay una cosa que me da miedo –dijo Keawe–. EI diablo puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones el ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana de quedarte con la botella.

–Soy una persona de palabra –dijo Lopaka–. Y aquí dejo el dinero, entre los dos.

–Muy bien –replicó Keawe–. Yo también siento curiosidad. De manera que, vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.

Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan rápidamente como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la voz para decirlo: luego Lopaka empujó el dinero hacia Keawe y recogió la botella.

–Soy hombre de palabra –dijo–, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi goleta y unos dólares para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan pronto como pueda. Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.

–Lopaka –dijo Keawe–, procura no pensar demasiado mal de mí; sé que es de noche, que los caminos están mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier cuadro o adorno de la casa que te guste; después quiero que marches inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.

–Keawe –dijo Lopaka–, muchos hombres se enfadarían por una cosa así; sobre todo después de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la botella; y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo también estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.

De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de otras épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.

Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso, y la casa nueva era tan agradable que Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía, reposaba y leía las historias que contaban los periódicos de Honolulú; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por todas partes; la llamaban Ka–Hale Nui –la Casa Grande– en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa que no podía pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.

Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que pudo a la mañana siguiente y cabalgó muy de prisa, porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la noche en que los muertos de antaño salen por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar. Parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura, la joven había terminado de arreglarse y, alejándose del mar, se había colocado junto al camino con su holoku rojo; el baño la había tonificado y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.

–Creía conocer a todo el mundo en esta zona –dijo él–. ¿Cómo es que a ti no te conozco?

–Soy Kokúa, hija de Kiano –respondió la muchacha–, y acabo de regresar de Oahu. ¿Quién es usted?

–Te lo diré dentro de un poco –dijo Keawe, desmontando del caballo–, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es posible que hayas oído hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?

Al oír esto, Kokúa se echó a reír.

–Parece que es usted quien hace todas las preguntas –dijo ella–. Y usted, ¿está casado?

–No, Kokúa, desde luego que no –replicó Keawe–, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y, al ver tus ojos que son como estrellas, mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que, si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con él.

Kokúa no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.

–Kokúa –dijo Keawe–, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una respuesta favorable; asi que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.

Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.

Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la bienvenida a Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha se le quedó mirando, porque la fama de la gran casa había llegado a sus oídos; y no hace falta decir que era una gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y la muchacha se mostró muy descarada en presencia de sus padres y estuvo burlándose de Keawe porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente Keawe habló con Kiano y después tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.

–Kokúa –dijo él–, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y todavía estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo una casa muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto antes.

–No –dijo Kokúa; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada más.

Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron de prisa; pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido de prisa, pero también habían ido lejos y el recuerdo de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokúa escuchaba su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el camino de la montaña bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara cantando entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; Keawe estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto de la montaña y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.

«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi alrededor, todo lo demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara nupcial.»

De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el criado chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de baño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de repente, el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato; luego alzó la voz para preguntarle a Keawe si todo iba bien, y Keawe le respondió: «Sí», y le mandó que se fuera a la cama; pero ya no se oyó cantar más en la Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su amo pasear sin descanso por los balcones.

Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse, descubrió en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del liquen sobre una roca, y fue entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.

Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la situación de Keawe, que había encontrado su amor un día antes y lo había conquistado aquella misma mañana, y que veía ahora quebrarse todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?

Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera; luego se levantó de un salto dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar por el balcón, de un lado a otro, como alguien que está desesperado.

«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía Keawe. «Sin gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas, situada en lo alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir allí lejos de mis antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokúa cuando salía del mar a la caída de la tarde? ¡Kokúa, la que me ha robado el alma! ¡Kokúa, la luz de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá nunca más vuelva ni a acariciarla con mano amorosa; ésa es la razón, Kokúa, ¡por ti me lamento!»

Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría haber vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que perder a Kokúa. Hubiera podido incluso casarse con Kokúa y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni a exponerla a ningún peligro.

Algo después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y recordó el día en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.

"No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le atragantaba"

«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una cosa horrible, y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de casarme con Kokúa? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a Kokúa?»

Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulú. «Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas tenía de perder de vista».

No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le atragantaba; pero mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada del vapor, se puso en camino y cruzó por delante del risco donde estaban las tumbas. Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló las negras bocas de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su interior, libres ya de dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al galope el día anterior y se sintió lleno de asombro. Finalmente llegó a Hookena y, como de costumbre, todo el mundo se había reunido para esperar la llegada del vapor. En el cobertizo delante del almacén estaban todos sentados, bromeando y contándose las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de hablar y permaneció en medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las casas, y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban en su garganta.

–Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido –se decían unos a otros. Así era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.

Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del barco estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el volcán como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü, pero Keawe se sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. «¡Ah, reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para recobrarte!»

Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje dentro de una jaula.

Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulú. Keawe bajó en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había convertido en propietario de una goleta –no había otra mejor en las islas–, y se había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola–Pola, de manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un amigo de Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y que tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que pensar a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del abogado.

La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones; el abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.

–¿Qué puedo hacer por usted? –dijo el abogado.

–Usted es amigo de Lopaka –replicó Keawe–, y Lopaka me compró un objeto que quizá usted pueda ayudarme a localizar.

El rostro del abogado se ensombreció.

–No voy a fingir que ignoro de qué me habla, señor Keawe –dijo–, aunque se trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá consiga averiguar algo.

A continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será mejor no repetir. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos, aunque, claro está, cuando les explicaba el motivo de su visita, sus rostros se ensombrecían.

«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y han podido librarse después de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros sabré que estoy cerca de la botella.»

Sucedió que, finalmente, le recomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y luz eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño, un escalofrío de esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía delante de él a un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas ojeras, prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.

«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le ocultó en absoluto cuál era su verdadero propósito.

–He venido a comprar la botella –dijo.

–Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse contra la pared.

–¡La botella! –susurró–. ¡Comprar la botella!

Dio la impresión de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe por el brazo, lo llevó a una habitación y escanció dos vasos de vino.

–A su salud –dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época de marinero–. Sí –añadió–, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio que tiene ahora?

Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si fuera un fantasma.

–El precio –dijo–. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?

–Por eso se lo pregunto –replicó Keawe–. Pero ¿qué es lo que tanto le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?

–La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, señor Keawe –dijo el joven tartamudeando.

–Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella –dijo Keawe–. ¿Cuánto le costó a usted?

El joven estaba tan blanco como el papel.

–Dos centavos –dijo.

–¿Cómo? –exclamó Keawe–, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por uno. Y el que la compre… –Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo se quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a las llamas del infierno.

El joven de Beritania Street se puso de rodillas.

–¡Cómprela, por el amor de Dios! –exclamó–. Puede quedarse también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido, hubiera acabado en la cárcel.

"Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokúa"

–Pobre criarura –dijo Keawe–; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco centavos.

Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad. Y, efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokúa; no pensaba más que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.

Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta tocó Hiki–ao–ao, una canción que él había cantado con Kokúa, y aquellos acordes le devolvieron el valor.

«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo malo».

Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y, tan pronto como fue posible, se casó con Kokúa y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.

Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y oía crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se había entregado a él por completo; su corazón latía más de prisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe; y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que nadie podía verla sin alegrarse. Kokúa era afable por naturaleza. De sus labios salían siempre palabras cariñosas. Le gustaba mucho cantar, y cuando recorría la Casa Resplandeciente gorjeando como los pájaros era ella el objeto más hermoso que había en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en un rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella; después tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con el alma llena de angustia.

Pero llegó un día en que Kokúa empezó a arrastrar los pies y sus canciones se hicieron menos frecuentes; y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaban tan hundido en la desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo una cara sonriente. Pero un día, andando nor la casa sin hacer ruido, escuchó sollozos como de un niño y vio a Kokúa moviendo la cabeza y llorando como los que están perdidos.

–Haces bien lamentándote en esta casa, Kokúa –dijo Keawe–. Y, sin embargo, daría media vida para que pudieras ser feliz.

–¡Feliz! –exclamó ella–. Keawe, cuando vivías solo en la Casa Resplandeciente, toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu felicidad; tu boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandecía como la aurora. Después te casaste con la pobre Kokúa; y el buen Dios sabrá qué es lo que le falta, pero desde aquel día no has vuelto a sonreír. ¿Qué es lo que me pasa? Creía ser bonita y sabía que amaba a mi marido. ¿Qué es lo que me pasa que arrojo esta nube sobre él?

–Pobre Kokúa –dijo Keawe–. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano; pero ella la apartó. –Pobre Kokúa –dijo de nuevo–. ¡Pobre niñita mia! ¡Y yo que creía ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo. Así, al menos, te compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que te amaba cuando sepas que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún te ama, puesto que todavía es capaz de sonreír al contemplarte. Y a continuación, le contó toda su historia desde el principio.

