Quantcast
Channel: Zenda
Viewing all 24713 articles
Browse latest View live

Residente nº 1983-ESP: Sara Cordón

$
0
0

Alberto Olmos nos presenta a los escritores jóvenes más interesantes de la actualidad.

A veces la calidad de la mirada tiene que ver con el lugar desde dónde se mira, y en España no es habitual mirarnos desde fuera. Sara Cordón, gracias a un máster de Escritura Creativa en Estados Unidos, ha salido de España y, de paso, de la normalidad literaria tradicional: escribir muy pegada a la tierra. El punto de vista extranjero, ya explorado desde la impostura en las Cartas marruecas, se vuelve aquí efectivo, nostálgico, inmisericorde. Ser española es incurable, pero en Nueva York se amplían los márgenes de la identidad, y una es también latina. Sobre todo ese cruce de banderas y orígenes, Para español, pulse 2 levanta acta, y juega.

***

En Para español, pulse 2 encontramos un personaje llamado Sara que tiene una vida muy similar a tuya. Obviamente nos hallamos de nuevo ante una obra de autoficción. ¿Cómo decidiste esa tercera persona, llamada Sara, desechando un “yo”?

La novela en un principio estaba escrita en primera persona por el personaje de Sara. Pero yo quería que fuera un libro crítico no sólo con el entorno literario hispano en Nueva York sino también con su protagonista. Como suele ocurrir con uno mismo, Sara no era capaz de verse con demasiada objetividad: o no se daba cuenta de sus errores o, cuando lo hacía, se expresaba con un tono de autoconmiseración que no le hacía justicia porque ella representa la alegría de vivir de quien, por una carambola de la vida, de repente se encuentra en una tremenda situación de privilegio. Al final me di cuenta de que necesitaba una tercera persona, un narrador que pudiera aportar una perspectiva general al lector y que no tuviera reparos en mostrar las miserias de todos y cada uno de esos literatos hispanos en Nueva York, incluida la protagonista.

"Pero en la escritura no sólo la autoficción nos vuelve pudorosos. En mi caso, siempre que escribo siento cierta vergüenza"

¿En qué medida intervino el pudor en esta decisión y, en general, en todo el contenido del libro?

Como avisa en la novela el profesor Mariano a sus alumnos, es muy fácil sentir pudor cuando alguien escribe una autoficción. Y esto puede ser limitador, muchísimo. Personalmente, yo vincularía la idea del pudor a cualquier forma de autoexposición. Creo que, en los últimos tiempos, a través de las redes sociales y de algunos formatos mediáticos, estamos cada vez más entrenados en exponernos, en construirnos para los otros, en agradar —que es lo que más desea Sara—. Al mismo tiempo, cada vez estamos más deseosos de recibir historias “personalizadas” o con apariencia de relatos testimoniales vivos, de experiencias reales.

Pero en la escritura no sólo la autoficción nos vuelve pudorosos. En mi caso, siempre que escribo siento cierta vergüenza. Incluso llegué a sonrojarme en el pasado cuando escribí un relato sobre un hombre cincuentón de origen mexicano que en principio no tenía nada que ver conmigo. El sonrojo llegó primero porque es inevitable que los lectores busquen (o busquemos) a los autores en sus obras y, claro, había quien me preguntaba si eso que sentía el personaje cincuentón lo sentía yo también. Más tarde me seguí sonrojando porque, aunque yo respondiera que no, que no me identificaba con ese cincuentón, la gente enjuiciaba mi legitimidad para hablar sobre la vida de este señor mexicano que tanto difería de la mía.

Y aquí llego a la que ha sido la mayor fuente de pudor para mí: la constante duda sobre mi legitimidad para escribir, y para hacerlo además en unas circunstancias particulares: ¿quién soy yo, una suertuda que se escapa de la crisis, para hablar de la España que lo pasa mal?, ¿quién soy yo, una española, para recrear las voces de gente proveniente de diferentes países de Latinoamérica?, ¿quién soy yo, una descreída, para hablar de dogmas de fe?, ¿quién soy yo, una inmigrante en unas condiciones privilegiadas, para hablar de la inmigración hispana a los Estados Unidos? Y, sobre todo: ¿quién soy yo para hablar de literatura?

"En Estados Unidos sólo se traduce el 3% de los libros. De ellos, el 0,7% son ficción literaria o poesía"

¿Cómo se ve desde Estados Unidos la literatura escrita en español?

En Estados Unidos sólo se traduce el 3% de los libros. De ellos, el 0,7% son ficción literaria o poesía. Si lo comparamos con España, aquí están traducidos aproximadamente el 25% de los libros que se publican. Lo que quiero decir es que en Estados Unidos apenas se lee literatura hispana o latina. Básicamente se leen a algunos autores ya clásicos como Bolaño, García Márquez… También se lee algunos autores latinos actuales que escriben en inglés, como Junot Díaz.

Aparte de esto, se traducen a unos poquitos —muy pocos— autores hispanos cada año. Para contribuir a visibilizar la nueva literatura hispana y latina en Estados Unidos, me animé junto con otros tres socios —Ulises Gonzales, Leire Leguina y Luis Henao—a montar la editorial Chatos Inhumanos. En Chatos Inhumanos publicamos cada texto en dos ediciones diferentes —una española y otra inglesa— y, aunque la causa de representar la latinidad actual que circula por Estados Unidos es común, nos dirigimos a dos mercados diferentes: el formado por lectores en español y el mercado formado por lectores en inglés. 

Foto de Julia Maro

¿Crees que va a cundir o multiplicarse este modelo de escritor español que publica su primer libro desde Estados Unidos?

Creo que, de momento, sólo hay algunos escritores españoles viviendo en Estados Unidos, y la gran mayoría estamos allí porque estudiamos o trabajamos en departamentos universitarios de español, junto a compañeros provenientes de toda América Latina o a latinos que crecieron ya en Estados Unidos.

En los últimos años se ha difundido el hashtag  #NewLatinoBoom para referirse a este fenómeno de escritores que escribimos en español desde aquí, atraídos en gran parte por los másters de escritura creativa del país. Yo no sabría decir si es un “boom” literario o no lo que se está produciendo, lo que sí es cierto es que la latinidad forma parte integral de la cultura estadounidense desde hace mucho tiempo y ahora además cada vez somos más los hispanos y latinos que estamos en el entorno académico debido a la demanda de estudios en español que hay en el país.

Debe tenerse en cuenta que solamente en la ciudad de Nueva York hay aproximadamente tres millones y medio de latinos. Como explico en la novela: «No son (somos) el número uno pero casi; de vez en cuando puede resultar conveniente posicionarse en un estratégico número dos». De ahí, entre otras cosas, el número 2 del título de mi novela: a pesar de las perlas xenófobas que a menudo sueltan algunos políticos estadounidenses, a pesar también del trato secundario con el que muchos latinos viven en el país, la realidad es que la fuerza de la cultura latina en Estados Unidos es innegable.

"Yo diría que la literatura vendible requiere ciertas capacidades que pueden adquirirse de diferentes formas. La más básica sería la de redactar"

En EE.UU ha sido muy corriente desde hace muchos años que autores finalmente exitosos pasaran por talleres de escritura, cosa que en España es poco común. ¿Qué valoración haces del curso que recibiste, y de los talleres en general? 

Como he sido tanto profesora como alumna de talleres, una cosa que suele preguntarme la gente es: «¿pero de verdad en los talleres te enseñan a escribir?».

Creo que escribir —y sobre todo, escribir literatura vendible— requiere adiestramiento y práctica, como la mayoría de las profesiones. Cuando digo “literatura vendible” lo hago sin ninguna connotación peyorativa: me refiero a textos creados con un objetivo artístico que son publicados por una editorial y distribuidos en forma de libro físico o digital.

Yo diría que la literatura vendible requiere ciertas capacidades que pueden adquirirse de diferentes formas. La más básica sería la de redactar; y se puede aprender a redactar en muchos lugares: en el colegio, en la facultad de periodismo, en un curso especializado, incluso hay gente que ha aprendido a redactar leyendo.

También creo que conocer las convenciones de la literatura ayuda a escribir literatura vendible. La literatura es una construcción que se lleva desarrollando durante siglos y saber, por ejemplo, que hoy en día no está de moda abusar de los epítetos o del tono engolado puede ayudar al escritor a decidir. Sobre todo puede ayudar a saber que el uso de epítetos y tono engolado puede parecer “torpe” pero también una operación inhabitual que funciona con un determinado objetivo. Para esto es muy útil leer y estudiar literatura.

Por último, creo que para aprender a escribir literatura vendible viene muy bien saber qué reacciones tienen los lectores al leer tus textos. Es difícil ser crítico con uno mismo y a mí los talleres me han enseñado a pensar cómo se me puede leer. También a razonar qué reparos le pongo a las escrituras de los demás. Es decir: básicamente he aprendido qué puede gustar y qué puede disgustar de mi escritura, pero también qué me gusta y qué me disgusta leer a mí. 

"Cuando al terminar el máster que estudié en la New York University comprendí que no iba a ser capaz de escribir nada trascendente, quise al menos crear una memoria divertida de aquella época"

Tu libro tiene algunas características, autoficción aparte, recurrentes hoy en día en la ficción española: la fragmentación, la inclusión de chats o imágenes, el tono coloquial. Sin embargo, veo un punto almodovariano bastante peculiar, que aparece incluso en la portada. ¿Cuáles dirías que han sido tus influencias y cuáles tus intenciones al escribir este libro?

Lo del punto almodovariano me lo comentaron en alguna ocasión en los talleres. Creo que puede dar esa impresión porque, aunque mezclo muchas variantes del español, mi novela suena muy castellana y, aunque tenga apariencia de cosmopolitismo, termina siendo costumbrista y al mismo tiempo alocada y algo grotesca.

Cuando al terminar el máster que estudié en la New York University comprendí que no iba a ser capaz de escribir nada trascendente, quise al menos crear una memoria divertida de aquella época. Algo que me hiciera pasar un buen rato y recordar esos dos años gloriosos, mientras me metía de cabeza en una nueva realidad: el rigor de estudiar un doctorado.

Suelo disfrutar mucho el humor crítico. Por eso soy muy fan de Flannery O’Connor, de Pirandello, de Fernando San Basilio, de las dramaturgias de Harold Pinter, de Bolaño, de Mercedes Cebrián, de las películas de Todd Solondz, de Alfredo Bryce Echenique, de Italo Svevo… pero también de los memes macabros que encuentro por internet y de los chismes “malvados” que me cuentan mis amigos. Mientras escribía Para español, pulse 2 intenté pensar qué había podido aprender de estos y otros estímulos que a lo largo de la vida me han hecho reír. Creo que involuntariamente hice un popurrí cutre y salió lo que salió.

Extracto:

“Al igual que cada día en el Bronx Kennedy Hospital, Sara se prepara para competir con las habilidades de los otros becarios que trabajan en pediatría; las bromas del payaso digno, las canciones del cantautor y los trucos de la maga sexy. Atraviesa los pasillos coloreados con pintura plástica e iluminados con tubos fluorescentes, mientras mira la lista con los nombres de los ocho niños que le han tocado hoy. La mayoría van a pasar el día solos porque a sus familiares no les han dado permiso en el trabajo o porque están haciendo horas extra para pagar la factura médica que en algún momento les llegará. Además de la lista, Sara sostiene el cuaderno con el membrete de Ourworks. Es indispensable que por cada paciente consiga un texto. Puede ser de cualquier tipo: una narración, algún poema, un guión… Lo que importa es que quede registro de que durante su visita ha habido productividad. Al final de la jornada Tynonna supervisa los textos del cuaderno y manda un informe a la fundación para confirmar que el dinero invertido en sus becarios está generando algo. Al menos palabras.”

Para español, pulse 2 (pag. 205)

 

Foto de portada: Sheila Melhem

La entrada Residente nº 1983-ESP: Sara Cordón aparece primero en Zenda.


Literatura a puñetazos

$
0
0

"La colección de fascículos A puño limpio la gran historia del boxeo ha sido una gran apuesta literaria, cuyo primer volumen circula en quioscos de periódicos mexicanos"

Dicen los más entendidos que el boxeo no ha sido nunca oficio para timoratos, sino una pequeña guerra en la que se hace lo que no se quiere hacer para sobrevivir y se confronta con dolor lo inevitable: pelear o perecer, he ahí el dilema del box, una metáfora de la existencia de la que no ha sido ajena la literatura, como demuestra una de las apuestas literarias del momento en México: la colección de fascículos A puño limpio, la gran historia del boxeo, cuyo primer volumen circula en quioscos de periódicos mexicanos. El proyecto, ideado por editorial Almadía y Producciones El Salario del Miedo bajo la coordinación del escritor José María Servín, tiene como objetivo mostrar la larga relación existente entre boxeo y literatura y reunirá, en los doce fascículos que se venderán a lo largo de este año, los mejores textos literarios sobre el tema del boxeo, con un centenar de autores entre los que figuran desde Homero, Virgilio y Teócrito, hasta Arthur Conan Doyle, José Martí, William Inglis, Talbert Josselyn, José Ramón Garmabella, James J. Corbett, Norman Mailer, Nicolás Guillén, Ernest Hemingway, Joyce Carol Oates, Ricardo Garibay, Alejo Carpentier, Jack London, James Ellroy, Julio Cortázar o Dashiel Hammet. Como dice Servín, el boxeo refleja muchas de las condiciones que exige la gran literatura; es decir, técnica y estrategia, y en contra de lo que muchos piensan, el boxeo necesita mucha inteligencia y una gran imaginación para vencer al rival, tal como sucede con la buena literatura, que necesita la potencia del gran boxeador. Un auténtico KO literario.

ESCUCHAR LITERATURA

"En México los audiolibros están experimentando un auge insospechado gracias a las enormes posibilidades que ofrecen los dispositivos móviles y las plataformas on line"

En México los audiolibros están experimentando un auge insospechado gracias a las enormes posibilidades que ofrecen los dispositivos móviles y las plataformas on line. Me cuentan que un caso de innegable éxito es la plataforma Descarga UNAM, la cual cuenta actualmente con 1.8 millones de usuarios, quienes consultan contenidos que no son audiolibros en el sentido estricto de la palabra ni podcasts, sino productos culturales que proporcionan la experiencia de escuchar literatura, pues se nutren, además de poesía, cuento, novela, crónica y ensayo, de radionovelas, teatro, conferencias magistrales y charlas con creadores y académicos. Clasificados en Literatura, Teatro, Música, En voz de la Academia, Voces para el bachillerato y Especiales, estos acervos, en los que se emplean hasta 20 horas de trabajo artesanal para cada hora de audio en línea, están permitiendo que lectores jóvenes descubran a autores que desde las primeras páginas les parecen de interés y, por ello, se acercan a su obra completa, convirtiéndose así, con el paso del tiempo, en lectores consumados. De esta forma, Descarga UNAM está dando oportunidad a cualquier persona que accede a sus acervos a escuchar en línea o descargar ese material para acompañar sus ratos de ocio, caminatas o tiempo de traslados de un sitio a otro, pues para nadie es ajeno que en lugares como la Ciudad de México la gente pierde diariamente miles de horas en el transporte público, y nada mejor que enchufarse a un buen poema, un cuento o un ensayo leído en voz de su propio autor o por actores profesionales, quienes prestan su voz a escritores de otras lenguas y otras épocas. En el ranking de más escuchados de esta novedosa plataforma está el gran poeta Jaime Sabines, de quien se puede escuchar su voz recitando ese hermoso poema titulado Los amorosos. Ahí queda.

FUNDACIÓN PONIATOWSKA

"La autora de La noche de Tlatelolco ha preferido que los mexicanos se queden con ellos y ha optado por dar su beneplácito para la creación de la Fundación Elena Poniatowska Amor AC"

Todos sabíamos que Elena Poniatowska tenía un acervo documental envidiable, fruto de años de ejercicio periodístico y literario. También lo sabían algunas universidades extranjeras, que quisieron tentar a la Poni para que les vendiera sus preciados materiales. Pero la autora de La noche de Tlatelolco ha preferido que los mexicanos se queden con ellos y ha optado por dar su beneplácito para la creación de la Fundación Elena Poniatowska Amor AC, la cual recopilará, clasificará y digitalizará todos los materiales de ese rico archivo bibliográfico y personal de la periodista y escritora. Pero la consulta de esos acervos no será la única actividad que desarrollará la fundación y su espacio, ubicado en la calle José Martí número 10, en la colonia Escandón, ampliará su campo de trabajo para respaldar a los grupos sociales que Elena Poniatowska ha retratado en su obra y que ha apoyado a lo largo de su vida, otorgando un premio anual a una mujer u organización que haya destacado en la promoción de los derechos de las mujeres. Dicen que todo ha sido “por amor a México”. Y en estos tiempos de dolarización de toda clase de archivos literarios, es de agradecer.

La entrada Literatura a puñetazos aparece primero en Zenda.

Amigos de verano

$
0
0

Se acerca el verano y las aulas un año más van perdiendo el olor a goma de borrar, papel acumulado, libros manoseados y humedad de lluvia tras los cristales para volverse lugares en penumbra con un prometedor aire festivo. Los últimos exámenes se escriben ya en marga corta y los proyectos de los padres por cambiar el marco cotidiano del invierno urbano salpican las conversaciones de los chicos en el patio del recreo, que estos meses de verano renunciarán a la compañía de aquellos amigos que fueron durante tantos días casi más que familia, pues fueron casi todo: incipientes amores, camaradas de juegos, compañeros de grupos de trabajo, enemigos de corrillo de patio, confidentes, traidores eventuales o leales amigos de ese mundo cerrado ajeno a los padres, que es la escuela. Esa escuela que, no podemos olvidar, es en Occidente y casi desde época romana el lugar de formación física e intelectual del hombre; un espacio definitivo de aprendizaje de vida, pues es en esta maqueta a escala del mundo donde el ser humano se enfrenta por primera vez y cara a cara con su propia complejidad: autoridad, ternura, traición, lealtad, sexo, valentía, llanto, cobardía, felicidad, responsabilidad, amistad, crueldad, poder, injusticia, fracaso, éxito, esfuerzo, desprecio, amor.

"Ningún niño puede saberlo, claro, pero con los años, la memoria de esos nombres y apellidos de los compañeros de colegio repetidos en riguroso y sonoro orden alfabético se convertirá en la canción de infancia más dulce"

Y en este micromundo escolar desempeñan el más importante de los papeles los amigos, cuyos nombres jamás se olvidan porque a fuerza de escucharlos diariamente en el monótono listado inaugural de cada clase van anclándose en la memoria con la misma fuerza de una nana. Ningún niño puede saberlo, claro, pero con los años, la memoria de esos nombres y apellidos de los compañeros de colegio repetidos en riguroso y sonoro orden alfabético se convertirá en la canción de infancia más dulce que seamos capaces de evocar en la edad adulta.

Los meses estivales lucen llenos de oportunidades nuevas pero traen consigo también el vacío de esos nombres cotidianos, y es precisamente en este interminable tiempo de ocio donde los libros, más que nunca, juegan un papel fundamental. Acercar esos otros nombres hechos de imaginación, papel y vida de manera natural a los jóvenes lectores es la tarea más apasionante y compleja que todo adulto con biblioteca y jovencitos correteando por ella ha de afrontar.

"Lo vital es que se acerquen; que abran los libros, que poco a poco vayan formando su propio listado de nombres"

Nuestros chicos deben saber que decenas de miles de nombres nuevos les esperan entre los estantes; que cada libro esconde la promesa de un nuevo amigo en el que reconocerse, de una belleza por la que morir o matar, o de un malvado con el que medirse e incluso llegar a respetar. Habrá también, como en la escuela y como en la vida, amistades truncadas, amores pasajeros, malvados que no den la talla o libros inacabados que ya no contengan la fuerza descodificadora como para soportar una lectura actual, pero no importa. También forma parte del aprendizaje de vida la elección entre marchar o morir dejando amores y amigos al borde del camino.

Lo vital es que se acerquen; que abran los libros, que poco a poco vayan formando su propio listado de nombres, porque afortunadamente estos camaradas viven esperando a que un chico les convoque de nuevo, por primera vez, a la aventura:

Ulises, Tintín y el Capitán Haddock, Hernández y Fernández, Alatriste, Alicia y el Gato de Cheshire; Ana Karenina; Mortadelo y Filemón, Aragorn; Athos, D’Artagnan, Porthos, y Aramis, Milady y Richelieu, Auguste Dupin, Bagheera, Kaa y Baloo, Calibán, Calisto y Melibea, el Capitán Ahab, Ishmael y Queequeg, Lucas Corso; el Capitán Garfio, Peter Pan, Wendy y los Niños Descarriados, el Capitán Nemo, La Cenicienta, Charlie Brown; David Copperfield, Desdémona, Sherlock Holmes, Moriarty y el Doctor Watson, Doña Inés y Don Juan; Sancho Panza y Don Quijote; Dorian Gray, el Fantasma de Canterville; el Principe Valiente, el Dr. Moreau, Frankenstein y Drácula, Dulcinea del Toboso ,Ebenezer Scrooge, Edmundo Dantés, el Hombre Invisible; el Principito; Escarlata O’Hara, Esmeralda y Quasimodo, Falstaff; Mister Darcy; los Cinco, Frodo Bolsón y Gandalf, Fu Manchú; Gregorio Samsa; Guillermo de Baskerville; Hamlet; Harry Potter; Miss Marple; Hércules Poirot; Huckleberry Finn; James Bond; Jane Eyre; Grenouille; Phileas Fogg y Passepartout; Jim Hawkins; Long John Silver; Julieta y su Romeo; Lady Macbeth; el Lazarillo de Tormes; Gulliver; Lolita; Macbeth; Madame Bovary; Max Estrella; Miguel Strogoff; Mr. Hyde; Otelo; Percy Jackson; Philip Marlowe; Puck el de la colina Pook; Harúm y el mar de las historias; Momo; Robinson Crusoe; Sandokán; Greg, Mowgli y Shere Khan; Irene Adler; Sherezade; Tarzán; Tom Sawyer; Vito Corleone, Willy Wonka; y tantos y tantos otros…

"Todos esos camaradas literarios, con suerte, entrarán a formar parte de la vida del lector y ya nunca más quedarán separados del resto de los nombres"

Todos esos camaradas literarios, con suerte, entrarán a formar parte de la vida del lector y ya nunca más quedarán separados del resto de los nombres. Serán incorporados a la lista cantarina del recuerdo y muchos de ellos sobrevivirán en la memoria con más fuerza y presencia que aquellos otros amigos de carne, hueso y colegio. Y a lo mejor algunos de aquellos chicos que correteaban por la biblioteca manoseando los libros, transcurridos los años y ya ancianos, cerrando los ojos un momento sean capaces de entonar sin apenas dificultad aquella vieja, querida, presente canción de la felicidad plagada de nombres donde la literatura y los amigos se mezclan ya sin solución de continuidad.

Uno intuye que si esto ocurre, el mundo conseguirá mantenerse a salvo.

La entrada Amigos de verano aparece primero en Zenda.

​Un sueño generoso

$
0
0

El pasado 25 de mayo se presentó en Alicante una editorial especializada en novela histórica y negra, que ha elegido por nombre Mankell, en homenaje al dramaturgo y novelista sueco que dio vida al inspector Wallander.

