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Los amorosos, de Jaime Sabines

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A continuación puedes leer Los amorosos, de Jaime Sabines. Unos de los versos más conocidos de el poeta mexicano. Además, también puedes escucharlos en su voz. Este poema fue leído por el autor de Fragmentos de sombra el 25 de septiembre de 1997, en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM.

Los amorosos, de Jaime Sabines

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

Escucha Los amorosos en la voz de Jaime Sabines

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Un perfecto caballero

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He escrito alguna vez que los tiempos pasados, los que se fueron, liquidaron oportunamente muchas cosas injustas o perniciosas; pero también arrastraron consigo, en la natural demolición que el tiempo aplica a todo, algunas, y no pocas, cosas buenas. También –y eso es lo que más lamento– determinadas actitudes, maneras de situarse ante la vida y los semejantes que, aunque trasnochadas, imposibles y hasta seguramente ridículas hoy en día, elevaban al ser humano por encima de su condición material y grosera, facilitaban la convivencia y lo convertían en respetable. Le daban dignidad y grandeza.

No hablo de gestos espectaculares, de épica o heroísmo. Tampoco hablo de actitudes relacionadas con una u otra clase social. Al contrario: con frecuencia era más fácil encontrar esa dignidad y esa grandeza en gente socialmente humilde que en otra más afortunada. Aquel magnífico y muy español «en mi hambre mando yo» me parece, quizá, la más exacta exposición de esto último. Y a menudo había, por irnos a un pasado no demasiado lejano, más dignidad en el padre analfabeto que liaba para su hijo el primer cigarrillo que éste fumaba, en el andén del tren que iba a llevarlo al barco en el que viajaría para morir en Cuba, que en el adinerado individuo que había dado unos duros de plata al Estado para que ese pobre muchacho fuese a la guerra en lugar de su hijo.

Las maneras. Con frecuencia insisto en ellas en esta página. En mi opinión, como buen reflejo exterior de lo que somos o no somos, ellas nos salvan o nos condenan. Siempre lo he creído así, y no es casual que la segunda novela que escribí tratara en buena parte de eso: la estética asumida como ética cuando las grandes palabras se desvanecen. La actitud elegante, digna, heroica a fuerza de orgullo –la soberbia es defecto, pero el orgullo puede ser una virtud–, de un viejo maestro de esgrima durante la caída de Isabel II: la historia del último hombre honrado en un mundo de conspiraciones políticas, mercachifles y canallas. Hay un diálogo en ese relato que es mi momento favorito, cuando el marqués de los Alumbres le comenta al maestro Astarloa: «Se olvida usted de Dios», y éste responde: «Dios no me interesa. Tolera lo intolerable. Es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero».

Tuve la suerte –aunque quizá hoy sea una desgracia– de que me educaran para admirar esa clase de cosas. Para respetar ciertos ejemplos. Después la vida que llevé me condujo a otros lugares; pero mantuve intacta, o así lo creo, la facultad de admirar la dignidad y la elegancia moral en hombres y mujeres, sea cual sea su estado o condición. Al hilo de eso, recuerdo lo ocurrido a una de mis abuelas en los años 30 del pasado siglo. Estaba embarazada de seis meses y viajaba en tren de Cartagena a Madrid. El viaje duraba toda la noche; pero, al no quedar plazas libres en los coches cama, se vio obligada a viajar en un vagón convencional. En el compartimento sólo iban ella y un hombre de mediana edad, de aspecto modesto pero muy educado, a quien después de aquello mi abuela no olvidaría jamás.

El avanzado embarazo la tenía molesta, y eso era evidente. Tras interesarse por ella con extrema corrección, el señor le aconsejó que se tumbara en los asientos. Hay que entender que corrían otros tiempos, y una señora no se tumbaba por las buenas en un tren delante de un desconocido; así que la gestante viajera se mostró reacia a ponerse cómoda. Entonces, el caballero demostró que era exactamente eso. Cogió su petaca de cigarrillos, el encendedor y un libro, se puso el gabán, salió al pasillo, corrió las cortinillas, cerró la puerta, y se pasó toda la noche de guardia ante ella, fumando y leyendo, para impedir que nadie entrase en el compartimento e incomodase a mi abuela. Y por la mañana, al llegar a Madrid, la ayudó a bajar la maleta de la redecilla del equipaje y la acompañó hasta el andén, hasta dejarla en manos de los familiares que la esperaban. Ni siquiera dijo su nombre, escuchó las palabras de agradecimiento de mi abuela con una sonrisa amable y casi distraída, saludó por última vez tocándose el ala del sombrero, y se marchó.

Mi abuela me contó muchas veces esa historia, que cuando era niño me gustaba escuchar. Y ella siempre llegaba al final con un brillo en los ojos y una expresión dulce y conmovida. «Aún me parece verlo alejarse aquella mañana entre la gente –decía medio siglo después–. Ni siquiera era guapo. Tenía el cuello de la camisa rozado, el traje lleno de arrugas y las uñas tal vez demasiado largas. Pero nunca en mi vida vi tan perfecto caballero».

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Publicado el 15 de julio de 2018 en XL Semanal.

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Isabel Báthory

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A las buenas, querido lector.

Una vez más estoy aquí con un nuevo artículo del blog Asesinos en serio. Este texto que te voy a mostrar ahora era necesario, no sólo por la importancia que tiene este personaje en el mundo de los asesinos en serie, sino porque no hacías más que pedirme que hablara de ella. Sí, ella, porque hoy nos ocupamos de una mujer. Y no de una cualquiera, es la que podría ser la mayor asesina en serie de toda la historia. Si no entiendes eso de “podría”, no te preocupes, porque en las próximas líneas te voy a explicar por qué. Dejémonos de tonterías y pasemos a lo que importa. Te presento a la condesa de Báthory o, como se la conoció también, la condesa sangrienta.

Erzsébet (a partir de ahora la llamaré Isabel, ya que es más fácil y es su traducción al castellano) Báthory nació un 7 de agosto de 1560 en Byrbathor, una ciudad de Transilvania, Hungría. Lo primero que me gustaría es situarte la región en el contexto de la época.

Cuando ella nació, el país estaba dividido. Era una región conflictiva y deseada, pues era tierra fértil y rica en producción. Una parte estaba ocupada por los turcos, la otra por los Habsburgo (Austrias). Ella nació en el seno de una familia antigua y poderosa, unión por su parte de las dos familias más influyentes del país. Sin ir más lejos, su tío (István Báthory) fue rey de los polacos y príncipe de Transilvania. También fue muy importante su primo Segismundo Báthory, otro príncipe de Transilvania casado con María Cristina de Habsburgo. En aquellos momentos se vivía en feudalismo, con un señor o señores que lo controlaban todo y unos campesinos que malvivían para satisfacer las necesidades de sus amos.

"Isabel había empezado a manifestar que le atraían sexualmente las mujeres y eso su suegra no lo consentía"

Volviendo a Isabel, fue hija de Anna Báthory de Somlyó y Jorge Báthory de Ecsed, que a su vez eran primos hermanos. Recibió una excelente educación. Puede parecer lo normal, pero en aquella época no se le daba demasiada importancia a que un noble supiera leer o escribir. En cambio, Isabel aprendió varios idiomas (húngaro, latín y alemán) y mucho de la cultura que la rodeaba. Los Báthory eran una dinastía enorme y por eso, a su vez, se dividían en ramas. Ella pasó gran parte de su infancia con los Ecsed, que se decía que era la parte más, digamos, excéntrica de la familia, debido a uniones sanguíneas entre familiares. A pesar de ello, Isabel no manifestaba ninguno de esos raros comportamientos, y se podía decir que era una niña normal para su edad y posición social. A los quince años la casaron con un hombre que le sacaba once años. Antes de este matrimonio, se dice que quedó embarazada de un campesino (sí, con sólo catorce años) y, claro, en la nobleza no estaba demasiado bien visto y tuvieron que mantener el embarazo en secreto y después dar el hijo para que se criara lejos de palacio. Volviendo al matrimonio, se casó con el conde Ferenc Nádasdy, conocido como el “caballero negro de Hungría”. Con él tuvo tres hijas y un hijo, pero su marido se pasaba la mayor parte de su tiempo batallando contra los otomanos y casi ni se veían. Pero no por eso no tenían contacto, ya que se escribían cartas frecuentemente y en ellas empezaron a aparecer los rasgos psicopáticos y crueles que acabarían estando presentes en el día a día de Isabel. En esas cartas ambos hablaban (y, al parecer, les divertía) de cómo podrían castigar y humillar a sus criados. Esas descripciones comenzaron a convertirse en una realidad, e Isabel comenzó a propinar soberanas palizas a sus sirvientes a la más mínima que hicieran. O aunque no hicieran nada, ya que a ella le divertía infligir esas vejaciones cada vez que le apetecía. Uno de sus correctivos favoritos era abandonar al castigado desnudo en el bosque con el cuerpo untado en miel. Está de más decir que esto atraía no sólo a criaturas salvajes, sino a multitud de insectos que le proveían de un sufrimiento extremo antes de una muerte casi segura. Y más les valía morir porque si no lo hacía, la tortura que les esperaba era peor que la propia muerte.

Cierto es que, según se sabe, a pesar de estos crueles ensañamientos y torturas, Isabel todavía no había matado a nadie. Esto cambió cuando su marido murió.

Ocurrió en 1604 y lo primero que hizo Isabel fue echar del castillo a su suegra. Desde que se casó con el conde vivía con ellos y se había encargado de su educación. No olvidemos que fue muy joven y según las costumbres de la época, todavía debía seguir educándose. Lo cierto era que Orsolva, que así se llamaba su suegra, era una mujer muy puritana y con un sentido muy estricto de la moral. Eso chocaba con la personalidad que ya mostraba Isabel sin ningún pudor. No hay que ser ningún lumbreras para adivinar que, según se relata, ambas se llevaban bastante mal. Al parecer, Isabel había empezado a manifestar que le atraían sexualmente las mujeres y eso su suegra no lo consentía. Menuda aberración aquella para una señorita de su posición, claro. El problema que tuvo con este tipo de relaciones no sólo vino con la desaprobación de la madre del conde, sino que las propias mujeres le huían, ya que decían que era muy agresiva en la cama y que sus prácticas rozaban el sadismo.

Cuando ambas se peleaban, que era una costumbre diaria casi, Isabel no hacía más que recordarle que su apellido tenía mucho más abolengo que el de ellos. Le decía que no lo olvidara nunca.

"Su obsesión por mantenerse siempre bella y joven era enfermiza y esto fue, sin duda, lo que la llevó a cometer los actos tan deleznables que cometió"

Sea como sea, cuando murió su marido consumó su venganza y echó a su suegra del castillo. Tengo que decir que lo que voy a relatar lo he intentado contrastar todo lo que he podido en un tiempo récord pero, aún así, no se sabe a ciencia cierta qué hay de verdad o de “engorde” por parte de las lenguas que contaban su historia. Partiendo de esto, se dice que su afición por la sangre de muchacha joven comenzó cuando una doncella le cepillaba el pelo. Parece ser que le dio un estirón, e Isabel le arreó tal sopapo que hizo que de su nariz brotara algo de sangre. Esa misma sangre cayó encima de la mano de la condesa e hizo que sintiera, de golpe, cómo su piel se volvía suave, tersa y más joven. Aquí hay dos cosas que son evidentes: una, que en verdad, aunque lo pensara, esto no pasó. Su piel siguió igual. Dos, que lo pensó porque estaba obsesionada con la eterna juventud. En esos momentos, Isabel tenía cuarenta y cuatro años. Hemos de tener en cuenta cómo cambian las sociedades. De hecho, creo que hasta nosotros somos testigos directos de estas cosas, pero en aquella época tener esos años era como ahora se consideraría ser de la tercera edad. Su obsesión por mantenerse siempre bella y joven era enfermiza y esto fue, sin duda, lo que la llevó a cometer los actos tan deleznables que cometió.

Bueno, eso y una psicopatía más que evidente.

De todos modos, la idea de que la sangre la ayudaría a mantenerse joven no era suya. En el castillo en el que vivía, el de Csejthe, situado en la cima de una colina por los Cárpatos, había una nodriza de la que se decía que practicaba rituales de magia roja. Si no sabes lo que es no te preocupes, yo tampoco lo sabía. La magia roja tiene una estrecha relación con la negra (aunque se diferencian claramente, pues la negra busca hacer daño a otros) y sirve, fundamentalmente, para realizar hechizos de carácter amoroso y sexual. Es decir, para conseguir que una persona se enamore de otra gracias a un hechizo o ritual. Vamos, lo que comúnmente se diría como obligarla. Pero esto es otro tema.

Su nodriza, de nombre Jó Llona, fue la que le metió en la cabeza este tipo de ideas sobre que la sangre de una mujer joven podría rejuvenecerla. Así que bastó poco para que esa idea de una piel más tersa viniera a su cabeza cuando la sangre de la muchacha cayó en su mano. Su cabeza se disparó de manera automática y ordenó a continuación que se le cortaran las venas y se le llenara la bañera con la sangre que saliera de ella. Quería probar si lo que decía la nodriza era cierto o no.

En su mente sí lo fue. Así que este asesinato fue el inicio de una carrera brutal y que la convirtió, sin una forma de poder confirmarlo a ciencia cierta, en la mayor asesina en serie de la historia.

"La condesa no se conformaba sólo con matar y desangrar a esas doncellas, por lo que fue un paso más allá"

Para llevar a cabo esos crueles asesinatos contó con la ayuda de su nodriza, que a pesar de que en este asunto no hay nada de cordura, ella era la que ponía ese puntito necesario para que la locura de Isabel no la llevara a cometer un descuido que hiciera que se pusieran tras su pista. Una de esas medidas que tomó su acompañante fue la de elegir a las víctimas entre campesinas y mujeres que no importaran a la sociedad de por aquel entonces. Es cruel afirmar que fue una buena estrategia, pero no me queda más remedio que hacerlo. En una sociedad en la que ser mujer y campesina era sinónimo de no ser nada. Nadie las iba a echar en falta, y de este modo la condesa podía seguir haciendo de las suyas.

Los rumores de que Isabel practicaba la brujería y la magia negra no tardaron en aparecer, eso sí, con una voz muy débil por medio a represalias. De ella ya se decía que secuestraba a mujeres muy jóvenes, a ser posible vírgenes, y las mataba para, primero, beberse parte de su sangre y, segundo, bañar su cuerpo con el resto. También se decía de ella que practicaba el canibalismo.

Hay que tener en cuenta que la tradición del conde Drácula (sobre todo después de la novela de Bram Stoker) es la que irrumpió con fuerza en Occidente y nos trajo de forma potente el mito sobre los vampiros, pero en Hungría todo esto se extendía desde hacía muchos siglos. Es por eso que ya a la condesa la tildaban de vampiresa por aquellos tiempos.

Evidentemente, la condesa no se conformaba sólo con matar y desangrar a esas doncellas, por lo que fue un paso más allá. Montó en los sótanos del castillo una auténtica cámara de torturas y pasaba la mayor parte del día allí abajo vejando a sus víctimas. Lo curioso es que ella contaba que lo hacía porque en su día a día se aburría. Esto me recuerda a la rotunda afirmación, con la que estoy de acuerdo, de que para un psicópata no somos personas, sino objetos que se mueven solos. Creo que Isabel lo deja bastante claro aquí.

Al poco tiempo de haber comenzado con estas prácticas, empezó a recibir consejo de una bruja local de nombre Darvulia. Ella, durante el tiempo que estuvo a su lado le siguió recomendando que no se saliera del patrón de las sirvientes. Esto le permitiría seguir impune el tiempo que hiciera falta. Además de esto, también le absorbía más el cerebro con cientos de prácticas ritualistas que hacían creer a la condesa que cada día que pasaba estaba más joven que el anterior. Darvulia no hacía más que aprovechar que, en verdad, Isabel era una mujer de una belleza tremenda y su imagen en el espejo siempre era la mejor posible. No había más.

"Ya no se conformaba con campesinas y sirvientas, y comenzó a secuestrar a hijas de nobles"

Pero Darvulia murió. Su nodriza ya lo había hecho unos años antes y, aunque con ideas disparatadas, ya no había nadie que controlara de algún modo a la condesa. ¿Cómo se tradujo esto?

A que fue un paso más allá y esto acabó con su carrera criminal.

Se ve que ya no recordaba los consejos que tuvo antes o que, simplemente, sus ansias de sangre podían más con ella que otra cosa. El caso es que ya no se conformaba con campesinas y sirvientas, y comenzó a secuestrar a hijas de nobles.

Esos mismos nobles ya habían oído de sus prácticas, pero como en aquella época a los señores se les permitía de todo con sus súbditos, no pasaba nada. Pero ahora era diferente. Así que decidieron poner en conocimiento del emperador Matías II lo que estaba sucediendo. Matías, por decirlo de algún modo, ya le tenía ganas a Isabel por desavenencias políticas, así que aquí vio una oportunidad de quitársela de en medio e ir a por ella. No escatimó en medios para investigarla, y para ello envió a su primo, el conde Jorge Thurzó.

La investigación no tuvo que ser muy intensa, pues se cuenta que nada más entrar en palacio el conde se topó con el cadáver de una muchacha que estaban desangrando para su habitual baño. Horrorizado por lo que vio, fue a buscarla al sótano, donde se decía que tenía montada la sala de tortura. Sus pesquisas fueron ciertas, ya que allí estaba, vejando a dos muchachas muy jóvenes con la ayuda de dos criados. Esto no fue lo único, pues empezó un gran registro del castillo, en el que encontraron más cadáveres en otras habitaciones y un documento que fue fundamental para entender lo que había pasado: un diario en el que se dice que había anotados más de seiscientos nombres de sus presuntas víctimas. La parte positiva es que encontraron también a varias muchachas vivas listas para la tortura. A algunas de ellas ya se les había infligido algún que otro correctivo, pero por suerte las pudieron salvar. En sus relatos contaron que para comer se les servía carne de otras doncellas muertas.

La condesa fue detenida en 1610, un 29 de diciembre. Se dice que se tardó hasta seis años en poder recuperar todos los cuerpos que había, entre enterrados y esparcidos, en los alrededores del castillo.