–¿Has hecho eso por mí? –exclamó Kokúa–. Entonces, ¡qué me importa nada! –y, abrazándole, se echó a llorar.

–¡Querida mía! –dijo Keawe–; sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno, ¡a mi sí que me importa!

–No digas eso –respondió ella–; ningún hombre puede condenarse por amar a Kokúa si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvaré con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor y crees que yo no moriría por salvarte?

–¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia? –exclamó él–. Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día de mi condenación.

–Tú no sabes nada –dijo ella–. Yo me eduqué en un colegio de Honolulú; no soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No me has hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio centavo. ¡Qué lástima! –exclamó en seguida–; eso no lo hace mucho mejor, porque el que comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una moneda a la que llaman céntimo y de ésos se necesitan aproximadamente cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. Vámonos a las islas del Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que zarpe. Allí tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro posibles ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío! Bésame y no te preocupes más. Kokúa te defenderá.

–¡Regalo de Dios! –exclamó Keawe–. ¡No creo que el Señor me castigue por desear algo tan bueno! Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus manos.

Muy de mañana al día siguiente Kokúa estaba ya haciendo sus preparativos. Buscó el baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego colocó sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.

–Porque –dijo– si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer en la botella?

Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro; sólo cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y tenía que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado una esperanza parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y respirar ya no era una obligación penosa. El terror, sin embargo, no andaba lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego abrasador del infierno.

Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo le pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulú en el Hall y de allí a San Francisco en el Umantilla con muchos haoles; y en San Fraacisco se embarcaron en el bergantín correo, el Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas del sur. Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas, y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles verdes, y, por encima, las montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.

Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de dinero y de que se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba fácil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kouka era más atrevida que Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o cien dólares. De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de Kokúa fueron tema de muchas conversaciones.

Se acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad semejante a la de Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer a la gente de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una fuente de salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los peligros de la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en absoluto y se echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más sombríos y, adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y Kokúa, considerándolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el mundo les evitaba; los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa que a Kokúa le resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz al pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo en rechazar sus proposiciones.

Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la noche, cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no intercambiaban una sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokúa no podía reprimir más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su interior. En tales ocasiones tenían miedo de irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubría que estaba solo, porque el otro había huido de la casa y de la proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la playa a la luz de la luna.

Así fue como Kokúa se despertó una noche y encontró que Keawe se había marchado. Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se asustó, incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Había suficiente claridad en la habitación para distinguir la botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes árboles de la avenida mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio de todo esto Kokúa tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido decir si se trababa de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte y que le desgarraba el alma. Kokúa se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar aquellos gemidos.

"¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca!"

La primera idea de Kokúa fue ir corriendo a consolarlo; pero en seguida comprendió que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su esposa como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokúa retrocedió, volviendo otra vez al interior de la casa.

«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es él, y no yo, quien se enfrenta con la condena eterna; la maldición recayó sobre su alma y no sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de sí las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera, iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto; ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca!» Kokúa era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogió el cambio, los preciosos céntimos que siempre tenía al alcance de la mano, porque es una moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del Gobierno. Cuando Kokúa avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un árbol.

–Buen hombre –dijo Kokúa–, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan fría?

El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokúa logró enterarse de que era viejo y pobre, y un extranjero en la isla.

–¿Me haría usted un favor? –dijo Kokúa–. De extrajero a extranjera y de anciano a muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de Hawaii?

–Ah –dijo el anciano–. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que también quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada conseguirá contra mí.

–Siéntese aquí –le dijo Kokúa–, y déjeme que le cuente una historia.

Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.

–Y yo soy su esposa –dijo Kokúa al terminar–; la esposa que Keawe compró a cambio de su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella, no aceptaría. Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré aquí esperándole: usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a comprar por tres. ¡Y que el Señor de fortaleza a una pobre muchacha!

–Si trataras de engañarme –dijo el anciano–, creo que Dios te mataría.

–¡Sí que lo haría! –exclamó Kokúa–. No le quepa duda. No podría ser tan malvada. Dios no lo consentiría.

–Dame los cuatro céntimos y espérame aquí –dijo el anciano.

Ahora bien, cuando Kokúa se quedó sola en la calle, todo su valor desapareció. El viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y le parecían las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habría echado a correr y de no faltarle el aliento habría gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se quedó temblando en la avenida como una niñita muy asustada.

Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.

–He hecho lo que me pediste –dijo al llegar junto a ella. Tu marido se ha quedado llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la noche.

Y extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokúa.