La editorial Mankell nace gracias al empeño de tres jóvenes que se han propuesto apostar por la buena literatura, descubrir nuevos autores y hacer del libro un producto bello, cuidado, estético, una pequeña joya que adquirir y guardar. Marina Vicente, una de las alma mater del proyecto, siempre soñó con ser editora. Según confesó en la presentación, ya desde los ocho años jugaba a que sus amigos le entregaban manuscritos que ella convertía en libros. La mayoría de los niños ​suele jugar a ser astronautas,​ bomberos, médicos, futbolistas e, incluso, escritores, pero Marina no, ella ​jugaba a tener un sueño de otro en las manos y convertirlo en ​realidad. Hermoso ​sueño, generoso y valiente, que ha llevado a cabo junto a Cari Guardiola y Jorge Chillón, en esta empresa en la que se han embarcado para hacer posibles los sueños de otros.​ Porque eso es precisamente una editorial, una empresa que acoge los sueños de los escritores, los convierte en propios y los hace realidad. Y para consagrar su propio sueño, la Editorial Mankell eligió editar una novela de un autor alicantino, El silencio y el mar, y presentarse con ella al público en una fecha que tiene un triple significado:

"El 25 de mayo de 1938 tuvo lugar en Alicante el mayor bombardeo sobre la población civil de la historia de España. Una masacre perpetrada por la aviación italiana"

El 25 de mayo de 1938 tuvo lugar en Alicante el mayor bombardeo sobre la población civil de la historia de España. Una masacre perpetrada por la aviación italiana en apoyo a las tropas que se rebelaron contra la República, que causó 393 víctimas mortales y más de mil heridos. Aquella mañana, una escuadra de nueve aviones fascistas despegó desde Mallorca, voló tierra adentro de la península, giró en redondo para dirigirse a la capital alicantina desde el interior —burlando así las escuchas antiaéreas situadas en el puerto y en la playa— y descargó sobre la ciudad más de noventa bombas, sin que las sirenas llegaran a sonar. El castigo mayor fue para la Plaza Central de Abastos, donde se habían congregado mujeres y niños en un número más alto que de costumbre, alertados por un enorme cargamento de sardinas que había llegado desde el puerto. La hambruna y las bombas como un binomio perfecto de desolación.

"Dice Enrique Botella que, cada día de su cumpleaños, su madre le contaba detalles del bombardeo, del que ella salió ilesa, unos hechos que él ha querido trasladar a El silencio y el mar"

Veintidós años después, el 25 de mayo de 1960, una de las supervivientes del bombardeo dio a luz al autor de El silencio y el mar, Enrique Botella. Y cincuenta y ocho años después, en el octogésimo aniversario del bombardeo, Alicante homenajeaba a sus víctimas en un acto en la Plaza 25 de Mayo, donde se reprodujo el sonido de las bombas y el de las sirenas que no pudieron alertar a las víctimas ochenta años atrás. Ese mismo día, el 25 de mayo de 2018, se presentó la que sería la tercera novela de Enrique Botella, y la primera de la editorial Mankell. Una fecha que marca a una ciudad, a un escritor y a una editorial. En este caso, un trinomio perfecto de alicantinos que se han empeñado en que se cuente la Historia y las historias.

Dice Enrique Botella que, cada día de su cumpleaños, su madre le contaba detalles del bombardeo, del que ella salió ilesa, unos hechos que él ha querido trasladar a El silencio y el mar para rescatarlos del olvido. “Momentos históricos sepultados durante años, convertidos en fantasmas que hay que ahuyentar: el miedo, el silencio, la negación, el tiempo que fue atropellando a la gente en su camino”.

"El autor entiende su novela como una deuda a pagar y un homenaje: para su madre, para los que sobrevivieron con ella y para los que murieron"

El autor entiende su novela como una deuda a pagar y un homenaje: para su madre, para los que sobrevivieron con ella y para los que murieron. Una deuda donde se trenza el pasado con el  presente, en varias historias que se sitúan en diferentes lugares de la provincia de Alicante, y donde el protagonista se dedica a llevar el teatro por los pueblos, como Federico García Lorca, otro homenaje de un texto que nos descubre la isla de Tabarca, “un lugar mágico en el que todo es posible, pero una isla olvidada en el medio del mar”. Otra deuda, otra forma de rescatar del olvido “un lugar donde se pueden escuchar el silencio y el mar”, de ahí el título de la novela.

Enhorabuena a Enrique Botella y gracias por rescatar para la memoria colectiva un episodio del que no se ha hablado lo suficiente. Enhorabuena también a Marina Ferris, Jorge Chillón y Cari Guardiola por haber elegido este texto para su bautizo editorial, y feliz entrada en un mundo en el que, estoy segura, vais a conseguir que cualquier autor desee entregaros sus sueños en forma de manuscritos.​

​—​—​—​—​—​—​—​—​—

Autor: Enrique Botella. Título: El silencio y el mar. Editorial: Mankell. Venta: web de la editorial

La entrada ​Un sueño generoso aparece primero en Zenda.

Ahora le toca a la lengua española

$
0
0

No me había dado cuenta hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecciones ortográficas de una cuenta oficial en Twitter de un ministerio, leí un mensaje que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo. De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él».

No fue la estupidez del concepto lo que me asombró  –todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia–, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos. En determinados medios, sobre todo redes sociales, empieza a identificarse el correcto uso de la lengua española con un pensamiento reaccionario; con una ideología próxima a lo que aquí llamamos derecha. A cambio, cada vez más, se alaba la incorrección ortográfica y gramatical como actividad libre, progresista, supuestamente propia de la izquierda. Según esta perversa idea, escribir mal, incluso expresarse mal, ya no es algo de lo que haya que avergonzarse. Al contrario: se disfraza de acto insumiso frente a unas reglas ortográficas o gramaticales que, al ser reglas, sólo pueden ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para salvaguardar sus privilegios, sean éstos los que sean. Ello es, figúrense, muy conveniente para determinados sectores; pues cualquier desharrapado de la lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender; de forma que no es extraño que tantos –y de forma preocupante, muchos jóvenes– se apunten a esa coartada o pretexto. No escribo mal porque no sepa, es el argumento. Lo hago porque es más rompedor y práctico. Más moderno.

Todo eso, que ya por sí es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos. Con el añadido de que a menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y de este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad y falta de conocimientos. Otras veces, aunque los interesados saben perfectamente cuáles son las reglas, las vulneran con toda deliberación para ajustar el habla a sus intereses específicos, sin importarles el daño causado.

Tampoco el sector más irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema. Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente, admirable –el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos. Aunque es conveniente recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante, pero también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y orientar sobre las reglas necesarias para comunicarse con exactitud y limpieza, así como para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha sido dicho o escrito ahora como hace trescientos o quinientos años. Por eso los diccionarios son una especie de registros notariales de los idiomas y sus usos. Forzar esos delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a veces lleva centurias sedimentándose en la lengua, no es posible de un día para otro, haciéndolo por simple decreto como algunos pretenden. Y a veces, incluso con la mejor voluntad, hasta resulta imposible. Si Cervantes escribió una novela ejemplar llamada La ilustre fregona, ninguna feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple ciudadana, conseguirá que esa palabra cervantina, fregona, pierda su sentido original en los diccionarios. Se puede aspirar, de acuerdo con las academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco usado –cosa que la RAE, en este caso, hace años detalla–, pero jamás podrá conseguir nadie que se modifique el sentido de lo que en su momento, con profunda ironía y de acuerdo con el habla de su tiempo, escribió Cervantes. Del mismo modo que, yéndonos a Lope de Vega, cualquier hablante debe poder encontrar en un diccionario el sentido de títulos como La dama boba o La villana de Getafe.

Se está llegando así a una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionarios y derechistas –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento reaccionario de una casta intelectual que –aquí está el principal y más dañino argumento– mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años). Del mismo modo que, según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del feminismo folklórico es machista y todo machista es inevitablemente de derechas, quien respeta las reglas del idioma es reaccionario, está contra la libertad del pueblo, y por consecuencia es también de derechas. Pues, como todo el mundo sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratadores de izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni tampoco cumplidores de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo: como toda norma es imposición reaccionaria y todo acto de libertad es propio de la izquierda, quien defiende las normas básicas de la lengua es un fascista. En conclusión, todo buen y honrado antifascista debe escribir y hablar como le salga de los cojones. O de los ovarios.

No sé si los españoles somos conscientes –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común. Del desprestigio social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar posiciones. Pero no pueden tampoco eludir su responsabilidad los medios informativos; sobre todo las televisiones, donde hace tiempo desapareció la indispensable figura del corrector de estilo –un sueldo menos–, y que con tan contumaz descaro difunden y asientan aberraciones lingüísticas que desorientan a los espectadores y destrozan el habla razonablemente culta. Y más, teniendo en cuenta que el Diccionario de la Lengua Española no lo hace sólo la RAE, sino también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí tantas palabras que llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese hecho), abarcando el habla no sólo de 50 millones de españoles que nos creemos dueños y árbitros de la lengua, sino de 550 millones de hispanohablantes, muchos de los cuales ven con estupor nuestro disparate suicida y perpetuo.

Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar. En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios, las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas. Esa pusilanimidad académica que algunos miembros de la institución llevamos denunciando casi una década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese abandono de responsabilidades y competencias, esa renuncia a defender el uso correcto –y a veces hasta el simple uso a secas– de la lengua española, ese no atreverse a ejercer la autoridad indiscutible que la Academia posee, envalentonan a los aventureros de la lengua. Y crecidas ante esa pasividad y esos complejos, cada día surgen nuevas iniciativas absurdas, a cuál más disparatada, para que la RAE elimine tal acepción de una palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a los intereses particulares y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de quienes en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del interés político, se atreven a enmendarle la plana. Por eso, en el contexto actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres siglos seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable e indispensable labor para quienes hablan la lengua española, la Academia es considerada por muchos despistados –basta asomarse a Twitter– una institución reaccionaria, machista, apolillada y autoritaria. Cuando en realidad, gracias a algunos de sus académicos, sólo es una institución acomplejada, indecisa y cobarde.

Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio internacional, negocio, trabajo y dinero. Hablamos de una lengua, la española, que es utilizada por cientos de millones de hispanohablantes que hasta hoy, gracias precisamente a la Real Academia Española y a sus academias hermanas, manejan la misma Ortografía, la misma Gramática y el mismo Diccionario; cosa que no ocurre con ninguna otra lengua del mundo. Constituyendo así entre todos, a una y otra orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispánico. Un espléndido territorio sin fronteras. Una verdadera patria común, cuya auténtica y noble bandera es El Quijote.

__________

Publicado el 24 de junio de 2018 en XL Semanal.

La entrada Ahora le toca a la lengua española aparece primero en Zenda.

Cuéntame un mito

$
0
0

 

Mi amiga Charo Guarino, amén de excelente poeta, es profesora de Latín en la Universidad de Murcia. Está especializada en Mitología Grecolatina y su pervivencia en las diferentes artes. Irene, su hija, que mira el mundo a través de la magia de sus ojos bicolores, desde bien chiquita, a la hora de irse a la cama, le pedía, noche tras noche, que le contara un mito. No que le contara un cuento, sino un mito.

Todo está en los mitos. Si atendemos a su descripción más extendida, mito (del griego mythos, que significa simplemente “narración”) es un relato que presenta explicaciones fantásticas de hechos reales o de fenómenos de la naturaleza. En ellos suelen pulular dioses, héroes y seres fantásticos que hacen cosas sobrehumanas, aunque en los mitos también se recogen las acciones, buenas o malas, de los humanos.

Fue a través de los mitos como los griegos y sus sucesores los romanos explicaron el origen de los dioses (teogonía), la creación del primer ser humano modelado por Prometeo, el diluvio universal y la recreación de los humanos por Deucalión y Pirra, el cambio de las estaciones, con la bellísima alegoría del rapto de Perséfone o Proserpina.

 

Uno de los mayores legados que el mundo clásico hizo a la posteridad es su gran acervo de mitos, hasta el extremo de que el segundo tema que más ha inspirado a cualquier tipo de artista, después de la Biblia y la tradición católica, ha sido la Mitología Grecolatina. Películas, composiciones musicales, juegos informáticos, libros y un largo etcétera, imbuidos del mundo de los dioses y héroes griegos o romanos, siguen saliendo sin descanso al mercado.

La primera vez que fui al Museo del Prado no tenía conocimiento ninguno de mitología. Así, cuando visité las salas de los grandes maestros sólo vi tiparracas desnudas, con graves problemas de sobrepeso y celulitis, borrachos gordos y derrengados con caras viciosas y mujeres y hombres en cueros sin venir a cuento.

Cuando volví por segunda vez, tras haber recibido ya las primeras enseñanzas de mi Magister Raimundo, quien me inoculó en vena el amor al Mundo Clásico, fue como si la primera vez estuviera ciego y hubiera recuperado, por fin, la vista. Donde antes veía gordas, ahora me deleitaba con las Tres Gracias y era capaz de ponerles nombre a cada una de ellas. Eso me hizo también vencer prejuicios y saborear su belleza, aunque los cenutrios de hoy, esclavos de modas efímeras e insulsas, las tachen de fofas celulíticas. Donde antes veía a un borracho tocado con una corona de hojas de parra, ahora era capaz de reconocer a Baco, acompañado o no de sus sátiros.

"Descubrir la mitología en el arte fue recuperar la vista en el país de los ciegos"

 

El hallar en Las Hilanderas el mito de Aracne y Minerva, genialmente camuflado en los tres planos de los que consta el cuadro, fue un plato reservado sólo a los paladares más exquisitos. Sentí escalofríos al imaginar a Velázquez manoseando su ejemplar de Las Metamorfosis de Ovidio para documentar su obra, al mismo tiempo que rendía tributo a sus antecesores en el puesto de pintor real, Tiziano y Rubens, con el motivo del  tapiz tejido por Aracne.

Exactamente lo mismo que hicieron, por ejemplo, Monteverdi y Gluck para componer, en épocas alejadas entre sí, sus prodigiosas óperas llamadas L’ Orfeo (1607) la de Monteverdi  y Orfeo ed Euridice (1762) la de Gluck: leer las Metamorfosis de Ovidio, lo más parecido para los paganos a una biblia por albergar en ella más de 250 mitos.

Gracias a mis maestros soy capaz de rastrear la huella de los mitos grecolatinos en la vida cotidiana y sé de dónde vienen términos de la lengua normal como sirena, grifo, caja de Pandora o quimera. Me encanta pasear por las calles de las ciudades o pueblos y descubrir negocios que le deben su nombre a nuestros ancestros clásicos: decenas de peluquerías o salones de estética se llaman Venus, como la diosa del amor y de la belleza. Muchas librerías o academias son denominadas Minerva o Atenea, al igual que la diosa de la sabiduría, o algunos negocios de limpieza y servicios domésticos se llaman Vesta, la diosa del hogar.

A la mitología le debo comprender por qué los científicos llamaron así a algunos elementos químicos, minerales o metales. Veo a Cadmo, fundador de la beocia Tebas, en el cadmio. Discierno por qué el mercurio se llama así, tras conocer las cualidades del dios Mercurio, mensajero de los dioses. Veo a Helios, divinidad del sol, en el helio. Rastreo los mitos que dieron lugar a que se llamaran de esta manera el neptunio, el niobio o el paladio.

Dominar la mitología es crucial si eres un amante de la astronomía. Es un inmenso placer observar las constelaciones y buscar sus diferentes estrellas, sabiendo por qué nuestros antecesores las llamaron así. Haber leído a los clásicos ayuda a ver con claridad las de Orión o de Tauro y averiguar cuál fue el motivo por el que helenos y romanos  las llamaron con esta denominación, mientras intentas unir con líneas imaginarias sus estrellas y ver los dibujos ocultos en ellas.

Comprender por qué los psicólogos, siguiendo los preceptos de Freud, diagnosticaban antaño a alguien con los complejos de Edipo o de Electra (patología inventada por Jung como contrapartida femenina a la anterior) es algo que aprendí leyendo los mitos antiguos, transmitidos, entre otros, por los inmortales versos de los tres reyes de la tragedia: Esquilo, Sófocles o Eurípides. Rastrear la mitología también en la medicina es otra deuda con nuestros ancestros helenos, lo que nos permite vislumbrar el origen de dolencias como aquileitis o tendinitis aquilea, al mismo tiempo que rendimos homenaje a la “Ilíada”.

Descubrir la mitología en las artes y en la vida cotidiana fue recuperar la vista en el país de los ciegos. Consciente de eso quise acercar el mundo de la mitología a mis alumnos, de mil maneras. Una de las más efectivas que descubrí fue escribir para ellos una comedia en 1996, El Juicio de Paris (Ediciones Clásicas), en la que trataba de un modo desenfadado y fresco el mito que daría lugar a la Guerra de Troya.

El ser padre me hizo ver que necesitaba introducir a mis hijos en el mundo de los mitos, por lo que inventé unos personajes con sus rasgos físicos y morales y los hice protagonistas de un cuento basado en la mitología clásica, en la que se jugaba con el tópico del descenso al Hades, el reino de los muertos, a donde recientemente el cáncer había llevado a su abuela paterna. Nació, así, Hidria (Círculo Rojo).

El camino para aproximar el mundo de la mitología a la infancia está abierto. Que sea capaz de continuarlo es algo que sólo los dioses saben.

Es fundamental que se acerque al público infantil (y, ¿por qué no?, también al gran público) el fabuloso mundo de la mitología, que se alimente con estas historias eternas su fantasía, que echen a volar con ellas su alma, que héroes y dioses pueblen sus sueños, que los valores que nuestros ancestros quisieron sembrar en nosotros arraiguen en sus vidas a través de una cuidadosa selección de mitos adaptados a sus edades.

Que, al igual que mi amiga Irene, les pidan a sus padres que les cuenten un mito. Ahí es nada.

La entrada Cuéntame un mito aparece primero en Zenda.

5 poemas de Mía Gallegos

$
0
0

Su poesía está presente en las más importantes antologías latinoamericanas. Ha recibido numerosos premios, que la han convertido en una de las poetas más importantes de Costa Rica. A continuación, puedes leer 5 poemas de Mía Gallegos. 

Vuelvo a la noche

De pronto vuelvo
a la noche
con mis zapatos de agua.

Me desnudo
en el lento
ejercicio de mis manos
y busco
solamente
un objeto mío,
un pequeño barco,
un cometa,
un circo de inventadas cosas,
figuras cotidianas,
tuyas y mías,
que amo.

Pero sé
que de pronto
me vuelvo inaccesible
y vuelvo a ser silencio
y llama oscura,
donde mi barco
se escapa de tu orilla.

Mía de nadie

Mía Gallegos.
Mía de nadie. Mía de mí.
Sin una biografía.
Tierna. Casi ácida.
Con un destino trazado
en una cruz.

Mía Gallegos. Mía de nadie,
de nadie, nadie, nadie, nadie.
Aferrada a la ternura
como único pan que no consuela.
Mía de nadie. Mía de mí.
Sin aire. Umbría.
Deja que el tiempo pase.
Deja que la vida pase.
Deja que el amor pase.
Deja que la muerte pase.

Mía sin biografía y sin abuelo.
Sin un sitio.
Ni siquiera santa.
Ni siquiera puta.
Mía de mí.

Jaguar de agua

Yo canto porque no puedo eludir la muerte,
porque le tengo miedo, porque el dolor me mata.
La quiero ya como se quiere el amor mismo.
Su terror necesito, su hueso mondo y su misterio.
Lleno del fervor de la manzana y su corrosiva fragancia,
lujurioso como un hombre que sólo una idea tiene,
angustiadamente carnal con la misma muerte devorante,
yo me consumo aullando la traición de los dioses.

Soledad mía, oh muerte del amor, oh amor de la muerte,
que nunca hay vida, nunca, ¡nunca! sino sólo agonía.
En mis manos de fango gime una paloma resplandeciente
porque el amor y el sueño son las alas de la vida.

Me duele el aire… Me oprimen tus manos absolutas,
rojas de besos y relámpagos, de nubes y escorpiones.
Soledad de soledades, yo sé que si es triste todo olvido,
más triste es aún todo recuerdo, y más triste aún toda esperanza.

Porque el amor y la muerte son las alas de mi vida,
que es como un ángel expulsado perpetuamente.

El ojo de la aguja

Al amor llegué con un grito de seda
y puse las dos mejillas,
el cuerpo y la conciencia.

Nada quedó de mí,
ni siquiera una carta,
ni siquiera un espejo en donde reconocerme.
Mas aprendí a pasar
por el ojo de la aguja,
es decir a perdonar sinceramente.
A dejar la piel en el alambre,
a dolerme desde los pies
a la cabeza.

Lo perdí todo.
Y cuando entendí que no sabía defenderme de la gente,
respondí con una bofetada de ternura,
porque yo sé
que sólo los dulces heredarán la tierra.

En mi habitación tejo el viento

En mi habitación tejo el viento.
Ignoro si son remotas mis lágrimas
o si están guardadas al lado de amarillas
fotografías,
junto a dedales y agujas que sollozaron.

Cavilo uniendo las puntas de la aguja
con la lana.
Desatiendo la espera.
Tejo y olvido.

De pronto pierdo el punto
y un agujero se deshace sobre el sillón
y mis manos.
Quedo entrelazada toda
en un ovillo de amor y lumbre.

No sé
si tejo para esperarte
o si trazo en círculos
el viento
y mi mortaja.

 

La entrada 5 poemas de Mía Gallegos aparece primero en Zenda.

#DóndeEstáWilly

$
0
0

En mi vida anterior me dedicaba a ello. Como director comercial y de marketing de Canal Ocio Europa (empresa distribuidora de películas y videojuegos) mi labor podría resumirse en buscar la forma de diferenciar nuestro servicio del que proporcionaba el resto de la competencia, ya que el producto era el mismo para todos. Diferenciarse, en efecto, es el mayor arma de construcción masiva con el que puedes dotar a tu fuerza de ventas en, me arriesgo a decir, cualquier tipo de negocio. El siguiente objetivo sería lograr el reconocimiento de tu marca comercial; ahora bien, si el servicio que prestas o el producto que vendes no está a la altura, todo lo que consigas no será más que abono para tierras baldías.

"La inmensa mayoría de los lanzamientos de autores poco reconocibles alcanzan cifras de ventas que en muchos casos no justifican la edición"

Diferenciarse es, del mismo modo, la clave en este negocio que consiste en vender libros. Porque hay que tener muy presente que el santo oficio de escribir no tendría sentido alguno sin la participación necesaria del que lee. Es verdad que no hay dos novelas idénticas, tan cierto como que hay muchas que son parecidas atendiendo a quienes afirman —y yo estoy de acuerdo— que no existen más que un número limitado de argumentos universales en los que podrían encajar todas las historias habidas y por haber. Dicho esto, diferenciarse en el ámbito de la escritura es tan sencillo y tan complicado como cultivar un estilo narrativo propio; tu marca. La cuestión es: ¿de qué sirve tener una marca si esta no llega a los lectores?

Efectivamente, de nada.

No quiero hablar de números, que de eso saben mucho más las empresas editoriales de nuestro país. No obstante, para contextualizar este artículo es necesario subrayar que la inmensa mayoría de los lanzamientos de autores poco reconocibles alcanzan cifras de ventas que en muchos casos no justifican la edición, y, en consecuencia, el autor obtiene ingresos ridículos y la editorial también. Invertir en una campaña de marketing y comunicación cuando los ingresos son tan escasos no entra en los planes de las editoriales ni de ninguna empresa que tenga la intención de seguir siéndolo. En el lado opuesto de la balanza están los autores cuyas novelas ocupan los lineales del punto de venta gracias a que ya se han ganado el reconocimiento del público y, por supuesto, cuentan con el apoyo publicitario de la editorial. Estos últimos son, desgraciadamente, pocos, muy pocos. El resto, los que nos encontramos entre ambos casos, tenemos que buscar la forma de que nuestra marca llegue a los lectores potenciales, exprimiendo al máximo cada euro que invierte la editorial en nosotros.