En 1612 comenzó el juicio contra la condesa.

"Dos años más tarde de la sentencia la condesa murió presa del hambre y del frío de su aislamiento"

Ella ni siquiera fue a declarar, ya que se acogió a su derecho nobiliario para no tener que hacerlo. De todos modos, el juicio sólo se centró en las desapariciones y muertes de las muchachas nobles. La muerte de las otras, las que conformaban el gran grueso de su disparatada carrera, no importaba. Ellas no eran nada. Un despojo social menos, al fin y al cabo.

Lo normal en la época era que la hubieran condenado a muerte pero, no se sabe muy bien cómo, se le perdonó la vida a cambio de emparedarla en su propia habitación. Aunque bien pensado, no sé qué es peor. Se le tapiaron las ventanas y puertas dejando un solo resquicio para que entrara algo de aire y por el que se podía ver ligeramente el cielo. Dejaron otro en la puerta para poder meterle comida (no demasiada al día, por cierto).

Con sus criados colaboradores fue otro cantar: sólo una de ellos se libró de la muerte (la más joven, de catorce años) y fue condenada a cien latigazos.

Dos años más tarde de la sentencia la condesa murió presa del hambre y del frío de su aislamiento. Los que la vigilaban dicen que nunca mostró arrepentimiento por lo que hizo, ni siquiera lo consideraba un crimen. Ella lo veía como algo natural debido a su posición social.

Fue enterrada en su localidad natal, pero durante muchos años se prohibió hablar de ella, pues aparte del dolor causado, se pensaba que su nombre estaba maldito.

"Dejo en tu imaginación el pensar si de verdad esta mujer cometió los hechos tan atroces que se describen"

La verdad es que esta historia me ha hecho pensar mucho. Es imposible saber con total certeza si todo lo que te he relatado ocurrió verdaderamente así. Si bien es cierto que lo he contrastado al máximo para asegurarme, sigue sin saberse si todo fue tal cual o una maniobra de desprestigio por parte de los enemigos de la familia de la condesa. Los investigadores no se ponen de acuerdo con esto, por lo que me temo que no te puedo contar más de lo que aquí te he relatado, lector. Dejo en tu imaginación el pensar si de verdad esta mujer cometió los hechos tan atroces que se describen. También te digo que el diario y el proceso del juicio sí están documentados, pero quién sabe.

No está de más que también te cuente que se ha escrito mucho, muchísimo sobre ella. Pero no solo eso, también hay una gran cantidad de películas que relatan la vida de este singular personaje de la historia. Imposible nombrarlas todas, por lo que te invito a echar un vistazo por internet. Te vas a sorprender.

Por lo demás, en caso de que todo sea cierto te acabo de contar la vida del peor de los asesinos en serie de la historia, englobando hombre y mujer, por lo que espero que no se te haya quedado muy mal cuerpo y esperes con ansia mi próximo artículo. Eso sí, aunque sé que me vas a matar, será en septiembre. Dejemos un poco de tiempo al descanso (aunque no será por mi parte, que sigo trabajando duro en la novela que saldrá a principios del año que viene). Si te ha gustado o quieres hacerme algún comentario, sugerencia o lo que sea, tienes mi email: blas@zendalibros.com. Si quieres, también me puedes seguir en Twitter y contarme lo que quieras por allí, siempre contesto y es más rápido: https://twitter.com/BlasRuizGrau

Sé bueno.

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Cazando fantasmas: la génesis de Las ventajas de la vida en el campo

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Pilar Fraile, autora de Las ventajas de la vida en el campo, revela que esta novela publicada por Caballo de Troya nació de una pequeña visión: una pareja de urbanitas que se traslada a un entorno rural y allí se topa con algún tipo de amenaza.

 

La cosa tenía pinta de un relato de misterio. Sin embargo, algo se había puesto en marcha, aunque yo no fuera consciente, y el pequeño relato se acabó convirtiendo en una novela de casi trescientas páginas.

Para intentar reconstruir el proceso vamos a empezar desde el principio: el fogonazo inicial. Estas visiones que desencadenan la ficción son muy misteriosas. Son muchos los escritores que han intentado hacer visibles los engranajes de sus obras, y un buen puñado de ellos, desde Stephen King a Norman Mailer, pasando por Carson McCullers hasta Ray Bradbury o el propio Millás hablan de estos pequeños deslumbramientos. A pesar de haber dedicado bastantes años de mi vida a leer estos textos para mi tesis doctoral, no por eso entiendo mucho mejor qué es lo que sucede. Lo más que se puede decir sobre ese enigmático momento es que en él se produce una fructífera conexión de elementos que habitualmente no están conectados.

"La obsesión, lo que estaba oculto y lo que la novela contribuyó a sacar provenía, como suele suceder, de la infancia"

En el caso de Las ventajas de la vida en el campo, el fuego real se produjo cuando a la historia inicial de la pareja se le sumaron otros dos personajes que aparecieron de la misma manera fortuita: un anciano y su perro.

Aunque es muy difícil de explicar todo este mecanismo, mi convicción es que la historia me sedujo porque su escritura me servía para acceder a una serie de cuestiones que estaban instaladas en lo más hondo de mi psique. Otros escritores, Sabato por ejemplo, han explicado así su proceso creativo: es el camino en el que uno se encuentra, en un plano digamos de seguridad, con sus obsesiones y puede de algún modo resolverlas, o si no resolverlas, por lo menos hacerlas visibles.

La obsesión, lo que estaba oculto y lo que la novela contribuyó a sacar provenía, como suele suceder, de la infancia. Nací y viví hasta los catorce años en un pueblecito de Salamanca, Puente del Congosto, al que por motivos familiares no volví después de mudarnos más que algún día de visita. Esta circunstancia contribuyó a que mi niñez quedara en una especie de limbo.

Así que cuando algunos elementos de esa infancia que había quedado encapsulada irrumpieron en el mundo del presente, el de esa pareja moderna que busca un cambio de vida, se produjo el verdadero detonante de la trama. El elemento que más fácilmente puedo reconocer como proveniente de ese mundo casi fantasmal es el personaje del anciano, Francisco Montes. Francisco, y esto lo comprendí ya avanzada la novela, es un trasunto de uno de los ancianos de mi pueblo: un hombre con una vida muy dura, una vida hasta cierto modo típica de la posguerra española y que, aquejado de soledad y pobreza, acabó colgándose de una viga.

"Creo que Las ventajas de la vida en el campo debe esa ligereza de lectura al hecho de que su planteamiento inicial fue el de un relato de misterio y esa intencionalidad persiste"

Claro que el personaje no se inspira solo en ese anciano. En realidad es una mezcla de muchos hombres mayores de campo que he conocido a lo largo de los años y por eso mismo, creo, funciona como símbolo de una generación y de un modo de vida.

El choque entre los dos mundos, el de la España rural y olvidada y el de la pareja joven y moderna llena de planes de futuro, fue el combustible inicial que permitió la aparición del resto de elementos, que vinieron a enriquecer la historia y a transformarla en una novela sobre la vuelta al campo y las expectativas de la generación nacida al albur de la democracia.

Cuando después del largo tiempo de escritura di por concluida la novela me asaltó un miedo tremendo a que el texto aburriese a los lectores. Era un miedo razonable, hasta cierto punto, si se tiene en cuenta que esta es mi primera incursión en la novela. Por eso mismo me produjo, y me sigue produciendo una gran alegría que tanto críticos como lectores coincidan en que la novela engancha desde la primera página o, como me decía ayer un amigo, «se devora».

Creo que Las ventajas de la vida en el campo debe esa ligereza de lectura al hecho de que su planteamiento inicial fue el de un relato de misterio, y esa intencionalidad persiste y hace la historia accesible a un abanico de lectores muy amplio. Y también, por supuesto, a que el texto pasó por un proceso de corrección que duró casi un año desde el primer borrador al definitivo en el que fue esencial la colaboración de mi editora, Mercedes Cebrián.

"Porque si Norman Mailer decía que la escritura es un arte espectral, estoy convencida de que la lectura también lo es."

También está siendo sorprendente y muy grato descubrir que, aparte de ese acuerdo en la facilidad de la lectura, tanto críticos como lectores tienen interpretaciones muy diversas de la historia. Hay quien ve en ella el conflicto de identidad contemporáneo, hay quien se detiene en el aspecto de crítica social y económica, hay quien la lee como el intento de resolución de una gran crisis por una pareja o quien la defiende como novela adscrita a esa corriente que se ha dado en llamar “neorruralismo” o quien, simplemente, la lee como una novela de intriga. Cada una de esas distintas interpretaciones me proporciona también una enorme alegría, porque es la constatación de que el elemento espectral de la novela funciona.

Porque si Norman Mailer decía que la escritura es un arte espectral, estoy convencida de que la lectura también lo es. El lector busca sus propios fantasmas, pero ese juego solo funciona si en el proceso de la escritura se ha pasado por ese lugar desconocido donde habitan los miedos y los deseos.

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Autor: Pilar Fraile. TítuloLas ventajas de la vida en el campo. Editorial: Caballo de Troya. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Libros en verano… o la lectura como farmacopea

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Apetecen unas cosas en lugar de otras. Devorar una vez más Madame Bovary, que se revela aún más fiera con el escarmiento de los años. Apetece entregarse, sin otro propósito que el mero placer, a aquella edición de Alba Editorial, Relatos de mar, que hace rato dejó de ser novedad y reúne los mejores cuentos, memorias o cartas inspiradas en la navegación y la aventura. Apetece la poesía completa de Borges (Lumen), y todo Conrad —¡cómo no!, si él es el verano—, y el Eliot de los Cuatro cuartetos editados por La Cama Sol. Apetece la literatura sin faja ni dossier de prensa, pero también la que está por convertirse en clásico contemporáneo. Ya ve, lector, en verano apetecen muchas cosas: el Kaufmann con Plácido Domingo y Ermonela Jaho en la Thaïs del Teatro Real, la Aída de Netrebko en el Met el próximo septiembre o el José Tomás a toro pasao de Algeciras. Hasta resucitar apetece.

"Si existe algo luminoso, es justo aquello que hallaremos en ese ciclo de los días largos, cuando el sol alcanza su posición más alta en el cielo acaso para recordarnos que la tierra nos reclama"

El verano es el territorio del hambre y el ocaso. Es el lugar de los deseos y sus perpetuas insatisfacciones: los grandes, fugaces y sólo después decepcionantes amores, las tormentas rabiosas y pasajeras, las siestas abrasivas de la demasiada verdad, tenga ésta forma de familia o de matrimonio obsolescente. El verano es la rueda del estío y el hastío de la que brotan los hallazgos. Para quienes vivimos del acto de leer —y escribir, cuando se tercia—, el verano es el tiempo de una resurrección. Y leer, ya sabe usted lector, es siempre una segunda oportunidad.

La temporada editorial que comenzó en septiembre de 2017 dejó una cantidad significativa de novedades que reclaman lecturas, no importa ni siquiera que resulten impuntuales. Si existe algo luminoso, es justo aquello que hallaremos en ese ciclo de los días largos, cuando el sol alcanza su posición más alta en el cielo acaso para recordarnos que la tierra nos reclama. Que lo crepuscular va en serio. Que moriremos borrachos o abstemios, promiscuos o jamás amados. Da igual. El verano aparece para recordar que alguien, al final, apagará la luz. Leer, entre otros asuntos, ayuda a sobrellevar la caducidad. Le inyecta un sentido distinto.

"Un repaso a la ficción escrita en español publicada por los sellos de grandes grupos obliga a detenerse en nombres como un Javier Marías en estado de gracia con su Berta Isla"

¿Qué leer? ¿Dónde ir a fundirse los días los ludópatas el dinero? La respuesta entraña cierto pudor, porque retrata al que elige una cosa y deja de lado otra. Un repaso a la ficción escrita en español publicada por los sellos de grandes grupos obliga a detenerse en nombres como un Javier Marías en estado de gracia con su Berta Isla —se publicó en septiembre, es cierto, pero si no se ha leído hay desdicha y amputación—, también en la Susan Sontag de Declaración, la magnífica edición de los cuentos reunidos de la norteamericana publicados por Literatura Penguin Random House y también en el Coetzee de los Siete cuentos morales (Penguin, también) o la elegancia de la italiana Elsa Morante en La historia, una novela que se desarrolla en la Italia de la Segunda Guerra Mundial y que licúa el ánimo con tanta fuerza como la Natalia Ginzburg de Las tareas de la casa y otros ensayos (Lumen), un libro que ni es una novedad ni necesita serlo. Ya sea la muerte de la novela (la muerte del lector), el hielo en el vaso de agua del psicoanalista, la carta que Dickinson le escribió a un mundo (y que este nunca le respondió)… todo en las páginas de ese libro emociona y conmueve. Quema.

La urgencia lectora prosigue, como el hambre o los incendios, con Chica de campo (Errata Naturae), las memorias de la autora irlandesa Edna O’Brien. Sus páginas encuadernan el testimonio de una existencia compleja, y en la que merece la pena detenerse. La primera novela de Edna O’Brien se publicó en 1960 y escandalizó tanto a la gente de su pueblo que el libro fue quemado en público en la plaza mayor. Estas páginas extraen los rasgos de una vida y una personalidad peculiar: conventos de monjas, fugas, divorcios, el Londres de los sesenta y encuentros con gigantes de Hollywood. También de Errata Naturae, en una coedición con Periférica, hay que destacar Hombres, una nueva novela autobiográfica de la inmensa Angelika Schrobsdorff, autora de Tú no eres como las otras madres, un libro que en 2016 sobrepasó las ocho ediciones y que comparte con esta novela la fuerza de una narradora y un personaje afeitado de pudor y complejos.

"El verano es tiempo también de la canela —el olor que tiene la piel cuando se ha sido niño en una costa del mar caribe— y que, desde otra cartografía, desglosa Jack Turner en Las especias"

Hay urgencia también en libros que exigen ser leídos con música a todo volumen, como la biografía de Maria Callas que publicó Fernando Fraga en Fórcola o el ensayo La sinfonía de la libertad (Debate), de Antonio Batista, y el aún sin traducir The Politics of Opera: A History from Monteverdi to Mozart, de Mitchell Cohen. Es tiempo de Sangre, poesía y pasión, los requisitos que Giuseppe Verdi consideraba imprescindibles para que una ópera fuese considerada tal y que el escritor y periodista Rubén Amón hace suyos para contar una historia musical, al mismo tiempo que política, del Teatro Real —un libro magnífico, divulgativo, pero sin concesiones publicado por Alianza—. En esa selección se abre paso Mario Cuenca Sandoval con el Messiaen de El don de la fiebre (Seix Barral).

El verano es tiempo también de la canela —el olor que tiene la piel cuando se ha sido niño en una costa del mar Caribe— y que, desde otra cartografía, desglosa Jack Turner en Las especias (Acantilado), así como de las coces que se reparten en el aire en las páginas de La historia de un caballo, una nouvelle de León Tolstói publicada recientemente por el sello Acantilado con la traducción de Selma Ancira. Hay que mencionar la Ordesa (Alfaguara), de Manuel Vilas, que ya anticipaba malestar en la América de Círculo de Tiza y que duele, esta vez, de una manera especial. Para emoción también Lo que está y no se usa nos fulminará (Literatura Random House), de Patricio Pron.

"El verano es el tiempo de las fiestas, las comilonas y los excesos. Es la temporada en la que las vestales salen a hacer la compra para comerse a Orfeo a dentelladas"

El desarraigo, lector, automedica y como esto es un barbitúrico de verano, no se sorprenda usted si sobra una intensidad entre infantil y empalagosa. Pero esto, ya ve usted, es una farmacopea. Una exageración. Por eso toca avanzar con un volumen editado por Anagrama que reúne los cinco primeros libros de relatos de Patricia Highsmith. En estas páginas, Highsmith despliega los elementos esenciales de su universo novelístico: el crimen que irrumpe en lo cotidiano y la maldad despojada de cualquier redención. Sus pequeñas misgonias, sin duda, lo mejor. Y si de crimen hablamos, resulta indispensable La forma de la oscuridad, una novela dantesca —literalmente— escrita por el italiano Mirko Zilahy y publicada por Alfaguara. Se trata de una segunda entrega de la serie dedicada a Enrico Mancini, un atormentado comisario que se mueve por los entresijos de una Roma insospechada. Ya lo hizo con aquel asesino, la Sombra, de Así es como se mata (Alfaguara) y que ahora se enfrenta al Escultor, alguien que degüella hombres y mujeres para componer con ellos las escenas mitológicas más hermosas y estomagantes que ningún psicoanalista jungiano haya descifrado jamás. Se trata de un libro total, un clásico capaz de quitarle la vez y la voz a muchas sagas detectivescas: una novela culta sin ser pretenciosa, una lectura brutal que exige y recompensa.

En el verano, lector, todos los días son un incendio. Escrito con la caligrafía de la letra quebrada, esa uve que invita al abismo y la resurrección, el verano está hecho para la combustión. Para arder en la paila de la primera vez y el eterno regreso a la ración recalentada de lo que fue nuestro corazón cuando descubrimos el mar. El verano es el tiempo de las fiestas, las comilonas y los excesos. Es la temporada en la que las vestales salen a hacer la compra para comerse a Orfeo a dentelladas. Son los días en los que las la vida ocurre exagerándose, para parecer más vida. Podrá usted, lector, perdonar el exceso de esta bitácora lectora… de esta farmacopea que comparto con usted.

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El verano antes de la guerra

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El verano antes de la guerra, de Helen Simonson (SUMA), es la luminosa historia de una familia, una ciudad y un mundo en sus últimos momentos de inocencia antes de la Gran Guerra.

El verano de 1914 es uno de los más bellos que se re­cuerdan en la idílica ciudad inglesa de Rye. Allí acaba de llegar Beatrice Nash con un gran baúl de libros, an­sia de independencia y nuevas ideas que pocos en Rye asocian a una profesora de latín. En un descanso de sus estudios de medicina, Hugh Grange se encuentra también en la ciudad visitando a su tía Agatha, una verdadera institución local que se ha jugado su reputación con la contratación de la joven maestra. Pero mientras Beatrice se prepara para descubrir una nueva vida, y quizá el amor, en esta pintoresca co­munidad, el verano parece a punto de acabar y lo ini­maginable está a punto de comenzar.