–Antes de dármela –jadeó Kokúa– aprovéchese también de lo bueno: pida verse libre de su tos.

–Soy muy viejo –replicó el otro–, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso dudas?

–¡No, no dudo! –exclamó Kokúa–. Pero me faltan las fuerzas. Espere un momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en presencia de ese objeto maldito. ¡Un momento tan sólo!

El anciano miró a Kokúa afectuosamente.

–¡Pobre niña –dijo–; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré yo con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este mundo, y en cuanto al otro…

–¡Démela! –jadeó Kokúa–. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como para eso? Deme la botella.

–Que Dios te bendiga, hija mía –dijo el anciano.

Kokúa ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar por la avenida sin preocuparse de saber en qué dirección. Porque ahora todos los caminos daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas veces iba andando y otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que había oído sobre el infierno le volvía ahora a la imaginación; contemplaba el brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sentía deshacerse su carne sobre los carbones encendidos.

Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía igual que un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokúa se detuvo a contemplar su rostro.

–Ahora, esposo mío –dijo–, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podrás cantar y reír. Pero la pobre Kokúa, que nunca quiso hacer mal a nadie, no volverá a dormir tranquila, ni a cantar, ni a divertirse.

Después Kokúa se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que cayó al instante en un sopor profundísimo.

Su esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la buena noticia. Era como si la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la aflicción de Kokúa, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las palabras se le atragantaran, no tenía importancia; Keawe se encargaba de decirlo todo. A la hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba a darse cuenta?, porque Keawe no dejó nada en su plato. Kokúa lo veía y le oía como si se tratara de un mal sueño; había veces en que se olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado monstruoso.

Mientras tanto, Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii, le daba las gracias a Kokúa por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe em pezó a reírse del viejo que había sido lo suficientemente estúpido como para comprar la botella.

–Parecía un anciano respetable –dijo Keawe– Pero no se puede juzgar por las apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo réprobo?

–Esposo mío –dijo Kokúa humildemente–, su intención puede haber sido buena.

Keawe se echó a reír muy enfadado.

–¡Tonterías! –exclamó acto seguido–. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y estúpido por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos, pero por tres será completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto empieza a oler a chamusquina… –dijo Keawe, estremeciéndose–. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa así; nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa botella se la llevará consigo a la tumba.

–¿No es una cosa terrible, esposo mío –dijo Kokúa–, que la salvación propia signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría tomarlo a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría por el nuevo dueño de la botella.

Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de Kokúa.

–¡Tonterías! –exclamó–. Puedes sentirte llena de melancolía si así lo deseas. Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena esposa. Si pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.

Luego salió y Kokúa se quedó sola.

¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokúa se daba cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí estaba su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no había ninguna moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido abandonándola y recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.

Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.

A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.

–Estoy enferma esposo mío –dijo ella–. No tengo ganas de nada. Perdóname, pero no me divertiría.

Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokúa tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.

–¡Eso es lo que piensas de verdad –exclamó–, y ése es el afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se arriesgó por tu amor y tú no tienes ganas de nada! Kokúa, tu corazón es un corazón desleal.

Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.

Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.

–¡Eh, tú! –dijo el contramaestre–, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes una botella o alguna tontería parecida.

–Sí –dijo Keawe–, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.

–Ése no es un buen sistema, compañero –dijo el contramaestre–. Nunca confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.

Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había enturbiado el cerebro.

«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente.

La pillaré in fraganti.»

De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió al contramaestre que le esperara en la esquina, junto a la cárcel vieja, y él siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio la vuelta a la casa, abrió con mucho cuidado la puerta de atrás y miró dentro.

Kokúa estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras la contemplaba, Kokúa se retorcía las manos.

"Pero cuando abrió la puerta principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokúa estaba sentada en una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta"

Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de que la botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al pensar en esto notó que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un río con los primeros rayos del sol. Después se le ocurrió otra idea. Era una idea muy extraña e hizo que le ardieran las mejillas. «Tengo que asegurarme de esto», pensó.

De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokúa estaba sentada en una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta.

–He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día –dijo Keawe–. He encontrado unos camaradas muy simpáticos y vengo sólo por más dinero para seguir bebiendo y corriéndonos la gran juerga.

Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokúa estaba demasiado preocupada para darse cuenta.

–Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío –dijo ella con voz temblorosa.

–Ya sé que hago bien en todo –dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y cogiendo el dinero. También miró detrás, en el rincón donde guardaba la botella, pero la botella no estaba allí.

Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y que no le quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó. «Es ella la que ha comprado la botella.»

Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor le corría por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan frío como si fuera agua de pozo.

–Kokúa –dijo Keawe–, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna. Ahora voy otra vez a divertirme con mis compañeros –añadió, riendo sin mucho entusiasmo–. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de marcharme.

Un momento después Kokúa estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.

–¡Sólo quería que me dijeras una palabra amable! –exclamó ella.

–Ojalá nunca volvamos a pensar mal el uno del otro –dijo Keawe; acto seguido volvió a marcharse.

Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un céntimo que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún deseo de seguir bebiendo.

Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía ahora que dar la suya por Kokúa; no era posible pensar en otra cosa.

En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.

–Mi mujer tiene la botella –dijo Keawe–, y si no me ayudas a recuperarla, se habrán acabado el dinero y la bebida por esta noche.

–¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en serio? –exclamó el contramaestre.

–Pongámonos bajo el farol –dijo Keawe–. ¿Tengo aspecto de estar bromeando?

–Debe de ser cierto –dijo el contramaestre–, porque estás tan serio como si vinieras de un entierro.

–Escúchame, entonces –dijo Keawe–; aquí tienes dos céntimos; entra en la casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregará inmediatamente. Traémela aquí y yo te la volveré a comprar por un céntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo quien te envía.

–Compañero, ¿no te estarás burlando de mí?, –quiso saber el contramaestre.

–Nada malo te sucedería aunque fuera así –respondió Keawe.

–Tienes razón, compañero –dijo el contramaestre.

–Y si dudas de mí –añadió Keawe– puedes hacer la prueba. Tan pronto como salgas de la casa, no tienes más que desear que se te llene el bolsillo de dinero, o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y comprobarás en seguida el poder de la botella.

–Muy bien, kanaka –dijo el contramaestre–. Haré la prueba; pero si te estás divirtiendo a costa mía, te aseguro que yo me divertiré después a la tuya con una barra de hierro.

De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó esperándolo. Era muy cerca del sitio donde Kokúa había esperado la noche anterior; pero Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de vacilación; sólo su alma estaba llena del amargor de la desesperación.

Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se acercaba, cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en seguida la voz del contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión de estar mucho más borracho que antes. El contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y aún tuvo tiempo de llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo iluminado.

–Ya veo que la has conseguido –dijo Keawe.

–¡Quietas las manos! –gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás–. Si te acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme, ¿no es cierto?

–¿Qué significa esto? –exclamó Keawe.

–¿Qué significa? –repitió el contramaestre–. Que esta botella es una cosa extraordiaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he conseguido por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy seguro de que no te la voy a dar por uno.

–¿Quieres decir que no la vendes? –jadeó Keawe.

–¡Claro que no! –exclamó el contramaestre–. Pero te dejaré echar un trago de ron, si quieres.

–Has de saber –dijo Keawe– que el hombre que tiene esa botella terminará en el infierno.

–Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas –replicó el marinero–; y esta botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! –exclamó de nuevo–; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.

–¿Es posible que sea verdad todo esto? –exdamó Keawe–. ¡Por tu propio bien, te lo ruego, véndemela!

–No me importa nada lo que digas –replicó el contramaestre–. Me tomaste por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me lo tomaré yo. ¡A tu salud y que pases buena noche!

Y acto seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con él también la botella desaparece de esta historia.

Pero Keawe corrió a reunirse con Kokúa con la velocidad del viento; y grande fue su alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos sus días en la Casa Resplandeciente.

Apia, Upolu, Islas de Samoa, 1889.

—————————————

Autor: Robert Louis Stevenson. Título: Cuentos completos. Editorial: Random House. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada El diablo de la botella, cuento de Stevenson aparece primero en Zenda.

París

$
0
0

París es una ciudad con placas, estatuas y tumbas. Yo he ido mucho, pero sólo por ir, que es el mejor motivo para ir a cualquier lado. Como soy un bocas que predica y no da trigo, una vez fui para ver la tumba de César Vallejo, que en vivo no pasaba de cholo triste, tanto que tuvo la humorada de profetizar que se moriría “en París con aguacero”. Menos mal que antes dejó escrito España, aparta de mí este cáliz, poesía mayor que sólo se publicó cuando ya estaba muerto. Vallejo ha superado con sobresaliente la prueba del tiempo y hay que leerlo, así que “abisa los compañeros pronto”.