"«Gratis» es un término que me genera mucho rechazo, así que diremos «coste cero», que queda mejor"

Particularmente yo me encuentro inmerso en el reto de conseguir que mi marca (Gellida y sus variantes: #UniversoGellida, #Gellidistas…) se gane un espacio privilegiado en las estanterías de las librerías. Tengo la inmersa fortuna de pertenecer a un grupo editorial (Penguin Random House) y a un sello (Suma de letras) que creen en mí y me apoyan, pero, como decía antes, dedican un presupuesto de marketing que es proporcional a mi volumen de ventas. Por tanto, tenemos un estrecho margen de error. Ser consciente de ello es lo que me ha llevado desde el principio a estar muy presente en las decisiones que se toman con esos euros, siendo muy partícipe de las campañas de marketing que hemos diseñado para cada lanzamiento. Ocho en total. Ocho novelas que conforman un único universo y que el pasado 20 de junio se han reeditado todas en formato de bolsillo a un precio especial de 6,95€. Era esta una oportunidad que no podíamos desperdiciar. Había que darle un par de vueltas o tres, dar con una idea que se hiciera viral en las RRSS, cosa que, a día de hoy, sigue siendo gratis. «Gratis» es un término que me genera mucho rechazo, así que diremos «coste cero», que queda mejor. Por y para ello hablé con la persona que me ha acompañado desde el principio en todo lo que tiene que ver con el diseño y la creatividad, Chevi de Frutos. Los que han trabajado con él ya saben que es un auténtico fenómeno, pero yo, por si acaso, lo subrayo para enfatizar en la necesidad de contar con una visión externa, o, cuanto menos, distinta a la del autor. Y profesional, por favor. Así las cosas, nos reunimos y nos marcamos como objetivo seguir trabajando en el reconocimiento de mi marca y, a poder ser, vender unos cuantos millones de ejemplares. Teniendo clara la meta fue como dimos con la clave de la campaña #DóndeEstáWilly, asociando mi marca (#Gellidista) con uno de los principales alicientes para el público lector: lo adictivo. Y todo ello en un vídeo que contuviera este mensaje pero sin contarlo de forma explícita. El guion era bien sencillo: distintos testimonios de personas que no saben qué ha sido de Guillermo. El presupuesto con el que contábamos no daba para actores profesionales, por lo que Chevi recurrió a personas de su entorno profesional para interpretar los papeles de los colegas, los compañeros de trabajo, los familiares, el conserje y el camarero del bar al que solía ir Guillermo antes de desaparecer. Y lo hicieron tan bien que se nos ocurrió que los cortes podrían funcionar de forma independiente con el fin de generar una expectativa previa bajo la etiqueta #DóndeEstáWilly. Solo restaba planificar el calendario con la editorial para subirlos a sus cuentas oficiales en Twitter, Facebook e Instagram con el propósito de que llegara caliente el día del lanzamiento oficial de la colección, fecha en la que lanzamos el vídeo completo.

Con más de diez mil visualizaciones en dos días, el objetivo primario, ese que consistía en reforzar la marca, está más que conseguido. Está por ver si se traduce en ventas.

Vídeo: #DóndeEstáWilly

La entrada #DóndeEstáWilly aparece primero en Zenda.


La ría de las letras

$
0
0

La historia es conocida y tuvo gran relevancia, aunque quepan dudas razonables acerca de su veracidad. Se relata en el libro III del Codex Calixtinus y habla de cómo el apóstol Santiago empleó buena parte de su tiempo, una vez fallecido Jesús, en la cristianización de la península ibérica. También, y sobre todo, de la decisión que tomaron sus discípulos cuando Herodes resolvió decapitar al hijo del Zebedeo para castigar sus servicios a una causa, la cristiana, que pocos miraban con buenos ojos en aquellos tiempos. Los siete seguidores de Santiago —que, al parecer, le seguían desde su propagación de la buena nueva a lo largo y ancho del territorio que hoy conocemos como España— rescataron su cadáver de la intemperie —Herodes había prohibido que le diesen sepultura y prefirió que se encargasen de dar buena cuenta de sus huesos los perros y las alimañas— y lo trasladaron hasta el puerto de Jaffa. Como si de un milagro se tratase —y en realidad fue el primero de los muchos que se sucederían a partir de entonces—, hallaron allí anclada una barca sin piloto ni remeros, pero que casualmente contaba con todo lo necesario para emprender una larga travesía. Durante siete jornadas navegaron, con el mar en calma y los vientos a favor, hasta arribar a una pequeña localidad que figuraba en los mapas con el nombre de Iria Flavia. Se dirigieron al palacio de la Reina Lupa, una mujer que mandaba mucho en aquel lugar, con el propósito de solicitarle permiso para dar en aquellos predios una sepultura digna a su maestro. Ella, entre curiosa y desconcertada, ordenó que se dirigieran al Cabo Neiro, donde residía el sumo sacerdote Regulus, y le trasladaran a él su petición. Fueron dos, Teodoro y Atanasio, los encargados de cumplir el mandato mientras sus compañeros se quedaban custodiando el cuerpo santo. No les fue demasiado bien. Regulus, tras escucharles, desconfió de sus intenciones y los mandó apresar, pero no tardaría en darse cuenta de que los recién llegados contaban con la intercesión de la divinidad. Cuando estaban en su celda, aparecieron unas luces que dibujaron en una de las paredes una puerta invisible por la que lograron escapar. El sacerdote, al enterarse, ordenó a sus soldados que partieran en su búsqueda. No se las debieron de prometer muy felices Teodoro y Atanasio en cuanto fueron conscientes de que tenían a un pequeño pelotón pisándoles los talones, pero tampoco tardaron demasiado en comprobar que había en algún lugar un poder oculto que velaba por sus intenciones: una vez cruzado un puente que salvaba el río Tambre, pudieron ver cómo éste se venía abajo, impidiendo que sus perseguidores llegasen a la otra orilla.

"La señora quiso que su séquito acudiese al puerto de Iria Flavia para sacar el cadáver de Santiago de la barca y conducirlo a su presencia"

Mientras tanto, las cosas también adquirían tintes pintorescos allá en la corte de Lupa. La señora quiso que su séquito acudiese al puerto de Iria Flavia para sacar el cadáver de Santiago de la barca y conducirlo a su presencia, pero en cuanto los sirvientes intentaron echar mano al cuerpo santo éste se elevó por los cielos y acabó aterrizando en plena cumbre del Pico Sacro. Teodoro y Atanasio, al enterarse de este episodio, rogaron a la reina que les cediese un carro y una pareja de bueyes, a fin de trasladarse hasta aquella cima y recuperar el cuerpo. Lupa, a quien seguramente le costara creer que aquellos tipos fuesen tan cándidos como aparentaban, los dirigió al monte Ilianus asegurándoles que allí encontrarían todo lo que necesitaban. Era, en realidad, un nuevo ardid para menoscabar su ánimo. Ciertamente, había en aquella montaña bueyes, pero en un estado tan salvaje que se hacía imposible pensar en utilizarlos para transportar nada. Por si fuera poco, también andaba por aquellos pagos un dragón que acostumbraba a exterminar sin miramientos a cuantos intrusos osaban aventurarse en sus dominios. Los dos discípulos sólo tuvieron que hacer unas cuantas veces la señal de la cruz para solucionar la cuestión: los bueyes se amansaron como por ensalmo y el dragón puso pies en polvorosa sin necesidad de un San Jorge que le diese su merecido. Lupa quedó tan impresionada con todo esto que de inmediato se convirtió al cristianismo y hasta ofreció su propio palacio para alojar el enterramiento. Sus discípulos, más prudentes, optaron por cargar en el carro el cuerpo del apóstol y dejar que fuese la providencia la que, desde lo más alto del Pico Sacro, guiara sus pasos. Este nuevo viaje concluyó en un bosque que llamaban Libredón, donde al fin se le pudo dar, tras tanta ida y tanta vuelta, una sepultura digna al bueno de Santiago. Teodoro y Atanasio se quedaron al cuidado de los restos mortales de su mentor. Sus compañeros emprendieron el regreso a Palestina para continuar su predicación por aquellas tierras. Lo que viene después, se crea o no, ya es historia.

Piedra en la que, según la tradición, se amarró la barca del apóstol.

Estatua del apóstol Santiago en Pontecesures.

Tumba de Rosalía de Castro en el Panteón de Gallegos Ilustres.

Representación de la «traslatio» del apóstol en la iglesia de Santiago (Padrón).

"Además de constituir un atractivo para creyentes y aficionados a las lecturas heterodoxas de la historia sagrada, reviste un interés cierto para aquellos que se aproximen a Galicia en pos de ciertas claves de su literatura"

Es, pues, este relato de la traslatio el que inaugura una cierta tradición literaria en la ría de Arosa —por ella tuvieron que navegar los discípulos del apóstol para llegar donde llegaron—, y es el que marca el itinerario de lo que en cierta medida se puede considerar el primer Camino de Santiago de la historia, por más que no fuese aquélla una peregrinación propiamente dicha, dado que el destinatario de la veneración hacía el mismo trayecto que sus fieles. En cualquier caso, se trata de una ruta que la Fundación Xacobea intenta revitalizar en estos últimos años, con travesías que remedan el recorrido que hicieron el difunto Santiago y sus seguidores por aquellos años, y que cuenta con una peculiaridad ajena al fenómeno jacobeo, pero que también merece consignarse: por las dos orillas de la ría —y también una vez superada la embocadura del Ulla, y aún unas millas más aguas arriba, cuando toca plantar el pie en tierra firme y tomar la dirección de Compostela— se suceden diversos enclaves que remiten directamente a una amplia tradición literaria que hace que el viaje, además de constituir un atractivo para creyentes y aficionados a las lecturas heterodoxas de la historia sagrada, revista un interés cierto para aquellos que se aproximen a Galicia en pos de ciertas claves de su literatura.

Torres del Oeste, en Catoira.

La antigua Iria Flavia, la actual Padrón.

Las travesías se inician en las dársenas del puerto de O Grove. Unos kilómetros al sur, en Sanxenxo, pasaba los veranos de su infancia la escritora Emilia Pardo Bazán, autora de ese monumento que es Los pazos de Ulloa y a la que recuerda una escultura en su auditorio municipal. Al extremo opuesto de la ría, en Ribeira, vino al mundo el periodista Manuel Lustres Rivas, no lejos del lugar de Comoxo, en el municipio de Boiro, en el que vio por primera vez la luz el sacerdote y escritor Celestino García Romero. Otro que nació en torno a estas aguas fue el inmenso Ramón María del Valle-Inclán. Bromeó toda su vida diciendo que su madre lo alumbró en una barca que navegaba entre las dos orillas de la ría, y el chiste propició que sean hoy dos localidades las que se disputan el honor de haber acogido el natalicio de quien fuera una de las plumas más destacadas de las letras españolas en la primera mitad del siglo XX. Una es A Pobra do Caramiñal, donde aún se conservan lugares vinculados a la vida del escritor, como la Torre de Bermúdez, la Farmacia de Tato o la emblemática Villa Eugenia, en cuyas habitaciones escribió su Tirano Banderas. La otra es Vilanova de Arousa, donde siguen en pie la casa en la que habría nacido y otra en la que transcurrieron sus primeros años. No es la única vinculación de Valle con estas tierras: en el cementerio de Santa Mariña de Dozo, en Cambados —donde también tuvo casa—, reposan su mujer y uno de sus hijos, y en Vilagarcía se levanta el Pazo de Rúa Nova, que estuvo vinculado a su familia. Pero tampoco es Valle el único que tiene algo que decir en este recorrido, porque en el mismo Cambados residió Ramón Cabanillas y trabajó Alfredo Brañas, Vilanova fue también la tierra de origen del periodista Julio Camba y en Vilagarcía se aprecia mucho al poeta Ramón García Lago, uno de cuyos textos se puede leer en los peñascos del Mirador de Lobeira. Rianxo, al lado de Boiro, concentró en su casco histórico a autores como Paio Gómez Charino, Castelao o Rafael Dieste. También allí, en su casa familiar, falleció Manuel Antonio. En Ribadumia, al otro lado de las aguas de Arousa, firmaron destacados republicanos galleguistas como Otero Pedrayo y el mencionado Castelao un pacto a favor de la autonomía gallega. Nos encontramos ya en pleno Ulla y no podemos dejar de mencionar las Torres del Oeste, una fortificación a la vera de la cual habría nacido, según cuenta la tradición, el obispo Diego Xelmírez, que ordenó escribir la Historia Compostelana y cuyo mandato en la diócesis influiría decisivamente en los asuntos jacobeos. No podemos perder de vista que es por estos lares por los que se desarrollan las andanzas de los muy reales personajes de Fariña, el magnífico ensayo de Nacho Carretero sobre el narcotráfico en Galicia, y de su antecedente inmediato, el seminal Un lugar tranquilo, del periodista Benito Leiro.

"Sendas estatuas de Rosalía de Castro y Camilo José Cela recuerdan a dos de los más importantes hijos ilustres de estas tierras"

Una vez llegados a lo que una vez fue Iria Flavia y ahora recibe el nombre de Padrón, se hace inexcusable visitar la iglesia de Santiago, bajo cuyo altar mayor se exhibe la piedra a la que presuntamente anclaron los discípulos apostólicos la barca en la que viajaba el cuerpo de su mentor. Habrá que pasar antes por el pueblo de Pontecesures, cuna del periodista y escritor Raimundo García —más conocido por el seudónimo de Borobó—, y perder unos minutos por el paseo del Espolón, donde sendas estatuas de Rosalía de Castro y Camilo José Cela recuerdan a dos de los más importantes hijos ilustres de estas tierras. Hay que decir que el topónimo de Iria Flavia aún se conserva en una pequeña aldea colindante con el meollo central de Padrón, y que es allí donde se aviva el recuerdo de ambos autores. Rosalía había venido al mundo en Compostela, pero su infancia, su juventud y sus últimos años transcurrieron en estos parajes. En el Pazo da Hermida, en Dodro, vivió junto a Manuel Murguía, y fueron estas luces y estas conjunciones de hierba y agua las que alimentaron su inspiración en no pocos momentos de su ajetreada vida. Por eso, a poco que uno llegue con el oído afinado, creerá escuchar cómo resuenan sus versos entre la lluvia y la niebla. Quizás el lugar más indicado para observar el fenómeno sea la aldea de Bastavales, donde escuchó tañer las campanas a las que dedicó uno de sus poemas más conocidos. Hay una fundación que se ocupa de velar por su legado y su memoria y que está muy cerca de otra, de trayectoria bastante más controvertida, que hace lo propio con el recuerdo de Camilo José Cela, cuyos restos descansan en el cementerio de esta localidad.

"Lo que en ningún modo se debe dejar de hacer es penetrar en el Panteón de Gallegos Ilustres, que ocupa una capilla lateral del antiguo convento de Santo Domingo de Bonaval"

La muerte, última estación del viaje de la vida, es también el último puerto al que nos conduce esta pequeña odisea marítima. No es cosa de hablar a estas alturas y en este lugar del cuerpo que reposa en la cripta de la catedral de Santiago de Compostela, pero conviene advertir de que los camposantos de la ciudad acogen otros enterramientos que merecen alguna que otra visita de respeto. Quizá convenga, antes de llegar al Obradoiro, hacer una pequeña parada en Teo para detenerse ante el monolito que recuerda el asesinato de Ánxel Casal, que fue alcalde republicano de la capital apostólica. Luego, una vez presentada la admiración debida a la hermosa plaza del Obradoiro, no está de más desplazarse hasta las afueras para entrar en el cementerio de Boisaca y pasear entre las sepulturas de Valle-Inclán, Isaac Díaz Pardo y Antón Fraguas. Lo que en ningún modo se debe dejar de hacer es penetrar en el Panteón de Gallegos Ilustres, que ocupa una capilla lateral del antiguo convento de Santo Domingo de Bonaval, junto al que pasan los peregrinos ávidos de cumplimentar los últimos metros de su andadura. En este rincón transcurre la eternidad de Castelao, Cabanillas, Brañas y la propia Rosalía, cuyo túmulo presume de la monumentalidad que merece la obra firmada por su inquilina. Podría pensarse, a tenor de lo visto hasta ahora, que tantas y tan buenas cosas han escrito sobre estos parajes quienes nacieron o moraron por sus latitudes que quizá no se pueda decir más al respecto. Es una conclusión falsa, porque cada cual deposita una mirada única sobre el mundo. Y además, aún está por escribir el diario de viaje de Teodoro y Atanasio.

La entrada La ría de las letras aparece primero en Zenda.

La negra provincia de José Avello

$
0
0

Ocurre que algunas obras señaladas pasado el tiempo como grandes creaciones apenas obtienen reconocimiento cuando ven la luz. Hoy todo el mundo admite la condición magistral de La Regenta (nuestra mejor novela del XIX, aunque el gran novelista sea Pérez Galdós), y sin embargo tardó tres lustros en conseguir la segunda edición (si bien en el medio tuvo una curiosa salida en el Folletín del periódico barcelonés La Publicidad). Viniendo a tiempos más cercanos, recordaba aquí mismo hace unas fechas el olvido de la Vetusta orensana, otra gran novela a la manera decimonónica, La catedral y el niño, de Eduardo Blanco Amor. Y lo mismo ha ocurrido con otros casos posteriores. Sin apurar la memoria, me vienen a la mente Historias de una historia, de Manuel Andújar, gran fresco de la guerra civil, o Ladrón de lunas, de Isaac Montero, extraordinario examen de la perversión moral anidada en la victoria de los golpistas de 1936. En esta nómina de injustas desatenciones ocupa un lugar destacado Jugadores de billar, magnífico retrato colectivo contemporáneo que apareció en 2001 y ha permanecido en el mayor de los olvidos hasta hoy, en que lo recupera la editorial asturiana Trea con visos de auténtica novedad. El crítico Santiago Martín dijo ya hace un tiempo que su primer editor, Alfaguara, abandonó a su suerte el libro y añadió su sospecha de que “de inmediato debió de arrepentirse” de haberla publicado, “por alguna razón”.

"La novela de Avello tiene además un nexo circunstancial, aunque determinante, con la de Leopoldo Alas: ambas presentan la crónica plural de un mismo lugar, Oviedo"

No he mencionado por casualidad los títulos citados en el párrafo anterior. Todas son narraciones corales y panorámicas. Todas tienen ese aroma envolvente del relato clásico. Todas indagan en el sustrato moral de una sociedad en un amplio trecho de su devenir histórico. Parece como si nuestros lectores, cada vez más perdidos en una literatura floja y de consumo, fueran refractarios a las reflexiones a fondo acerca de los condicionantes éticos y los comportamientos colectivos. La novela de Avello tiene además un nexo circunstancial, aunque determinante, con la de Leopoldo Alas: ambas presentan la crónica plural de un mismo lugar, Oviedo, que Avello nombra con su topónimo real y Clarín bautizó como Vetusta. Entre sendas épocas novelescas, la Restauración y los años ochenta del pasado siglo, existe un nexo. Lo recalcan las varias veces que el libro de Avello menciona a los marqueses de Vegallana. La poderosa familia de los Almar había reivindicado dicho marquesado y la presunta heredera del título, Covita, tenía a su esposo por un grandísimo majadero, “al igual que su antepasada”. Trasparente coincidencia y llamativa reiteración como para no ver la intencionalidad del dato. Es imprudente establecer relaciones muy genéricas entre textos literarios, pero no me parece excesivo asegurar una continuidad entre Clarín y Avello sobre la idea subterránea de que éste quiere revalidar el dicho popular “de aquellos polvos, estos lodos”. Me parece que una transversalidad temática enlaza ambas novelas.

La trama de Jugadores de billar gira en torno a un grupo de amigos que practican ese juego en largas jornadas en el café Mercurio. La relación de varios de ellos se remonta al colegio y la adolescencia: Álvaro Atienza, Floro Santerbás, Rodrigo de Almar y el anónimo narrador. La amistad con otro, Manolo Arbeyo, se data en la universidad. Cada uno de estos personajes está marcado por fuertes notas distintivas. El jorobado, maligno y autodestructivo Atienza es profesor sin ambiciones en la Facultad de Matemáticas y heredero de una fábrica de lozas y porcelanas en irremediable decadencia. El gordo Santerbás, niño en extremo mimado por su madre y su tía, licenciado en Filosofía y Letras, es un zángano redomado que apenas echa unas escasas horas en la zapatería familiar. Rodrigo de Alvar ejerce de profesor de dibujo en la Escuela de Artes; homosexual clandestino, guapo, atlético, pintor aficionado, pertenece a la plutocracia local y tras una etapa de crápula en Madrid, ha regresado a Oviedo, donde lleva una vida confortable al amparo de su rica familia. El periodista Arbeyo —nada ejemplar, por cierto— tuvo reconocimiento como colaborador de la prensa local y ahora ha resucitado su prestigio al denunciar turbios manejos empresariales.

"Jugadores de billar abarca, pues, el amplio espectro social de una ciudad moderna: ricos, clase media, sectores humildes, con ausencia significativa de un proletariado que nada pinta en una urbe comercial y de servicios"

A los protagonistas se suma una amplia selección de personajes que dan vida al retrato urbano colectivo, aunque limitado. Están las mujeres que se relacionan con los tipos principales, con suficientes perfiles diferenciadores e intensas historias particulares. El plano social se completa con una familia acaudalada y, en el otro extremo, con gentes modestas que a pesar de su escaso papel poseen rasgos peculiares y despiden magnetismo, una gran seducción inventiva (los dueños del café Mercurio, un fugaz mendigo, un trabajador marroquí de la fábrica de loza). En el terreno de la acción narrativa, aporta el autor otro par de buenos tipos, un tal Borja Molina, tenebroso ejecutivo de una gestora empresarial, y Vicente el Ciclista (apodo debido a su cojera), un vago y sablista, de oficio “hacer recados”.

Jugadores de billar abarca, pues, el amplio espectro social de una ciudad moderna: ricos, clase media, sectores humildes, con ausencia significativa de un proletariado que nada pinta en una urbe comercial y de servicios. Pero esa amplitud resulta solo una imagen verista global, algo requerido por la verosimilitud novelesca, porque el núcleo reside en una clase media polarizada en las actividades profesionales y liberales. Ya se ve en el escueto informe anterior sobre los protagonistas y lo corroboran otros allegados: de modo sobresaliente Adelina, la pareja de Floro, bibliotecaria e hija de un afamado oftalmólogo local; la universitaria Mari la Gorda; Carmina, la mujer del periodista, y Verónica, la compañera de Atienza, empleadas en la oficina de Borja.

"Este es un sentido básico de Jugadores de billar: crónica generacional desolada, amarga, implacable del grupo que accedió a la madurez social, política e institucional en la Transición"

Estamos ante un retrato de clase, de una clase social sin valores y principios, indolente e inútil, entregada al sexo, el alcohol y la droga. Enlaza en esto Avello con los más acerados testimonios antiburgueses de la promoción realista. Recuerda, incluso en el detalle de una fiesta, el testimonio de degradación de un grupo privilegiado del Juan García Hortelano de El gran momento de Mary Tribune. Lo evoca y lo prolonga con un añadido fundamental: un relevo generacional. Si Hortelano retrataba los comportamientos de gentes del medio siglo, Avello se fija en representantes de la promoción siguiente, la generación del 68, los que llegan a la madurez en los amenes de la dictadura, y a la que el propio autor, nacido en 1943, pertenece. Este es un sentido básico de Jugadores de billar: crónica generacional desolada, amarga, implacable del grupo que accedió a la madurez social, política e institucional en la Transición. La trayectoria política de los protagonistas lo confirma: se ve cómo pasan de un gauchismo juvenil, con militancia pecera incluida, al confort de la socialdemocracia asentada en el poder y de ahí al escepticismo, la desfachatez, la delincuencia. Al fin, el fracaso marca el rumbo de esas vidas señoritiles, desvergonzadas, criminales. En este sentido, Avello ofrece un reportaje inflexible de la Transición, con presencia expresa de sus grandes males, en particular el afán inmoderado de dinero que afecta a varios personajes. Un chanchullo urbanístico, medular en la trama novelesca, ejemplifica su desoladora consecuencia actual, el imperio de la corrupción. En Avello se reconocen los mismos impulsos éticos y políticos que por entonces movían a Rafael Chirbes, paradigmático fustigador después de la especulación inmobiliaria.