Helen Simonson nació en Inglaterra y pasó su adolescencia en East Sussex, en un pueblecito cercano a Rye. Graduada por la London School of Economics, vive actualmente en Brooklyn. Su novela de debut, El mayor Pettigrew se enamo­ra, ocupó los primeros puestos en la lista de libros más vendidos de The New York Times y fue tradu­cida y publicada en veintiún países. Este es su se­gundo libro.

 

La ciudad de Rye se alzaba por encima de la superficie plana de las marismas como una isla y sus tejados rojos creaban una pirámide de formas erosionadas que resplandecía bajo la luz oblicua del atardecer. Los altos acantilados de Sussex formaban una impresionante línea ininterrumpida de sombra que se desplegaba de este a oeste, los campos exhalaban el calor de la jornada y el mar era una sábana de peltre trabajado a martillazos. De pie junto al ventanal, Hugh Grange contuvo la respiración en un vano intento de suspender aquel momento en el tiempo, como solía hacer de pequeño en ese mismo salón, ahora más deslucido, cuando el encendido de las lámparas era la señal que esperaba su tía para mandarlo a la cama. Sonrió al recordar hasta qué punto llegaron a prolongarse aquellas noches de verano y lo amargamente que se quejó hasta que le permitieron quedarse despierto hasta mucho más tarde de la hora de acostarse. Los niños pequeños, sabía ahora, eran timadores habituales que suplicaban, rogaban y lisonjeaban para acumular derechos y amenazaban a los mayores con ojos inocentes y corazones oscuros.

Los tres niños con los que su tía le había pedido que trabajara como tutor ese verano lo habían dejado con medio soberano menos y sin la mayoría de sus libros antes de que cayera en la cuenta de que ninguno de ellos tenía tanta hambre como sus suspiros daban a entender, ni tenía otro interés en Ivanhoe que no fuera el que había despertado en su momento el hombre que cantaba sus bondades en el puesto de libros de segunda mano del mercado de la ciudad. No les guardaba rencor. Más bien al contrario, su ingenio de hurón era de admirar y soñaba en el fondo con que su breve periodo de enseñanzas y el ejemplo que pudiera darles sirvieran para transformar esa agudeza en cierta curiosidad intelectual cuando volvieran a empezar sus clases en la escuela de secundaria.

En aquel momento, una mano robusta abrió la puerta de acceso al salón y Daniel, el primo de Hugh, se apartó con una reverencia jocosa para ceder el paso a su tía Agatha.

—Tía Agatha dice que no habrá guerra —comentó Daniel riendo y entrando también en la estancia—. Así que, por supuesto, no la va a haber. Ni en sueños se atreverían a desafiar a nuestra tía.

Tía Agatha intentó poner una expresión severa, pero lo único que consiguió fue bizquear, y debido a la visión borrosa resultante a punto estuvo de tropezar con una mesita auxiliar.

—Yo no he dicho eso, ni mucho menos —replicó, tratando de colocar en su lugar su largo pañuelo bordado, un esfuerzo tan inútil como el de descansar una cometa plana sobre una roca redondeada, pensó Hugh, al ver cómo el pañuelo empezaba de inmediato a deslizarse hacia un lado.

Con cuarenta y cinco años de edad, la tía Agatha seguía siendo una mujer guapa, aunque tendía a la corpulencia y poseía escasas formas puntiagudas a las que sujetar la ropa. El vestido elegido para aquella noche, confeccionado en resbaladizo raso, tenía un escote de vértigo y manga larga oriental.

Hugh confiaba en que la prenda consiguiera mantener la dignidad a lo largo de toda la cena y tolerara los gestos exagerados con que su tía solía embellecer su conversación.

—¿Y tío John qué dice? —preguntó Hugh, acercándose a la bandeja de los decantadores para servirle a su tía su habitual copa de Madeira—. ¿Alguna posibilidad de que baje mañana?

Hugh confiaba en poder pedirle a su tío opinión con respecto a un tema menor aunque no por ello menos importante. Después de años volcado en sus estudios de medicina, Hugh se encontraba en el punto no solo de convertirse en cirujano asistente principal de sir Alex Ramsey, uno de los cirujanos más destacados de Inglaterra, sino también de haberse enamorado muy posiblemente de la bellísima hija de este, Lucy. Durante el año pasado, se había mantenido bastante distanciado de Lucy, tal vez para demostrarse a sí mismo, y también a los demás, que el afecto que sentía hacia ella no tenía nada que ver con sus esperanzas de progreso profesional. Pero lo único que había conseguido con esa actitud había sido convertirse en el favorito de ella y diferenciarse de los varios estudiantes y médicos jóvenes que se apiñaban alrededor de su padre, aunque no había sido hasta aquel verano, cuando ella y su padre emprendieron una larga gira de conferencias por los lagos italianos, que Hugh había experimentado una placentera tristeza provocada por la ausencia. Había descubierto que echaba de menos sus ojos danzarines, el movimiento de su cabello rubio cuando reía por algún comentario mordaz que pudiera hacer él; echaba incluso de menos las gafitas que se ponía cuando se dedicaba a copiar los archivos de casos de su padre o a responder su voluminosa correspondencia. Lucy acababa de dejar atrás las aulas y a veces se distraía con todos los placeres que Londres ofrecía a la juventud, pero estaba consagrada a su padre y podría ser, pensaba Hugh, una esposa excepcional para un joven y prometedor cirujano.

Por ello quería consultar, con cierta urgencia, si estaría en posición de plantear el ma trimonio.

El tío John era un hombre sensato y con los años siempre había comprendido rápidamente cualquier dificultad que Hugh le hubiera expresado con vacilación y le había ayudado hablando sobre el tema hasta que Hugh se quedaba convencido de que había solventado el complicado problema por sí mismo. Hugh ya no era un niño y ahora comprendía que parte de aquella sabiduría era resultado de su formación diplomática, aunque sabía también que el cariño que sentía su tío por él era sincero. Las palabras de despedida de sus padres, cuando partieron para su esperado viaje, de un año entero, habían sido que recurriese al tío John en caso de necesidad.

—Tu tío dice que están trabajando febrilmente para calmar la situación antes de que todo el mundo inicie sus vacaciones de verano —contestó su tía—. A mí no me cuenta nada, claro está, pero el primer ministro y el secretario de Asuntos Exteriores se pasan el día encerrados con el rey. —Tío John era un alto funcionario del Foreign Office y de todo el mundo era sabido que, desde el asesinato del archiduque en Sarajevo, el distrito de Whitehall, que en verano siempre solía quedar adormilado, estaba abarrotado de funcionarios, políticos y generales—. Me ha llamado por teléfono para decirme que ya ha visto a la maestra y que la ha acompañado a Charing Cross para que cogiera el último tren, por lo que calculo que llegará después de cenar. Le preparemos algo de comer para entonces.

—Si llega tan tarde, ¿no sería mejor que fuera directamente a sus aposentos en la ciudad y tal vez enviarle a la cocinera con una cena fría? —dijo Daniel, ignorando el jerez seco que le ofrecía Hugh y sirviéndose una copa del mejor whisky de tío John—. Seguro que estará agotada y en escasas condiciones de enfrentarse a un salón lleno de gente vestida de noche.

Habló intentando mantener una expresión neutral, pero Hugh detectó un leve matiz de repugnancia ante la idea de tener que recibir a la nueva maestra que había encontrado su tía. Después de graduarse en Balliol en junio, Daniel había pasado las primeras semanas de verano en Italia como invitado de un colega de universidad de familia aristocrática y había desarrollado un sentido de superioridad social que Hugh confiaba en que tía Agatha consiguiera sacarle de su estúpida cabeza. Pero Agatha se había mostrado paciente y simplemente había comentado: «Oh, déjale que saboree un poco la vida de la alta sociedad. ¿No crees que no tardarán mucho en partirle el corazón? Estoy segura de que cuando Daniel entre a trabajar en el Foreign Office en otoño, en ese puesto que a tío John tanto le ha costado conseguir, su amigo lo abandonará al instante. Déjale que tenga su ratito de glamur».

Hugh era de la opinión de que Daniel debería entender cuál era su lugar en la vida, pero quería mucho a su tía Agatha y pensaba que una discusión continuada sobre el tema podría inducirla a pensar que sentía rencor hacia Daniel por ser su favorito. La madre de Daniel, la hermana de Agatha, había muerto cuando Daniel tenía solo cinco años y el padre era un hombre raro y distante. Habían enviado a Daniel a un internado solo un mes después del fallecimiento de su madre y Agatha se había convertido en su refugio en Navidades y en verano. Las Navidades siempre habían sido un dilema para Hugh. Las pasaba en Londres con sus padres, que lo querían y lo agasajaban. Él habría preferido poder pasarlas todos juntos en Sussex, en casa de la tía Agatha, pero su madre, que era hermana de tío John, prefería estar en compañía de sus amistades en la ciudad, mientras que su padre no quería permanecer mucho tiempo alejado del banco. Hugh se sentía feliz entre montañas de papel de envolver regalos, enormes cajas misteriosas y las bandejas de dulces y fruta que había repartidas por toda su villa de Kensington.

Pero a veces, cuando lo mandaban a acostarse y la música de las fiestas con los invitados de sus padres se filtraba hasta su habitación, se sentaba en la cama y contemplaba por la ventana los tejados oscuros con la esperanza de que la vista le alcanzara hasta Sussex, donde tía Agatha estaría contándole a Daniel una de sus descabelladas historias sobre los gigantes y los duendes que vivían en las cuevas del subsuelo de Sussex Downs y cuyas fiestas podían confundirse a menudo con los truenos.

—No seas tonto, Daniel. La señorita Nash se quedará aquí esta noche —dijo tía Agatha, inclinándose para encender la lámpara eléctrica que había al lado del sofá floreado. Tomó asiento y estiró los pies, que tenía embutidos en unas zapatillas de estilo oriental bordadas, curiosamente, con un motivo de langostas—. He tenido que utilizar toda la fuerza del comité directivo de la escuela para que el gobernador accediera a contratar a una mujer. Mi intención es echarle un buen vistazo y asegurarme de que entiende lo que tiene que hacer.

La escuela de secundaria local era una de las muchas causas sociales que ocupaban a tía Agatha. Creía en la educación para todos y esperaba obtener grandes líderes de entre el grupo de chicos con rodillas raspadas, hijos de granjeros y tenderos, que llenaban el nuevo edificio de ladrillo rojo que acababa de construirse detrás de las vías del tren.

—Supongo que te refieres a que quieres que ella te eche un buen vistazo a ti —señaló Hugh—. Estoy seguro de que quedará convenientemente intimidada.

—Yo estoy con el gobernador —dijo Daniel—. Para mantener a raya a esa banda de colegiales hace falta un hombre.

—Tonterías —replicó Agatha—. Además, hoy en día encontrar maestros no es nada fácil. Nuestro último profesor de latín, el señor Puddlecombe, no se quedó más que un año, y luego tuvo el atrevimiento de decirnos que se marchaba para probar suerte con un primo en Canadá.

—Bueno, la escuela está a punto de cerrar para las vacaciones de verano, tía —dijo Hugh.

—Lo cual no sirve más que para complicar la cosa —observó Agatha—. Hemos tenido suerte de que tu tío John hablara casualmente con lord Marbely y que resultara que lady Marbely estuviese buscando un puesto para esta joven. Al parecer es su sobrina y los Marbely nos la han recomendado encarecidamente; aunque me dio la impresión de que tenían algún motivo adicional para querer mandarla lejos de Gloucestershire.

—¿Tienen algún hijo varón? —preguntó Daniel—. Normalmente los tiros van por ahí.

—Oh, no, lady Marbely se desvivió para garantizarme que es una chica común y corriente —respondió tía Agatha—. Por muy progresista que me considere, jamás contrataría a una maestra guapa.

—Mejor que cenemos pronto —dijo Hugh, consultando el magullado reloj de bolsillo que había sido de su abuelo y que sus padres le suplicaban constantemente que sustituyera por otro más moderno.

Justo en aquel momento sonó la campana que anunciaba la cena.

—Sí, me gustaría digerir adecuadamente antes de que ese dechado de virtudes caiga sobre nosotros —comentó Daniel, apurando de un trago lo que quedaba en su copa—. Supongo que me tocará ser presentado y que no voy a poder quedarme escondido en la habitación, ¿no?

—¿Podrías ir con Smith a recogerla, Hugh? —dijo Agatha—. Imagino que si vais los dos abrumaréis a la pobre chica y, evidentemente, no me fío de que Daniel no se burle de ella.

—¿Y si resulta que Hugh se enamora? —preguntó Daniel. Hugh sintió tentaciones de replicar diciéndole que su amor ya estaba comprometido, pero sus intenciones de matrimonio eran El_verano_antes_de_la_guerra_INT.indd 17 24/4/18 16:26 el verano antes de la guerra 18 demasiado importantes como para verse sujetas a las bromas irrespetuosas de Daniel, de modo que se limitó a lanzarle a su primo una mirada de desdén—. Al fin y al cabo —añadió Daniel—, Hugh también es de lo más común y corriente.

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Autor: Helen Simonson. Título: El verano antes de la guerra. Editorial: SUMA. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti

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De una referencia a un poema religioso surge un relato de venganza y despecho. La crueldad del amor se convierte en una historia de amor en El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti.

El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti

La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo “Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva”, cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.

-Esta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene la columna.

El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase: “Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado”. El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.

Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.

Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.

-Hola -dijo ella-, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.

Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. “Es una mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer”.

-Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la rambla.

Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimimos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras, volvía a medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.

Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.

Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.

Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos -un director, un actor-, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de adecuación, la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirarla o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de la edad.

Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto, Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.

"En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro"

La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de espaldas.

Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error, un absurdo transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.

Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.

-Bueno -dijo en voz alta-, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.

(Al sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)

Volvió a protegerse antes de mirar: “Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido”.

En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable primer plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía “Recuerdos de Bahía”.

En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.

Cuando Gracia conoció a Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.

Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.

"En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda"

-Todo -insistía Risso-, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros.

En realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno al trigo.

La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la demencia conservando toda futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.

La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error propicio.

En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.

Solo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres.

Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.

En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.

-Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.

Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no había comprendido nunca. Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.

Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.

Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.

La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano -ahora Teatro Municipal de Santa María- subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.

"La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio"

De modo que el juego, el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fjord, estremeciéndose y murmurando para toda la sala: “Tal vez… pero yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás”, también era aceptado en El Rosario. Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.

La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.

Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de no ser medio para nada. En cuanto a ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:

-Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.

Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento.

Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.

Así que solo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa.

Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso.

Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves -porque los jueves Risso no iba al diario-, hasta una noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.

Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces solo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.

-Bueno; ahora te vestís otra vez -dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.

Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.

Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.

Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro.

Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.

-No se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.

Era aquel un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.

Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.

Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y para ella- la destrucción, la paz definitiva de la nada.

"La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla"

Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires.

Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.

La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.

-De hombre a hombre -dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arterioesclerosis, me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: “Para ser donada a la colección Risso”, o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin mostrársela.

Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.

La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.

-Comprenderás que después de esto… -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderás -repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.

Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.

Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres, sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.

"Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero"

Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y cuando despertó a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella. Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal que lo aqueja.

-Recordando que él hacía Hípicas -contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua -en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.

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Autor: Juan Carlos Onetti. Título: Cuentos completos. Editorial: DeBolsillo. Venta: Amazon

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El eterno regreso a Velintonia

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Hace mucho que la calle Velintonia (o Wellingtonia) ya no se llama así, porque en 1978 las autoridades municipales decidieron rebautizarla con el nombre de quien fuera su vecino más ilustre. De ahí que hoy, cuando se habla de Velintonia a secas, nadie piense en esa pequeña arteria curva que nace y muere a unos pocos pasos de la parada de Metropolitano, sino en la casa que aún resiste a duras penas dentro de esa colonia de chalés de estilo ecléctico que asemeja un pequeño oasis a estribor de los dominios universitarios. Si alguien pasa por allí de casualidad, tendrá que fijarse mucho para dar con la pequeña placa que recuerda la identidad de su antiguo propietario e inquilino. Los que acuden por esas latitudes madrileñas buscando precisamente de ese recordatorio, no podrán evitar sentir algo parecido a la rabia o la decepción cuando constaten que lo que tienen delante de sus ojos no es más que un cascarón vacío.

"Cuentan que Lorca recitó en Velintonia sus sonetos del amor oscuro antes de que se conocieran en ningún otro lugar"

La casa no es una casa cualquiera. No queda mucho para que se cumplan los cien años de su construcción, pero sus virtudes arquitectónicas son lo de menos. Como ocurre muchas veces, el carisma se encuentra no tanto en la apariencia como en los ecos de aquello que configuró su esencia durante unas cuantas décadas a lo largo del siglo pasado. No es la materia, sino el símbolo. Vicente Aleixandre se instaló allí en el primer tercio del siglo XX, tras viajar desde su Andalucía natal hasta Madrid para cursar estudios y una vez establecido en la capital como profesor de Derecho Mercantil, y no tardaron en concatenarse la voluntad y el azar para que el edificio se convirtiera en un foco cultural por el que antes o después pasaron todos los que tenían algo que decir en una España que iniciaba una centuria convulsa. Ya había conocido Aleixandre a Dámaso Alonso —lo que propició su descubrimiento de Rubén Darío, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez— y ya había padecido los primeros síntomas de una mala salud que le acompañaría durante toda su vida. En Velintonia fue escribiendo los libros con los que se daría a conocer como poeta —Espadas como labios y La destrucción o el amor, con el que ganó el Premio Nacional de Narrativa en 1934— y cimentó su propia vocación a la vez que impulsaba las ajenas. Sus vínculos con la Residencia de Estudiantes le hicieron trabar relación con Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, Rafael Alberti y Federico García Lorca, que en mayor o menor medida le tuvieron como amigo o consejero. Todos ellos —pero no sólo: también habría que citar a Gerardo Diego, Pablo Neruda, José Antonio Muñoz Rojas o Miguel Hernández— acudían con frecuencia a Velintonia, y el propio Aleixandre esbozaría a partir de aquellas visitas una serie de retratos que verían la luz en un libro, Los encuentros, publicado en 1958. Cuentan que Lorca recitó allí sus sonetos del amor oscuro antes de que se conocieran en ningún otro lugar, y existe la plena seguridad de que la obra de unos cuantos nombres egregios de la edad de plata de nuestras letras no habría sido la misma si no se hubiesen producido unas tertulias demoradas durante largas horas en los aposentos de aquél a quien tenían por compañero de viaje, mentor y confidente.