"En París se ha escrito más que sobre París"

En aquel viaje vi también la tumba de Yves Montand, que está al lado de la de Vallejo. Montand no cantaba, no bailaba y no actuaba, pero cuando cantaba, bailaba y actuaba se quedaba con todas las chavalas que había en cien kilómetros a la redonda. Sobre Montand escribió un librito Jorge Semprún en un despacho estilo Luis XV que daba a la tour de Monsieur Eiffel; a veces los libros le salían buenos, aunque hubiese sido comunista y se comiera un niño crudo cada mañana. Entre los muy buenos hay uno imprescindible, no el de Montand, que tampoco está mal, sino La escritura o la vida, que trata sobre el arte de contar y la dificultad de conseguirlo. García Márquez dejó dicho que era el libro que más veces había comprado en su vida, porque se lo regalaba a todo el mundo, tan necesario le parecía. Libro hondo y complejo, a servidor le recuerda aquella consideración de Lope sobre el arte de hacer un soneto y que, a lo tonto, va y se constituye en soneto.

El escritor peruano Fernando Iwasaki en la tumba de Sartre y Beauvoir en Montparnasse

Junio 2017. El presidente Juan Manuel Santos, la alcaldesa Ana Hidalgo y su asistente Josiane Gaude inauguran la plaza Gabriel García Márquez entre la Rue du Bac y la Rue de Montalembert, en el séptimo distrito

En París se ha escrito más que sobre París. El mismo García Márquez culminó allí sus Cien años de soledad. Y Wilde La balada de la cárcel de Reading. Bueno, y Joyce el Ulises de Joyce debajo de una mesa de Shakespeare & Co; dicen que Sylvia Beach, mientras tanto, le pasaba cacahuetes. Y no digamos lo que escribió Hemingway. Páginas y páginas. El tío Ernesto era un hotentote que todo lo hacía a lo bestia, ya fuera escribir, cazar o follar. Sobre Hemingway en París hay cientos de anécdotas. Gabo me contó cómo lo saludó a voces en la calle Rivoli; estábamos en la terracita de Les Chiens de Cocotte, donde acostumbraba a embaular la Simona cuando Jean Paul se ponía plasta. Recuerdo que aquella tarde sonaba en la gramola Cole Porter. I love Paris in the winter, I love Paris in springtime. Resulta que el de Arataca iba por el lado de las Tullerías camino de la Concordia y Hemingway por el de los arcos en dirección contraria; al verlo, el hijo del telegrafista hizo bocina con las manos. “¡Maestroooo…!” El gigantón de Illinois debió de considerar que, pese al gentío, allí no había más maestro que él y levantó la mano complacido. “¡Adiós, amigo!”, saludó en español a través del tráfico.

"París es una dama âgée que tiene a gala lucir con orgullo las cicatrices del tiempo"

Estas anécdotas de escritores en París me ponen. Hemingway preparó como nadie huevos fritos con chorizo en mitad del monte, pero nadie como Georges Simenon pidió bocatas y cervezas a las cuatro de la mañana. El pedido se lo metía entre pecho y espalda su inspector Maigret; Simenon lo había creado en los felices veinte, cuando ejercía de amoureux de la Baker. Después de la guerra le puso piso en Richard Lenoir (a Maigret, no a la Baker), pero antes lo tuvo alojado en la plaza de los Vosgos. En El enamorado de la señora Maigret, que es un relato de los años treinta, o por ahí, Simenon describe las verjas que cierran el jardincillo que hay en medio de la plaza y, tócate las narices, son las mismas que pueden verse hoy.

Placa dedicada a Vallejo en la fachada del antiguo hotel Richelieu, hoy Pavillon LR

Recuerdo de don Antonio Soriano y su mitica librería española

En París no se tira nada. Bueno, una vez Haussmann tiró la Bastilla. Menos mal que cien años después los curritos que horadaban el suelo para hacer sitio al metro toparon con unos pedruscos que resultaron ser los cimientos de la Bastilla. Decidieron respetarlos y, una vez acabada la obra, colgaron en las paredes del túnel unos cartelitos que decían: “Atención, viajero, estos piedros que ves son los cimientos originales de La Bastilla. ¡Saluda, ciudadano, y honra a los héroes!”. Con un par. Y los parisinos, que serán lo que quieras, pero que son gente seria, se descubrían. Esos detalles hacen que París me enamore. París es una dama âgée que tiene a gala lucir con orgullo las cicatrices del tiempo.

La entrada París aparece primero en Zenda.

Viewing all 24693 articles
Browse latest View live