Esta línea principal de Jugadores de billar se engarza con otra que termina de proporcionarle su sentido completo. Los manejos para convertir la fábrica de loza en una selecta urbanización tienen su propia historia, que se remonta a los días tremendos de la sublevación franquista. Los horrores de aquellas fechas, las venganzas, los asesinatos, el fanatismo falangista, el miedo o el sojuzgamiento de los vencidos constituyen una pintura de maldades no por conocida menos impactante. Sobre todo por la minuciosidad con que se recuentan aquellos terribles episodios. De hecho, una de las cuatro partes de la narración se focaliza en el duro reverdecer de esa historia de ignominias. Como señaló uno de nuestros nuevos novelistas sociales, Isaac Rosa, el relato de Avello supone una excepción en el rescate de un tema poco tratado en nuestra literatura e historiografía, “el expolio que los vencedores realizaron sobre los vencidos, el saqueo, la apropiación de los patrimonios y empresas de los derrotados, de los exiliados, recurriendo a la denuncia, falsa incluso a veces, o hasta el asesinato, legal o no, aprovechando la confusión y la sospecha generalizada en los momentos del final de la guerra”.

"Desde el comienzo lo advierte: no va a hablar de él mismo. Y lo puntualiza más tarde: aunque sea el cuarto jugador, ha decidido borrarse de la historia"

Cierto este mérito e intención, pero Avello va todavía más lejos de rescatar una materia postergada. El asunto se suelda bien anecdóticamente con la trama novelesca reciente, mas no supone unos antecedentes más o menos relevantes del presente. Si así fuera, podría considerarse un material pegadizo de un relato que tiende a la invención caudalosa. En realidad apunta mucho más lejos: de qué modo el envilecimiento moral provocado por la guerra planea en la actualidad. Todavía no se puede escribir la historia de nuestro país sin contar con ese hilo conductor que impide liquidar de una vez el pasado, que unos y otros —y ahora me refiero a la vida civil, no a la literatura— hilvanan según sus intereses. Los enfrentamientos a cuenta de la llamada memoria histórica tienen ahí su raíz. Misión de un escritor es hacerlo palpable.

La abundancia de materia requiere la amazónica dimensión de Jugadores de billar. También justifica su composición tradicional: un presente novelesco algo dilatado que discurre a lo largo de las cuatro estaciones del año cuenta los ires y venires de los billaristas mientras se recupera su historia cercana y pretérita. Lo refiere un narrador en primera persona que, según él mismo explica, tiene un papel un tanto notarial. Desde el comienzo lo advierte: no va a hablar de él mismo. Y lo puntualiza más tarde: aunque sea el cuarto jugador, ha decidido borrarse de la historia. Diríamos que el juez que sentencia no puede estar contaminado por la instrucción del caso. Solo quiere comprender. Sin embargo, no se atiene a esa pregonada función y actúa como un narrador omnisciente, que todo lo sabe, dice cosas que no puede conocer de primera mano y se mete con desenvoltura (y con frecuencia con desparpajo humorístico) en la mente de los personajes.

"Avello revela una capacidad de observación extraordinaria tanto de interiores como de exteriores, de la vida material como de las dolencias del alma"

Resulta difícil justificar esta transgresión del punto de vista. Tal planteamiento se debe a una libérrima concepción del fluido narrativo que salta por encima del requisito de limitar su papel porque le arrastra la voluntad de explicar, tras comprender, el complejo mundo social y mental que muestra en su relato. Así, y aun en primera persona, mezcla en una poderosa corriente informativa lo que sabe, lo que ha oído y lo que cree que pasa. Sin pararse en barras. Una inclinación fortísima de Avello hacia la narratividad le induce a este planteamiento del que forma parte el relato de un puñado de excelentes escenas que casi tienen un valor autónomo, aunque se hilvanen en la historia principal: la potencia de narrador nato del autor se comprueba en el pasaje que refiere una excursión campestre juvenil, continuada con terrible peripecia de una violación seguida en el tiempo de un ominoso sojuzgamiento; en una excursión a Irlanda que revela desavenencias conyugales; en la dura y atroz relación de Álvaro con Verónica, objeto de su malsana obsesión. Situaciones magníficas en su composición literaria dentro de una clave de severidad expositiva que encuentran un notable contrapeso en los pasajes humorísticos, de gran guiñol casi, del tarambana Floro con Dorita en la trastienda de la zapatería.

Avello revela una capacidad de observación extraordinaria tanto de interiores como de exteriores, de la vida material como de las dolencias del alma. Su novela está llena de perspicaces apuntes sociales y morales. La prosa revela cada poco la intuición, novedad y precisión de un adjetivo. Un mundo compacto de miserias y frustraciones, personales y colectivas, de idealismos en almoneda y de puras venganzas, se va delineando paso a paso. Por su reflejo múltiple y vivaz de una negra provincia, Jugadores de billar alcanza la categoría de novela extraordinaria, una de las mejores desde la Transición.

Coda. El Premio Nacional de Narrativa de 2001 se lo llevó la escuálida novela del joven Unai Elorriaga Un tranvía en SP. La crónica del fallo en ABC del 9 de octubre de 2002 firmada por Trinidad León-Sotelo recoge la opinión de Josefina Aldecoa: “el libro ganador es muy original y distinto, precioso, con técnica narrativa muy interesante. No es un libro lineal e indaga en el pensamiento de los personajes. Atrae. Agarra”. Quede este dato para la historia. También la opinión de Andrés Sorel: la novela de Elorriaga le había, “literalmente, maravillado”. Jugadores de billar quedó relegada a finalista.

—————————————

Autor: José Avello. TítuloJugadores de billarEditorial: Trea ediciones. VentaAmazonFnac y Casa del libro

La entrada La negra provincia de José Avello aparece primero en Zenda.

En busca de la felicidad, de Douglas Kennedy

$
0
0

El Nueva York de los años 50, entre el dinámico optimismo de posguerra y la caza de brujas de McCarthy, es el escenario de En busca de la felicidad, de Douglas Kennedy (Nueva York, 1955). Un drama familiar forjado con lealtades contrapuestas, decisiones morales y destinos azarosos. Un relato épico e íntimo al mismo tiempo, respecto al que los más destacados medios de comunicación norteamericanos se han volcado en elogios. Ofrecemos el comienzo de este libro, publicado por Arpa, una joven editorial de Barcelona, y traducido por Esther Roig.

PRIMERA PARTE

Kate

Cuando la vi por primera vez estaba de pie junto al ataúd de mi madre. Era una mujer de más de setenta años, alta y angulosa, con el pelo gris y fno recogido en un prieto moño en la nuca. Tenía el aspecto que me gustaría tener a mí si algún día alcanzo su edad. Mantenía la columna muy derecha, como negándose a dar tregua a la edad. Su estructura ósea era impecable. Su piel seguía siendo tersa. Si tenía arrugas, no le grababan la cara. Por el contrario, le daban carácter, gravedad. Todavía era guapa, de un modo discreto y aristocrático. No había duda de que, en una época bastante reciente, los hombres la encontraban hermosa.

Sin embargo, fueron sus ojos los que me llamaron la atención. De un azul grisáceo. Muy intensos y observadores. Ojos críticos, atentos, con apenas una pizca de melancolía. Pero, ¿quién no se pone melancólico en un funeral? ¿Quién no mira un ataúd viéndose a sí mismo en el interior? Dicen que los funerales son para los vivos. No puede ser más cierto. Porque no solo lloramos por los que se van. También lloramos por nosotros mismos. Por la brutal brevedad de la vida. Por su insignifcancia infnita. Por la forma en que nos movemos a trompicones a través de ella, como forasteros sin mapa, equivocándonos en todos los cruces del camino.

Cuando la miré directamente a los ojos, ella apartó la mirada avergonzada, como si la hubiera descubierto observándome. Está claro que quien ha perdido a su ser más querido es siempre objeto de atención de todos en un funeral. Como la persona más cercana al difunto, se esperaba de mí que marcara el tono emocional de la ocasión. Si me mostraba histérica, no temerían abandonarse. Si sollozaba, se limitarían a sollozar también. Si conservaba la serenidad, mantendrían la compostura y se mostrarían disciplinados y correctos.

Yo me mostraba serena, muy correcta, y como yo la veintena de personas que habían acompañado a mi madre en «su último viaje», como decía el director de la funeraria, que soltó esta frase en medio de la conversación cuando me estaba diciendo lo que me costaría transportarla desde su «capilla de reposo» en Amsterdam con la 75, hasta este lugar «de descanso eterno», junto a la pista del aeropuerto de La Guardia en Flushing Meadows, Queens.

Después de que la mujer se diera la vuelta, oí el motor de un jet en pleno descenso y miré hacia el cielo invernal, frío y azul. Sin duda, varios miembros de la congregación reunida junto a la tumba pensaron que estaba contemplando los cielos como si me preguntara cuál sería el lugar de mi madre en la inmensidad celestial. Pero, en realidad, lo que hacía era comprobar qué clase de jet descendía. «Un US Air. Uno de los viejos 272 que todavía se usan para trayectos cortos. Seguramente un vuelo de Boston. O quizá uno de los que seguían hacia Washington…».

Es asombrosa la cantidad de trivialidades que pasan por la cabeza en los momentos más trascendentales de la vida.

—Mami, mami.

Mi hijo de siete años, Ethan, me tiraba del abrigo. Su voz se superpuso a la del sacerdote episcopaliano que estaba de pie detrás del ataúd, recitando solemnemente un pasaje de las Revelaciones:

Dios secará todas las lágrimas de sus ojos;

y no habrá más muerte, ni aficción.

No habrá más llanto, ni habrá más dolor;

porque todas estas cosas han desaparecido.

Tragué saliva. Ni aficción. Ni llanto. Ni dolor. No era esta la historia de la vida de mi madre.

—Mami, mami…

Ethan seguía tirando de mi manga, exigiendo mi atención. Me llevé un dedo a los labios acariciando su mata de pelo rubio despeinado.

—Ahora no, cariño —susurré.

—Tengo pipí.

Hice un esfuerzo para no sonreír.

—Papá te acompañará —dije, buscando con los ojos a mi marido.

Estaba de pie al otro lado del ataúd, dándoles la espalda a los demás. Me había sorprendido un poco verle en la capilla funeraria por la mañana. Desde que nos había dejado a Ethan y a mí, hacía cinco años, nuestro trato había sido, en el mejor de los casos, de tipo práctico; solo hablábamos de nuestro hijo y de las aburridas cuestiones económicas que obligan incluso a las parejas divorciadas que más se odian a contestarse las mutuas llamadas. Hacía tiempo que yo había cortado por lo sano sus intentos conciliadores. No sé muy bien por qué, pero nunca le había perdonado que nos abandonara de la noche a la mañana para irse con «ella», la belleza mediática, la «señora conductora» de News-Channel-4-NewYork. Entonces Ethan solo tenía dos años y un mes.

Sin embargo, hay que saber encajar estos pequeños contratiempos, ¿o no? Especialmente teniendo en cuenta que Matt se ajusta tanto al estereotipo masculino. Pero algo sí puedo decir en favor de mi exmarido: se ha convertido en un padre atento y cariñoso. Y Ethan lo quiere muchísimo, como pudieron comprobar todos los que rodeaban la tumba, cuando pasó corriendo por delante del ataúd para abrazar a su padre. Matt lo levantó en brazos y vi que Ethan le pedía que lo acompañara al baño. Con una pequeña inclinación de cabeza dirigida a mí, Matt se lo llevó, cargado sobre un hombro, en busca del baño más cercano.

El sacerdote la emprendió entonces con un salmo habitual en los funerales, el 23:

Tú dispones para mí una mesa ante los ojos de mis enemigos;

unges mi cabeza con aceite; mi copa rebosa.

Oí que mi hermano Charlie sofocaba un sollozo. Estaba de pie detrás de la dispersa congregación. Estaba claro que había ganado el premio a la «mejor aparición sorpresa en un funeral», porque había llegado aquella mañana con el vuelo nocturno de Los Ángeles, pálido, agotado y muy avergonzado. Tardé unos instantes en reconocerlo porque no lo veía desde hacía siete años y porque el tiempo había ejercido su desagradable magia convirtiéndolo en un hombre de mediana edad. De acuerdo, yo también pertenecía a la mediana edad, pero Charlie —con sus cincuenta y cinco años, casi nueve más que yo— parecía realmente… Bueno, creo que maduro sería la palabra correcta, aunque cansado de la vida sería bastante más preciso. Había perdido casi todo el pelo y no estaba en forma. Su cara se había vuelto carnosa y foja. La cintura sobresalía, como un neumático, y hacía que su traje negro mal cortado pareciera como nunca un error de mal gusto. Llevaba la camisa blanca desabrochada. La corbata negra tenía manchas de comida. Su aspecto general delataba mala alimentación y cierto desencanto de la vida. Yo misma estaba del todo de acuerdo con esta última descripción…, me sorprendía lo mal que había envejecido, y que hubiera cruzado el continente para despedirse de una mujer con la que apenas había mantenido contacto verbal en los últimos treinta años.

—Kate —dijo, acercándose a mí en el vestíbulo de la capilla funeraria.

Vio la expresión atónita de mi cara.

—¿Charlie?

Tuvo un momento de vacilación al ir a abrazarme, lo pensó mejor y se limitó a cogerme las manos. Estuvimos un momento sin saber qué decirnos. Finalmente hablé yo:

—Esto es una sorpresa…

—Lo sé, lo sé —dijo, interrumpiéndome.

—¿Recibiste mis mensajes?

Asintió con la cabeza.

—Katie… lo siento. De repente me solté de sus manos.

—No me des el pésame —dije, con una voz extrañamente calmada—. También era tu madre. ¿Recuerdas?

Palideció. Finalmente logró balbucear:

—No es justo.

Mi voz continuó muy calmada, muy controlada.

—Todos los días del último mes, cuando supo que se estaba muriendo, me preguntó si habías llamado. Al final tuve que mentirle, le dije que me llamabas diariamente para preguntar cómo estaba. O sea que no me hables de lo que es justo.

Mi hermano se quedó mirando fjamente el linóleo de la funeraria. Entonces se me acercaron dos amigas de mi madre. Mientras hacían los comentarios amables de rigor, Charlie tuvo ocasión de escapar. Cuando empezó el funeral, se sentó en el último banco de la capilla de la funeraria. Volví la cabeza para ver a las personas congregadas y lo descubrí mirándome. Desvió la vista, profundamente incómodo. Después del funeral, le busqué, porque quería darle la oportunidad de ir conmigo al cementerio en el denominado «coche de la familia». Pero no lo vi por ninguna parte. Así que fui a Queens con Ethan y la tía Meg. Era la hermana de mi padre, una profesional soltera de setenta y cuatro años que se había dedicado a destruir su hígado durante los últimos cuarenta. Me alegró ver que se había mantenido sobria para despedirse de su cuñada. Porque, en las pocas ocasiones en que practicaba la moderación, Meg era la mejor aliada que una podía desear. Sobre todo porque tenía una lengua tan aflada como una avispa enfurecida. Poco después de que la limusina saliera de la funeraria, el tema de conversación se centró en Charlie.

—Vaya —dijo Meg—, el schmuck pródigo ha vuelto.

—Y ha desaparecido inmediatamente —añadí.

—Estará en el cementerio —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho. Mientras tú te besuqueabas con todo el mundo después del funeral, le he visto en la puerta. «Si te esperas un momento —le he dicho—, vendrás con nosotras a Queens». Pero ha dejado muy claro que prefería ir en metro. Me parece que Charlie es el mismo gilipollas de siempre.

—Meg —dije, señalando a Ethan con la cabeza.

El niño estaba sentado a mi lado en la limusina, totalmente abstraído en un libro de los Power Rangers.

—No está escuchando las tonterías que digo. ¿Verdad que no, Ethan?

Ethan levantó la vista del tebeo.

—Sé lo que quiere decir gilipollas —contestó.

—Buen chico —dijo Meg, alborotándole el cabello.

—Lee tu tebeo, cariño —le dije.

—Es un niño listo —dijo Meg—. Lo has educado muy bien, Kate.

—¿Lo dices porque sabe palabrotas?

—Me gustan las chicas con autoestima, como tú.

—Esa soy yo: doña Autoestima.

—Al menos siempre has hecho lo correcto. Sobre todo con respecto a la familia.

—Sí, y ya ves adonde me ha llevado.

—Tu madre te quería muchísimo.

—Domingo sí, domingo no.

—Sé que era una mujer difícil…

—Más bien diría que imposible.

—Lo creas o no, este jovencito y tú lo erais todo para ella. Y quiero decir todo.

Me mordí el labio y me tragué un sollozo. Meg me cogió la mano.

—Créeme: padres e hijos acaban siempre pensando que son ellos los que han cargado con el trabajo más desagradecido. Nadie se siente muy feliz. Pero al menos tú no te sentirás culpable como el idiota de tu hermano.

—¿Sabes que la semana pasada le dejé tres mensajes diciéndole que solo le quedaban unos días de vida, y que tenía que venir a verla?

—¿No te llamó?

—No, pero su portavoz sí.

—¿Princesa?

—La misma.

Princesa era el apodo que le dábamos a Holly, la mujer totalmente insufrible, totalmente suburbana, que se había casado con Charlie en 1975 y le había convencido poco a poco, por una larga lista de razones falsas y egoístas, de que se apartara de su familia. Tampoco es que Charlie necesitara que lo animaran mucho. Desde el momento en que fui consciente de estas cosas, supe que, para 52. En busca de la felicidad – Interior – IMPREMTA.indd 16 3/5/18 18:05 17 ser madre e hijo, mamá y Charlie tenían una relación curiosamente fría, y que la causa de su antipatía era mi padre.

—Veinte pavos a que nuestro Charlie se desmorona junto a la tumba —dijo Meg.

—Ni hablar —contesté yo.

—Hace que no le veo… ¿Cuándo demonios nos visitó por última vez?

—Hace siete años.

—Exacto, hará unos siete años, pero le conozco bien. Créeme, siempre se ha compadecido de sí mismo. En cuanto le he visto hoy he pensado: el pobrecito Charlie sigue jugando a autocompadecerse. No solo esto, también se siente muy, pero que muy culpable. No tuvo coraje para hablar con su madre moribunda, y ahora intenta arreglarlo apareciendo a última hora en su funeral. Qué forma más penosa de comportarse.

—Pero no llorará. Está demasiado reprimido. Meg me blandió un billete en la cara.

—Déjame ver tu dinero.

Busqué en el bolsillo de mi chaqueta y encontré dos billetes de diez. Los blandí frente a los ojos de Meg.

—Me divertirá quedarme con tus veinte dólares —le dije.

—No tanto como yo me voy a divertir viendo cómo llora ese lamentable cagueta.

Miré de reojo a Ethan, que seguía absorto en su tebeo de los Power Rangers, y después levanté los ojos al cielo.

—Perdona —dijo Meg—, se me escapó.

Sin levantar la vista del tebeo, Ethan intervino:

—Sé lo que signifca cagueta.

Meg ganó la apuesta. Tras una última plegaria ante el ataúd, el sacerdote me tocó el hombro y me dio el pésame. Luego, uno por uno, los demás asistentes se acercaron a mí. Mientras pasaba por aquella hilera ritual de apretones de manos y abrazos, vi a aquella mujer, leyendo con mucha concentración la lápida contigua a la parcela de mi madre. Me la sabía de memoria:

John Joseph Malone 22 de agosto de 1922 − 16 de abril de 1956

—————————————

Autor: Douglas Kennedy. Título: En busca de la felicidad. Editorial: Arpa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada En busca de la felicidad, de Douglas Kennedy aparece primero en Zenda.

Saramago y la literatura apátrida

$
0
0

Hace poco, el mismo día en que se cumplían ocho años de la muerte de José Saramago y mientras escuchaba una deslumbrante lectura de textos suyos en la fundación de Lisboa que lleva su nombre, recordé la primera vez que conversé privadamente con él. Fue en 1991 en la ciudad de Estrasburgo, durante un encuentro literario llamado Carrefour de Literaturas Europeas. Yo estaba allí como enviado de la revista Cambio 16 y coincidí con otro periodista, el portugués Torcato Sepúlveda, que conocía a Saramago. Los tres compartimos un par de horas de charla en un café cercano a la plaza Klèber. Torcato y Saramago hablaban un excelente español. Yo apenas si era capaz de balbucear alguna frase de cortesía en la lengua portuguesa y estaba muy lejos de imaginar que un día terminaría viviendo en Lisboa. Nuestras edades nos situaban en tres generaciones diferentes. La historia de nuestros dos países conspiraba contra nosotros, haciendo planear desde los cielos del pasado fantasmas de violencias, desdén y resentimiento. Pero allí estábamos, en un país extranjero para todos, en una plaza de nombre germánico, en una ciudad que en numerosas ocasiones ha cruzado, sin moverse de lugar, la frontera que separa Francia y Alemania. Y hablábamos con la satisfacción de quien se reconoce en sus contertulios. Compartíamos la misma indignación ante las injusticias del mundo, la misma pasión por la Historia y por el lenguaje que es memoria, también una misma sensación de marginalidad, de habitar extramuros de la realidad oficial del mundo…

"José Saramago: Entonces comprendí que los portugueses no existimos, somos una ficción"

Unos años antes de aquel encuentro personal, en 1986 y durante el almuerzo profesional con periodistas en un restaurante de Madrid que siguió a la presentación de su novela La balsa de piedra, ya había escuchado a José Saramago contar una historia que venía a ilustrar humorísticamente esa sensación de marginalidad tan certeramente que nunca se ha borrado de mi memoria. “Hace unas semanas viajaba yo en tren por Francia”, comenzó Saramago, “había una gran huelga por aquellas fechas, seguro que se acuerdan, y nuestro tren quedó detenido durante horas en pleno campo. No sabíamos cuánto tiempo íbamos a pasar allí, así que los ocho viajeros del compartimento en que yo estaba decidimos jugar a las adivinanzas como mejor manera de combatir el aburrimiento. El juego era sencillo. Se trataba de adivinar de qué país europeo era cada uno de los allí presentes. Se hacían preguntas y por fin se decía el nombre del país. Enseguida averiguamos que había franceses, por supuesto, y alemanes, pero cuando llegó el turno de adivinar de qué país era yo, el interrogatorio se volvió más difícil. Tan difícil que mis compañeros de compartimento terminaron por dejarse de preguntas sutiles y empezaron a enumerarme los posibles países de mi origen. Irlanda. Yo negaba con la cabeza. Italia. Una nueva negativa. Hungría. No. Yugoslavia… Uno a uno, enumeraron los países de Europa, recorriendo mentalmente su geografía. Por fin se rindieron sin haber nombrado a Portugal. Entonces comprendí que los portugueses no existimos: somos una ficción”.

Quizá por eso la figura de Fernando Pessoa, autor convertido él mismo en ficción por sus heterónimos, ejerce tal fascinación en autores y lectores no sólo portugueses sino de todo el mundo. Quizá también por eso había imaginado Saramago, en su novela La balsa de piedra, que un prodigio de la geografía desgajaba a la Península Ibérica del resto de Europa y la lanzaba al mar, con rumbo a las otras tierras de África y América. En todo caso, durante la conversación que mantuvimos en Estrasburgo yo me sentía habitante de esa balsa pétrea. En ella, por encima de la secular tradición hispano-portuguesa de vivir dándose mutuamente la espalda, sentía una proximidad que triunfaba sobre las diferencias de edad, nacionalidad o lengua. Una proximidad que no me sorprendía pues ya la había sentido antes, al leer las novelas de Saramago y también las de otros autores que, como él, por más que hundan bien hondo sus raíces en la lengua y la cultura de sus países de nacimiento, tienen la virtud de hacer paradójicamente de su escritura una literatura apátrida. Autores como el vasco Bernardo Atxaga o el chileno Luis Sepúlveda, por ejemplo.