"Contra lo que cabía suponer, no consiguió el franquismo terminar con Velintonia. Más bien al contrario, la casa de Aleixandre se convirtió en un puerto seguro al que acudían los nuevos poetas y narradores"

Como tantas muchas cosas, todo ese tráfago intelectual se vio truncado por la guerra. Pese a que eran conocidas las ideas izquierdistas de Aleixandre, una denuncia anónima lo condujo en los primeros días de la contienda a una cheka republicana de la que fue liberado gracias a la intercesión de Neruda. No mucho después, un bombardeo franquista destrozó la casa de Velintonia y se llevó por delante gran parte de su biblioteca. El poeta no pudo regresar a ella hasta que se reconstruyó en 1940. Para entonces, el conflicto y sus consecuencias habían abierto una herida irreversible en la Generación del 27: a Lorca lo habían asesinado y otros, como Alberti o Cernuda, habían huido del país. Aleixandre, al igual que Dámaso Alonso, optó por permanecer en España e inscribirse en eso que se ha conocido como exilio interior. Ambos fueron, de hecho, los que dieron carta de naturaleza al fenómeno de la poesía desarraigada con sus libros Sombra del paraíso e Hijos de la ira, dos cantos a una existencia absurda en medio de la barbarie. Pero, contra lo que cabía suponer, no consiguió el franquismo terminar con Velintonia. Más bien al contrario, la casa de Aleixandre se convirtió en un puerto seguro al que acudían los nuevos poetas y narradores, a menudo poco o nada congraciados con el régimen, para hacerle partícipe de sus creaciones y obtener de él criterio y consejo. Buena parte de la Generación del 50 lo tuvo como maestro y cómplice —tanto a la hora de evaluar sus poemas como en lo relativo a la búsqueda de alguna editorial que quisiera publicarlos— y narradores como Javier Marías se han referido a menudo al apoyo que Vicente Aleixandre les prestó en sus inicios. Recientemente publicaba Fernando Delgado un libro, Mirador de Velintonia (Fundación José Manuel Lara), en el que se da cuenta de cómo, durante la larga noche dictatorial, aquel chalé fue un faro cuya luz brillaba para que los exiliados sintiesen próximo el calor de la patria que habían perdido y los autores incipientes hallaran su propia voz.

"Jaime Siles dijo que «esa casa era un santuario cargado de magia», y el exministro César Antonio Molina ha contado alguna vez cómo recitó en sus habitaciones su primer libro de poemas"

Vicente Aleixandre obtuvo el premio Nobel en 1978 y falleció en 1984. Desde entonces, su domicilio fue cayendo en un abandono que se ha venido haciendo más y más acusado a medida que transcurrían los años y nadie parecía prestar demasiada atención al viejo edificio de la calle Velintonia. El olvido que aún hoy se percibe por allí es aterrador. Continúa en el patio el cedro libanés que plantó el propio poeta, pero casi es lo único que permanece de aquel tiempo y de aquella vocación de agitar culturalmente las aguas de un país a la deriva. Por el chalé han desfilado okupas y hasta algún que otro gamberro que se llevó recordatorios tan pintorescos como el número 3 que se exhibía a la entrada. Cada cierto tiempo se escuchan reivindicaciones que exigen su rehabilitación y recuerdan que aquélla no es la simple casa de uno de los escritores más notables de nuestra literatura —y con que sólo fuera eso ya sería bastante para acondicionarla y darle un uso digno—, sino el espacio donde que una parte importante de las letras españolas halló su razón de ser en un tiempo hostil. Lo dijo Pere Gimferrer en el discurso con que formalizó su ingreso en la Real Academia Española: «Aleixandre no vivió una sola vida, sino muchas: la suya propia, y, además, tanto la literaria como la personal de sus numerosos amigos y discípulos próximos.» No ha sido el único en valorar la importancia crucial del poeta y de su Velintonia. Jaime Siles dijo que «esa casa era un santuario cargado de magia», y el exministro César Antonio Molina ha contado alguna vez cómo recitó en sus habitaciones su primer libro de poemas. No han soplado buenos vientos por esa esquina del callejero madrileño, pero parece que las cosas, afortunadamente, están a punto de cambiar. El nuevo planeamiento urbano pretende modificar el uso residencial del edificio para conferirle otro dotacional, lo que posibilitaría que el ayuntamiento se hiciera con la propiedad para convertir de nuevo el número 3 de Velintonia en la Casa de la Poesía que nunca debió dejar de ser. Dicen que, cuando Jaime Gil de Biedma pasó por allí a visitar a Aleixandre unas pocas semanas antes de su fallecimiento, lo vio tan enfermo que abandonó la mansión con sus ojos empañados en lágrimas. Es hora de que dejen de derramarlas quienes, desde la muerte del poeta y en ese eterno y frustrante regreso a Velintonia, se han acercado a su puerta para constatar que sólo el olvido residía ya entre esas paredes.

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Catalunya para marcianos (o charnegos)

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A raíz del denominado proceso soberanista de Cataluña (el procès), la cuestión catalana ha sido abordada en la ensayística numerosas veces y desde variados puntos de vista. Un libro que supone una andanada en la línea de flotación del independentismo es el de Fernando Savater, Contra el separatismo (Ariel, 2017), pues desde su concepción panfletaria (en el sentido etimológico), deja en pelota picada las bases ideológicas de los independentistas catalanes y demuestra que constituyen un imaginario colectivo, es decir, una construcción mítica antimoderna y profundamente antidemocrática. El humor, la claridad expositiva y la escritura ágil y luminosa son algunas de las características de esta publicación, cosas de las que adolece el opúsculo de Eduardo Mendoza, Qué está pasando en Cataluña (Seix Barral, 2017), en el que el Premio Cervantes reparte culpas entre la facción constitucionalista (unionista, dicen los sonrientes indepes) y la separatista, en un ejercicio muy propio de ciertos intelectuales que gustan de nadar y guardar la ropa para no abandonar su —digámoslo a lo cursi— espacio de confort.

"Un nuevo ensayo ha venido a enriquecer esta bibliografía, Catalunya para marcianos (Planeta, 2018), con el descriptivo subtítulo Tópicos, falacias y ensoñaciones del nacionalismo independentista"

Quien sí se moja hasta empaparse es Albert Boadella. Ya lo hizo en Adiós Cataluña. Crónica de amor y de guerra (Espasa, 2007), un atinado título para un ensayo premonitorio de la deriva que iba a tomar la situación catalana, pues Boadella, hombre de teatro, infatigable luchador por las libertades, persona cultivada y lúcido escritor, exponía sus ligazones sentimentales con su tierra natal y a la vez diseccionaba con bisturí la pulsión totalitaria de la manipulación nacionalista. Boadella publicó recientemente otro libro magistral, ¡Viva Tabarnia! (España, 2018), en el que, con su acerado sentido del humor, analiza las raíces del procès como si se tratase de algo surrealista, y contraataca con una munición que exaspera a los nacionalistas: la reivindicación de Tabarnia, una (¿utópica sería mucho decir?) región que se independizaría de una virtual Cataluña segregada para unirse a España.

Pues bien, un nuevo ensayo ha venido a enriquecer esta bibliografía, Catalunya para marcianos (Planeta, 2018), con el descriptivo subtítulo Tópicos, falacias y ensoñaciones del nacionalismo independentista. Su autor es Jaume Pi i Bofarull, pseudónimo de un intelectual catalán del que no tenemos más datos.

Pero atención, el libro no es ninguna marcianada, sino un inteligente análisis de la batería de principios ideológicos fundamentales del nacionalismo catalán desde un prisma irónico y socarrón. El libro, que sigue la senda clásica del maestro que dialoga con un discípulo para enseñarlo (o adoctrinarlo), tiene el siguiente planteamiento: un funcionario y miembro de Òdium Cultural (buen juego de palabras, pardiez), Oriol Conill i Pi, le muestra a Cucufato Redrojo, taxista andaluz (arquetipo del charnego, claro está), las raíces históricas, sociales, religiosas y sentimentales del independentismo catalán con la intención de ilustrar al conductor nacido en el pueblo de Guarromán (Jaén), pues si bien muestra un nacionalismo sobrevenido, necesita que le desbasten su nueva ideología secesionista.

"Los capítulos dedicados a la Edad Media son esclarecedores, ya que en esta época el independentismo cimenta buena parte de su ideario histórico-legitimista"

La exposición de hechos históricos escogidos por el autor para desmontar el discurso supremacista y victimista de los nacionalistas es inmejorable. Y ello por un doble motivo: porque demuestra la falsedad histórica de la supuesta singularidad nacional catalana y, sobre todo, porque lo hace con una carga irónica que hace inevitable que el lector suelte carcajadas de vez en cuando.

Las notas a pie de página que jalonan los capítulos (llamados “lecciones”) indican la raigambre de divulgación académica del libro, pues funcionan como un paratexto, remiten a fuentes documentales que reafirman lo sostenido, y también refuerzan la línea humorística subyacente al continuo desglose que se hace del pensamiento independentista, pues quizá el mayor acierto de este ensayo es, además de desatornillar con argumentos el mecano nacionalista, hacerlo a través de la historia comparada y del humor.

Los capítulos dedicados a la Edad Media son esclarecedores, ya que en esta época el independentismo cimenta buena parte de su ideario histórico-legitimista, distorsionando sin rubor los hechos medievales para construir un relato en el cual Cataluña no fue un principado de la Corona de Aragón, sino una entidad política en sí misma desvinculada del resto de España. El autor de Catalunya para marcianos se ceba con la intelectualidad de brocha gorda del movimiento secesionista al abordar episodios del Medievo como las figuras de Wifredo el Velloso, del rey Jaime el Conquistador y de los almogávares.

"La recurrente tergiversación de las causas y consecuencias de la Guerra de Sucesión por parte de los independentistas ocupan jugosas páginas"

Asimismo, unos de los capítulos más jugosos son los dedicados a las señas de identidad, ese cajón de sastre en el que caben los símbolos patrimonializados por el nacionalismo como son la señera, Els segadors, la barretina, el caganer e incluso el pa amb tomàquet, cuyos orígenes podrían remontarse a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los emigrantes andaluces y murcianos llevaron a las industriales tierras catalanas algunas recetas de su gastronomía popular: pan, un chorreón de aceite y tomate restregado.

La recurrente tergiversación de las causas y consecuencias de la Guerra de Sucesión por parte de los independentistas ocupan jugosas páginas, así como la alianza, desde finales del siglo XIX, de un sector de la Iglesia catalana con las tesis nacionalistas, cuyo paroxismo llegará bajo el gobierno de Jordi Pujol, en el que su mujer, Marta Ferrusola (la Pujola), desempeñará un papel importante por su obsesión en conseguir que Juan Pablo II diese alguna muestra de proximidad al nacionalismo catalán, sobre todo cuando visitó la abadía de Montserrat en 1982, pero como el papa polaco se negaba, la molt honorablesa se enfurruñaba y lloriqueaba, diciendo: “Aquest home no en sentén, aquest home no ens estima”, es decir “Este hombre no nos entiende, este hombre no nos estima”.

"Los últimos capítulos, centrados en la espiral independentista del procès, se leen con una sonrisa en la boca, pero también con un poso de amargura"

La etapa gubernativa de Pujol (al que se denomina “nuestro Gran Timonel”) centra varios capítulos, pues se rastrea el origen de la fortuna de su padre y cómo el hijo, aupado (no va con segundas, ¿eh?) a president de la Generalitat, multiplicó el patrimonio familiar con prácticas corruptas. El autor se desenvuelve en el terreno irónico con maestría cada vez que describe episodios pujolianos, pero también son desternillantes algunas alusiones a Pascual Maragall y, sobre todo, a José Montilla, al que bautiza como gafe, como cuando en 2004, visitó con pompa ministerial su pueblo de origen, Iznájar (Córdoba).

Los últimos capítulos, centrados en la espiral independentista del procès, se leen con una sonrisa en la boca, pero también con un poso de amargura, porque se constata que la crispación inducida y alimentada con gasolina por el nacionalismo ha dividido a la sociedad catalana y comenzado a generar su ruina económica.

Estamos, por consiguiente, ante un ensayo de una erudición tan bien expuesta que resulta muy asequible, que se lee de un tirón (como los best sellers de calidad), con el que nos vamos a reír (a veces por no llorar) y que considero ideal para disfrutar este verano. Y para regalarlo. Incluso a algún nacionalista catalán.

En ese último caso, por favor, que el paquete lleve un lazo amarillo.

Agradecerán el detalle.

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Sinopsis de Catalunya para marcianos

Oriol Conill i Pi, funcionario de la Generalitat y destacado dirigente de Òmnium Cultural, dicta al taxista andaluz, y por tanto charnego, Cucufato Redrojo García 47 lecciones para que pueda convertirse, como desea, en un buen catalán. Con buenas dosis de cinismo, este catalán de pura cepa le cuenta al converso todos los tópicos, invenciones y ensoñaciones históricas en las que se basa el movimiento secesionista.

El resultado es una crítica vehemente que levantará ampollas porque cuenta hechos y usa argumentos que son considerados tabú en el mundo nacionalista y su entorno, y que tampoco suelen desplegar sus opuestos por timidez o prudencia.

Autor: Jaume Pi I Bofarull. Título: Catalunya para marcianos. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Románov, crónica de un final

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Quien abra este libro encontrará, ilustrados con fotografías y textos manuscritos de la época, telegramas, cartas, fragmentos de diarios o de memorias, un interesantísimo mosaico de testimonios que refleja, como un cristal hecho añicos, los últimos meses de la vida del zar Nicolás II y su familia y, quizá más importante, aunque de manera indirecta, los primeros del fin del imperio y del inicio de la revolución. La historia es, al menos a grandes rasgos, conocida: el zar Nicolás II tiene la ingrata tarea de dirigir Rusia durante la guerra ruso japonesa –saldada con una vergonzante derrota para Rusia-, durante la insurgencia revolucionaria desde principios de siglo, la Primera Guerra Mundial, que se convierte en una masacre para millones de trabajadores reclutados a la fuerza, el hambre y la miseria provocados por la guerra y por el caos en la producción agrícola e industrial, y finalmente la revolución bolchevique. Como epílogo que horrorizó a los contemporáneos europeos, el asesinato del zar, de su mujer, de sus cuatro hijas, y del zarévich, el muy joven y enfermizo Aléxei, e incluso de varios de sus sirvientes. No se trató de un acto bárbaro realizado por masas enfurecidas: el asesinato lleva el sello del Presídium del Sóviet de los Urales y, años después, Trotsky, como figura en este libro, anotó en su diario que había sido una decisión “racional y necesaria”.

"Alejandra estaba acostumbrada a influir en las decisiones políticas de su marido, influida ella a su vez por el odiado Rasputín antes de que fuera asesinado"

Pero este libro no explica esos grandes acontecimientos sino que nos permite adentrarnos en los pequeños detalles de la vida cotidiana de la familia del zar sobre todo durante su encierro impuesto por los revolucionarios, primero en uno de los palacios del zar, Tsárskoye Seló, luego en Tobolsk en Siberia y después en Ekaterimburgo. Descubrimos la extraordinaria ternura de la zarina Alejandra hacia su marido, también, aunque resulte mucho más parco, la de él, que la llama Solecito y Solecito lindo. Ella le escribe, ya antes de que el zar sea obligado a abdicar, contándole con detalle lo que sucede en la familia: las enfermedades de los niños, cómo evoluciona la fiebre de cada uno, las visitas que reciben, sus rezos, el deseo de que puedan reunirse pronto y abrazarse. Pero también, y así nos vamos formando una idea del carácter de la mujer, le escribe para que muestre firmeza en esos tiempos de crisis: “Pero, querido mío, ¡sé firme!, ¡muestra tu mano poderosa, es lo que necesitan los rusos! Tú nunca has perdido la oportunidad de demostrar amor y bondad; ahora dales a sentir tu puño. Ellos mismos lo piden. Cuántos me han dicho hace poco «necesitamos un látigo»”.

También nos damos cuenta de que Alejandra estaba acostumbrada a influir en las decisiones políticas de su marido, influida ella a su vez por el odiado Rasputín antes de que fuera asesinado, lo que la volvió poco popular (en realidad ya lo era por su ascendencia germánica). Y descubrimos, por mi parte con perplejidad, su absoluta indiferencia por la suerte de sus súbditos. Les importan Rusia, la religión y la autoridad del zar. Dicen amar a su pueblo, pero sólo cuando éste se humilla y los alaba. Pero el pueblo no olvidaba que el día de la coronación del matrimonio como zares miles de personas humildes murieron en una estampida y que, después de la tragedia, la pareja imperial se fue a un baile organizado por la embajada francesa. Tampoco olvidaría que los soldados dispararon a miles de civiles desarmados que se dirigían a palacio con la esperanza de que el zar escuchase sus demandas.

"Paradójicamente, ese hombre al que la zarina había insistido en colgar —Kerensky—, fue quien intentó salvar la vida de la familia imperial enviándola al exilio"

Esa ignorancia de lo que el pueblo sentía y necesitaba se transparenta en una de las cartas de Alejandra en la que se refiere a los disturbios provocados por el hambre en febrero de 1917: “Es una gamberrada, los chicos corren y gritan que no tienen pan —tan solo para agitar—, y los obreros impiden que otros trabajen.”

Profundamente religiosa, enamorada de su marido, muy preocupada por su familia (sobre todo por Sunny o Baby, como llaman al heredero), pero también inestable, dura, aficionada a mandar; esa es la imagen de Alejandra que se desprende de estos textos, y que confirma en su diario Kerensky, el primer ministro del gobierno provisional instaurado tras la abdicación; paradójicamente, ese hombre al que la zarina había insistido en colgar, fue  quien intentó salvar la vida de la familia imperial enviándola al exilio.