"No me parece exagerado afirmar que hay una literatura, de las que los autores citados son muestra, que bien podríamos llamar portuguesa, aunque esté escrita en otras lenguas y por autores nacidos en otros países"

Quizá sea necesario ese sentimiento de marginalidad, de inexistencia, del que hablaba Saramago, para escribir una literatura que escape, en su alcance y en la misma elección de las historias que cuenta, de las rejas de la cultura patriótica. En estos tiempos en que se supone que un autor asturiano debe escribir de Asturias; un vasco, del País Vasco; un andaluz, de Andalucía; un gallego, de Galicia; y, más allá de las fronteras españolas, un cubano, de Cuba; o un mexicano, de México (porque esa es la ley de la marginalidad, volvernos exóticos a los ojos de quienes están en el centro, y obligarnos a exhibir nuestro exotismo) resulta un verdadero bálsamo para el alma leer Ensayo sobre la ceguera, esa metáfora terrible sobre la libertad humana situada en ninguna parte y en todas al mismo tiempo, los relatos de Obabakoak, que tienen a Hamburgo o a la selva amazónica por escenario, o Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi, ese viaje que tiene tanto de alucinación y cuyo verdadero territorio no es el de la gigantesca India sino el del escritor en busca de su propio tema, un territorio por definición universal. Al recordar el uso metafórico que en aquella conversación hizo Saramago de lo portugués como patria de los inexistentes (los que no cuentan), de la ficción y de la mirada marginal sobre la realidad, no me parece exagerado afirmar que hay una literatura, de las que los autores citados son muestra, que bien podríamos llamar portuguesa —mutando el sentido geográfico de la palabra por un sentido de pertenencia más profundo y universal—,  aunque esté escrita en otras lenguas y por autores nacidos en otros países. Una literatura apátrida para la cartografía del mundo porque responde a la geografía del corazón.

"Ya hacía tiempo que había comprendido que Portugal se había convertido, dentro de la geografía mental de los escritores de otros países, en un territorio libre de la imaginación"

Hablando con Saramago y Torcato Sepúlveda, como luego en otras conversaciones con Atxaga, Tabucchi, Ana María Matute, Luis Sepúlveda, Antonio Sarabia, Santiago Gamboa, Jean-Claude Izzo, Bruno Arpaia o Antonio Muñoz Molina, fui consciente de pertenecer a ese país imaginario, que no entiende de fronteras y que es la única patria posible para los apátridas.

Aquella conversación de Estrasburgo no terminó al cabo de las tres horas de reloj en que estuvimos juntos, sino que me ha acompañado desde entonces, como acompañan siempre las palabras que ayudan a vivir, y la tuve muy presente algunos años después, durante la escritura de mi novela Carta del fin del mundo. Ya hacía tiempo que había comprendido que Portugal, además de materializarse política y económicamente como un país más de la Unión Europea, se había convertido, dentro de la geografía mental de los escritores de otros países, en un territorio libre de la imaginación. Vistos ahora en perspectiva, libros como El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina y Sostiene Pereira, de Tabucchi, son expresiones de esa irresistible atracción hacia la ficción que ejerce Portugal. Una atracción que también sentí yo mientras escribía mi novela.

De entre los treinta y nueve españoles que Colón había dejado en el Nuevo Mundo en su primer viaje, elegí a un vasco como protagonista de mi relato. Me pegué a él, le seguí de cerca, buscando en sus sentimientos y en sus posibles recuerdos esas emociones que no saben de pasaportes ni de épocas. Di vida a un indio fascinado por aquellos hombres blancos y terribles, hasta el punto de secundarlos en sus desvaríos. Imaginé una mujer indígena (encarnación de una doble otredad, cultural y sexual) capaz de encarnar un amor sin palabras, sin toda esa telaraña de promesas y mentiras en que se enredan y ahogan las pasiones. Pero me faltaba una voz que nombrara el mundo desde la distancia escarmentada que da el haber tenido todo y haberlo todo perdido, desde la marginalidad del apestado o del dios, que a fin de cuentas vienen a ser la misma. Paseando imaginariamente por la selva, en el mismo batel en que mis personajes remontaban un río lleno de misterios, me vino la idea de un hombre que hubiera sido dios y que, por tanto, todo lo supiera de sí y de los otros: el personaje del Yucemí, el Espíritu Blanco de los indios, un pobre infeliz que había llegado hasta aquel confín del mundo como náufrago y que se había transformado allí en una divinidad a los ojos de sus habitantes. Un hombre abrumado por la búsqueda del oro y por la soledad, víctima de su propia quimera, que agonizaba en una cueva que era metáfora de los infiernos de la condición humana.

"Al término de la novela tuve la certeza de haberme adentrado, en la medida de mis fuerzas, en ese territorio de literatura apátrida en que escriben los autores que estimo"

Cuando mis personajes llegaban al fin ante el lecho miserable en que agonizaba el Yucemí y éste les revelaba su verdadero nombre, el que evocaba su país de origen, su vida pasada en ese Otro Mundo que era la lejana Europa para los indios taínos, el nombre que hablaba de una vida que era ya una ficción para él mismo, se me vino a los labios un nombre portugués: Alvaro Almeyda.

Esa balsa de piedra metafórica, de la que había oído hablar a Saramago, era en cierto modo la que había llevado tanto a Alvaro Almeyda como a los españoles de Colón hasta una tierra nueva para ellos, aún sin nombre, una tierra todavía al margen de las ficciones con que los poderes políticos y económicos habían construido los reinos europeos: el territorio de sus propios sueños, por tanto el de sus propias pesadillas también. Y precisamente por adoptar ese punto de vista, desde la distancia de los siglos y alejándome de mis supuestas señas de identidad (escritor español nacido en Granada en 1957), la ficción de Carta del fin del mundo me permitía hablar de la realidad de hoy con una libertad embriagadora. Al término de la novela tuve la certeza de haberme adentrado, en la medida de mis fuerzas, en ese territorio de literatura apátrida en que escriben los autores que estimo, y de haberlo hecho arrastrado por una irresistible atracción hacia la otredad que sólo puedo calificar de portuguesa.

La entrada Saramago y la literatura apátrida aparece primero en Zenda.

Volverán las oscuras golondrinas, de Gustavo Adolfo Bécquer

$
0
0

Fue el gran abanderado del romanticismo en España. En sus poemas habla de la creación poética, el amor, la muerte… Estas seis estrofas que componen Volverán las oscuras golondrinas, de Gustavo Adolfo Bécquer, son una oda a la fatalidad y al amor perdido.

Volverán las oscuras golondrinas, de Gustavo Adolfo Bécquer

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el  vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
¡esas… no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día…
¡esas… no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido…; desengáñate,
¡así… no te querrán!

La entrada Volverán las oscuras golondrinas, de Gustavo Adolfo Bécquer aparece primero en Zenda.

Bajar a la mina

$
0
0

Juan Ramón Lucas arranca con una frase de Philip Roth para construir este making of de La maldición de la Casa Grande (Espasa), su primera novela. “En mi memoria reciente” —dice— “estaba la dureza de extraer de una idea inicial rocosa y amorfa el metal de la trama precisa y el brillo feliz de las palabras pulidas y eficaces para darle forma”. Un descenso a las entrañas cuyo resultado es una magnífica novela.

No había leído la frase de Philip Roth que me refirió Karina Sainz Borgo en la deliciosamente insólita conversación que mantuvimos alrededor de La maldición de la Casa Grande: “Escribir —me dijo apenas nos sentamos juntos uno frente a otro en el café del Hotel de Las Letras en la Gran Vía de Madrid— es bajar a la mina. Es de Philip Roth, ¿no lo sabías?”.

Escribir es bajar a la mina. No. No lo había oído, pero me pareció de una precisión invencible. En mi memoria reciente estaba la dureza de extraer de una idea inicial rocosa y amorfa el metal de la trama precisa y el brillo feliz de las palabras pulidas y eficaces para darle forma. Había historia, claro, estaba la veta que marcaba el camino del mineral valioso, pero era necesario trabajar la roca con paciencia y dedicación para obtener el ambicionado tesoro.

"Porque escribir, he aprendido, es meterse en lo más profundo de uno mismo para crear personajes y tramas que son en realidad pedazos de nosotros"

Mina sobre la mina. Porque de la mina venía después de observar, tomar nota y aprender con la intención de servirme de todo ello para darle forma a esa historia de perfiles imprecisos que me había cautivado. Al regresar a la superficie había agrupado mis notas y empezado el relato. Pero no era consciente de la dureza de lo que tenía delante. Tuvo que dispararme Karina la potente metáfora de Roth para que se me revelara lo que realmente había sentido durante este primer descenso al centro de mí mismo para escribir la historia que empecé a conocer una noche de flamenco en el pueblo minero de La Unión.

Porque escribir, he aprendido, es meterse en lo más profundo de uno mismo para crear personajes y tramas que son en realidad pedazos de nosotros, aunque se les atribuya vida propia. He contado la historia de Lobo, he creado a María de una mujer incompleta, he hecho bailar a su alrededor a personas que existieron o que inventé, o ambas al tiempo. Y todos ellos, en su lejanía, me han ido diciendo más de mí mismo de lo que yo podía imaginar. Si hubiera descrito su peripecia con la exactitud del historiador y el rigor del periodista me habría mantenido en mi discreto escondite, pero el relato nacería mutilado de emoción. O al menos con ésta mucho menos presente.

Me vacié sin saberlo, y eso ha sido lo más agotador y a la vez estimulante de este mineraje literario.

"Una noche de cante flamenco y confidencias, Francisco Bernabé, alcalde entonces de La Unión, nos contó a María Dueñas y a este debutante la historia del Tío Lobo de Portmán"

Ahora, con la criatura en la calle a merced del destino que le marque el impredecible gusto lector, y liberado del peso a veces insoportable de la roca que tanto me costó agujerear, modelar y fundir para conseguir el metal de la novela, me encuentro en condiciones de evocar lo vivido, o al menos parte de ello, y compartirlo. Considera el editor que puede tener interés, pero cree además el autor que resultará saludable para seguir disfrutando conscientemente de esta nueva y sorprendente experiencia vital de la escritura.

Una noche de cante flamenco y confidencias, Francisco Bernabé, alcalde entonces de La Unión, nos contó a María Dueñas y a este debutante la historia del Tío Lobo de Portmán. Fascinado por el relato de su personalidad feroz y torturada, me atreví a sugerirle a María que la novelara, porque de su pluma podría salir el retrato, necesariamente conmovedor y apasionado, no sólo de su peripecia personal, sino de aquel tiempo oscuro y cruel, tanto como desconocido para la historia oficial. Trabajaba entonces en La templanza, cuyo protagonista es también un minero allá por Méjico. Consideró entonces, cosa que nunca dejaré de agradecerle, que ya tenía ella encima bastante mina y que yo podría encargarme de semejante menester. Tanto lo creyó que al día siguiente puso en mis manos la primera documentación escrita en la que se contaba la historia de Miguel Zapata, el Tío Lobo.

"Abandoné un tiempo el sueño de modelar la historia pese a saberla poderosa y riquísima, hasta que la distancia volvió a estimular otra vez mi ambición"

De esa primera veta superficial comencé a extraer rocas sin tener aún muy claro por dónde habría que horadar los pozos más ricos. Ninguna era estéril: todas tenían alguna suerte de brillo prometedor o marcaban lo que me parecía veta a seguir, mientras me afanaba trabajosamente en cavar y taladrar. Llegó un momento en que tenía los capazos llenos y más de media docena de bocas abiertas. Tanta conversación, tanto recorrido por los montes entre Atamaría y Cabo de Palos, tanta lectura de periódicos y algún puñado de libros, terminó por pesarme más de lo que yo era capaz de acarrear. Y decidí que era imposible, para mí al menos.

Abandoné un tiempo el sueño de modelar la historia pese a saberla poderosa y riquísima, hasta que la distancia —gran herramienta para la creación literaria o al menos su continuidad, según he podido también aprender— volvió a estimular otra vez mi ambición. Regresé a la mina, pero esta vez sin pretender descubrir todos los tesoros posibles, sino los que fueran a resultar realmente provechosos. ¿En función de qué criterio? No lo tenía claro, pero intuí que el camino por el que el escritor debería transitar no habría de alejarse mucho del que le hubiera gustado a él que le sugirieran como lector. Lo cual requería una renuncia previa no menor a los principios con los que hasta ahora había contado la realidad, fuera o no rocosa o contuviera o no tesoros por descubrir: el rigor histórico o periodístico, mi forma habitual de trabajar, pero un lastre si quería explorar todas las posibilidades del relato y, sobre todo, encontrar en la roca el brillo de la verdad, el tesoro eterno del arte literario, que no es otro que el espejo que nos pone ante la condición humana. La Literatura nos retrata mejor de lo que lo hace la Historia o el Periodismo. Alguien me recordó que Aristóteles en su Poética escribió que la Historia cuenta lo que le sucede a un hombre y la Poesía lo que nos sucede a todos.

"Pensé en las mujeres, las más miserables en aquel infierno, y sólo en ese momento encontré el verdadero camino del relato"

Perfilé los personajes, investigué a Lobo, supe de María la Guapa y traté de entender su carácter e imaginar sus razones para cuidar al hombre y llegar a convivir con él. Prescindí del relato histórico y la crónica periodística y comencé a excavar en la veta profunda de las ambiciones, los miedos, la violencia, el dolor, la oscuridad y la miseria que envolvieron a todos ellos en aquellos tiempos feroces. Las conversaciones y los textos continuaban siendo útiles, pero no podía fundir todo aquello sin cambiar veracidad por verosimilitud, sin construir una realidad ficticia que me aligerara la carga necesaria para contar lo realmente importante: cómo era aquel tiempo y qué sentían los que sufrían o construyeron un sistema injusto y despiadado.

Pensé en las mujeres, las más miserables en aquel infierno, y sólo en ese momento encontré el verdadero camino del relato, la veta que me llevaría al tesoro oculto en la mina excavada. Descendería a la oscuridad de la mano de María, la más desconocida y, por tanto, con quien más podría crear y aprender.

Comencé entonces, con el entusiasmo de quien sabe que ha encontrado el plano del tesoro y tiene las herramientas para hacerse con él, lo que interpreté como última etapa del inesperado descenso a la mina literaria: la escritura final de la obra. Y aquí he de reconocer que me cegó la codicia, la ambición y, probablemente, la vanidad. Tanto que, desprendido de toneladas de rocas inútiles, ligero como estaba de lastres que no fueran indispensables, descuidé la atención, y al taladrar una pared una tarde cualquiera de no recuerdo qué mes, se abrieron los muros poderosos de la mina por el vigor del agua escondida tras ella durante siglos. Tomé la galería equivocada y a punto estuve de ahogarme en la avenida.

"Escribir es bajar a la mina. Pero no basta con la voluntad: hay que conocer la montaña y saber cómo afrontar los peligros mortales"

Entendí el mensaje: era el final de mi camino, el regreso a la realidad tras mi irresponsable incursión en un territorio que no era el mío, y para el que no estaba dotado, puesto que era incapaz de advertir el peligro del agua que brotaba violenta e incontenible, la dificultad para encontrar la palabra precisa, para dar forma a la idea, al diálogo, a la escena. Para hacer, en fin, literatura.

Escribir es bajar a la mina. Pero no basta con la voluntad: hay que conocer la montaña y saber cómo afrontar los peligros mortales con que intenta persuadirte para que no la saques de su letargo.

Guardaba ya las herramientas, o estaba a punto de hacerlo, cuando Lola Cruz y Palmira Márquez, expertas tasadoras del metal literario, llamaron mi atención sobre el brillo que había ignorado y arrastraba conmigo como recuerdo de una operación frustrada. Lola primero, como paciente y juiciosa editora, y Palmira después, en tanto experta en conocer la verdad profunda del escritor y sus posibilidades, creyeron que las primeras páginas escritas permitían hacerse una idea cabal de que allí podría haber algo digno de pulirse con más precisión, una promesa de tesoro futuro, trabajando esa roca que abandonaba desanimado.

"Bajé a la mina, volví a subir, escribí, inventé, creé, temí, fracasé, viví, gocé, amé y también odié"

Y aquí estoy, hablando de lo que según Isaac Bashevis Singer no se debe hablar nunca porque lo ha de hacer ella por sí misma, la literatura. Considerando generosamente que como tal pueda calificarse lo que finalmente dejé escrito en algo más de 470 páginas que ya no son ni serán jamás mías aunque lleven mi firma.

Bajé a la mina, volví a subir, escribí, inventé, creé, temí, fracasé, viví, gocé, amé y también odié. Caí en manos de la ambiciosa vanidad de un arte eterno cuyo goce nos atrae porque nos dice lo que somos, y que, desde el otro lado, ha conseguido envolverme hasta hacerme imposible abandonarla nunca.

No está ya en mi  mano, sino en la de los lectores que tengan a bien seguirme. Pero este descenso a la mina intuyo que ha cambiado mi vida para siempre, señor Roth, querida Karina.

———————————

Autor: Juan Ramón Lucas. Título: La maldición de la Casa Grande. Editorial: Espasa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada Bajar a la mina aparece primero en Zenda.

La bruja Leopoldina, el cuento inédito del Delibes más joven

$
0
0

Hace veinte años ya que vio la luz la que fuese la última obra que Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) publicase en vida, El hereje. A ocho años de su muerte este año se cumplen también sesenta desde que viese la luz Diario de un emigrante, cincuenta de La primavera de Praga y cuarenta de El disputado voto del señor Cayo. Un año cargado de aniversarios que habría pasado, sin embargo, sin pena ni gloria en lo que a la memoria del escritor pucelano se refiere de no ser porque el autor, exigente hasta niveles extremos con la propia obra y pudoroso con lo privado, olvidó quemar un cuaderno de juventud con ilustraciones y un cuento infantil en verso. Escrito a los 18 años, en 1939, ha sido publicado por la editorial Destino, la encargada de hacernos llegar toda su obra desde que en 1948 ganase el codiciado Premio Nadal con La sombra del ciprés es alargada.

Presentado en Madrid cuando en la capital comenzaba a brillar el sol y un ejército de meninas tomaba las calles, la Biblioteca Nacional fue el escenario escogido para que una de las hijas del escritor y responsable de su legado, Elisa Delibes, presentase a la prensa La bruja Leopoldina y otras historias reales. No duda en reconocer que tanto ella como sus hermanos, que veían en la publicación un homenaje, estaban seguros de que a su padre “le habría dado un ataque”. “Todo lo que no quería ver publicado lo tiró o lo quemó”, asegura. “Si esto aún existe es porque era una libreta tan inocente, de 1938, con cuatro o cinco hojas ya arrancadas, con quizá tan poca importancia que por eso ni la quemó, pero para mí estrecha aún más la entrañable relación con mi padre, a la que este libro rinde homenaje. Él hubiera detestado ver esto publicado, porque era muy exigente con todo lo que había hecho de joven”.

Poco se parece este cuaderno rescatado del fuego —el autor era tan perfeccionista que solía quemar aquellos escritos que no consideraba lo bastante buenos— a lo que conocen ya los lectores de El camino (1950), Las ratas (1962), Cinco horas con Mario (1966) o Los santos inocentes (1981). Estas páginas de un Delibes de apenas 18 años no sólo tienen un inusual componente autobiográfico, sino que son aptas para lectores mucho más jóvenes e incluso niños.

Con 256 páginas, el libro incluye La bruja Leopoldina, un breve cuento infantil en verso y con ilustraciones propias, sobre una hechicera que entra por la chimenea. Le acompañan otros textos sobre la vida en el campo o sobre cómo aprender a montar en bicicleta, además de las ya publicadas Mi vida al aire libre y Tres pájaros de cuenta, dos relatos autobiográficos donde habla de su padre y sus hijos. Son historias de experiencias felices porque ocurren al aire libre, en el campo, en contacto con la fauna, y por diversas circunstancias eran textos difíciles de encontrar, aunque la editorial Destino siempre ha querido, desde 1948, tener en publicación continua, tanto en tapa dura como en bolsillo a través del sello Austral, al gran clásico de las letras españolas del siglo XX.

Son estas, pues, las tres partes del volumen presentado en ese día que, según dijo Elisa Delibes “no habría sido feliz para mi padre, ya que si él no había publicado algo era porque no quería”. Entrañable, a caballo entre el niño y el adulto, rodeado de amigos y familia, en estas páginas descubrimos a un Delibes joven y optimista, y vemos el campo o los deportes a través de su mirada. No en vano hablamos de un autor que siempre declaró ser lo más opuesto a un “intelectual al uso, encerrado en su despacho entre libros”.

Emili Rosales, editor de Destino, destacaba el hecho de que el cuaderno fuese “una década anterior a su obra literaria conocida” así como su “gran importancia biográfica, porque es muy distinto de lo que escribió luego. Además de escritor, Delibes fue un caricaturista notable hasta que el escritor pasó por delante del dibujante, por así decirlo”. El cuento fue escrito durante los meses que el Delibes pasó en San Fernando (Cádiz), donde ejerció como voluntario en la Marina hacia el final de la Guerra Civil, primero en el Galatea y luego a bordo del crucero Canarias, que operaba en aguas de Mallorca. Ocupa doce páginas de una libreta con tapas de hule, y está reproducido en facsímil en el libro, para así poder apreciar no solo el texto, sino también las ilustraciones, la composición de la página y hasta la cuidada e inusual caligrafía.

Según su hija, los dibujos y el cuento de este cuaderno demuestran la vocación de Delibes por el dibujo y la pintura, que desarrolló profesionalmente poco después, cuando empezó a trabajar en 1941 como caricaturista de El Norte de Castilla, periódico en el que fue ascendiendo hasta llegar a dirigirlo entre 1958 y 1963, año en que finalmente dimitió, cansado de enfrentarse a la censura del Ministerio de Información y Turismo, dirigido por Manuel Fraga. A partir de entonces se centró exclusivamente en la literatura, pero la afición por las caricaturas le duraría toda la vida. Las dibujaba en los márgenes de los periódicos y durante las reuniones de la Real Academia Española, sentado en su silla “e”.

Elisa, ya jubilada de su empleo como profesora de educación secundaria, justificó la publicación de todas formas: “Quizá él hubiera detestado ver esto publicado, porque era muy exigente con todo lo que había hecho de joven, aunque a mí me parece que son unos dibujos estupendos. Los rimados son regulares, pero es que tenía 18 años. Yo viví 59 años con mi padre en la misma casa y podría contar cosas de él hasta el infinito, bueno, malo y regular”.

—¿Hay algo en La bruja Leopoldina que deje entrever al autor que después sería? ¿Cómo se mezcla el Delibes ilustrador con el narrador?

—Literariamente no hay aquí ningún embrión futuro de su carrera. Ni las ficciones de brujas ni el verso se le ocurrieron jamás después para sus obras. No es que no valga nada, porque a mí me parece que a los 18 años vale todo, pero sí que está ya ahí el Delibes dibujante, porque solo dos años más tarde entraría como caricaturista en El Norte de Castilla. Además de los versos, en esta libreta solo existen dibujos y bocetos. Él siempre decía que creía que habría sido un buen dibujante si hubiera tenido formación, porque consideraba que para eso no se podía ser autodidacta, pero en cambio para ser novelista sí. Hacía caricaturas hasta en los márgenes de los periódicos del día e incluso durante los consejos de administración del diario cuando se aburría un poco: dibujaba a empleados de la redacción, o a Juan Pablo II, o a Gorbachov… Y más tarde también durante las sesiones de la Academia, aunque ya no las publicaba ni las firmaba. Su afición siempre estaba ahí.

—¿Puede contarnos un poco la “arqueología” de este descubrimiento? ¿Dónde estaba esa libreta, cómo apareció, qué fue lo primero que pensó cuando la vio, puede haber otros inéditos similares…?

—Mi padre era muy ordenado, pero tampoco era muy guardador de cosas. Ni siquiera conservamos todos los manuscritos originales de sus libros. Cuando le preguntábamos no se acordaba de lo que había hecho con ellos. Y cuando encontramos esta carpeta en concreto tampoco nos llamó mucho la atención. De repente aparece este cuentito como una mancha de color en medio del cuaderno, y empezamos a intentar recordar si él nos contaba cuentos de pequeños. Y qué va, si tenía muchísimo que hacer, no nos contaba nada. Pero es que los padres de entonces no contaban cuentos. Entonces, al ver que tenía principio y fin y que estaba completo, pensé que alguna vez podíamos hacer algo con él. Se lo enseñamos al patronato de la Fundación, les gustó bastante y así surgió, sin más. Creo que si no se saca ahora no saldría nunca, aunque tampoco pasaría nada, porque no va a ganar un premio Nobel con esto, ni añade nada a su carrera literaria. Para mí es un regalito, una pequeña joyita. En cuanto a si puede haber otros inéditos suyos, no creo, no. Mi padre decía que siempre le sacaba mucho jugo a lo que escribía, porque primero eran artículos de periódico, luego un libro que los recogía, y luego una película o una serie, así que cada texto lo exprimía bien, porque lógicamente necesitaba el dinero. Pero no hasta el punto de publicar algo que no le gustara de verdad.

—¿Se hablaba de literatura en casa?

—No, nada. Pero sí tenía muchísimos libros. Como a nosotros nunca nos puso tele, ni había ordenadores ni nada, pasábamos muchos ratos leyendo no ya libros, sino los lomos de los libros de casa. Con madre sí que hablaba algo de lo que estaba escribiendo, pero poco. Al revés, éramos más los hijos los que le contábamos lo que nos decían en clase sobre Juan Ramón Jiménez, o lo que fuera.

—En los relatos que acompañan al cuento en este libro se ve que lo que le gustaba recordar iba ligado al deporte, el aire libre, la caza, nadar… La actividad física y el campo, ¿no?

—Sí, sí. Eran los recuerdos maravillosos de la niñez. Su padre no estaba por ahí con los amigos yendo a los toros o tomándose cocidos, puros y cafés en el casino, sino que les enseñaba a nadar, a pescar, a montar en bici, a ir por ahí a caminar, y después él también trató de inculcárnoslo a sus hijos, aunque luego no a todos nos gustara tanto. Él además estaba convencido de que eso era una herencia francesa, porque su padre era hijo de francés.

—¿Hablaba usted de la obra de su padre a sus alumnos de secundaria?

—Jamás. Y menos mal, con todo lo que hay hoy en día de tráfico de influencias y tal. [risas] La mayor parte de mis 35 años como docente estuve en un instituto en un barrio bastante malo de Valladolid, donde predominaban mucho los alumnos inmigrantes y también de etnia gitana, así que no era un centro fácil. Pero Miguel Delibes tampoco se llevaba en mi época, y menos aún a medida que pasaban los años, cuando se empezó a quitar la literatura del currículum y se dio más énfasis a la gramática. Había quien pensaba que como mi padre era escritor, él era quien había escrito todos los libros que se usaban en el colegio, hasta los de matemáticas, y que entonces sería millonario. [risas] Cuando murió, todos los centros de Valladolid le rindieron algún tipo de homenaje.

—Y sin embargo, es uno de los autores que más se manda leer en los institutos.

—En el 68 o por ahí mandaban leer Cinco horas con Mario. Hoy día eso es impensable. A mí nunca se me ocurriría. Como mucho, El camino o Los santos inocentes, o ahora este nuevo, porque son nueve capítulos, uno dedicado a la natación, otro al tenis, otro al fútbol, etcétera, y sería divertido. Él decía que si hubiera dedicado a otra cosa todo el tiempo que le dedicó al fútbol habría sido un auténtico genio. Es un libro más optimista, más jovial, y siendo autobiográfico resulta más real que lo inventado, con esos veranos observando pájaros como el cárabo o el cuco, que eso sí que lo pueden leer los niños ahora. Pero por alguna razón sus libros de este tipo, de ensayo, de caza, se vendían siempre peor que las novelas.

—¿Qué le parecían las adaptaciones de sus obras al cine?

—Estaba bastante contento, aunque con el tiempo se fue apartando un poco más de los detalles, porque son realidades distintas y era mejor no meterse. De La guerra de papá, por ejemplo, dijo que había que darle un premio o al niño, o al director por dirigirlo tan bien.

—¿Cómo fue la etapa de Miguel Delibes tras la muerte de su esposa?

—Mi madre murió en 1974, y ahí empezó una época horrible para mi padre, porque de la misma manera que dije que los hombres de entonces no contaban cuentos, tampoco estaban preparados para ser viudos con hijos pequeños. Estaba muy triste, porque había perdido a la mujer de su vida, con la que había tenido siete hijos. No es que no lo esperara, es que a él lo justo le parecía que él se hubiera muerto antes que ella. Fue una época mala, no escribía siquiera y los hijos adolescentes le ponían bastante nervioso, porque daban bastante guerra. Yo hice lo que pude, pero me acababa de casar justo antes de morirse mi madre, empecé a tener mis propios niños y el lío de la casa aumentó aún más. Pero eso no le vino mal tampoco. En sus últimos cuatro o cinco años, ya muy mayor, cuando estaba más desorientado, me llegó a decir “la culpa es de tus hijos, porque ellos eran los que me decían cuándo era de día y de noche”, porque con los años ellos también se fueron casando y se fueron yendo. Así que fue una mala época, pero a los 80 revivió otra vez.

———————

Autor: Miguel Delibes. TítuloLa bruja Leopoldina y otras historias realesEditorial: Destino. Venta:  Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada La bruja Leopoldina, el cuento inédito del Delibes más joven aparece primero en Zenda.


La leyenda de un bravo

$
0
0

En estos tiempos de incertidumbre y confusión, dominados por la mediocridad que impone el discurso de la demagogia, hablar de un héroe que se ajusta a la imagen arquetípica de “persona ilustre y famosa por sus hazañas o virtudes”, segunda acepción del término que recoge el diccionario de la RAE, puede ser interpretado por algunos como un acto alevoso que oculta perversas intenciones contra la doctrina del pensamiento único imperante. Si el amparo que nos brinda la historiografía sitúa al aludido en pleno siglo XVI, época que bajo el prisma de la corrección política de nuestros días estuvo dominada por unos señores pérfidos y engolados henchidos de matar indios y quemar herejes, y encima se nos presenta como español sin reservas, le pueden llamar de todo menos bonito.

En medio de esta decadencia cultural, en la que no se vislumbra el fondo, la lectura reflexiva y liberada de prejuicios que nos proporciona un buen libro se ha convertido en un ejercicio de nuestra más íntima libertad, aquella de la que siempre hemos gozado y que nunca nos podrán arrebatar, en un acto de rebeldía que cuestiona todo lo establecido desde el púlpito de las sacrosantas redes sociales, oráculo de las masas y tumba de carreras políticas. Esta convicción, tan buena o mala como las de los demás, me ha llevado a aceptar, de buen grado y placenteramente, el reto al que nos invita el escritor Jesús de las Heras en su última obra, Julián Romero el de las hazañas, título que no deja lugar a dudas y que para más señas se centra en la biografía de un héroe español, categoría que causa pasmo y repelús en los bien pensantes de turno. Y además, por si todo esto fuera poco peligroso, nos encontramos ante un gran libro.

"Por afectividad emocional, o simplemente por llevar la contraria, siempre he sentido una especial simpatía por los personajes marginales, que no perdedores, e injustamente desconocidos"

Su autor, curtido en las aulas y en las redacciones, frentes de guerra inspiradores de buenas historias, es un reconocido artesano del oficio escribidor, como se ha encargado de demostrar con largueza en sus anteriores obras, que abarcan géneros literarios que van desde el ensayo hasta la novela, sin olvidar su labor periodística. En este trabajo recupera del olvido la figura bizarra de un personaje pródigo en gestas, para contarnos su periplo vital como soldado en los ejércitos al servicio de diferentes reyes durante el siglo XVI.

Por afectividad emocional, o simplemente por llevar la contraria, siempre he sentido una especial simpatía por los personajes marginales, que no perdedores, e injustamente desconocidos, que no por ello menos insignes, que han quedado relegados a una nota a pie de página en los márgenes de la Historia. Julián Romero de Ibarrola, personaje que nos ocupa, vivió y luchó en una de las épocas más apasionantes de nuestro pasado, razón que explicaría el ostracismo al que ha quedado relegado. A lo largo de ese siglo, que asombró al mundo por muchos motivos, la pléyade de grandes personajes y los hechos que protagonizaron es abrumadora, sin ofrecer demasiadas oportunidades para que los actores secundarios pudieran destacar.

Conquense de nacimiento, y piamontés por razón de muerte, con apenas quince años nuestro protagonista partió de Torrejoncillo de Huete, su localidad natal, para servir como mochilero y mozo de tambor en las filas del contingente español que se embarcó en la que fue conocida como Jornada de Túnez. Muchacho de carácter poco común, aquella decisión, desconocemos si meditada o propia de la inconsciencia y sed de aventuras de la juventud, marcó la senda de un destino que le condujo a participar en una serie de hechos de armas que forjaron su temple y dieron forma a la leyenda de un bravo.

"En 1572, y mientras dirigía una encamisada contra la localidad belga de Mons, fue alcanzado gravemente en un brazo que desde entonces quedó inútil"

Experimentado capitán de los Tercios, adquirió fama cuando en 1546 se enfrentó a Antonio Mora, mercenario español al servicio de Francisco I de Francia, ante la expectación de toda la corte francesa congregada en Fontainebleau, en un duelo del que saldría victorioso y que sería recordado por mucho tiempo. Bajo las órdenes del maestre de campo Pedro de Gamboa, luchó en los ejércitos de Enrique VIII que derrotaron a los escoceses en la cruenta batalla de Pinkie Cleugh. En reconocimiento a sus méritos, el monarca inglés le recompensó con el título de Sir y le concedió el honor de combatir bajo su propia bandera.

En los años siguientes, la figura de Julián Romero acumuló elogios por su honor, lealtad y valentía en los campos de batalla de media Europa, al mismo tiempo que perdía partes de su anatomía. En la Batalla de San Quintín fue herido en una pierna y quedó cojo. En 1572, y mientras dirigía una encamisada contra la localidad belga de Mons, fue alcanzado gravemente en un brazo que desde entonces quedó inútil. Su última mutilación la sufrió en el transcurso de su participación en el asedio a la ciudad de Haarleem, donde perdió un ojo. Al margen de todos estos sacrificios, que podríamos calificar de personales en el sentido más estricto de la palabra, la participación de Julián Romero en significativos combates que tuvieron como escenario los paisajes de Flandes resultó decisiva por su forma de luchar y organizar a las tropas bajo su mando.

"En los tiempos turbulentos que le tocó vivir, Julián Romero encarnó el heroísmo y la crueldad que conviven en la guerra"

Su única derrota, provocada por la incompetencia de otros, se produjo en 1537 y en el mar, cuando en contra de su juiciosa opinión se le encomendó el mando de una armada que debía acudir en apoyo de las tropas imperiales sitiadas en Midelburgo, capital de Zelanda. A lo largo de la vida militar del que acabaría siendo ascendido a maestre de campo, nombrado comendador de la Orden de Santiago y miembro del Consejo de Flandes, y que también mereció el elogio de la pluma de Lope de Vega, que llegó a dedicarle el argumento de una comedia, tampoco faltaron algunos episodios que ensombrecieron su gloria, como el que en 1576 protagonizaron las tropas bajo su mando que asolaron Amberes.

En los tiempos turbulentos que le tocó vivir, Julián Romero encarnó el heroísmo y la crueldad que conviven en la guerra. En este sentido, es un craso error despotricar contra su memoria usando el manido argumento de enjuiciarla desde el punto de vista moral de nuestros días, tiempo que tampoco se caracteriza precisamente por ser ejemplar. Desde el encomiable revisionismo histórico que se merece, su figura es presentada como ejemplo de las oportunidades de ascenso social que la carrera militar ofrecía en el siglo XVI a aquellos que no pertenecían a la nobleza, detalle destacable que el propio Jesús de las Heras pone de manifiesto en las páginas de un libro que nos puede ayudar a comprender mejor el contexto social, político y militar de una época.

Gracias a una rigurosa labor de documentación y a un estilo vigoroso de prosa cuidada, el autor de esta lúcida biografía nos invita a seguir los pasos del personaje en un viaje que nos transporta vívidamente hasta el siglo XVI y en el que no deja de admirarnos y sorprendernos con cada capítulo. Como amante de la buena literatura y la historia sin complejos, reconozco que he disfrutado con su lectura. Tal vez ahora, y aprovechando la efeméride del quinto centenario del nacimiento de Julián Romero, alguien también se atreva a dedicar al héroe un documental, una serie, puede que hasta una película. La placa ya la tiene, dando nombre a una calle en el casco viejo de Cuenca. El monumento y el homenaje público son mucho pedir, pero ahora que le conozco bien gracias a la intercesión de Jesús de las Heras, estoy seguro que él no los hubiera querido.

—————————————

Autor: Jesús de las Heras. Título: Julián Romero el de las hazañas. Editorial: EDAF. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada La leyenda de un bravo aparece primero en Zenda.

Un trazo inconfundible, de Juan Gómez-Jurado

$
0
0

Un trazo inconfundible es un relato, hasta ahora inédito, del escritor Juan Gómez-Jurado. Zenda reproduce a continuación este cuento del autor, entre otros libros, de Cicatriz y La leyenda del ladrón

 

El padre McClasky reprimió una blasfemia justo antes de que abandonase su boca. Antes de ingresar en el seminario había pasado quince años como estibador en los muelles de Portland, y los viejos hábitos eran difíciles de abandonar. Ahora, cercano a los cincuenta, había pasado un tercio de su vida como golfillo a orillas del Willamette, otro tercio cargando barcos y el último echando las redes para pescar almas.

—Todo tiene un poco que ver con el agua —se excusaba ante los feligreses, asustados ante aquel hombre descomunal, en cuyas manos la hostia parecía una moneda de 25 centavos.

"McClasky sólo se irritaba ante la injusticia"

La constitución hercúlea del cura servía de envoltura a un alma dulce y un carácter bonachón. McClasky sólo se irritaba ante la injusticia, y el aviso de desahucio con el que le amenazaba el Departamento de Urbanismo de la ciudad de Nueva York entraba de lleno en aquella categoría. Por eso se moría de ganas de blasfemar y acordarse de las madres de todos y cada uno de los funcionarios del ayuntamiento. En lugar de ello agarró un paquete de caramelos de menta del cajón de su escritorio y comenzó a masticarlos nervioso, con tan mala fortuna que acabó mordiéndose un carrillo. El lugar debía ser el mismo en el que se había estado guardando la retahíla de insultos, porque salieron una docena de ellos disparados antes de que el santo varón tuviera tiempo de contenerse.

—¡Padre McClasky! —le reconvino la voz de la señora Peters desde la sacristía.

El cura se encogió ligeramente. No convenía enfadar al ama de llaves, la mujer que controlaba con mano firme la sal en sus comidas. No sería extraño que después de un exabrupto como aquel la sopa de guisantes estuviese sosa durante una semana. La buena mujer tenía un particular sentido de la penitencia. Cuando su rubicundo rostro apareció en la puerta del despacho, McClasky intentó atraerla a su causa esgrimiendo la carta del ayuntamiento.

—Ocho mil dólares. Antes del próximo viernes o nos echan de la iglesia.

"Los feligreses de Saint Thomas no iban a ser de mucha ayuda para superar aquel bache, y tampoco el obispado"

Algo temible y definitivo debió de ver la señora Peters en el rostro del sacerdote, porque dejó a un lado la escoba que blandía amenazante y comenzó a retorcerse las manos. Aquella multa por una irregularidad en los terrenos de la parroquia había estado planeando sobre Saint Thomas varios años. Era una desgracia que los funcionarios hubieran decidido cobrarla —y con intereses— en aquel triste 1983, en el que los vecinos de Brooklyn notaban el zarpazo de la crisis económica con toda su fuerza. Los feligreses de Saint Thomas no iban a ser de mucha ayuda para superar aquel bache, y tampoco el obispado, que sólo guardaba telarañas en su caja fuerte.

—¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé, señora Peters. El coche ya lo vendimos el año pasado, cuando lo de las cañerías del centro comunitario. Apenas quedan los muebles de la rectoría, y por esos dudo mucho que nos dieran ni cien dólares. Como no cobremos entrada a la misa…

—¡Padre! ¡No se puede cobrar por la gracia de nuestra Santa Madre Iglesia! Jesús dijo: “Lo que gratis recibisteis, dadlo gratis”!

—Es una forma de hablar, señora Peters. No sea usted mojigata y ayúdeme a pensar algo.

"Tendrían que convencer a los feligreses, pintar los cuadros y organizar la exposición en tan sólo una semana. Era una locura, pero también la única solución"

Estuvieron estrujándose el cerebro durante un buen rato, hasta que al final fue el ama de llaves quien propuso la mejor idea.

—¡Ya está, padre! ¿Sigue usted teniendo ese amigo en el Post, verdad?

—Sí, señora Peters, pero con su sueldo de periodista dudo mucho que pueda colaborar.

—No me entiende, padre. La hija de mi prima Jessica va al instituto Feelwood, en Sacramento, y cuando necesitaron un marcador nuevo para el campo de fútbol se les ocurrió organizar una feria de arte. Compraron pinceles y lienzos y pintaron ellos mismos los cuadros. Luego invitaron a toda la ciudad…

El sacerdote meneó la cabeza, desesperado. Tendrían que convencer a los feligreses, pintar los cuadros y organizar la exposición en tan sólo una semana. Era una locura, pero también la única solución.

 

La señora Peters era más eficaz que la CNN a la hora de propagar las noticias, así que la tarde siguiente la rectoría bullía de gente dispuesta a ayudar. Formaron una cola enorme, muchos de ellos llevando algunas muestras pretéritas de su arte. El padre McClasky los examinaba atentamente, y a los menos lamentables les entregaba un lienzo, un par de pinceles y un paquete de diez tubos de óleo. Para hacerse con un centenar de lienzos y suficientes pinturas el cura había tenido que visitar seis almacenes distintos y desembolsado más de cuatrocientos dólares. El dinero salió de sus gastos de comida, y sintió que estaba jugándoselo todo a aquella última y absurda carta.

"Interrumpió sus rezos al sentir que había otra persona con él en la estancia. Alzó la vista y se encontró frente a él un rostro triste y escueto"

Mientras arrancaba a los feligreses la promesa de entregar un cuadro presentable antes de 72 horas, el sacerdote se preguntaba si no había sido un tremendo error. Cuando hubo atendido al último de los solicitantes, inclinó la cabeza, juntó las manos y rezó bajito, rechinando los dientes. Pidió por el éxito de la feria, por que todos los feligreses terminasen su cuadro, porque viniesen muchos visitantes a la exposición…

Interrumpió sus rezos al sentir que había otra persona con él en la estancia. Alzó la vista y se encontró frente a él un rostro triste y escueto. Su dueño sostenía un viejo y arrugado sombrero negro entre las manos y le miraba con timidez.

—Buenas tardes, Beppo —dijo el cura.

El otro asintió, cortés. El viejo Beppo visitaba la parroquia de Saint Thomas a diario desde antes de que McClasky se convirtiera en el párroco. No era raro atisbarle al fondo de la iglesia durante la misa, siempre de luto, siempre en silencio. El sacerdote había creído que era mudo hasta que un día le dijo su nombre, aquellas cinco únicas letras, susurradas como al descuido. No volvió a decir nada más, pese a los múltiples intentos de entablar conversación que había iniciado McClasky. No le conocía ni oficio ni beneficio, más allá de su ocupación diaria del último banco del templo, y supuso correctamente que sufría algún trastorno psicológico.

Por eso lo que sucedió después le sorprendió aún más.

—¿Qué deseas, Beppo?

El viejecito señaló con un dedo huesudo el cartel, escrito a mano con un rotulador grueso, que el cura había situado sobre la puerta de su despacho:

“SALVA A TU PARROQUIA PINTANDO!”

—¿Quieres colaborar? —dijo el cura, cauteloso—. Claro, Beppo. Si pudieras enseñarme alguna obra, algún dibujo que hayas hecho antes…

El otro se encogió de hombros.

—Verás, Beppo, es que ya no quedan lienzos.

La voz de la señora Peters resonó como un graznido desde la rectoría.

—¡Padre! ¿Qué va a hacer con este lienzo que sobra?

"En el pasillo de la rectoría, apoyado frente a una ventana, había quedado un lienzo enorme. Medía dos metros de alto por tres de ancho"

McClasky maldijo para sus adentros la oportunidad de la señora Peters, pero no le quedó más remedio que salir de su despacho junto con Beppo. En el pasillo de la rectoría, apoyado frente a una ventana, había quedado un lienzo enorme. Medía dos metros de alto por tres de ancho, y el cura había tenido que sudar tinta para meterlo en la ranchera que le había prestado un parroquiano. No se lo había llevado por gusto. El almacenista que se lo había vendido le había obligado a llevárselo a cambio de hacerle un descuento.

—Nadie lo quiere —había dicho—. Todos se asustan al verlo.

McClasky le mostró el lienzo a Beppo, y este no quitó la vista de él. Se sentó despacio en el suelo, frente a la ventana y habló. Por primera vez en década y media, que el sacerdote supiera.

—Yo… puedo hacerlo.

El cura, asombrado, dejó un juego de pinturas junto a Beppo.

 

Al día siguiente, el viejo enlutado continuaba en la misma posición en la que le habían dejado la noche anterior. El cura nunca cerraba la rectoría, pues tenía el sueño pesado y quería poder ser localizado en caso de urgencia. Por eso no le molestó que Beppo se quedase allí, pero le asombró el hecho de que el cuadro siguiese completamente intacto. Siguió así todo el día y la noche siguientes, con el viejo Beppo mirándolo fijamente sin apenas cambiar de posición, ignorando las bandejas de comida que le acercaba la señora Peters, y bebiendo tan solo un poco de agua de tanto en tanto. La mañana en la que los parroquianos debían entregar sus obras, aparecieron unas manchas verdes y caóticas por diversos puntos del lienzo. Nada más. El padre McClasky meneó la cabeza, pero estaba demasiado atareado organizando la distribución de los cuadros en el centro comunitario, así que prefirió ignorar aquel problema.

 

Quedaban menos de diez minutos para que se inaugurase la exposición cuando una señora Peters sin aliento tiró de la manga al sacerdote.

—Padre, tiene que venir a ver esto.

—Ahora no, por favor.

"El conjunto transmitía una paz y una tristeza infinitas, y el sacerdote casi pudo escuchar el rumor del viento entre las ramas"

Estaba desesperado. Tan sólo la mitad de los feligreses se habían presentado con cuadros dignos de tal nombre, y de esos más de la mitad apenas valían para nada. Había un par de bodegones por los que, con buena voluntad de los donantes, podría sacarse un par de cientos de dólares. No sólo no conseguiría el dinero necesario, sino que estaría peor que antes y perderían la iglesia.

Iba a despedir al ama de llaves con cajas destempladas cuando se fijó en sus ojos desorbitados y la siguió.

Al entrar en la rectoría, por un momento no supo dónde se encontraba. Donde debía haber una pared, ahora había un bosque. Un bosque estilizado, entre pardo y verdoso, con un camino de tierra que lo cruzaba en diagonal. Por él caminaba una figura morena, una mujer de talle estrecho que sostenía una flor en la mano mientras miraba de frente al espectador. El conjunto transmitía una paz y una tristeza infinitas, y el sacerdote casi pudo escuchar el rumor del viento entre las ramas.