"Al leer estos textos, también los de las hijas y los sirvientes, la impresión principal es que la familia imperial nunca llegó a entender su país y que despreciaban a sus gentes humildes"

Nicolás II, por su parte, se revela como una persona insípida: hombre también muy piadoso, que pretendía detener los impulsos democratizadores en el país y mantener la autocracia, inseguro a pesar de su poder y de su defensa de un gobierno autoritario, narra en sus cartas y telegramas minucias repetitivas: si hace calor o frío, si llueve o no, cuántos árboles han talado, el título del libro que ha leído. Pero también trasluce, de vez en cuando, su malestar, su amargura, su rabia por las humillaciones a las que le someten sus custodios.

Al leer estos textos, también los de las hijas y los sirvientes, la impresión principal es que la familia imperial nunca llegó a entender su país y que despreciaban a sus gentes humildes. Ni una sola palabra de compasión, ni una de aprecio; en todo caso, de desprecio hacia el aspecto vulgar de los soldados. Preocupados por sí mismos, por la familia, por la religión y por la patria (esa patria que es un concepto sin encarnar, que no incluye a cada ciudadano y sus problemas), no veían mucho más allá de las vallas que rodeaban sus palacios. Al final, la violencia con la que el zar reprimió las protestas de su pueblo se volvió contra él, contra su familia y sus sirvientes, incluso contra sus perros: sólo uno de ellos, Joy, un springer spaniel, sobrevivió al ajusticiamiento.

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Título: Románov, correspondencia y memoria de una familia. Crónica de un final: 1917-198. Traducción: Tatiana Shvaliova en colaboración con Ezra Alcázar Editorial: Páginas de Espuma.  Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Fresco goyesco del desmadre nacional

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La presente e interminable crisis económica, política e institucional que aflige a nuestro país ha generado una ya copiosa actividad creativa. Escritores, dramaturgos, cineastas y hasta poetas la han reflejado en sus trabajos y la han convertido, en los casos logrados, en materia artística. El testimonio de una realidad degradada ha servido de base para hacer el diagnóstico de un tiempo a partir de las exigencias del arte, que no son las del reflejo directo del mundo. Pero también ha habido ejemplos de mención directa de los hechos y nombres que protagonizan la situación. En una de las escenas de la divertidísima zarzuela ¡Cómo está Madriz!, Miguel del Arco saca a relucir (si no recuerdo mal con enormes retratos fotográficos) con su propio nombre a Bárcenas, Rato y Camps. Y para el beligerante Teatro del Barrio, Alberto San Juan preparó la comedia Ruz-Bárcenas, base de B (la película de Bárcenas), cuyo solo título señala su meollo, la declaración ante el juez Ruz del extesorero del PP, llevado a presencia del magistrado desde la cárcel.

"La abundancia de contenido (reflejada en una extensión desmedida que supera las seiscientas páginas) se encarga de corroborar la ilustrativa imagen del salvaje oeste que semeja nuestro país"

La proximidad inmediata a hechos reales constituye el punto de partida de la novela de Juan Tallón Salvaje oeste. No utiliza el escritor orensano nombres propios reales, pero encadena situaciones que remiten a personajes o comportamientos de nuestra vida pública transparentes. ¿Habrá que ponerle patronímico al presidente del Real Madrid con megalómanos proyectos urbanísticos que se cuecen en el palco de vips? ¿A alguien le suena un torticero presidente del gobierno que reparte cargos entre sus más leales, o nombra y desnombra a los suyos en puestos de la mayor responsabilidad financiera? ¿Será delirio nocturno la venganza fría de dicho sujeto que pone en la vicepresidencia del gobierno a un íntimo y lo despide en una conversación de dos minutos? O, por suponer un asunto de menor cuantía, como diría un administrativista, ¿se habrá dado el caso de que el caprichoso jefe del ejecutivo disponga que su autor de cabecera obtenga el Premio Cervantes? ¿Es mucho imaginar una alcaldesa que pasa a ocupar la presidencia de la mayor caja de ahorros nacional? ¿Alguna vez la prensa habrá engañado, mentido, tergiversado la verdad o se habrá puesto al servicio de oscuros intereses de los líderes políticos? ¿Acaso la explosiva mezcla de poder, sexo y dinero resulta inédita?

Todo esto está en Salvaje oeste con una fidelidad hemerográfica aplastante. Pero ni siquiera el lector tiene que acudir a los periódicos, porque los datos, las situaciones, incluso las anécdotas se hallan en la memoria reciente y cercana del ciudadano más despistado. En todo caso, le llamará la atención el cúmulo de noticias públicas de la clase señalada. No son inevitables, pero sí convenientes para que la novela cumpla su finalidad de parábola de la actualidad nacional con visos hiperbólicos. La abundancia de contenido (reflejada en una extensión desmedida que supera las seiscientas páginas) se encarga de corroborar la ilustrativa imagen del salvaje oeste que semeja nuestro país.

"No encontramos a nadie bueno, digno u honrado. La amplia galería de sujetos responde a la perspectiva de seres planos, todos ellos malos, mujeres arpías, hombres desaprensivos"

Juan Tallón aplica tintas burlescas para pintar su retablo de la España contemporánea. Los sucesos tienden a la exageración. No es la inventiva lo que destaca en las anécdotas referidas, sino su carácter reiterativo. Contra el clásico principio legal de non bis in idem, el autor repite una y otra vez situaciones parecidas, aunque con variantes en los detalles menores, para una centuplicada condena de hábitos deplorables.

Un esquema reductor utiliza también para la presentación de los personajes. No se atisba en ellos penetración psicológica alguna. Al contrario, obedecen a unos perfiles maniqueos unilaterales. No encontramos a nadie bueno, digno u honrado. La amplia galería de sujetos responde a la perspectiva de seres planos, todos ellos malos, mujeres arpías, hombres desaprensivos.

"Salvaje oeste no es gran literatura, pero sin llegar a la alta literatura sí presenta un ameno fresco goyesco del desmadre nacional"

Tampoco se interesa Tallón por la arquitectura narrativa ni por la expresividad verbal. La novela está construida mediante el encadenamiento lineal de episodios en los que se van sucediendo las peripecias de los protagonistas. El estilo es chato, utilitario y funcional. No están en la intención del autor ni innovaciones modernistas ni destellos expresivos. Todo está dirigido a la comunicación directa de los contenidos.

Aunque Salvaje oeste no aporte nada novedoso respecto de la realidad española de nuestros días, y aunque su forma se atenga por completo a una simple recreación testimonial, no es desdeñable su propósito de ponernos ante los ojos lo que pasa a nuestro alrededor: la corrupción generalizada en medio de la que vivimos y de la que somos paganos. Políticos y empresarios, la casta del poder y del dinero que nos sojuzga, reciben en estas páginas los verdugazos que merecen. La burla tiene efecto liberador y uno no puede por menos que reconocer tal resultado en esta humorística crónica crítica de nuestro presente. Salvaje oeste no es gran literatura, pero sin llegar a la alta literatura sí presenta un ameno fresco goyesco del desmadre nacional.

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Autor: Juan Tallón. TítuloSalvaje oeste. Editorial: Espasa. VentaAmazonFnac y Casa del libro

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Making of de Talión

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—¿Una novela?

—Sí, coño. Tienes que escribir una novela.

—¿De cuántas páginas estamos hablando?

—De unas 350 en Word, de 100.000 palabras en adelante.

—Yo no tengo paciencia para escribir tanto sobre una misma idea.

—Lo que no tienes es la idea. Búscala.

Esta conversación se produjo unos cinco años antes de que empezase a escribir Talión. Mi hermano Jorge acababa de publicar Los números del elefante y ya estaba con su segunda novela, La justicia de los errantes. Por aquel entonces, yo había terminado de trabajar en la serie Yo soy Bea, y llevaba meses enfrascado en la escritura de la adaptación cinematográfica de la primera novela de Jorge, que finalmente no salió adelante por, digámoslo así, causas ajenas a nuestra voluntad.

"De pronto, como supongo que aparecen las cosas importantes de la vida, me vino a la cabeza como un latigazo un simple concepto: ley del talión"

Aunque de boquilla lo descarté, reconozco que mi hermano me había metido el gusanillo en el cuerpo y empecé a plantearme seriamente escribir la dichosa novela, pero todavía no sabía sobre qué trataría y sólo tenía claro que sería un thriller. Cuando me puse a pensar en algo que aguantase esas 350 páginas empecé a trabajar en El secreto de Puente Viejo, una serie ambientada a principios del siglo pasado que pretendía cuidar especialmente el lenguaje. Así que entre lecturas de Galdós y de otros autores de la época buscando aproximarme a la manera de hablar de la gente en 1900 y la propia escritura de los guiones, la idea de la novela, como diría alguno de los personajes de la serie, se replegó a lo más profundo de mi sesera.

Cuatro años después de aquello, cuando El secreto de Puente Viejo cumplía 1000 capítulos en emisión, estaba comiendo en la terraza de un bar con un amigo, y en televisión hablaban sobre una adolescente que había sido violada y asesinada, no necesariamente en ese orden. Los padres de la chica hablaban a cámara destrozados, tratando de sobrellevar una fama que jamás desearon. Recuerdo que, aparte de tristeza, me invadió la ira, y más al saber que el presunto culpable era alguien en quien la adolescente confiaba.

—Hijo de puta…

—Alguien debería coger a ese cabrón y hacerle lo mismo.

El camarero expresó en voz alta lo que todos los que comíamos en aquella terraza sentíamos en aquel momento. De pronto, como supongo que aparecen las cosas importantes de la vida, me vino a la cabeza como un latigazo un simple concepto: ley del talión.

—No entiendo cómo no se les cruzan los cables —dije refiriéndome a los padres de la chica, que se limitaban a pedir que se hiciera justicia.

—Porque lo más seguro es que encima se tirasen ellos más tiempo en la cárcel que el propio asesino —respondió mi amigo—. Ahora que, si no hubiera consecuencias, más de uno se iba a cagar.

Volví a casa con esa idea entre ceja y ceja, sabiendo que ya no podría librarme de ella. Todavía no era consciente, pero había encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando: quería contar la historia de alguien que no temiese a las consecuencias y que decidiera tomarse la justicia por su mano.

"Durante los meses de maduración tuve claro que la policía asignada al caso sería una mujer que, de una u otra manera, estaría personalmente ligada al justiciero, y enseguida supe de qué manera"

Durante el siguiente año esa idea fue madurando en mi cabeza y empezaron a surgir personajes, lugares y situaciones cuyo desarrollo se veía interrumpido por los constantes proyectos que se iban cruzando en mi camino (la mayoría no remunerados porque, como todo el mundo sabe, los guionistas comemos como pajaritos y estamos exentos de pagar hipotecas). Pero un frío día de enero del año 2015, algo me empujó a sentarme delante del ordenador y empecé por escribir una palabra que finalmente se ha conservado hasta hoy: TALIÓN.

Durante los meses de maduración tuve claro que la policía asignada al caso sería una mujer que, de una u otra manera, estaría personalmente ligada al justiciero, y enseguida supe de qué manera. Excitado como sólo lo está alguien que escribe cuando cree haber encontrado algo bueno, aporreé el teclado de mi ordenador con conceptos desordenados, situaciones abstractas y diálogos sin ninguna finalidad aparente. Cuando terminé aquellas cinco primeras páginas me di cuenta de que era un desastre y que debía organizarme un poco mejor si de verdad quería escribir una novela, pero aquello ya no tenía vuelta atrás.

—Venga, va —me dije—. Hay que empezar por el protagonista… ¿El padre de una víctima? No, muy típico… ¿Un empresario que lo tiene todo y del que nadie sospecharía inicialmente? No, ¿por qué alguien así lo tiraría todo por la borda? Hombre, si no tuviera consecuencias porque… porque… ¿y si se muere? Joder, eso me gusta… se muere porque le encuentran una enfermedad terminal. Vale. ¿Qué haría yo si me dieran nada más que un par de meses de vida? Supongo que pasarlos con mi novia, mi familia y mis amigos, pero ¿y si no tuviera nada de eso? ¿Y si fuera una persona especial a la que le cuesta sentir empatía por sus semejantes?

Durante varias semanas estuve atascado con ese inicio, documentándome en mi tiempo libre sobre enfermedades terminales que permitieran llevar una vida normal. Cuando volví a sentarme a escribir ya tenía claro que mi protagonista sería alguien perteneciente a ese dos por ciento de la población mundial que no siente empatía por nadie y a quien le daban ocho semanas de vida a causa de un tumor cerebral. También tenía claro que sería periodista de sucesos, porque eso le dotaba de credibilidad: debía ser alguien que hubiera investigado los diferentes lugares donde se moverían los malos a los que tendría que perseguir, que supiera lo que de verdad ocurre en esos ambientes.

El siguiente paso era buscar víctimas, y para eso me bastó con acudir a la hemeroteca de un periódico, donde no tardé en dar con monstruos reales que, aunque sólo fuera en la ficción, se merecían morir más que nadie: un pederasta y asesino de niñas, un tratante de blancas, un traficante de drogas y una sanguinaria terrorista.

"Tardé casi ocho meses en terminar el primer borrador y descubrí que, a pesar de estar contando una historia igualmente, el oficio de novelista nada tenía que ver con el de guionista"

Empecé a escribir con orden, pero todavía con cierta inseguridad; aunque la historia empezaba a tomar forma de novela y cada vez estaba más convencido de que tenía algo bueno entre manos, había algo que no me terminaba de convencer. Cuando descubrí lo que era, todo cambió: una mujer, ¡mi protagonista sería una mujer! Traté de analizarlo fríamente y me di cuenta de que todo eran ventajas; no sólo me aportaba muchísimas cosas argumentalmente hablando, sino que imaginar el enfrentamiento entre mi justiciera y la inspectora de policía —dos mujeres fuertes, duras e independientes— me ponía los pelos de punta. Todo cuadraba.

Tardé casi ocho meses en terminar el primer borrador y descubrí que, a pesar de estar contando una historia igualmente, el oficio de novelista nada tenía que ver con el de guionista. Mientras que el trabajo en una serie era en equipo, con la novela estaba solo. Únicamente contaba con los consejos de mi hermano y con la opinión de mi novia… y no sé yo si ellos lograban ser tan objetivos como requería la ocasión. Después de mil dudas, cambios de opinión, de sentir vértigo por hacer lo que me diera la gana sin tener que pensar en presupuestos y una visita a la Cañada Real —donde quería que se desarrollara uno de los capítulos y donde, por tópico que suene, comprendí que de verdad la realidad supera a la ficción—, al fin pude enviarles mi novela a personas que, aunque suponía que benevolentes, no me dirían solo lo que yo quería escuchar. Ante algunas opiniones me rebelé, ante otras me plegué, pero todas ellas me sirvieron para terminar el manuscrito que finalmente envié a la Editorial Planeta pensando en que cuando lo rechazaran se lo mandaría a todos los demás.

Pero una tarde, cuando ya estaba convencido de que mi historia no le interesaba a nadie, recibí la llamada que todos los aspirantes a escritor sueñan con recibir:

—Hola, Santiago. Soy Puri Plaza, editora de Planeta. Sólo quiero decirte que tu novela nos ha fascinado y que nos gustaría verte para sugerirte algunos cambios. ¿Podrías pasarte por aquí este viernes?

—Es que… —titubeé— tengo organizado desde hace un mes un viaje a Londres y salgo justo el viernes… pero vamos, que si hay que anularlo, se anula.

Puri me dijo que no me preocupase, que me fuese a Londres y que a la vuelta nos veríamos. Os podéis imaginar la barrila que le di a mi novia durante aquel fin de semana, y más aún durante los siguientes meses, mientras escribía las diferentes versiones hasta que tanto el equipo de Planeta como yo nos quedamos plenamente satisfechos con el resultado final.

"Ahora he terminado la promoción, que me ha llevado por muchas ciudades, y estoy en el momento en que me doy de bruces con la realidad al comprobar que, al menos todavía, no he alcanzado en ventas a Fernando Aramburu"

Han pasado casi tres años desde que terminé aquel primer borrador hasta hoy. Han sido muchos meses de ilusiones, de impaciencia, de pena al saber que mi padre ya no podría ver mi novela publicada y de nervios sólo de imaginarme que estaba más cerca el día en que alguien me entrevistaría. Después he comprobado que la mayoría de la prensa ha sido muy amable conmigo y hasta le he cogido el gusto a hablar sobre mi novela cuando los que están a mi alrededor huyen cada vez que escuchan Talión. He conocido periodistas encantadores, como Juan Ramón Lucas, al que me une el ser un autor novel y con el que comparto la afición de pasarnos por cada lugar donde se vende un libro para mirar dónde está colocado el nuestro (por cierto, que el otro día vi Talión colocado entre Paul Auster y Pérez-Reverte, y ya me puedo morir tranquilo).

Ahora he terminado la promoción, que me ha llevado por muchas ciudades, y estoy en el momento en que me doy de bruces con la realidad al comprobar que, al menos todavía, no he alcanzado en ventas a Fernando Aramburu. Para alguien a quien no conoce nadie vender una novela es complicado, pero quien ha leído Talión se ha enamorado de Marta Aguilera, de la inspectora Daniela Gutiérrez, de Nicoleta, de Dimas, de Pichichi y ha odiado a otros personajes, los villanos, con la misma intensidad. Confío en aquello que yo siempre he llamado boca a boca y que los que saben llaman boca a oreja. No sé si esto realmente funciona así, si de verdad una novela que gusta puede llegar a triunfar entre tanta oferta como hay o simplemente se depende de la suerte. Suerte yo ya he tenido de publicar donde lo he hecho y quizá debería darme con un canto en los dientes, pero tal vez haya que forzarla. Como me dice un buen amigo mío:

—Tío, ¿tu madre no vive cerca de Nadal? Pues lo que tienes que hacer es esperar a que termine Wimbledon y hacerte el encontradizo con él en alguna playa de Mallorca. Le regalas Talión y te esperas a que lo cuelgue en Instagram.

—Isco ya lo colgó mientras jugaba el Mundial de Rusia y, aunque le estaré eternamente agradecido, tampoco me ha cambiado la vida.