Beppo seguía sentado en el mismo sitio, como si no tuviera nada que ver con aquello, la mirada clavada en los ojos de la mujer de la flor. Los restos de pintura que le cubrían los brazos y la ropa eran el único testigo de que aquel hombre encerrado en sí mismo era el autor del cuadro.

"Tal vez eso hizo que la sorpresa fuese mayor, pues el crítico no se acercó al cuadro de manera gradual, sino que lo encontró de golpe al volver una esquina"

Cuando llegó su amigo del New York Post, lo hizo acompañado de un compañero crítico de arte. El cura le observó mientras alzaba la nariz con desprecio, mirando por encima del hombro las obras expuestas. Finalmente se detuvo ante el enorme lienzo de Beppo. No estaba en el mejor sitio, pues el párroco lo había colocado apoyado sobre los peores cuadros de la muestra, tapándolos. Tal vez eso hizo que la sorpresa fuese mayor, pues el crítico no se acercó al cuadro de manera gradual, sino que lo encontró de golpe al volver una esquina. Por un momento se quedó petrificado, y luego pareció que se mareaba y estaba a punto de caer al suelo. Así habría sucedido si McClasky no le hubiera sujetado con sus enormes manazas.

—¿Qué le ocurre, amigo?

—Este cuadro… ¡no es posible!

El crítico se incorporó y acercó mucho la nariz al cuadro.

—La pintura está aún fresca. ¡Es imposible!

—Bueno, es que está recién pintado.

—Pero ese trazo inconfundible… no, no me engaño. ¡Este cuadro es una obra inédita del genial Fortichiari!

—Se equivoca. Es de un feligrés de mi iglesia.

—Yo le digo que es un Fortichiari. ¿Acaso no han oído hablar de Giuseppe Fortichiari, de cómo revolucionó el neorealismo europeo en los años treinta, de cómo fue perseguido en Italia durante la Segunda Guerra Mundial? Desapareció en un campo de concentración en 1945, y el mundo de la pintura aún lamenta su pérdida.

El padre McClasky se rascó la cabeza, confuso.

—Pues yo al señor Fortichiari no lo conozco, pero con mucho gusto les presentaré al autor. Síganme.

 

"El sacerdote no necesitó mirarla dos veces para comprender que era la mujer del cuadro"

Al ver a Beppo, el crítico de arte permaneció unos minutos escrutando su rostro, cambió unas pocas palabras en secreto con su compañero y dijo que tenía que irse, dejando al padre McClasky sumido en la incertidumbre. Cuando regresó al cabo de una hora, lo hizo acompañado de una mujer madura y canosa, que entró en la rectoría muy seria. El sacerdote no necesitó mirarla dos veces para comprender que era la mujer del cuadro. Por fuera podía estar llena de arrugas, pero la profundidad de aquellos ojos no engañaba.

—¡Beppino! —gritó ella al ver al viejo enlutado—. ¡Mi amor! ¡Te he esperado, te he esperado todos estos años!

El viejo se incorporó despacio, con una mirada que bailaba del temor a la alegría. Fue como si ante ellos se levantase un telón invisible.

—¡Valentina!

 

—Has tenido suerte —le dijo al cura su amigo periodista—. Ella está forradísima. Al desaparecer su marido invirtió en bolsa todo lo que habían ganado con los cuadros, y ahora nada en dólares. Creo que tu iglesia está salvada.

El cura no le escuchaba. Estaba demasiado ocupado contemplando el amor verdadero. Ese que, como la pintura de Fortichiari, tiene un trazo inconfundible.

La entrada Un trazo inconfundible, de Juan Gómez-Jurado aparece primero en Zenda.

Eduardo Halfon: “La ansiedad de vivir es algo muy judío”

$
0
0

Es difícil resistir la tentación de convertir en literatura el pasado familiar si, como le sucede al guatemalteco Eduardo Halfon, se tiene un abuelo polaco que se libró de morir en Auschwitz gracias a un boxeador que le enseñó las palabras exactas para poder sobrevivir. Y más difícil aún si ese abuelo llevaba tatuado en el antebrazo el número 69752 y, cada vez que su nieto le preguntaba por ello, se limitaba a responder que era su teléfono y que se lo había tatuado para no olvidarlo. Y el niño, por supuesto, se lo creía. Ya de adulto, el escritor se enteró de que “muchos sobrevivientes utilizaban esa misma fórmula cuando no querían hablar del tema”.

Sin embargo, Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) llegó tarde a la literatura. Trabajó como ingeniero durante un tiempo y lo de convertirse en escritor “fue un accidente”: “De niño y adolescente yo era el chico de las matemáticas, yo no leía cuentos ni novelas, pero a los 28 o 29 años caigo en la literatura y empiezo a leer como enloquecido, en particular ficción. De inmediato, me entraron ganas de ser escritor”, aseguraba hace unos días Halfon en una entrevista con Zenda, a propósito de la publicación de Oh gueto mi amor, un relato perteneciente al libro Signor Hoffman, pero que ha cobrado nueva vida en una edición ilustrada por David de las Heras (Bilbao, 1984) y publicada por Páginas de Espuma.

"Siempre que el autor guatemalteco le decía a su abuelo que tenía intención de ir a Lódz, este trataba de disuadirlo y no quería que visitara la ciudad donde él fue capturado por soldados de la Gestapo en septiembre del 39"

Las excelentes ilustraciones del libro están expuestas en Casa Sefarad-Israel, en Madrid, hasta el 30 de septiembre. El relato de Halfon, de tono contenido, sin dramatismos efectistas, poético a veces y con algunos toques de humor, se funde a la perfección con las imágenes del artista bilbaíno, que juega en ellas con el recurso del abrigo rosa que se compró el autor y narrador del texto cuando llegó a Polonia y comprobó que la aerolínea le había perdido la maleta. Con ese abrigo visitó Łódź, la ciudad natal de su abuelo, convertida en gueto durante la Segunda Guerra Mundial y a la que el escritor viaja en busca de sus orígenes.

Siempre que el autor guatemalteco le decía a su abuelo que tenía intención de ir a Łódź, este trataba de disuadirlo y no quería que visitara la ciudad donde él “fue capturado por soldados de la Gestapo en septiembre del 39”. De ninguna forma, el anciano deseaba que un miembro de su familia fuera a un lugar en el que antes de la guerra había 250.000 judíos  y sobrevivieron menos de diez mil. Entre los que no lo lograron figuraban sus padres y sus tres hermanos. Pero, poco antes de morir, le dio a Eduardo un papelito amarillo en el que había escrito la dirección completa de su casa en Łódź. Y con ese “último legado” viajó el autor de Saturno a Polonia.

Oh gueto mi amor recrea la visita de Halfon a la ciudad polaca, donde le sirve de guía una enigmática mujer, llamada Madame Maroszek, que le ayuda a encontrar la casa del abuelo, recorre con él la zona del gueto y, también, el cementerio judío, en el que hay seis grandes fosas vacías, que estaban destinadas a los últimos judíos que quedaron en aquel recinto y cuya misión era limpiar las calles de excrementos y cadáveres. Los alemanes tuvieron que huir de Łódź y aquellos 840 judíos del “comando de limpieza” se libraron de ser fusilados.

"Oh gueto mi amor recrea la visita de Halfon a la ciudad polaca, donde le sirve de guía una enigmática mujer, llamada Madame Maroszek, que le ayuda a encontrar la casa del abuelo"

El relato, y el libro al que pertenece, forman parte del ciclo literario que Halfon, uno de los escritores latinoamericanos más prestigiosos de su generación, comenzó con El boxeador polaco, en 2008. Una especie de “novela en marcha” y con un mismo narrador: Eduardo Halfon. La última obra, por ahora, de ese proyecto es Duelo, publicada en 2017.

Halfon ha pasado gran parte de su vida en Estados Unidos, país al que su familia se trasladó cuando él cumplió los diez años. Desde Nebraska, donde vive con su mujer y el hijo de ambos, de veinte meses, ha viajado a Madrid para promocionar Oh gueto mi amor y asistir a la inauguración de la exposición de David de las Heras. La entrevista tiene lugar en Casa Sefarad-Israel.

"Andrés Trapiello le decía a Halfon: vosotros los judíos nacéis con una novela bajo el brazo"

—Cuando se tiene en la familia un abuelo con un pasado tan terrible, es casi inevitable querer contar su historia: ¿cuándo sentiste la necesidad de escribir sobre ese pasado?

—Andrés Trapiello me decía: Vosotros los judíos nacéis con una novela bajo el brazo. Yo creo que todos tenemos algo así en el pasado. En el caso de mi abuelo polaco, a mí no me interesaba su historia cuando yo era niño y adolescente. Tampoco la de mi abuelo libanés, del cual hablo en Duelo. En realidad, me empiezo a interesar por esa parte de mi pasado cuando comienzo a escribir. O sea, el interés por mi pasado es literario, quiero la historia.

—Llegaste tarde a la literatura, pero no has parado de escribir en los últimos años. ¿Cuál fue tu primer libro?

—Mi primer libro fue Esto no es una pipa, Saturno, de 2003, dos novelas cortas, la segunda de las cuales se recuperó el año pasado en España. Saturno es la entrada a mi literatura; es un librito muy fuerte, muy fuerte, escrito en segunda persona. Es una carta a un padre, de un narrador que está obsesionado con escritores suicidas. No es autobiográfico, porque el llanto del libro es a un padre muerto, y el mío vive. Ahí nace el narrador de otros libros míos, aunque en ese no se llama todavía Eduardo Halfon.

—Tu abuelo te quitaba las ganas de ir a Polonia, pero sabía que tú irías algún día a Łódź y, de hecho, te dio la dirección de su casa apuntada en un papel.

—Conservo ese papel, un papelito amarillo. Siempre tuve ganas de ir a Polonia desde adolescente, y mi abuelo siempre me las quitaba. Cuando empecé a escribir crecieron esas ganas, igual que, al escribir sobre mi abuelo libanés, me entran ganas de ir a Beirut para averiguar qué restos dejó él, qué familia lejana todavía hay. Es una curiosidad muy profunda y se vuelve aún más fuerte en mí cuando me lo prohíben. El tema de la prohibición conmigo es muy particular. Duelo nace de una prohibición, y El boxeador polaco era una historia que no debía salir de la familia.

—Por cierto, ¿se sabe si el boxeador que ayudó a tu abuelo sobrevivió a Auschwitz?

—No se sabe quién fue ese boxeador. Yo tengo algunas ideas, pero ya no se pueden comprobar. Yo he encontrado boxeadores de Łódź que coincidieron en Auschwitz con mi abuelo. Pudiese haber sido uno de ellos. Hay uno en particular que yo creo que fue él quien ayudó a mi abuelo. Localicé su dirección y hablé con su esposa, y me dijo que había muerto unos meses antes. Pero da igual. No se sabe quién fue con exactitud.

—Lo interesante es que un boxeador le enseñara a tu abuelo las palabras que tenía que decir para sobrevivir.

—En lugar de utilizar los puños. Es un Sherezade que salva a mi abuelo a través del lenguaje. A mí me gustó esa historia desde que me la contó mi abuelo, y lo hizo muy rápido porque para él no era importante; era una anécdota. Me contó cosas mucho más dramáticas o terribles, pero a mí me gustó desde el principio esa anécdota de cómo un boxeador te puede salvar con palabras.

"No me siento bien como turista en los campos de concentración"

—En ese viaje que hiciste a Polonia estuviste en Auschwitz.

—Estuve de paso, y no me gustó nada. No lo sentí nada duro, lo sentí falso. Una horda de turistas, hay mucho reconstruido. Es como un monumento a lo que sucedió allí. No me gustó. Me costó tomar la decisión de ir a Auschwitz y, cuando llegué, ya me quería ir. Hubo otros aspectos del viaje que para mí fueron más impactantes y dolorosos. Yo tengo algo con esos campos de concentración que se vuelven luego parques temáticos, pero ¿cómo entonces le rindes homenaje de una manera respetuosa? Tampoco vamos a ignorar el tema. Es muy difícil, pero no me siento bien como turista en estos lugares.

—Y en Łódź, ¿cómo te sentiste?

—Me gustó mucho. Es una ciudad de la Polonia gris comunista. No es Varsovia, no es Cracovia. Łódź es sucia y nadie habla más que polaco, te cuesta entenderte. Fui buscando la casa de mi abuelo con la ayuda de Madame Maroszek.

—¿Pero Madame Maroszek existe de verdad o es la suma de varios personajes reales?

—Claro que existe, pero en el libro (se ríe abiertamente). Ese personaje está inspirado en gente que yo conozco, es un híbrido.

—Madame Maroszek no era judía, pero se pasaba la vida ayudando a judíos que querían saber de sus familiares muertos en la guerra. Sus padres, según contaban algunos, ayudaron a muchos judíos a salvarse, pero otros decían que, en realidad, lo que hicieron fue delatarlos. Supongo que esas ambivalencias son propias de las guerras. 

—He hablado con muchas personas expertas en el Holocausto y te lo dicen.  Uno tiende a creer que, en las guerras, hay buenos y malos, blanco o negro. No. Hay áreas muy difusas, de gente que ayudaba pero a la vez delataba a un vecino. Es más real eso que creer que alguien es sólo bueno o sólo malo. Eso es muy de cine, pero, generalmente, te encuentras con este tipo de ambivalencias.

"Escribir sobre temas relacionados con mi pasado familiar es complicado. Sería más fácil esconderse tras el velo de la ficción o de lo policíaco, y ya está"

—Cuando fuiste a Łódź, ¿dudabas de la utilidad de ese viaje y te preguntabas qué hacías allí?

—Todo el tiempo. En realidad, yo me pregunto eso treinta veces al día: qué estoy haciendo, por qué escribo sobre mi pasado, qué estoy haciendo en Nebraska, qué pretendo con ser padre… Estoy obsesionado con esa tontería de sobrepensar las cosas. Es muy incómodo. Yo veo a gente, como mi pareja, que no es así y vive dichosa, porque no tiene esta ansiedad de vivir, algo que es muy judío también, hagas lo que hagas. Pero yo siempre me pregunto qué busco, por qué quiero escribir sobre ciertos temas.

"Sería muy difícil para mí renunciar a escribir sobre mi pasado judío, pero no sé por qué lo hago"

—Realmente, ¿la literatura puede ayudar a entender el Holocausto?

—No. Lo que sucedió es incomprensible y yo, después de escribir sobre estas cosas, estoy peor, lo entiendo menos, me siento más lejos de todo aquello. No me ayuda en nada, me desayuda. Parafraseando a Tolstoi, yo me pregunto: ¿por qué escribo sobre estos temas? Porque es más difícil no escribir sobre ellos. Sería más difícil para mí renunciar a escribir sobre mi pasado, pero no sé por qué lo hago. La historia de mi familia la tengo muy metida dentro de mí.

—¿Te ves escribiendo sobre otras cosas?

—Escribir sobre temas relacionados con mi pasado familiar es complicado, para mí, para mi familia. Sería más fácil esconderse tras el velo de la ficción o de lo policíaco, y ya está. Y no tendría que estar contestando preguntas sobre qué tanto es real, y por qué mezclas tu vida con la ficción. No sé la respuesta. Yo empecé así y así sigo escribiendo. Sé que es poderoso, me dicen los lectores que es poderoso, o sea, que funciona. En última instancia, lo que quieres es comunicar algo, compartir algo…

—¿Cómo consigues contar sin dramatismos y con ciertas dosis de humor estas historias de tu pasado familiar, tan trágicas en el fondo?

Yo soy muy contenido, soy cuentista. Soy de libros muy breves. Duelo es una novelita cortísima, o un cuento largo, pero sentirás lo mismo, sentirás una contención del lenguaje, muy cuidado. Es mi voz, es mi manera de contar. Me encantaría poder escribir un libro de 300 páginas, y a mis editores también les encantaría porque es más normal, más vendible. Yo escribo el relato que me pide ser escrito, no impongo una extensión. Me dejo llevar y se van apareciendo cosas en el camino. Es todo muy intuitivo, muy espontáneo, muy musical. Lo siento más que lo pienso, pero es mi manera de contar.

"Lo que sucedió en el Holocausto es incomprensible y yo, después de escribir sobre estas cosas, estoy peor, lo entiendo menos"

—¿Qué te han parecido las ilustraciones de Oh gueto mi amor?

—Muy buenas. David de las Heras ilustra a su modo cada escena y, para él, el peligro del gueto lo expresa a través de la serpiente. Mi favorita es la de la portada del libro, donde aparece el narrador Eduardo Halfon con un abrigo rosa que se tuvo que comprar al llegar a Polonia porque le perdieron la maleta en el viaje. Y cuando llegué ahora a Madrid me la volvieron a perder.

—Madame Maroszek te regaló el libro Le témoin imprévu, en el que Jo Wajblast, un judío del gueto de Łódź, recuperaba las canciones de su amigo Yankele Herscowitz, un sastre que se convirtió en el trovador del gueto y cuyas melodías se sabía todo el mundo, en especial la de “Geto, getunya, getokhna kokhana”, decía en yidish: “Gueto, pequeño gueto, oh gueto mi amor”.

—Hay una foto de Yankele en la exposición. La ironía es que, casi treinta años después, ese sastre se suicidó. Sobrevivió al gueto y a las cámaras de gas de Auschwitz, para luego, ya de vuelta en Łódź, suicidarse una noche de invierno, con gas. Sus canciones se volvieron himnos de resistencia en el gueto. Soy muy amigo de su nieta. Contacté con ella y se emocionó mucho y me ayudó con algunos detalles.

"Cuanto más veo el extremismo en que puede caer el judaísmo o ciertas políticas de los sionistas, más me alejo de mis orígenes"

—Según cuentas, vuestro apellido, Halfon, venía del hebreo antiguo, o del persa antiguo, y significaba “el que cambia de vida”. ¿Cuántas veces has cambiado tú de vida?

—Lo curioso es que mi abuelo paterno siempre me decía que el apellido significaba “cambista”, porque él era comerciante. Le fue muy bien, aunque luego se perdió todo, pero adaptó la palabra a lo que le funcionaba a él. Pero mi apellido es más “el que cambia de vida”, según he podido investigar. Mi vida ha sido un constante cambio. Dejé la ingeniería para hacerme escritor. Cuando yo tenía diez años, mi familia tuvo que huir de Guatemala, aunque a mi padre no le gusta que yo diga “huir” porque él lo ve más como una salida necesaria por la situación que había en Guatemala, con guerra interna y un dictador en el poder. Desde entonces, yo no he parado de moverme. El otro día se lo comentaba a mi pareja: yo no he pasado más de cinco o seis años en una misma casa desde que tenía diez años. Llevo toda mi vida con cajas, mudanzas y maletas. Es mi realidad, incluso ahora que tengo un hijo. Yo estoy trabajando en Nebraska y todos mis libros los tengo en cajas, ni siquiera los he sacado porque sé que en unos años me volveré a mudar.

"No me siento guatemalteco y menos aún norteamericano. Soy un desarraigado, pero eso es muy judío también, esa diáspora permanente, el sentido de nomadismo"

—¿Te sientes de algún lado, Eduardo? ¿Te sientes guatemalteco, norteamericano?

—No, jamás. No me siento guatemalteco y menos aún norteamericano. Soy un desarraigado, pero eso es muy judío también, esa diáspora permanente, el sentido de nomadismo. Nací así, mis abuelos fueron así, me educaron así. No conozco otra realidad, yo no conozco la realidad de estabilidad, de pertenencia.

—¿Y qué tal llevas lo de ser judío, sus tradiciones?

—No lo llevo, sólo lo llevo en la literatura. Yo no sé si me siento muy judío o no, pero no practico absolutamente nada. En términos prácticos no me interesa y cuanto más veo el extremismo en que puede caer el judaísmo o ciertas políticas de los sionistas, más me alejo. No me interesa, pero sí me interesa como historia, como literatura: de dónde vengo, eso sí.

——————

Ilustración de David de las Heras, que fue elegida para la portada del libro Oh gueto mi amor

El artista bilbaíno David de las Heras disfrutó de plena libertad al ilustrar Oh gueto mi amor, de Eduardo Halfon y, desde la primera lectura que hizo, tuvo claro cómo iban a ser las imágenes. Supo también que “no se trataba de adornar el relato, sino de complementarlo, de hacer una lectura visual que fuera como esas boyas que hay en el mar y a las que te puedes agarrar si te pierdes, pero procurando siempre que las ilustraciones naveguen por su cuenta”.

De lo fácil que le fue “visionar” el relato de Halfon habló De las Heras con Zenda en la sala de Casa Sefarad-Israel donde expone, hasta el 30 de septiembre, los óleos sobre papel que ha realizado con motivo de la edición ilustrada de Oh gueto mi amor. El día de la inauguración conoció por fin al escritor guatemalteco porque, hasta entonces, los contactos entre ambos se habían limitado a comentarios sobre las maquetas y bocetos que el artista le iba mandando.

Este artista plástico, con gran experiencia en ilustrar portadas de libros y diferentes obras de ficción, pinta con colores llamativos, pero en Oh gueto mi amor tuvo que reflejar también la tragedia que late al fondo del relato y el color gris que predomina en la ciudad polaca de Łódź. Como contrapunto utilizó la imagen “tan potente” del abrigo rosa con el que se paseó el escritor guatemalteco por la ciudad en la que nació su abuelo y que ha sido la elegida para la portada del libro que acaba de publicar Páginas de Espuma.

“De alguna manera, esa imagen es el faro que ilumina toda la historia. En un lugar tan gris como Łódź es importante que haya un punto de luz, que es esa persona que quiere iluminar el pasado de su abuelo. Pude jugar con ese recurso visual en todo el relato”, afirma De las Heras, que procede de una familia de artistas, en la que le inculcaron “el amor hacia el arte desde niño”. “Mi padre no se pudo dedicar al arte porque son ocho hermanos y tuvo que dejar a los catorce años los estudios para trabajar en un bar, pero siempre le había gustado pintar”, comenta.

David de las Heras no necesitó viajar a Polonia para ilustrar el libro. Se inspiró en fotografías y en el vídeo que le pasó Halfon tras el viaje que este hizo a Łódź, en el cual se ve, por ejemplo, el patio del edificio del gueto en el que vivió el abuelo del escritor guatemalteco. El resultado es una de las ilustraciones más impactantes del libro, con una gran serpiente roja, “metáfora del horror”, que entra y sale por las ventanas del edificio. “Yo me la imaginaba como esas serpientes que se meten en los nidos de los pájaros y se comen los huevos”, explica el artista, que estudió Bellas Artes en el País Vasco y ha expuesto su obra en varios países europeos y en ciudades como Barcelona, Madrid, San Sebastián, Bilbao y Vitoria.

Sin embargo, no tuvo que acudir a metáforas para ilustrar las fosas vacías del cementerio judío de Łódź, porque “se relacionan directamente con la trágica historia que guardan detrás”.

David de las Heras

La entrada Eduardo Halfon: “La ansiedad de vivir es algo muy judío” aparece primero en Zenda.

5 poemas de Manuel Alcántara

$
0
0

Poeta y periodista español que ha sido reconocido con numerosos premios, como el Premio Nacional de Literatura en modalidad Poesía por Ciudad de entonces, a lo largo de su extensa trayectoria. A continuación, puedes leer 5 poemas de Manuel Alcántara.

De mí, una guitarra

Cuando yo me haya ido
-qué triste que me vaya-
de esta madera mía
que me hagan una guitarra.

Cuando termine la muerte,
si dicen: “¡A levantarse!”,
a mí que no me despierten.

Que por mucho que lo piense,
yo no sé lo que me espera
cuando termine la muerte.

Que yo me conformo siempre,
y una vez acostumbrado
a mí que no me despierten.

Para encontrarme conmigo
vuelvo a salir a la calle,
calle del tiempo perdido.

Para encontrarme contigo
estoy buscando en el suelo
las huellas de su sonido.

Para encontrarme con nadie
me pongo a mirar arriba,
¡Auxilio, que Dios me ampare!

Mis cuentas no están cabales:
me falta una golondrina
y me sobran tres cristales.

Mira qué cosa tan rara:
pasé la noche contigo
estando solo en mi cama.

En este día cualquiera
párate a ver cómo canta,
antes que me vaya fuera,

mi corazón en tu mano
y tu boca en mi garganta
por la mañana temprano.

Ponte a vivir como loco:
ama, ríe, bebe, olvida.
Puesto a vivir todo es poco
por más que dure la vida.

El mar no puede morir,
se quedará navegando
aunque no haya nadie aquí.

Si otros no buscan a Dios
yo no tengo más remedio:
me debe una explicación.

No digo que sí o que no.
Digo que si Dios existe
no tiene perdón de Dios.

No digo que no o que sí.
Digo que me gustaría
que Él también creyera en mí.

Yo no le guardo rencor.
Si le encuentro alguna vez
nos perdonamos los dos.

Mi pobre tierra no puede
darme lo que estoy buscando.
Nadie da lo que no tiene.

Yo no culpo a Andalucía,
sé muy bien que a su esperanza
le pasó lo que a la mía.

Averigua quién te dio
esas ganas de morirte.
Ha tenido que ser Dios.

Ha tenido que ser Dios
un día que estaba triste.
No tiene otra explicación.

En aquel tiempo

Yo tuve el corazón capaz de lluvia.
Ocurría febrero con sus alas
y el tiempo digital nos puso juntas
las manos y los ojos y los cuerpos:
toda la tierra que el amor excusa.

Igual que el viento en las banderas altas
se comportó en nosotros esta música.

Me fui quedando acompañado y cierto,
entendido en los bosques de mi jungla,
leñador orgulloso de raíces
que no debieron nunca estar ocultas.
Lo de siempre se puso a ser distinto:
el mar entero cupo en una urna,
el hielo de los vasos provenía
de una lejana nieve, nuestra y única,
mis manos migratorias se quedaron
a vivir en tu tierra más profunda
y en mi boca, de siempre descontenta,
dimitían de pronto las preguntas.

Presenciadas por dos cambian las torres,
la muerte aplaza sus gestiones últimas
y estar vivo se agita y condecora.
La muerte debe ser como un espejo
donde uno mira y mira sin ver nunca.
Ven cerca. Más. Que entre los dos no quepa
ninguna muerte ni ninguna duda.
Te hablo desde febrero y desde siempre:
sabemos del amor por lo que alumbra,
por lo que tuerce y acrecienta y rige,
por su forma de andar en la penumbra…
Y así, sobre semanas perseguidas
izamos con esfuerzo nuestra alma.

Soneto para acabar un amor

He quemado el pañuelo por si acaso
se pudiera tejer de nuevo el lino.
Le sobra la mitad del vaso al vino
y más de media noche al cielo raso.

Tenía que pasar esto. Y el caso
es que estando yo siempre de camino
y estando tú parada, no te vi y no
me ha cogido el amor nunca de paso.

Puede que salga a relucir la historia
porque nunca se acaba lo que acaba,
que se queda a vivir en la memoria.

Echa a andar el amor que te he tenido
y se va no sé dónde. Donde estaba.
De donde no debiera haber salido.

Soneto para empezar un amor

Ocurre que el olvido, antes de serlo,
fue grande amor, dorado cataclismo;
muchacha en el umbral de mi egoísmo,
¿qué va a pasar? mejor es no saberlo.

Muchacha con amor, ¿dónde ponerlo?
Amar son cercanías de uno mismo.
Como siempre, rodando en el abismo,
se irá el amor, sin verlo ni beberlo.

Tumbarse a ver qué pasa, eso es lo mío;
cumpliendo años irás en mi memoria,
viviendo para ayer, como una brasa,

porque no llegará la sangre al río,
porque un día seremos sólo historia
y lo de uno es tumbarse a ver qué pasa.

Arcángel de pereza

Un arcángel me ronda indiferente,
oigo sus alas cerca de mi aliento;
un arcángel me ronda, yo lo siento
con el peso del aire por mi frente.
El me enseñó a decir “inútilmente”
y a darle los propósitos al viento;
su espada, del metal del desaliento
se hundió en mi voluntad desobediente.
Arcángel rondador de la desgana,
que se lleva el dolor que no me tomo
para traerlo el día de mañana…
Sujetas van las penas por las bridas,
enjaezadas, dolientes, nobles, como
las mulas al final de las corridas.
Sólo la ociosidad es mi tarea.
Las morunas naranjas, gajo a gajo,
vierten su antiguo zumo, y en el tajo
se ha vuelto perezosa la pelea.
Si esto es vivir, que venga Dios y vea
cómo ando con la vida cuesta abajo…
Que cuesta estar de pie mucho trabajo
para después marcharse adonde sea.
El naufragio que llevo entre las sienes,
que es verdad que no cabe en cualquier río,
me trae a mal traer… Y aquí me tienes
contándole una historia a los desiertos,
machacando la vida en hierro frío,
hablando de la muerte con los muertos.
Lo sabe el corazón. Que no se diga
que el corazón no sabe lo que tiene.
Sobre su propia muerte se sostiene
pero la sangre a veces se fatiga.
Cansado y todo dice Dios que siga
habitando el vacío, que se llene
de noches y de nada… Mientras viene
uno se echa a dormir. Pereza obliga.
Con la genealogía de los trinos
cantando está la antigua voz del arte
a la insegura sombra de la suerte,
la memoria se llena de caminos
pero no llegaré a ninguna parte
con este corazón de mala muerte.

La entrada 5 poemas de Manuel Alcántara aparece primero en Zenda.

Los colores de la luz, de Isabel Guerra y Magdalena Lasala

$
0
0

Los colores de luz descubre las reflexiones de dos mujeres muy distintas —la pintora Isabel Guerra y la escritora Magdalena Lasala— que comparten inquietudes en torno al mundo en el que viven. Zenda reproduce un fragmento de este libro publicado por la editorial La Esfera.

 

El monasterio femenino de Santa Lucía está en una zona tranquila de Zaragoza, muy cerca del centro urbano. Después de la primera vez ya se hace sencillo identificar el lugar. Era febrero. Las cosas que más han significado en mi vida han ocurrido en febrero. Pero nunca me acuerdo. Nunca me acuerdo de lo esencial que es febrero, el que trae los cambios, el que lo vuelve todo del revés, el que da inicio a la luz que aguarda y ordena desterrar las sombras con sus ritos consagrados a las candelas y los dioses más irreverentes del ideario occidental.

Tenía que organizar las próximas exposiciones de Isabel Guerra, la primera una nueva en Zaragoza después de quince años. Aquel era uno de esos días primeros de febrero en que el sol ya va recuperando su poder y llega la luz como promesa esperada de final de invierno. Yo iba vestida con leggins y un jersey amplio y negro salpicado de bolitas doradas que me gustaba mucho por parecer un símil de noche estrellada. Recuerdo el cielo azul rabioso y radiante a un tiempo, de ese azul esmaltado que parece el cristal denso del otro mundo que hay más allá.

El muro exterior del convento tiene adosado una placa de portero automático, con un botón para pulsar. Después de un instante, una voz al otro lado del megáfono pregunta: «¿Dígame?». Me identifiqué y la voz contestó de nuevo: «Le abro». La verja se acciona desde el interior del convento y acto seguido comenzó a discurrir algo quejumbrosa por las guías del suelo de piedra hasta correr del todo al otro lado del muro, dejando un hueco ancho del tamaño de un pequeño furgón. Supuse que era el tamaño del furgón que el convento utiliza en su humilde negocio de encuadernación, en cuyos trabajos se emplean las hermanas, excepto la pintora.

Se llaman hermanas, y la superiora tiene el apelativo de «madre». Entre ellas y en la intimidad se llaman por sus nombres e incluso por los nombres que tenían de niñas o que utilizaban en sus casas.

Se atraviesa un patio para llegar a la puerta del edificio, en esa parte de una sola planta rematado en ladrillo muy sobrio. La puerta es de dos hojas, de madera algo reseca por el tiempo y cuya manecilla se abre con facilidad. ¿Supongo que cuando sea de noche será cerrada con llave? Mi observación se detiene en detalles insignificantes, mi cabeza es así a veces, un borbotón de sensaciones que pasan por ella sin que hagan por quedarse mucho tiempo. Pero allí debe ser el silencio que de pronto siento envolverme lo que me permite escuchar las voces de todas las preguntas que afloran a mi mente como si todavía fuera esa niña de siete años que no quiere aceptar que el mundo es imperfecto y vuelca miles de preguntas intentando comprenderlo rebelándose a él.

El eco sonoro de mis tacones por las losas del suelo se me hace manifiesto, parece inmenso y hueco. Debe ser el silencio del otro lado de las cosas, siento que me digo de nuevo en ese diálogo incesante de mis varios yoes internos. Haber penetrado en un espacio aislado, ajeno a la ciudad, aislado de los otros espacios habituales donde se sucede la vida, el trabajo que conozco, el día a día. Detrás de la puerta abierta y cerrada de nuevo a mi espalda, hay un vestíbulo grande y desnudo donde el rumor del silencio se hace más potente y denso. Frente a mí hay una persiana de madera de láminas desgastadas encajadas en un marco a modo de ventana de otro tiempo.

La persiana estaba cerrada como si ese fuera su estado natural, y nunca la he visto abierta. Una voz capta mi atención detrás de las lamas de madera, ¿la misma voz que abrió la verja? Es una voz de mujer adulta, dulcificada para saludar desde ese lugar que no puedo ver.

—Isabel Guerra me está esperando.

—Sí, sí, la aviso… pase al locutorio general.

La puerta que conduce al interior es una hoja de madera oscura y lleva a un segundo vestíbulo de paso más pequeño que el previo, con un ventanuco cerrado con verja por el que también pasa la luz de febrero detrás del cristal. Las losas del suelo vuelven a martillear mi memoria, ese mismo material que me recuerda a los años sesenta y setenta, reconozco su tamaño, el pálpito del v iejo granito, puedo rememorar su tacto frío.

Al fondo una pequeña puerta más clara con un rótulo: «Sala de acogida». Doy varios pasos. La manecilla de la puerta doble que atravieso ahora es del hierro de las antiguas forjas usadas en la misma decoración de las casas de mitad del siglo XX. Junto al marco hay un pequeño rótulo: «Locutorio general». Entro en él.

El locutorio es una sala amplia, rectangular, de quizá unos ochenta metros cuadrados, calculo tontamente, alumbrada por los concurrentes ventanales apaisados en lo alto de la pared izquierda que abren como una línea horizontal todo el muro y filtran la luz por cristales opacos y gruesos. En el centro y adosada a la pared hay una mesa simple de madera con patas de forja negra que sujeta un pañito y un jarrón de flores intemporales. A ambos lados de la mesa y siguiendo toda la largura de la pared, se alinean sillas, las cuento fugazmente, doce. La sala está dividida en toda su extensión más alargada por un pretil de construcción sin abertura ni fisura, de seis filas de ladrillos sobre un zócalo de baldosas verdes, que me llega unos centímetros por encima de la rodilla y que separa la parte pública donde yo estoy de la otra parte, el doble de ancha, que es la reservada a las monjas. En la pared más larga opuesta al muro del ventanal que roza el techo, está la puerta que va al interior del convento. Varias sillas escuetas se alinean también a lo largo de esa pared; hay un mueble armario de madera marrón del mismo estilo años setenta compartiendo espacio junto a la esquina con una planta alta de dos o tres varas de ficus verde.

 

Pocas veces en mi vida había acudido a una cita tan desprovista de expectativas sobre lo que pudiera ocurrir. No traía imágenes previas, no tenía ninguna idea previa ni preconcebida. En ese momento estaba sintiendo la rara sensación tan poco común del instante presente: el tiempo había desaparecido. Mis voces interiores se hacían manifiestas para mi oído interno vaciado de otros estímulos o ruidos externos. Allí, esperando a Isabel Guerra, el silencio era un eco que no producía asombro y que simplemente hacía manifiesto el momento presente como lo más rotundo, quizá lo único verdaderamente real que podía existir allí.

El murete de ladrillo me invitaba más bien a sentarme sobre la losa marrón y fresca que lo corona, pero me acomodé en la silla que, según lo acostumbrado, ha de acercarse al parapeto de ladrillo. Una silla poco acogedora con asiento espartano de mimbre y respaldo con dos travesaños de madera del mismo oscuro carmelita que el armario y la madera de las mesas que sostienen las vicuñas de terciopelo añoso.

Así sentada de espaldas a la luz, seguí observando mi entorno reparando en los detalles que saltaban a mi vista de forma propia. El resplandor iluminaba un cuadro de Isabel Guerra que ocupaba casi toda la anchura de la pared de la parte no pública de la sala, detrás del parapeto. Un descendimiento de Cristo asistido por figuras implorantes, en tonos oscuros y fríos con gran patetismo expresivo. Esa fue una de las primeras pinturas realizadas por Isabel Guerra. Luego supe que la obra es de 1966, de cuando Isabel no había ingresado aún en el monasterio.

La escena está compuesta al modo clásico de los maestros barrocos, pero con trazos casi cubistas, aunque no reconozco en ella a la pintora de la luz. Todas las veces posteriores que he asistido a ese locutorio, sentándome en la misma silla, a la misma distancia y en la misma dirección, siempre he evitado mirar más de lleno esa obra. Me impresiona, me duele quizá; demasiado verdaderos esos semblantes que no miran al espectador, derrotado ese Cristo demasiado humano, en contraste a la explosión de vida que irradia la pintura habitual de Isabel. Concluyendo la zona alargada donde estaba mi sitio, había una nueva puerta cerrada, esta de madera algo más clara, y mis ojos se iban una y otra vez hacia ella. Vinieron a mi mente las imágenes guardadas de los corredores en penumbra de mi colegio de monjas francesas mientras las niñas acudíamos a la capilla a rezarle a la gran talla en madera de pino claro de la Virgen presidiendo el altar, y que no he vuelto a ver en otras iglesias. Aquella Virgen que yo veía moverse y hablarme después de concentrarme intensamente en ella esperando su reacción, esperando que me distinguiría con su descendimiento de aquel altar hacia mí… Solo a ella le había confiado mis secretos. Solo en ella sentía la fuerza inspiradora de algo que no podía explicar, porque no me hacía falta explicarlo. Y entonces la veía moverse y hablarme.

Sacudí mi cabeza. No había vuelto a recordar aquello hasta ese momento.

 

Preferí recurrir al motivo que me llevaba allí. Isabel Guerra, conocida como «la pintora de la luz», llevaba años inaccesible recluida en sus trabajos pictóricos de encargo y su galería habitual, Sokoa de Madrid, ya no existía desde hacía casi ocho años. Por aparente casualidad, se daba la ocasión para una nueva exposición en Zaragoza antes de volver a exponer en su Madrid.

Solo una ráfaga, una idea descabellada, ¿el arte contemporáneo ha de ser un estilo o una medida de tiempo?

Tenía que encontrarme con ella y con sus obras y con las preguntas que había aplazado tanto tiempo atrás sin reparar en ello. No conocía en persona a Isabel Guerra. Había venido todo aquello a mis manos, conocerla, la organización de sus exposiciones, saber que vivía en Zaragoza, ir al convento, todo aquello de la forma imprevista y natural con que llegan las cosas que no vas a poder evitar. Esas que vienen a buscarte porque son un cabo de esa cuerda que tu propio destino te pone entre los dedos.

Entre la documentación referida a la artista Isabel Guerra, que de esa misma forma natural había venido a mí, hallé entonces una frase de propio convencimiento que yo había expresado en multitud de ocasiones: «De la belleza brota la esperanza de los hombres».

 

Nada es casual, lo he aprendido a lo largo de mi experiencia. La vida y los días nos van entrenando para poder llegar a saber reconocer lo que nos esperaba. Solo es eso. Y a pesar de la humildad y mansedumbre con que deberíamos aceptar que nada hacemos, sino que todo se nos da hecho en el momento oportuno, no dejamos de resistirnos a esa aceptación. Quizá fuera eso lo que también me había ocurrido años atrás, ahora lo estaba recordando… Esperando en el locutorio había venido a mí esa memoria, sí, aquella primera exposición de Isabel Guerra en Zaragoza y aquel año 2000, hacía quince años, siendo yo otra. Otra a la que ahora tenía ya que encontrarse con ella. En aquel 2000, año del dragón chino, exuberante y rotundo, el que agita su inmensa mueca sonriente burlona anunciando que nada será igual después de su paso.

Yo había asistido a la exposición de obras de Isabel que tuvo lugar en el gran espacio de la Lonja, un edificio de arquitectura civil realizado en el siglo XVI cuando Zaragoza era reconocida como la Florencia de Occidente y los comerciantes e infanzones traían las modas e influencias del renacimiento italiano con sus gustos por el arte clásico grecorromano y la misteriosa heterodoxia oriental. Hoy es un espacio expositivo de primerísimo nivel. La exposición de Isabel Guerra en la Lonja fue la más importante del año y de mucho tiempo entonces en la ciudad. ¿Quién en Zaragoza no vio aquella exposición? ¿Quién en Zaragoza no guardó la hora larga de fila hasta poder entrar a ver de cerca los cuadros de aquella monja que pintaba, a la que el propio Papa había alabado y permitido que ejerciera su ministerio a través de la pintura? ¿Qué ministerio era el de una monja?

Seguramente mi prejuicio en torno al personaje pudo más. Mi encuentro con su pintura fue abrupto, extraño. En mi vida los encuentros más definitivos han comenzado así, a través de un rechazo. Y nunca me doy cuenta hasta pasado un tiempo. Isabel Guerra. El asombro por la vida. Catálogo de la exposición, La Lonja, Zaragoza, 7 de octubre – 12 de noviembre de 2000. Ella hablaba de «asombro». Yo en aquel 2000 estaba en la euforia, quizá en la soberbia de mi poder, ese poder de descubrimiento y confusión a punto del cataclismo que ha de sobrevenir para despertar. Una confusión que no sentía mía aún. A no ser por los poemas y lo que entonces estaba escribiendo, reflejo de lo que bullía en mi interior, pero que aún, todavía no, no podía entender con mi mente ni podía reconocer en mi corazón. Sí, año 2000, año del dragón chino, el que aventura los cambios, el dragón burlón que te lleva a su grupa sin hacer caso de tu resistencia cuando no quieres que suceda nada porque el miedo es más fuerte que la necesidad.

La exposición de Isabel Guerra fue un éxito rotundo, en aquel octubre del Pilar de 2000 de Zaragoza; acudieron más de ciento veinticinco mil personas a contemplar las obras de esta artista inclasificable. En todos los sitios se hablaba de ella. Era la primera vez que exponía fuera de Madrid, su ámbito natural durante treinta y ocho años y más de veinte exposiciones individuales, desde donde había proyectado una carrera incuestionable. Yo sentía curiosidad, pero, sobre todo, mi interior sentía inquietud. ¿Por qué pintaba una monja? ¿Isabel Guerra pintaba por placer, por capricho, por vocación? ¿Vocación además de la de monja? ¿Era compatible una vocación religiosa con la vocación de pintar? ¿En qué se basaba para pintar, qué quería? Muchas preguntas sin respuesta. Muchos esquemas que se podían romper, muchas estructuras que se estaban resquebrajando y me podrían obligar a mirar la vida de otra manera.

Observando la expectación que nunca había despertado una exposición hasta entonces en esta ciudad, me encontré con el espacio magnífico abarrotado de gente en cuyos muros las imágenes de Isabel Guerra resplandecían con vida propia. El arte que es verdad te sacude, te conmueve, te abre compuertas interiores, te hace reaccionar. No pronuncié palabra en todo el recorrido. Recuerdo las sensaciones intensas que me produjeron algunos claroscuros que no había visto en ningún otro autor contemporáneo. Las obras que se abrían ante mis ojos trascendían la realidad figurativa de las imágenes. Eso no era realidad, eran conceptos, eran intenciones. Ejecución impecable, sí, pero había belleza, sí, una belleza intemporal…, no: una belleza simple quizá, pero tampoco.

Era algo más: esa belleza desprendida era un camino. Sentí que había comenzado en mí un diálogo íntimo con aquellas obras, sentía la sorpresa de lo no esperado, el asombro de esos lazos que su pintura me tendía, ¿qué lazos? ¿El asombro de quién? ¿Por qué?

Por la búsqueda. Una búsqueda que me llegó a través de aquellos lienzos, y que comprendí gemela de la mía. Un camino abierto llamándome, sí, mi asombro, mi miedo ante el riesgo del cambio llamándome, el cambio de lo que viene y que debes acometer porque es tu sino, tu misión, tu necesidad, y no tienes más remedio pero es lo que además has elegido y deseas.

¿Quién era aquella mujer artista que había venido a mi encuentro sin pensarlo, sin pretenderlo, desafiando todas mis convenciones y mis normas, mis arraigados principios sobre lo que debe ser arte? ¿Puede una monja ser artista? ¿Qué necesitaba encontrar y, todavía me estaba resistiendo a aceptarlo, por qué? ¿Qué debería morir en mí para permitir que naciera lo que venía, qué estaba a punto de ocurrir y no quería permitirlo? El dragón me tendía su lengua de fuego arrojándome a un camino abierto que no quería emprender sin embargo. ¿Aún no? En efecto, aún no en aquel entonces.

En aquel año 2000 yo había perdido a la persona más importante de mi existencia sin saberlo. Solo me daría cuenta tiempo después, sumiéndome en la oscuridad más intensa y brutal que nunca creí llegar a vivir y de la que pude renacer otra, cambiada, retornada, solo gracias al empeño en la búsqueda de lo que espera. Pero ¿cómo buscar lo que no se conoce?, ¿cómo empeñarse en encontrar lo que sabes tuyo sin saber dónde se halla, ni qué es, en realidad? Gracias a la fe, lo único que tenemos, la fe en uno mismo. La fe, la certeza, la fuerza que se sustenta en esa fe en uno mismo, y la constancia en insistir, en persistir, en seguir uno y otro, un día más, otro día más, con lo único que importa y que en verdad tenemos: la fe en uno mismo.

Pero ¿qué sentido tenía que todos esos pensamientos se manifestaran de pronto en tropel con una lucidez insólita, sin venir a cuento? ¿Qué importaban las imágenes que yo conservaba de aquella exposición de Isabel Guerra en la Lonja de Zaragoza? Para qué se habían desencadenado el resto de recuerdos llegados con nombres y apellidos a mi mente, a mi alma todavía sin desterrar el dolor, aquel 2007 cuando rendida acepté mi rendición para sobrevivir y renacer, poco a poco, restaurar los pedazos de mi ser y volver a empezar, aprender…, siempre aprender…

¿Cuánto rato llevaba en el locutorio esperando a mi cita? Repasé sin quererlo ese pasado, no era yo, me decía, era mi mente rebelada de pronto a mi control, la que estaba rememorando aquel reencuentro en abril de 2007, el reencuentro con la otra persona que era a quien había creído perder siendo yo quien estaba perdida. Aquel abril con mi ofrenda de ¿qué? ¿Era una ofrenda aquel libro de poemas recién publicado que le tendía con mis manos? Quizá una muestra de paz, de rendición, pero sobre todo un último intento de supervivencia próximo mi final sin saber qué habría después de aquel día.

—————————————

Autor: Isabel Guerra y Magdalena Lasala. Título: Los colores de la luz. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

La entrada Los colores de la luz, de Isabel Guerra y Magdalena Lasala aparece primero en Zenda.

Viewing all 24713 articles
Browse latest View live