—¿Cuántos Roland Garros ha ganado Isco? Además, llueve sobre mojado. Si al mejor futbolista actual le gusta Talión y al mejor tenista de la historia también, nada puede fallar. Después vamos a por Gasol, que yo tengo un primo segundo estudiando en San Antonio.

—¿Tú crees?

—Claro, tío. Si conseguimos una foto de esos tres leyéndoselo, al día siguiente te sacan otra edición.

No sé yo, pero pudiera ser.

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Autor: Santiago Díaz. TítuloTaliónEditorial: Planeta. VentaAmazonFnac y Casa del libro

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Chus Visor: “No quiero estropear la colección por vender 5.000 ejemplares más”

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Entrevisto a Jesús García Sánchez, o sea, a Chus Visor (Madrid, 1945), en esa librería suya, ubicada en la calle Isaac Peral, que responde, a Dios gracias, a la primera acepción que da el DRAE sobre el término: “Tienda donde se venden libros”. Libros, sin más. Y no móviles, ni juguetes, ni camisetas de series, como en tantas otras.

Un amigo suyo —no me permite desvelar su identidad— me avisó de que el responsable de una de las colecciones de poesía más importantes del mundo publicada en español, la de los libros negros, esa que supera los mil títulos, combina generosidad y mala hostia. Juan Cruz escribió sobre él que “detrás de esa apariencia de persona enfurruñada contra el mundo”, hay un “amigo delicado”, de gran generosidad “intelectual, humana”. Jeosm retrata al editor en su despacho, una habitación alta sitiada por un envidiable ejército de libros, mientras fuma:

—Ahora, te voy a hacer una foto mientras expulsas el humo del cigarro.

—No te creas que eres original —plas: planchazo de Visor—. Siempre me hacen entrevistas fumando y siempre me sacan las fotos fumando.

—Bueno, Jeosm —intervengo—: la próxima vez, traemos una piña y que se la ponga en la cabeza. Seguro que no tiene ninguna foto así.

Y los tres nos reímos. Y conversamos:

P: Jesús, ¿cuántos libros ha publicado su editorial?

R: De la colección de poesía, como 1.030; entre todas las colecciones, en general, como 1.500.

"El número 800, por ejemplo, estaba dedicado al fútbol; el 700, al amor al libro; el 600, a la defensa de Madrid. En realidad, con el mil quería hacer una antología de poemas al lector"

P: Hace poco vio la luz el número 1.000, Estos días azules, un homenaje coral al “hermano de Manuel”.

R: El “hermano de Manuel” (risas), como decía Borges… No estoy tan seguro de que lo dijera Borges. Es una de las bromas que se le atribuyen. Hizo alguna, pero se le atribuyen muchas que nunca dijo. Machado era un poeta al que no había editado, y no haberlo hecho me daba un poquito de repelús: mil títulos editados y que no estuviera Machado… Quería hacerle un homenaje. Se lo merece como persona y como poeta. Con cada centena, el 600, el 700, siempre hago un libro un poco especial. El número 800, por ejemplo, estaba dedicado al fútbol; el 700, al amor al libro; el 600, a la defensa de Madrid. En realidad, con el mil, quería hacer una antología de poemas al lector, pero no encontré los suficientes.

P: Este año, Visor publicará medio siglo de vida.

R: En octubre.

P: Si veinte años no son nada…

R: ¡Joder que no! (Risas) ¡Veinte son la tira!

P: ¿…Cincuenta?

R: Pues muchos más. Pero no lo he pensado. En fin, te lo recuerda mucho la gente, te lo dice, pero para mí es un día más, un día más. Ha salido todo rodando y rodando, y mira tú: cincuenta años en octubre.

P: ¿Cómo fue la génesis de su editorial?

R: Todo empezó porque yo quería leer muchos autores que no estaban editados en España. Tenía 22 años, estaba muy interesado en la poesía. Claro, en España no estaba editado ni Rimbaud, ni Mallarmé, ni Apollinaire. Prácticamente, no había nada de poesía extranjera en España. Y me dio por editar. El número uno fue Una temporada en el infierno, de Rimbaud, con traducción de Gabriel Celaya. Tuve mucha suerte: se vendió muy bien. El número dos fue de Tristan Tzara, también tuve mucha suerte. También es verdad que, en aquella época, yo hacía crítica de poesía en el diario Madrid, que era el periódico que más se leía, el más intelectual, digamos, y ya me encargué yo de que tuviera buenas críticas (risas).

P: ¿Por qué el primer libro que publicó fue Una temporada en el infierno?

R: Primero por Rimbaud, segundo por el título, y tercero porque me llevaba muy bien con Gabriel. Le quería mucho y él a mí también me quería mucho. Creo que fue un poco de casualidad. Y, como el mil, es un número muy emblemático.

P: ¿Cuántos manuscritos recibe usted, qué sé yo, en un mes?

R: ¡Uff! Sólo hoy, llevo como tres. Desde que la gente lo puede mandar por internet, que cuesta poquito trabajo, muchísimos. Ponle sesenta o setenta cada mes.

"Yo tengo mi gusto, como lo tiene todo el mundo. Cuando te mandan un libro de poesía y te lo pones a mirar, el primer poema y el último son bastante significativos de lo que puede ser el libro"

P: ¿Qué es lo que más valora usted en un poeta?

R: Eso es complicado. Es como querer explicar qué es la poesía. Yo tengo mi gusto, como lo tiene todo el mundo. Cuando te mandan un libro de poesía y te lo pones a mirar, el primer poema y el último son bastante significativos de lo que puede ser el libro. Así evitas leer muchísimos. Sobre todo las citas y eso. Son detalles muy importantes. Luego, tú lo vas leyendo y muchos los dejas en el segundo poema; otros están bien, pero el problema viene a la hora de editarlos. ¿Por qué están bien? Joder, eso depende mucho del día, de montones de circunstancias.

P: ¿Ha publicado siempre lo que ha querido?

R: No, eso fue al principio. Ahora es imposible. Tienes que editar muchas cosas que… (Piensa) Hombre, lo que he querido, sí, pero no lo que me gusta, que es distinto. Lo que he querido, siempre. Al principio era mucho más exigente que ahora. Ahora es imposible, edito muchos libros que no me gustan. Bueno, ahora, desde hace diez o quince años. No porque me obliguen: la editorial no puede depender sólo de mi gusto. Tiene que estar lo que le gusta a la gente. Siempre dentro de un mínimo, claro.

P: ¿Cuál es su mayor compromiso como editor?

R: Que el libro sea bueno aunque a mí no me guste. Casi es el único. No tengo compromiso con el público. Por suerte, Visor es lo suficientemente conocida como para que la gente que se acerca a un libro de Visor sepa que un libro malo no va a ser. Eso ya lo tienes conseguido y lo que tienes que hacer es mantenerlo. Eso es muy difícil.

P: Hablemos de algunos de los grandes autores que ha publicado. Si yo le digo César Vallejo, usted me dice

R: Has dado, precisamente, en uno de los poetas que para mí no es de los más importantes, mira. Debo de ser el único, ya lo sé. Cuando hablas de que Borges te gusta, César Vallejo te gusta, no te gusta… hablas dentro de una altura. Hablas de súper…

P: De ochomiles.

R: A mí, Vallejo, hablando de todos esos… prefiero a Borges, o a Neruda, incluso. Por hablar de poetas hispanoamericanos. Ojo, no confundamos: dentro de ochomiles, como tú decías. A ver si luego me van a decir: “Anda este, que no le gustaba Vallejo…” (risas).

P: Si yo le digo Ángel González…

R: Hombre, Ángel, para mí, era todo. Era un intimísimo amigo mío. Le llevé al hospital, se murió conmigo. ¿Qué te voy a decir de Ángel? He pasado tantas navidades con él, tantos veranos. Le veía tres o cuatro días a la semana. Cuando veo estas preguntas que hacen en El País, en El Mundo o en ABC, no sé dónde es, tipo “¿con quién te gustaría tomar un café mañana?”, y todos dicen Dante, etcétera, pues yo siempre pienso que con Ángel González.

P: Jaime Gil de Biedma.

R: Apenas le conocí. Tenemos una antología de poemas leídos por él. Estuve con él tres veces en mi vida. Como lector sí le conozco, y es de los poetas españoles más significativos del siglo XX.

"Me jode hablar de los amigos, salvo que estén muertos, como Ángel"

P: Luis Alberto de Cuenca, quien me ha dicho que viene aquí los fines de semana.

R: Sí, esta mañana estuve con él. Viene los sábados y tomamos un café. Es mi amigo. Me jode hablar de los amigos (risas), salvo que estén muertos, como Ángel. ¿Qué te voy a decir? Prefiero que me preguntes por otros que no son tan amigos. Como Vallejo (risas).

P: Leonard Cohen.

R: Soy de los que me llevé un alegrón cuando le dieron un Nobel a Bob Dylan y, aunque menos, cuando le dieron el Príncipe de Asturias a Leonard Cohen. Siempre he sido un defensor de la cultura popular. Para mí, ha sido tan importante como la otra. Un poco menos clasista, pero tan importante. Y Leonard Cohen es el 50 de Visor. Y Bob Dylan es el número 10 o por ahí.

P: Reconozco que no la he leído, pero me han hablado muy bien de ella y le tengo ganas: Elvira Sastre.

R: Creo que es de las poetas que van a ser más importantes en España. Ha tenido la suerte, o la mala suerte, de que se la compara con esta generación que ha salido de internet y de las redes sociales, que ha tenido, quizá, demasiado éxito, pero creo que a ella sí la respalda su obra. Hay otros que tienen el mismo éxito que ella, de ventas y de asistencia a lecturas y tal, cuyas obras dejan mucho que desear. Pero creo que ella no es el caso.

P: Parece que, ahora, se vende más poesía que nunca. Ahora bien, ojito a los superventas: una instagramer, un joven que salió en un concurso de Telecinco, cantantes moñas…

R: Es verdad. Así es. Son los que más venden. No sé si la gente los lee. De todas formas, esta generación tiene una virtud: ha sabido conectar con el público, cosa que también hizo la Generación del 50 en su día. No los quiero comparar, pero es verdad: han sabido conectar con el público, y el público les busca porque les entiende. Han sabido amoldar su poesía a lo que la gente quiere escuchar, a los temas y al vocabulario. Ya veremos qué queda de ellos dentro de diez años, pero, de momento, no los desprecio como suele hacer la gente. Al revés.

P: Yo he leído algunas cosas…

R: Y yo, ¡qué te voy a contar! Pero no se puede hacer de todos. Loreto Sesma es buenísima también, y tiene veinte años. Elvira tiene veinticuatro o veinticinco. Pero luego hay algunos de esos, no voy a decir los nombres, que son… Dentro de diez años, quedará lo que tenga que quedar. Creo que es un movimiento que no hay que despreciar. Los jóvenes están cambiando muchas cosas. Los que más venden se me han ofrecido ellos. Y no he querido editar a ninguno. Sólo he querido editar a Loreto y a Elvira. Los otros nombres no te los voy a decir. Simplemente, no quiero estropear la colección por vender 5.000 ejemplares más. O 20.000.

"En aquella época se vendían muchos libros. Vendí más de 200.000. Ahora, es imposible"

P: Hablando de ventas, ¿sigue siendo Ciento volando de catorce, de Sabina, el libro que más ha vendido?

R: Sí. Ese es ya para toda la vida. En aquella época se vendían muchos libros. Vendí más de 200.000. Ahora, es imposible. Ni todos estos chicos juntos te lo venden. Ese va a ser un récord para siempre.

P: He leído por ahí que usted comenzó a amar la poesía en el colegio. Y gracias a un cura.

R: Tenía doce años, en Salamanca. Tuve la suerte de tener siempre buenos profesores de literatura. Era un colegio de curas, curas eran todos. Nos enseñaba muy bien, era muy simpático. Nos enseñaba quién era Lorca. Era de Astorga, nos enseñó quién era Leopoldo Panero. Nos obligaba a leer, a aprender los poemas de memoria, y nos metía el venenillo de la poesía. Y, cuando vine a Madrid, en el instituto, tuve un profesor de Literatura, muy simpático, Emilio Miró, un poeta de Melilla, que se murió, que nos llevaba a gente a leer poemas, como Antonio Gala. Tuve la suerte de tener buenos profesores, de literatura y de poesía.

P: Me llama la atención que aprendieran poemas de memoria. Conozco a gente que no pasa del graduado escolar y que se sabe, por ejemplo, la “Canción del Pirata” de memoria porque se la enseñaron en el colegio.

R: El padre de Luis García Montero también se la sabe de memoria. Y Campoamor, “El tren expreso”. Es verdad, es curioso.

"El abuelo, el padre, el niño, todo el día, están regalando cuentos a los niños. Y esos niños, cuando tienen quince años, ya no leen"

P: En el colegio, yo estudié la poesía muy de pasada. Lo de memorizar poemas era impensable.

R: Y mis hijos. Sí, sí. Eso depende mucho de la suerte que hayas tenido con los profesores. Y me jode mucho no acordarme del nombre del cura este de Astorga. Porque le debo mucho yo.

P: Jesús Quintero dice algo así como que los analfabetos de hoy son los peores, porque han tenido acceso a la educación, pero no ejercen.

R: No ejercen. Es una buena idea, una buena visión. Lo de los chavales de ahora no me lo explico, de verdad. Nosotros teníamos que leer los cuentos de Bruguera, con un papel asqueroso, una tipografía horrible. Y ahora les dan unos cuentos maravillosos, perfectos. La literatura infantil se vende mucho. El abuelo, el padre, el niño, todo el día, están regalando cuentos a los niños. Y esos niños, cuando tienen quince años, ya no leen. Es curioso. Es un tema a estudiar.

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La bufanda roja, de Yves Bonnefoy

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La bufanda roja (Sexto Piso), el último libro de Yves Bonnefoy (Tours, 1923-París, 2016), es su autobiografía, su testamento literario. Con una prosa ligera y poderosa, nos lleva de la mano por todo el siglo XX (las dos guerras mundiales, la miseria económica y social de Europa, el nacimiento de la contracultura en Estados Unidos, las revueltas universitarias en Francia) y nos entrega su excepcional lucidez para analizarlo y entenderlo.

Yves Bonnefoy, uno de los poetas más relevantes del siglo XX destacó también como ensayista, traductor y crítico literario y de arte. Fue traductor de Shakespeare, Yeats, Keats, Leopardi y Petrarca. Recibió el Prix des Critiques, el Grand Prix de Poésie de l’Académie Française, el premio de la Fondation Simone et Cino del Duca, el Premio Balzan y el Premio Kafka, entre otros. Sus obras se han traducido a más de treinta idiomas.

UNA «IDEA DE RELATO»

I

Heme aquí delante de una carpeta donde están reunidos mis sucesivos intentos de una vieja «idea de relato». Esa carpeta está, desde hace largos años, en un pequeño secreter que mi abuelo materno había fabricado con sus propias manos, un mueble de madera pobre y de forma humilde provisto de una tapa en la que él colocaba las hojas que cubría con su escritura fina y compacta antes de levantarla para guardar debajo de ella su trabajo. En la parte alta del secreter, por encima de la tapa, hay cajones, dos a cada lado de una cavidad central en forma de arco, sobre la que hay, oculto por un gran reborde, un estante. La parte inferior, por debajo de la tapa, es simplemente un espacio para guardar cosas, sostenido por los cuatro pies, rectos y desnudos. Mi abuelo ponía sobre el estante sus portaplumas, colocados sobre pequeños caballetes de madera, y a veces también sus reglas y su compás, porque era maestro, y secretario de la alcaldía, pero también se consideraba un geómetra. Y frente a él, en los huecos bajo la estantería, guardaba sus tinteros, uno de vidrio azul y cuadrado, con el cuello estrecho y la tapa, el otro redondo y amarillo, de barro cocido. Junto a los tinteros, el papel secante y una regla de cálculo, hecha de bello marfil, en su estuche de madera clara. En los cajones laterales había un desorden de sellos de caucho, cajas de chinchetas, gomas que nunca toqué. Cuando heredé de mi madre ese humilde mueble, las gomas endurecidas y los sellos estaban todavía ahí, a pesar del tiempo que ella lo tuvo, y no tuve el coraje de separarme de él.

Pero bajo la tapa, ahí donde mi antecesor guardaba los libros que él escribía, aunque sólo para él mismo, encuadernados con un sencillo cartón o con una imitación de cuero las hojas puestas en limpio, hoy ya no queda nada de esos trabajos; guardo en otra parte los que recibí en legado. En su lugar puse fotografías de cuadros y también el dosier de «La bufanda roja».

Ese dosier es una carpeta de tela amarilla con una cinta del mismo color para cerrarla, donde están reunidos cuadernos y hojas de diversos formatos marcadas, muchas veces, con distintas escrituras, porque a través de los años utilicé plumas de todo tipo, más o menos gruesas, y de diferentes tintas, y en ocasiones lápices. Una larga cadena de intentos y de abandonos, desde, ahora lo veo, 1964. Lo incesantemente interrumpido, lo inacabable, me parece.

Y sin embargo no había dudado, desde los primeros intentos, que lograría realizar, y muy rápido, la «idea de relato» que había imaginado. Mi confianza era tal que, nada más habérseme ocurrido, y rápidamente dotada del título «La bufanda roja», me creí en disposición de proponer a Gaëtan Picon el texto que de ahí resultaría: podría publicarse en uno de los siguientes cuadernos del nuevo Mercure de France, del que por entonces nos ocupábamos juntos. Tanto así que Gaëtan lo anuncia, creo recordar, en la contraportada de uno o dos números de la revista, como uno de los escritos «por aparecer». En los mismos meses y con la misma seguridad, formaba el proyecto de una edición ilustrada por Claude Garache, quien incluso comenzó a hacer los grabados.

Pero nada resultó de esas promesas sin duda imprudentes más que una búsqueda en vano continuada, el trabajo retomado seguido de largas interrupciones, durante más de cuarenta y cinco años. No me resignaba a dejar inacabada «La bufanda roja», como tampoco a no resolver el enigma de esa invención bruscamente silenciada. Sentía que había en ese cofre con la llave perdida algo importante para mi reflexión sobre la poesía y mi propia vida. Dos o tres meses antes de mi pequeño libro de 2009, Dos escenas y notas conjuntas, había retomado una vez más esas páginas, siempre con el pensamiento de que terminaría por comprender lo que sería el final de «La bufanda roja».

II

De lo que disponía desde los primeros días era de un poema de un centenar de versos. Mi idea de relato eran palabras portadas, si no producidas, por las exigencias de un ritmo. Pero cuando había constatado que no lograba comprenderla del todo, imaginé, para evitar el obstáculo, volcarme en una escritura en prosa. Tal vez, me dije, la libertad que da la prosa para detenerse en pensamientos que el verso descuida en su caminar precipitado, imperioso, me permitiría percibir detalles que convertiría en la llave de descubrimientos útiles. Desafortunadamente esas páginas en prosa no me sirvieron de nada. Intentaba decir demasiado, sin la menor convicción, sobre los personajes que trataba de inventar. Cada vez borraba esas tentativas desordenadas, a veces las destruía, y todo lo que me enseñaron es que a la primera versión, la que se había impuesto de un solo golpe, no podía agregarle nada.

E incluso tampoco podría cambiar nada. Habían surgido, en esas frases cargadas de alusiones oscuras y de apariencias de recuerdos, significados, preocupaciones que tenían la naturaleza de hechos, incluso si yo no sabía dónde situarlos en mí, aunque me hubiesen marcado de forma precisa. Ese poema, si es la palabra que conviene, no era un simple esbozo de pensamiento, entregándose a la reflexión, sino un texto que existía como tal, hasta en su mínima coma, y que no tenía el derecho de tocar, como si fuese la obra de alguien más. Un texto, la producción de no sé quién dentro de mí. Y no había ninguna manera –había que terminar por resignarse a ello– de que las ideas concebidas a un nivel consciente, y que llegaron más tarde, pudiesen insertarse en «La bufanda roja».

III

Fue porque llegué a no dudar de eso, que me decidí, la última vez en julio de 2009, después de un nuevo fracaso, a no volver a abrir nunca más la carpeta, el deseo de destruirla volviéndose cada vez más insistente… Pero antes de contar lo que se produjo poco después, es necesario que me decida a dar a leer las páginas del primer día. He aquí «La bufanda roja». Son dos o tres tiradas de versos que llamaré fragmentos. El primero:

Ese hombre, ya viejo.
Que ponga un poco de orden en mí, se propone,
Que tire esas agendas de mi juventud,
Esas cartas de compañeros de clase,
De amigos, de amigas de los años de estudios,
Y aun esos cuadernos. Abre uno de ellos,
Son notas que tomaba a los veinte años.
«En el museo, esa mañana,
Vi la Dánae en la lluvia de oro»,
Y algunas páginas más lejos:
«And so he heard an horn blow»
Y: «knight of the two swords ye must have ado».
Esas palabras, él sabe de dónde vienen,
Recuerda el día en que las leyó
Con ese deslumbramiento que vuelve a atravesar
De un golpe sus ojos de tantos años después.
Sigue girando las páginas.
Más lejos todavía
«They call me the hyacinth girl».
Y he aquí que descubre
Un sobre vacío, pero cerrado.
Le da la vuelta,
Alguien ha anotado un nombre, una dirección,

17

Es en Toulouse,
Palabras que obstaculizan la página,
Tiremos también esto, se exclama,
Pero no lo hace, no, recuerda,
Entrevé en el fondo de su memoria
A un hombre encontrado sólo una vez
En una vieja casa, nunca vuelta a ver,
Cuando él tenía más o menos veinticinco años.
Muros pintados con cal, ¡qué liberación
Para quien viene del papel floreado de las habitaciones pobres!
Habían hablado,
Lo vuelve a ver en el vano de una ventana,
El muro tiene una gran profundidad, y detrás
Está la luz de la tarde.
Tiremos ese recuerdo, se obstina,
Pero se lo impide
Algo que le da miedo.
Ese recuerdo es como el negativo
De una fotografía en blanco y negro,
En la que no podemos ver nada excepto, bajo un ángulo,
Esa forma que parece surgida de la noche,
Y sin embargo
El hombre, ahí, inclinado hacia delante,
Lleva puesta una bufanda roja.
¡Escribir!,
Aunque sea absurdo
Después de tantos años,
A esa dirección en Toulouse.
Cincuenta años más tarde, se dice,
Y simplemente la dirección de un hotel,
Me devolverán la carta y ya no volveré a pensar en eso.
¿Y qué escribe? Algo como:
¿Qué ha sido de usted? No lo he olvidado.
En cuanto pueda, deme noticias suyas.

18
Alza los hombros, echa la carta.
Pero no se la devuelven.
Pasan las semanas.
Y una mañana,
La misma escritura, más o menos,
El mismo nombre y al reverso la misma dirección,
Una respuesta: ¿Usted no me ha olvidado?
Me acuerdo, yo también,
Aun lo veo de nuevo
En esa gran casa, cerca de una ventana,
En el profundo vano.
Por qué estábamos ahí, ya no lo sé.
Quién estaba con nosotros, no me atrevo a pensarlo,
Pero todo eso ha quedado en mi memoria,
Todo era gris a nuestro alrededor, la noche caía,
¡Pero qué contraste! ¡En la penumbra
La gran bufanda roja que usted llevaba!
El recuerdo me ha vuelto en ciertos momentos de mi vida.
¡El miedo, ah, más aún!
Un escalofrío,
El horror que nace
De un paso que se escucha en una casa vacía.
Partir,
Tomar el primer tren hacia Toulouse,
Comprender que detrás
De ese recuerdo se oculta otro,
Una muchacha, en efecto, acaso no entraba
En la sala donde pronto anochecería,
Acaso no tenía entre sus manos, ah, por qué,
Una bufanda, no decía ella…

Puntos suspensivos que no están en el texto, pero a través de los cuales indico la gran interrupción que creo que tuvo lugar en ese instante. Además de los versos que acabo de citar hay, en 19 mi archivo, dos fragmentos más, y que son también —cercanos a las primeras páginas y tal vez del mismo día— algo infligido y no algo deseado, algo que sorprende y no algo imaginado; sin embargo, no franquean esa especie de macareo que obstaculiza en el escrito más antiguo el flujo de su escritura.

Uno de esos fragmentos retoma casi palabra a palabra el dictado original, y podría dudar en referirme a él, pero en un punto de esta variante es como si yo mismo entrara en escena, junto a ese «hombre ya viejo», lo que hace de él un amigo, tal vez, en todo caso un ser que asumo como real, aun en el espacio de una ficción: indicación que no carece de importancia. Y sobre todo esa página contiene dos pensamientos completamente nuevos, uno de los cuales trata de entrar en ese porvenir del que yo no sé nada, y el otro agravaría aún más el enigma.

Transcribo entonces también ese segundo fragmento, excepto su primera estrofa, que no aporta ningún cambio a los primeros diecisiete versos de la versión original, como si la referencia a Dánae y al relato medieval constituyera una especie de tronco en común de lo que podría seguir. He aquí la segunda estrofa y todo el resto. Desapareció la alusión a la muchacha con jacintos e incluso la idea del sobre: de inmediato ocurre el descubrimiento de la dirección del desconocido. Y helo aquí que se detiene en un nombre, en una dirección Que una mano que no es la suya Ha escrito a lo largo de toda una hoja. Un nombre de hombre, Una dirección de un hotel en Toulouse. Reflexiona, Sí, debió de ser cuando pasé algunos días Aquel año En ese pueblo cerca de Toulouse. Tiremos también esto. Pero no lo hace. Ya no quiere ordenar nada.

Y helo aquí que se detiene en un nombre, en una dirección
Que una mano que no es la suya
Ha escrito a lo largo de toda una hoja.
Un nombre de hombre,
Una dirección de un hotel en Toulouse.
Reflexiona,
Sí, debió de ser cuando pasé algunos días
Aquel año
En ese pueblo cerca de Toulouse.
Tiremos también esto.
Pero no lo hace.
Ya no quiere ordenar nada.

—————————————

Autor: Yves Bonnefoy . Título: La bufanda roja. Editorial: Sexto Piso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Un día perfecto para el pez plátano, de J. D. Salinger

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Su Holden Caulfield es uno de los personajes inmortales de la literatura del siglo XX. En esta ocasión reproduzco un relato incluido en Nueve Cuentos, Un día perfecto para el pez plátano, de J. D. Salinger.

 

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

"Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad"

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

—¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

—¿Estás bien, Muriel?

La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

—¿Cuándo llegaron?

—No sé… el miércoles, de madrugada.

—¿Quién condujo?

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…

—Muy bien—dijo la chica.

—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

—No. Ahora tiene uno nuevo.

—¿Cuál?

—Mamá… ¿qué importancia tiene?

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.

—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

—Lo tienes tú.

—¿Estás segura?—dijo la chica.

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

—¡Pero está en alemán!

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.

—Muriel, mira, escúchame.

—Te estoy escuchando.

—Tu padre habló con el doctor Sivetski.

—¿Sí? —dijo la chica.

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

—¿Y…? —dijo la chica.

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

—¿Quién? ¿Cómo se llama?

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

—Nunca lo he oído nombrar.

—De todos modos, dicen que es muy bueno.

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

—Me he quemado toda, mamá, toda.

—¡Qué horror!

—No me voy a morir.

—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

—Bueno… sí… más o menos… —dijo la chica.

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

—Bueno, ¿qué dijo?

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

—¿Por que te hizo esa pregunta?

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

—¿El verde?

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

—Pero ¿qué dijo él? El médico.

—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?

—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

—En fin. ¿Y tu abrigo azul?

—Bien. Le subí un poco las hombreras.

—¿Cómo es la ropa este año?

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

—¿Y tu habitación?

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.

—¿Y no quieres volver a casa?

—No, mamá.

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…

—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

—¿Dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

—No he dicho nada de eso, Muriel.

—Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

—Muriel, hazme caso.

—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

—Muriel, quiero que me lo prometas.

—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.

*

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.

"La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas"

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.

—Estate quieta, Sybil, cariño…

—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.

La señora Carpenter suspiró.

—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

—¡Ah!, hola, Sybil.

—¿Vas a ir al agua?

—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué? —dijo Sybil.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.

—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.

—¿En serio? Acércate un poco más.

Sybil dio un paso adelante.

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

—Necesita aire —dijo.

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.

—¿Sharon Lipschutz dijo eso?

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

—Sí que podías.

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

—¿Qué?

—Me imaginé que eras tú.

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

—Vayamos al agua —dijo.

—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

—¿Que eche a quién?

—A Sharon Lipschutz.

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —de repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

—¿Un qué?

—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

"Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar"

Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar.

—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.

Sybil negó con la cabeza.

—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

—No sé —dijo Sybil.

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

Sybil soltó el pie:

—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.

—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

—No eran más que seis —dijo Sybil.

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.

—¿Si me gusta qué?

—La cera.

—Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.

—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.

—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.

—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate solo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

—No veo ninguno —dijo Sybil.

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

Ella negó con la cabeza.

—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?

—¿Qué pasa con quiénes?

—Con los peces plátano.

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

—Sí —dijo Sybil.

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

—¿Por qué? —preguntó Sybil.

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.

"De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta"

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

—Acabo de ver uno.

—¿Un qué, amor mío?

—Un pez plátano.

—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

—Sí —dijo Sybil—. Seis.

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

—¡No!

—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

—¿Cómo dice? —dijo la mujer.

—Dije que veo que me está mirando los pies.

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

—————————————

Autor: J. D. Salinger. Título: Un día perfecto para el pez plátano. Editorial: Debolsillo. Venta: Amazon

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5 poemas de Alí Chumacero

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Editor y crítico literario, desarrolló también una importante carrera lírica que le situó como uno de los padres de la nueva poesía mexicana. A continuación, puedes leer 5 poemas de Alí Chumacero.

El pensamiento olvidado

Pensar en tu mirada y en mi olvido
dejando el pensamiento dilatado
a través de tus ojos, anegado
de su mismo vivir con tu sentido;

después mirar tu olvido que en mí asoma
como una rosa que al espacio diera
leve prolongación y luego fuera
la propia luz que toca con su aroma,

es entregarme a ti sin más denuedo
que la lucha del cuerpo contra el viento,
y contigo soñando estar tan quedo

como náufrago mar o vano intento:
porque ya que pensarte en mí no puedo,
dejo olvidado en ti mi pensamiento.

A una estatua

Cesa tu voz y muere
sobre tus labios mi alegría.
No habrá palabra que en tu piel levante
ni un incierto sabor de brisa oscurecida
como el recuerdo que en mis ojos deja
el paso de tu aliento,
porque vives inmersa en tu silencio,
impenetrable a mis sentidos
y si mis manos en tu piel se posan
inclinas la cabeza,
navegas en un tiempo que escucha tu latido,
y entre sus aguas, inundándote
bajo la tersa forma de su espejo,
estás abandonada,
próxima a ser violenta permanencia,
enemiga de olvidos,
casi perdida en íntima zozobra
y sin más voluntad
que la crueldad entre tus labios muda.

Toma tu cuerpo ahora, vuelve el rostro,
mírate así, segura y desplomada
hacia un estanque donde mora el miedo,
donde sólo hay imágenes
y el cuerpo deja su cautivo duelo
para entrar en la fuente de su origen.
Verás nacer el sueño de tu cuerpo
anegando en pureza toda vida,
todo impulso negado en puro movimiento
y toda forma sostenida en puro resplandor
ya no será la flor sino su aroma,
ya no serás tú misma.

No importa entonces que de pronto mueras
y pierdas toda sombra
quedándote en escombros defendida,
si toda tú pereces,
náufraga de tu propio mar,
presa dentro de ti, vencida
como ángel que asolado por el fuego
lanzara su impotencia,
y sólo un desengaño
entre rocas de olvido y de tinieblas
dejan tus labios mudos
y la pureza inútil de tu cuerpo.

Muere, desnuda forma,
hielo que mata mi alegría,
crueldad vertida en mármol fatigado;
muere ya, y deja que contemple
la lucha de tu cuerpo con la sombra,
el debatir inútil de tus labios
contra el vacío olvido de tus ruinas,
que en ataúd o tumbas duermes
entre un querer o no de tus sentidos.

Espejo y agua

Tu alma en mí dejó su fría imagen,
sólo recuerdo de lo que vivías,
y si al espejo miro y me reflejo
allí encuentro tus ojos, tu silencio de cera
con un reposo de apagado aliento,
como si descendiendo arenas
o un tropel de recuerdos
sobre mi piel, con sosegado paso
hacia el cristal cayeran.
¿No caen hojas como frases muertas,
y mis ojos en ti no fueron rosas
ahogadas en tu aroma?

Si al agua miras, mira
mi corazón ornado de sepulcros
bajo las olas que lo mueven,
crecido entre las ruinas de tu nombre,
entre perderse en muerte o florecer
como una eterna espera o el lamento
de un Adán impasible que soñaba
contigo y tu mentido Paraíso.
Porque al mirarte contra el agua, miras
mi pensamiento en tu alma suspendido.

Jardín de ceniza

Haber creído alguna vez
viendo la noche desplomarse al mundo
y una tristeza al corazón volcada,
y después ese cuerpo que oprimen nuestras manos:
la mujer que sonríe
y sobre el lecho se nos vuelve
cadáver mutilado en el recuerdo,
como mentira ínfima
o rosa desde siglos viviendo en el silencio.
Y sin embargo en ella nos perdemos,
muertos contra sus brazos, en su misterio mudos
tal una voz que nadie escucha,
frutos ya de cadáver de amor, petrificados;
su placer nos sostiene sobre un mentido mundo,
ahí nos consumimos continuando
en la vana tarea interminable,
y luego no creemos nada,
somos desolación o cruel recuerdo,
vacío que no encuentra mar ni forma,
rumor desvanecido en un duro lamento de ataúdes.

A una flor inmersa

Cae la rosa, cae
atravesando el agua,
lenta por el cristal de sombra
en que su tallo ahoga;
desciende imperceptible,
clara, ingrávida, pura
y las olas la cubren, la desnudan,
la vuelven a su aroma,
hácenla navegante por la savia
que de la tierra nace
y asciende temblorosa,
desborda la ternura de su tacto
en verde prisionero,
y al fin revienta en flor
como el esclavo que de noche sueña
en una luz que rompa
los orígenes de su sueño,
como el desnudo ciervo, cuando la fuente brota,
que moja con su vaho la corriente
destrozando su imagen.

Cae más aún, cae
más allá de su savia,
sobre la losa del sepulcro,
en la mirada de un canario herido
que atreve el último aletazo
para internarse mudo entre las sombras.
Cae sobre mi mano
inclinándose más y más al tacto,
cede a su suavidad de sábana mortuoria
y como un pálido recuerdo
o ángel desalado
pierde una estela de su aroma,
deja una huella pie que no se posa
y yeso que se apaga en el silencio.

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Toni Hill: realismo e intriga psicológica

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Confluyen en Tigres de cristal —quinta novela del barcelonés Toni Hill—, dos relatos paralelos: el primero es de corte social y el segundo se adentra en la psicología de los personajes. Ambos discurren de forma independiente hasta convertirse en espejos el uno del otro.

El relato social es el de los últimos cuarenta años de la historia de España, desde la agonía del franquismo hasta la crisis económica actual, y se centra en los emigrantes del sur que llegaron a Cataluña durante la dictadura para trabajar en la industria incipiente del llamado “cinturón rojo” de Barcelona. Resulta significativo que uno de los primeros capítulos de la novela describa la urbanización del barrio de Ciudad Satélite, en Cornellá del Llobregat, como si deseara crear un universo novelesco. El autor pone especial énfasis en subrayar los lugares. A través de ellos quiere evocar su propia infancia.

"La novela, como ya he apuntado, es un relato de intriga psicológica que mantiene en vilo al lector, pero es también una reflexión social que apunta especialmente a la izquierda"

Los habitantes de Ciudad Satélite encarnan a la clase trabajadora: obreros industriales los hombres, amas de casa o empleadas domésticas las mujeres. Todos ellos contemplan con cierta ambigüedad esa Cataluña que han venido a colonizar: por un lado es una tierra de oportunidades que les permite comprar un piso moderno a plazos; por otro lado recelan de la burguesía local que habita barrios como Sant Gervasi o Pedralbes. Todo ello en el contexto de las primeras huelgas democráticas.

El segundo relato, el psicológico, se adentra en los protagonistas de la novela, como Víctor Yagüe y Juanpe Zamora, dos jóvenes de extracción obrera que en 1978 se ven complicados en la muerte de Joaquín Vázquez, apodado “el Cromañón”, un compañero indeseable que les hace la vida imposible. Rodean a Juanpe y Víctor toda una galería de personajes cuyas historias paralelas se alternan, avanzando y retrocediendo en el tiempo mediante el uso de la prolepsis y la analepsis, adentrándonos en realidades a menudo sórdidas que se perciben verídicas, siguiendo los postulados del realismo galdosiano.

La novela, como ya he apuntado, es un relato de intriga psicológica que mantiene en vilo al lector, pero es también una reflexión social que apunta especialmente a la izquierda. Con el paso de los años, Víctor —hijo de un sindicalista del cinturón industrial de Barcelona— prospera socialmente y se convierte en un perfecto burgués, feliz y sin complejos. En cambio, Juanpe se hunde en la derrota y el sentimiento de culpabilidad, y vive presa del pasado sin poder exorcizar sus demonios interiores.

"En esta quinta novela publicada, Toni Hill atesora ya un considerable oficio de narrador que se despliega a lo largo de las casi quinientas páginas de esta obra generacional"

¿Qué nos sugiere el relato? ¿Qué culpas debe expiar la izquierda? Tigres de cristal no es una novela de tesis, el autor actúa con la sutileza necesaria como para transmitir sensaciones sin que terminemos de asociarlas a un contexto concreto; sin embargo su obra está plagada de alusiones que apuntan a la realidad más actual, no sólo política sino también a un tema de tanta trascendencia como es el acoso escolar, que el autor analiza desde la perspectiva de los años setenta y también desde la época actual, en la que se ha convertido, a través de las redes sociales, en algo mucho más sutil y terrible si cabe.

En esta quinta novela publicada, Toni Hill atesora ya un considerable oficio de narrador que se despliega a lo largo de las casi quinientas páginas de esta obra generacional, realista y de intriga psicológica.

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Autor: Toni Hill. Título: Tigres de cristal. Editorial: Grijalbo. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Imágenes de Suecia

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“A menudo nos preguntan a los escritores, en los encuentros con los lectores o en las propias entrevistas periodísticas, por los autores contemporáneos o clásicos que preferimos y que recomendaríamos a otras personas como lectura. Siendo imposible por generalista —y porque con el tiempo nuestros gustos literarios van cambiando, como es lógico— responder a esa cuestión, cuando me he visto impelido a hacerlo he citado casi siempre a Lars Gustafsson”. —Julio Llamazares, en El País.

Zenda publica las primeras páginas de Imágenes de Suecia, de Lars Gustafsson (Nórdica Libros).

SUECIA EN EL MAPA

Este país puede a veces parecer un poco largo de más. En los libros de texto de nuestra infancia se representaba una especie de Suecia «normal» en la que crecían manzanos y ciruelos y donde había ríos que nos tocaba recitar de carrerilla cuando la maestra nos lo pedía: Ätran, Niskan, Lagan, Viskan. Los autores de este libro, compuesto en gran medida de retazos, vivencias propias en su mayor parte, frisábamos en la treintena cuando nos dimos cuenta de que había ríos, en la Suecia más septentrional, con un cauce igual al del Danubio y mayor que el del Loira, y tan caudalosos como el Rin, que reducían esos ríos de los libros de geografía a pequeñas y agradables corrientes de agua, aptas para remar plácidamente y pescar con lombriz.

Lo mismo podría decirse de los numerosos lagos: un buen día de verano el Mälaren y el Hjälmaren se llenan de blancos veleros, barcazas cementeras y lanchas motoras. En un día parecido, en el Stora Lulevatten o el Torneträsk apenas se dejan ver un velero o una estela.

Este país es tan notable que ni siquiera sus habitantes lo conocen especialmente bien. Cuando Carl von Linné parte rumbo a Laponia una bonita mañana a principios del verano de 1732, esta misión real es en sí misma una expedición en terreno desconocido, de igual naturaleza, en principio, que las travesías de Peter Forsskåhl y Anders Sparrman hacia las zonas exóticas del mundo.

Ya no son las cosas como en tiempos de Linneo, pero al viajero solitario le queda muchísimo por descubrir, y los autores de este libro somos los primeros en reconocer que esto también se nos aplica a nosotros. El estudio tanto de la historia como de la geografía constituye una tarea demasiado grande para una sola vida. E incluso para dos, como ocurre en este caso.

Nos limitamos a contar nuestras propias vivencias. Esto incluye también los libros que hemos leído y las conversaciones que hemos mantenido. Hemos decidido no indicar quién ha escrito qué, y nuestra ruta avanza desde la Suecia meridional hasta su parte más septentrional, con excursiones bastante amplias hacia el este y el oeste, e incursiones en la literatura sueca. Los lectores, que esperamos que se sientan a gusto, encontrarán en estas páginas pocos juicios de valor, más allá de los evidentes. Pero si hay uno que esperamos que quede claro es que si no creyéramos que Suecia es un buen país en el que vivir, entonces no viviríamos aquí.

Agnet A Blomqvist y l Ars gustAfsson

SämsHerrgård, municipio deTanum, 3 de agosto de 2012

 

EL SUR DE SUECIA

Como una red de telarañas negras

cuelgan las ramas que gotean.

En la noche muda de febrero

desde las sendas y piedras del valle

canta suavemente, suena, flota

el murmullo de un manantial.

En la noche muda de febrero 

llora quedo el cielo.

Vilhelm Ekelund (1880-1949)

Las provincias del sur, Escania, Halland y Blekinge, anexionadas al reino de Suecia ya avanzada su historia, con el Tratado de Roskilde de 1658, y que hasta mucho tiempo después continuaron siendo objeto de disputa, nos siguen aún hoy resultando sutilmente extrañas a quienes venimos de las provincias que circundan el Mälaren. Y más aún, quizás, a los oriundos de las provincias del norte.

Para nosotros una noche de febrero es, por lo general, muy oscura, muy fría y con los campos cubiertos de un polvo de nieve que el viento arrastra en siniestros remolinos o, dicho en una palabra, ese Niflheim con que nuestros ancestros del norte reemplazaron un Infierno demasiado cálido y cómodo para sus propósitos. En la llanura de Escania, sin embargo, es posible encontrar la noche de febrero en ciertos años bajo el llanto quedo de las nubes.

Pero no siempre es así. La planicie que se extiende entre Skanör y Lund puede ser en enero, y hasta principios de febrero, un invierno de ventiscas de nieve. Las mujeres parturientas solo pueden llegar hasta las salas de maternidad en tractores oruga, las granjas remotas tienen que aguardar durante días a que se vuelvan a abrir las carreteras que conducen hasta ellas, e incluso entonces en medio de varios metros de nieve. Para lograr ver montañas de nieve de ese calibre en esa época del año habría que ir normalmente hasta Kiruna, o puede que hasta Umeå.

Luego llega la primavera. El avión procedente de Bromma se endereza bruscamente en la aproximación para esquivar un águila, dice el capitán. Al fondo se ven unos gansos salvajes rumbo al norte. La nieve continúa esparcida de forma irregular a la vez que los hayedos empiezan a cambiar de color.

Venir a Escania suponía siempre, en mi juventud, poco menos que viajar al extranjero. Por las tierras brincan, en lugar de liebres, vivarachos conejos silvestres. Hay hayedos en lugar de pinos y abetos, casas pintadas de blanco y no de rojo Falun, castillos en lugar de casonas, cenas opulentas y no las costumbres ascéticas de los círculos filosóficos de Uppsala en torno a 1958, filosofía continental y no la de Cambridge, Oxford o Chicago. Cuando en el Lund de los cincuenta se alargaban los seminarios, los asistentes se iban al bar del espléndido y viejo Grand Hotel; en Uppsala, a la cafetería de Kajsa en Drottninggatan.

En verano grandes partes de Blekinge y Halland parecen jardines si uno las compara con el cinturón boscoso serio y sumamente monótono del norte de Europa. Aquí hay plácidas playas arenosas y pueblos costeros como Torekov y Båstad, repletos de idílicas villas de veraneo, en su mayoría propiedad de una pudiente clase alta.

Los contrastes sociales son muy acusados en el sur de Suecia. Aquí conviven latifundios como Värnanäs o Simonstorp, en mitad de los cuales no pocas veces se alza un enorme castillo de los tiempos del Imperio sueco, con tranquilas comunidades pesqueras como Borrby yTorekov, o con tumultuosos suburbios y su aislamiento social, como es el caso de Rosengård en Malmö, que al igual que otros barrios europeos similares se enfrenta a problemas de sobra conocidos. Juventud desarraigada, confusión lingüística.

Las granjas con tejado de paja, dispuestas en torno a un patio cuadrangular con un pozo en medio, se han convertido en una especie de símbolo de esta provincia. Pero uno no debería esperar encontrar a gente de Escania en todas estas granjas. Ya en los sesenta eran populares entre la gente de Estocolmo. Y la Backåkra de Dag Hammarskjöld también es algo así como un símbolo. A dicha granja se retiró el segundo secretario general de las Naciones Unidas, conocido por su carácter contemplativo, después de su paso por la sede de esa organización.

El sur de Suecia también cuenta con una tradición literaria propia, que se hace visible en algún momento de finales del XIX o principios del XX. Cuando August Strindberg huye de París, donde le parece que unas fuerzas ocultas amenazan y dirigen su vida, acaba en casa de un amigo en Lund y conoce de pronto la paz de esta pequeña ciudad trabajadora. Sus tranquilos habitantes parecen totalmente enfrascados en sus propios asuntos. Nadie le pide nada, y eso es justo lo que él necesita en ese momento.

«La aldea rural académica» es una expresión bastante común de la época de Vilhelm Ekelund. Algo de esa antigua atmósfera de Lund aún se puede respirar también en una tarde de verano de nuestro siglo. La esfera en el romántico jardín del obispo Agardh frente al singular museo Kulturen evoca el frondoso verdor de los olmos. En las calles serpenteantes se alternan esas casas cruzadas por paneles de madera y casas comunes. Desde el ático de Maggie los tejados de las distintas partes históricas de la ciudad, con sus diversos grados de inclinación, dan la impresión de ser la cara oscura de un cristal. El Grand Hotel, célebre lugar que acogió innumerables veladas y noches de ponche, se eleva hacia el cielo con su falsa torre gótica. Y los trenes expresos a Copenhague, al otro lado del parque, apenas interfieren con el zumbido esperanzado del bar.

Existe, sin embargo, otro Lund. La ciudad es rica y los precios de la vivienda en el casco histórico son prohibitivos.

Los grandes centros industriales de la innovación, surgidos de las profundidades de los laboratorios de la Universidad, bloquean a muchos las vistas de la llanura. Hay industrias farmacéuticas, de software, y tampoco cabe obviar la sede del imperio de los modernos cartones de leche: Tetra Pak.

En el corazón del Lund que hace honor a la palabra de la que deriva, que en sueco significa «arboleda» y que, según parece, fue precisamente en su día una arboleda donde se realizaban sacrificios y junto a cuyo manantial se levantó un altar, se yergue la imponente catedral románica. Lo que primero salta a la vista del visitante casual es, sin duda, el reloj astronómico, un monumento no solo a la brillante y sofisticada maquinaria de los tiempos de Fibonacci y Cardano, sino también al recalcitrante problema de dar con una fórmula matemática para medir el tiempo que concordara con la excepcionalmente imprecisa rotación anual del planeta. Como ocurre con todos los relojes decorativos, y con muchísimos de los ayuntamientos y catedrales del continente europeo, se produce aquí una procesión diaria de representaciones bíblicas, que bajo trompetas en alto completan con rigidez su marcha, empujadas por las poderosas pesas de plomo del reloj. ¿Qué es el reloj de muelles, con su funcionamiento caprichoso, condenado a corregirse constantemente con reguladores cónicos de la velocidad, en comparación con el mecanismo seguro e invariable del reloj de péndulo, regido únicamente por la gravedad, la más gris, sensata y fiable de las cuatro fuerzas elementales de la naturaleza?

El pozo me produce todavía más fascinación. Ese pozo profundo y oscuro, que ha de ser anterior a la era cristiana y, sin embargo, lleva una eternidad delimitando un lugar de culto, un bosquecillo sagrado.

¿Qué hay ahí abajo en la oscuridad?

«Organismos», responde un folletito muy informativo, Fauna y flora en la catedral de Lund, que ahora ya solo se encuentra en algunos anticuarios de las inmediaciones y en la imponente biblioteca de la Universidad. Nada más que organismos.

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Autor: Lars Gustafsson. Título: Imágenes de Suecia. Editorial: Nórdica. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Se equivocó la paloma, de Rafael Alberti

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Estos versos están incluidos en el libro Entre el clavel y la espada. Pertenecen a la etapa más comprometida políticamente del autor. A continuación, puedes leer Se equivocó la paloma, de Rafael Alberti.

Se equivocó la paloma, de Rafael Alberti

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo;
que la noche la mañana.
Se equivocaba.

Que las estrellas eran rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón su casa.
Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.)

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Vidas usadas

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Yacen en silencio, esperando que una mano anónima despierte la vida que custodian, latente, en su interior. Los libros se agolpan sobre las mesas dispuestas junto al río. Sus ajadas portadas hablan de tiempos mejores y sus orígenes difieren, pero todos sueñan con otra oportunidad. Paso a su lado y me veo reflejado en ellos, recordando el momento en que abandoné mi país para cambiar de vida: si yo tuve que luchar por mi futuro, ellos solo pueden confiar en la suerte y esperar a que el azar les ponga en el sitio que merecen.

"El libro usado, cuyas anteriores vidas le otorgan un encanto y misterio inexistentes en el recién impreso, se gana a pulso el apelativo de bouquin"

Algunos encontrarán pronto un nuevo dueño, mientras otros se resignarán a ver el tiempo pasar. Reconozco que no es un mal lugar para esperar. Las urnas metálicas salpican el pretil del río Saona, en Lyon, y recuerdan a las que animan las orillas del Sena en París. Los libreros aparcan sus furgonetas junto a la acera para repetir su acostumbrado ritual: despliegan inestables mesas de madera, depositan cada volumen con cuidado y muestran la valiosa mercancía protegida en las urnas. Después ocupan una discreta posición bajo los árboles y esperan. Son libreros de viejo o bouquinistes, una de mis palabras favoritas de la lengua francesa. Bouquin es un término familiar que se utiliza para denominar a un libro y que no tiene traducción en español. Me gusta porque lleva al conjunto de páginas impresas a una dimensión más cercana. Una vez perdida la obligada denominación formal, asumida por el término livre, reencontramos el libro como un apreciado objeto que nos acompaña en nuestra vida cotidiana. Del mismo modo, leer (lire) se transforma en bouquiner: un acto placentero, próximo a la distensión, que también es sinónimo de la búsqueda del libro deseado entre una multitud de ejemplares. El libro usado, cuyas anteriores vidas le otorgan un encanto y misterio inexistentes en el recién impreso, se gana a pulso el apelativo de bouquin y el llamado “marché aux bouquinistes” de Lyon no podría tener un nombre mejor.

"Los volúmenes que necesitan más cuidados están protegidos por fundas de plástico, mientras otros exhiben sin tapujos sus vidas usadas"

Pasear bajo la sombra de los árboles y bouquiner rodeado de semejante espectáculo es todo un placer. El quai de la Pêcherie se llena de variopintos ejemplares: desde vetustas ediciones de grandes formatos y gruesas portadas, hasta pequeños y manidos libros de bolsillo, pasando por antiguos periódicos y curiosos cómics. Los bouquinistes suelen recurrir a socorridas temáticas para agruparlos: grandes clásicos de la literatura francesa y universal, novela policíaca, poesía, ensayo, viajes, arte, arquitectura… Los volúmenes que necesitan más cuidados están protegidos por fundas de plástico, mientras otros exhiben sin tapujos sus vidas usadas. Algunos reposan sobre el pretil de piedra, peligrosamente cerca del río. El precio está escrito a lápiz en la primera página y parece difícil de negociar, pues es bastante razonable y abundan las ofertas: podemos elegir tres libros por el precio de dos e incluso un rincón ofrece volúmenes a un euro.

"Su atrevido desafío al paso del tiempo, sus innumerables párrafos subrayados a lápiz y sus amarillentas hojas dobladas en las esquinas les dotan de una personalidad única"

Me muevo sin prisa entre las mesas, tomando el tiempo necesario para leer los lomos que llaman mi atención. No sé lo que quiero, pero lo reconoceré en cuanto lo vea, así que no pierdo detalle de la cambiante mercancía. A veces cojo un volumen, leo la contraportada, la primera página o un fragmento al azar para ver si la magia opera y confirma el acierto de mi intuición, que me pone frente a libros que nunca habría seleccionado por mí mismo. De vez en cuando descanso la mirada en la otra orilla del río, donde las fachadas ocres del “vieux Lyon”, el casco antiguo de la ciudad, se superponen a la colina de Fourvière, coronada por la basílica del mismo nombre. Las fuertes ráfagas de viento me recuerdan que estoy en un medio hostil al que los libros no están adaptados. Son tan frágiles que me cuesta imaginarlos en este inclemente contexto más allá de una mañana de domingo. Sin duda es un lugar prohibido para las nuevas ediciones y solo los libros usados, curtidos en peores lances, vienen sin miedo al campo de batalla. Saben que no tienen nada que perder y que todo esfuerzo es poco para recuperar la calidez de una sólida estantería y el interés de un inteligente dueño capaz de apreciar su contenido. Antes de dejar esta librería al aire libre, dirijo una última ojeada a los silenciosos candidatos a una nueva vida. Tal vez su rol no sea tan pasivo como pensaba en un principio. Su atrevido desafío al paso del tiempo, sus innumerables párrafos subrayados a lápiz y sus amarillentas hojas dobladas en las esquinas les dotan de una personalidad única: un carácter que les convierte en dueños de sí mismos y de su propio futuro. Ya no tengo tan claro si soy yo quien los elige o si son ellos quienes me eligen a mí.

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